TEOLOGÍA EN LATINOAMÉRICA. Perspectiva del Arzobispo Romero

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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¿Revelación o revolución?

Son miles los escritos sobre la/s teología/s de la liberación. Sólo ahora es posible intentar hacer un balance más sereno. Los mayores exponentes de la liberación teológica han modificado, sin retractaciones humillantes, tonos y campos de estudio. La realidad de América Latina en los inicios del Tercer Milenio ha cambiado mucho. También aquí han llegado las consecuencias del año 1989.

El paso de muchos católicos latinoamericanos de la «revelación» a la «revolución» no se puede explicar de manera simplista con el Concilio Vaticano II, o con un ceder al marxismo de moda en todas partes. Como todos los fenómenos históricos, se extiende por largos periodos. Y revela una clara persistencia de mentalidades más allá de las diferencias de banderas y de los programas ideológicos.

Las premisas del fenómeno llevan a la gradual separación del catolicismo latinoamericano con sus visiones de «ancien régime», de patronatos y privilegios del sistema trono-altar. Primero se encuentra la evolución del siglo diecinueve, vivido con la mirada nostálgicamente dirigida a un pasado lleno de esplendores. El siglo veinte es una época nueva. Las primeras manifestaciones del paso de la Iglesia latinoamericana de los templos a las plazas, del sentirse institución de un orden preordenado a hacerse parte activa en la sociedad, con atención a las masas, son agregaciones en el signo de la intransigencia, de la reacción al anticlericalismo liberal, de la defensa de modelos teocráticos.

La implantación en América Latina del asociacionismo de Acción Católica, por voluntad de la Santa Sede en la primera mitad del siglo veinte, creó al mismo tiempo una «base» social católica homogénea, más allá de las devociones, del culto y de la mera estructura jerárquica. De ella derivó pronto un movimiento católico social, que no estaba relacionado con grupos políticos de izquierdas, pero de vez en cuando pedía cuentas de las injusticias evidentes, de las abismales desigualdades, de los clasismos discriminantes.

No se llamaba «concientización» como en la década de los setenta, pero ya era un paso de una conciencia ingenua a una conciencia crítica. Se señalan algunas analogías de lenguaje: de la «sociedad en estado de pecado mortal» se sentía la condena en la década de los treinta, como después en los setenta, aunque provenía de grupos políticamente opuestos.

Vino después la fase de la Democracia Cristiana, un paso más de lo social a lo político. La parábola demócrata cristiana gana altura a finales de la década de los cuarenta y disminuye en los ochenta, consumiendo las últimas energías en El Salvador, donde por otra parte había sido un fenómeno tardío.

A la afirmación de la Democracia Cristiana contribuyó la difusión del pensamiento de los filósofos católicos francés Jacques Maritain (1882-11973) y Emmanuel Mounier (1905-1950), de las ideas del dominico Louis Joseph Lebret (1887-1966), perito al Vaticano II, y también el avance que vino con el pontificado del papa Pío XII de la mano de hombres como el jesuita Ricardo Lombardi (1908-1979), que más allá del océano llevaban con más éxito que en Europa un mensaje emotivo de movimiento de cruzada en nombre de la fe – con una diferencia con Europa donde este mensaje no tenía como resultado final una contraposición a lo secular sino que provocaba un compromiso en la sociedad de signo progresista.[1]

El Concilio Vaticano II aceleraba la transición con la salida de la «fortaleza asediada», la invitación a ponerse al día, las optimistas simpatías por las realidades terrenas. Una aplicación legítima del Vaticano II, aunque rápida, fue la conferencia de Medellín (que duró diez días, frente a los tres años del Vaticano II).[2]Se puso el acento en el significado temporal que el mensaje conciliar contenía, se afirmaron también algunas tesis de la naciente teología de la liberación.

Perdía auge la Democracia Cristiana en países donde había sido fuerte (como Chile o Colombia) mientras el catolicismo latinoamericano se sentía escatológicamente investido de una renovada misión, con el orgullo de pertenecer al « continente de la esperanza». En realidad, justo a finales de la década de los sesenta declinaba la optimista «teoría del desarrollo», sucedía la más triste teoría de la dependencia, se difundían los regímenes autoritarios y militares con las doctrinas de seguridad nacional, premisa de lutos y dictaduras.

Iniciaba una trágica radicalización política. La represión militar hacía coagular las guerrillas y las ideas revolucionarias. Empezaba la espiral de los conflictos internos, relacionados entonces con la guerra fría, que ensangrentaron América Latina durante casi veinte años.

