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De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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RELIGIOSIDAD POPULAR; sus manifestaciones artísticas

Al repasar la historia de la evangelización de América, no puede faltar el capítulo del arte como instrumento de catequesis y, a la vez, como plasmación concreta de la fe cristiana de un pueblo ya evangelizado.

La unión de religiosidad popular y arte en la primera evangelización fue todo un modelo de mutua fecundación y de resultados portentosos. Ahora, cuando el «continente de la Esperanza» traza las líneas de una nueva evangelización, interesa repasar cómo «funcionó» ese feliz binomio, para volver a juntar dos polos de cuya íntima unión tan fecundos frutos han brotado.

En el presente trabajo, después de definir los términos de religiosidad popular y arte, hablaremos sobre los mismos en las culturas precolombinas, para detenernos luego en el período de la primera evangelización, sobre todo, en la arquitectura conventual del siglo XVI y en al arte barroco, como dos momentos en que la conjunción de arte y piedad del pueblo latinoamericano alcanzan cotas de extraordinaria fecundidad y belleza.


RELIGIOSIDAD POPULAR

Siguiendo el desarrollo histórico de la reflexión hecha en América Latina que desemboca en el «Documento de Puebla», entendemos por « religiosidad popular», «religión del pueblo» o « piedad popular», “el conjunto de hondas creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de esas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan. Se trata de la forma o de la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo determinado. La religión del pueblo latinoamericano, en su forma cultural más característica, es expresión de la fe católica. Es un catolicismo popular.” [1]

La religiosidad del pueblo latinoamericano queda formada y plasmada por la obra evangelizador de los misioneros de la primera época, del siglo XVI al XVIII. La religiosidad popular viene a constituir el núcleo común de la cultura y de la identidad del ser latinoamericano, que subsiste pese a la ulterior división en diversas naciones y a verse afectado por desgarramientos en el nivel económico, político y social.[2]

En la formación de la religiosidad popular de América Latina, como en la formación de su cultura, encontramos tres componentes, el europeo, el indígena y el africano. En la religiosidad hispana “marcó su impronta decisiva la religiosidad popular medieval, con un sentido inmediato del poder de Dios, de su Providencia, de la profunda unidad de lo histórico y lo meta-histórico, al punto que muchas veces se esfumaba la consistencia de las causas segundas, naturales. Era un mundo religioso de gran fecundidad expresiva, procesiones, romerías, fiestas ... (Sobresale) la devoción a la Eucaristía, (con procesiones espléndidas) el día del Corpus. Las representaciones de Cristo toman un acento más dramático, centrándose fundamentalmente en la Pasión. La piedad popular, muy trinitaria y mariana, apunta hacia los misterios de la Inmaculada y de la Asunción».[3]


Por lo que toca al mundo indígena, historiadores y antropólogos están acordes en ver considerar la religión como clave de bóveda de las culturas precolombinas. De la cuna a la tumba, la vida del hombre meso-americano transcurría impregnada de olor a copal sagrado. Era tanta la importancia que tenía la religión para el pueblo azteca -dice el antropólogo Antonio Caso- “que podemos decir sin exagerar, que su existencia giraba totalmente alrededor de la religión, y no había un solo acto de la vida pública y privada que no estuviera teñido por el sentimiento religioso. La religión era el factor preponderante, e intervenía como causa hasta en aquellas actividades que nos parecen a nosotros más ajenas al sentimiento religioso, como los deportes, los juegos y la guerra. Regulaba el comercio, la política, la conquista, e intervenía en todos los actos del individuo, desde que nacía hasta que los sacerdotes quemaban su cadáver y enterraban sus cenizas. Era la suprema razón de las acciones individuales y la razón fundamental del Estado.” [4]


La religión africana va a dejar su huella no sólo en las grandes formas sincréticas del Vudú, en las Antillas Mayores, y de la Macumba, del Xangó, Candomblé, Nagó y en las formas espiritistas de la Umbanda, en Brasil; sino también en las formas folclóricas, como asociaciones de Santería, de Candomblé, escalas de baile, ritos y cultos de difuntos, hasta crear, sobre todo en Brasil, una religiosidad en la que tanto el espíritu como cada uno de los sentidos piden su parte, dando al culto ritmo, canto, dinamismo, colorido, y participación masiva.


ARTE

Damos como evidente el concepto de arte en su perspectiva ontológica, como representación sensible de lo bello. Lo bello, a su vez, lo definimos, con Santo Tomás: «Pulchrum dicitur id cuius ipsa aprehensio placet»: «se dice hermoso aquello cuya simple percepción agrada».[5]

En esta definición quedan apuntados el elemento subjetivo y el elemento objetivo de la obra bella: el sujeto que contempla y disfruta estéticamente, participa con su in¬teligencia, fantasía y sentimiento en este diálogo con la obra bella. Al preguntarnos por qué un objeto es bello, la respuesta en el orden metafísico, es: «por el esplendor de su forma», por la irradiación armoniosa de las perfecciones de su ser. Aunque de suyo, todo arte genuino es sagrado, pues el objeto bello, al mostrarnos la perfección de su ser, está señalando su participación en la plenitud y belleza del Ser Absoluto, de Dios, sin embargo, cuando aquí hablamos de « arte sacro», nos estamos refiriendo sólo al arte de contenido religioso.


RELIGIOSIDAD Y ARTE

Ya estamos en condiciones de relacionar religiosidad y arte. En el mismo Documento de Puebla quedan anotados los diversos puntos de contacto entre ambos: da capacidad (del pueblo) de expresar la fe en un lenguaje total que supera los racionalismos (canto, imágenes, gesto, color, danza); la fe situada en el tiempo (fiestas) y en lugares (santuarios y templos).[6]«La forma cultural» en que el pueblo latinoamericano vive su religión va indisolublemente unida a sus templos, estatuas y pinturas sagradas.


A. Religiosidad y arte en las culturas precolombinas


En las culturas precolombinas arte y religiosidad van de la mano: la religión como manantial de inspiración y contenidos, el arte como símbolo y expresión plástica de lo religioso. Las ciudades meso americanas, que justamente han sido llamadas «ciudades de los dioses», están sembradas de pirámides: de San Lorenzo y Las Ventas, en zona olmeca, al Templo Mayor de Tenochtitlán, pasando por Teotihuacán y Tula, Chichen Itzá o Cobán. La pirámide es edificio de cultos uránicos y, a la vez, obra arquitectónica cuya serena belleza trasparece