El «mundo mejor» del padre Lombardi se traducía ahora, según el espíritu del tiempo, en un mesianismo político, por lo menos para una parte de los católicos latinoamericanos, la más atenta a la vida pública, la más sensible socialmente, mayoritaria no en todas las Iglesias y sobre todo no en todos los episcopados. Llegaban los años de los teólogos liberales, de los cristianos por el socialismo, de las comunidades de base.

El bíblico Reino de Dios se identificaba con la revolución socialista, interpretada con algunos aspectos de nacionalismo latinoamericano. Se difundía, entre los católicos latinoamericanos favorables a la revolución, la idea que «Dios lo quiere», que el «cambio» social y político era cierto e ineluctable, según las categorías escatológicas en parte bíblicas en parte marxistas. La inquietud social del momento se interpretaba como si fuera el viento de la historia que actúa.

En la Iglesia católica latinoamericana la idea de liberación, unida como estaba a un espíritu localista y continental, llegaba a tocar delicados equilibrios internos, poniendo en discusión los lazos tradicionales con el universalismo romano. La teología de la liberación evocaba una liberación global de América Latina, también para Roma. Como se proclamó contextualmente en la III Conferencia Episcopal del CELAM en Puebla del 27 de enero al 12 de febrero de 1979, “después de cuatro siglos de desconfianza” estamos al alba de una “doble liberación”: la de la “opresión política, económica y cultural del pueblo” y la que se refería a la iglesia latinoamericana, llamada a “adquirir una mayor autonomía estructural, cultural, litúrgica”[3].

En muchos seminarios de las diócesis latinoamericanas (incluyendo el salvadoreño de San José de la Montaña) los estudiantes interpretaban los estudios que se les ofrecían como alternativos entre «teología europea» y «teología latinoamericana», es decir: teología de la liberación.

Mons. Romero, que reafirmaba continuamente su unión con la Santa Sede en Roma, y con el papa, no aprobaba semejantes alternativas. El afecto por su Iglesia lo llevaba a consentir las expresiones teológicas latinoamericanas, pero no en contraposición a la tradición romana. Roma, con la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, condenaba en 1984 la teología de la liberación porque estaba contaminada por el marxismo.[4]

En 1986 una nueva toma de posición vaticana valoraba positivamente aspectos como la opción por los pobres, radicada en la tradición cristiana, y afirmaba el valor cristiano de la liberación.[5].Esta doble toma de posición correspondía a dos preocupaciones diferentes pero complementarias de San Juan Pablo II. El papa quería asegurar un espacio propio a la Iglesia latinoamericana depurándola de ideologías marxistas extrañas a ella, pero sin que renunciara a la profecía y al carisma.

La adhesión a la teología de la liberación por parte de tantos, a menudo los más generosos y sensibles entre el clero y los fieles, se explica bastante por la reacción, comprensible humanamente, a la violencia brutal de los regímenes militares, policías sanguinarias, paramilitares asesinos. A situaciones extremas de negación de los derechos humanos se respondía con opciones también extremas consecuentes al nivel de violencia y de injusticia del momento.

Para la teología de la liberación el mismo término «liberación» indicaba un acontecimiento, recordaba Israel que huye de la esclavitud de Egipto, no tenía un proyecto orgánico. La «liberación» en sí misma resolvería las «contradicciones» terrenas, sin necesidad de ulteriores fases de la historia, porque los pueblos por fin libres usarían bien su emancipación.

Se usaba un lenguaje cristiano, aunque fuera singularmente adaptado para un uso político (el mártir era la víctima de la represión o el caído en la lucha, la conversión era la toma de conciencia de la injusticia, la opción política a favor de los pobres, la adhesión a la lucha de liberación; el reino de Dios era la victoria del pueblo; la catequesis era concientización; la revelación era la revolución; el holocausto o el fuego purificador se encontraban en la violencia por la causa; el pueblo de Dios y el resto de Israel eran los militantes políticos y revolucionarios).

El estadio revolucionario de los católicos latinoamericanos – o mejor de amplios sectores de este catolicismo que, paralelamente al aumento de la politización, iba dividiéndose en su interior – correspondía a una ideologización que se había dado precedentemente con el catolicismo social y con la época demócrata cristiana. Se considera habitualmente, y superficialmente, que los teólogos de la liberación, los cristianos por el socialismo, los miles de religiosos y misioneros convencidos que América Latina era el terreno adecuado para la batalla por un cristianismo nuevo y auténtico, eran todos, de alguna manera, hijos del Concilio Vaticano II. Cronológicamente, es así. Pero bajo muchos aspectos se trataba de hijos del mesianismo del 1968, que en Europa tenía ecos en la teología política y en el disenso eclesial contestador – dos fenómenos que no se imaginó y no esperaban del Vaticano II – y en América Latina, en contacto con realidades más brutales y menos dispuestas a las mediaciones, desembocaba en la idea de una regeneración radical.

Por otro lado, estos cristianos que querían el reino de Dios en la tierra, y lo querían de inmediato, eran culturalmente anteriores al Vaticano II: eran hijos del catolicismo latinoamericano, con los caracteres y los acentos originados por el connubio entre hispanidad y mundo indígena: la sangre, el sufrimiento, la cruz, el Viernes Santo, el clericalismo, la temporalidad, el nacionalismo eclesiástico, el maniqueísmo doctrinal.

Los cristianos de la liberación no eran hijos de la Doctrina Social de la Iglesia, mediadora, equilibrada, reconciliadora. Esta doctrina social la habían arrinconado, considerada un involuntario apoyo al orden vigente, hecha a medida de la sociedad europea y occidental. Si los hubiera generado el Vaticano II, estos cristianos latinoamericanos se habrían inspirado de alguna manera en los padres conciliares que eran hombres de edad madura inmersos en una cultura clásica de la tradición.

No es una casualidad si fue Medellín y no el Vaticano II, el que se convirtió en un lugar mítico de los católicos de izquierda de América Latina. En el catolicismo sensible a la liberación, la política y la religión se mezclaban. En los grupos más radicales, la evangelización se identificaba con el compromiso político. La «promoción humana» y la «liberación» que había que conseguir políticamente, se entendían como un aspecto esencial del mensaje evangélico. La fe tenía que crecer y perfeccionarse gracias al compromiso político.

En su insistencia en la «praxis», en la politización de todas las esferas humanas, en la exigencia dramáticamente sentida de un «hic et nunc», en la urgencia por hacer, los nuevos católicos latinoamericanos intentaban actuar siguiendo los signos de los tiempos, participar en la creación de sus naciones, contrastar sociedades fundadas sobre la opresión de clase o de casta, afirmar la exigencia básica de justicia para las masas populares de sus países. En los discriminados, en los pobres, en los oprimidos, ellos veían evangélicamente la figura de Cristo.

El arzobispo Romero de El Salvador siempre afirmó que existían dos teologías de la liberación: una con una intención política, que él no compartía, y otra esencialmente religiosa, que consideraba en correspondencia al magisterio universal de la Iglesia católica y al pensamiento de los papas, desde León XIII. En la conciencia de los católicos latinoamericanos esta distinción no siempre resultaba clara. Hoy se juzga poco correcto hablar de teología de la liberación al singular: han existido varias y diferentes.

Si en Solentiname (Nicaragua) animados por el sacerdote Ernesto Cardenal algunos soñaban la unión entre el marxismo y cristianismo en el campo de la revolución, un místico como el argentino cardenal Eduardo Pironio (1920-1998) daba una acepción sólo pastoral de la teología de la liberación, sin concesiones a la política. Por otra parte, la misma teología de la liberación no quería que se clasificara como una teoría y prefería definirse en base a términos como praxis, acción, compromiso.

En cualquier caso, en la época de su efímero fulgor una única indistinta corriente de lenguaje de liberación animaba a masas de católicos a oponerse a los regímenes dictatoriales militares latinoamericanos, a esperar en la revolución, a soñar paraísos en la tierra, nuevas « reducciones» y democracias de pueblo consagradas por Dios. Cruzados de un nuevo tipo que creían en la posibilidad de sociedades perfectas, gracias al poder que finalmente estaba en manos del pueblo y gracias a la benevolencia divina.

NOTAS

  1. Cfr. G. Zizola, Il microfono di Dio. Pio XII, padre Lombardi e i cattolici italiani, Milano 1990, con significativas referencias a América Latina en las pp. 432-433 y 522-526.
  2. La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano ( CELAM) tuvo lugar en Medellín (Colombia) del 24 de agosto al 6 de septiembre de 1968.
  3. Cfr. el dossier sobre Puebla en “Informations Catholiques Internationales”, marzo de 1979, p. 32.
  4. S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación” “Libertatis nuntius”, 6 de agosto de 1984.
  5. S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación “Libertatis conscientia”, 22 de marzo de 1986.


VINCENZO PAGLIA – ROBERTO MOROZZO DELLA ROCCA

©Congregatio de Causis Sanctorum. Positio Romero super Martirio. PN 1913. 2014.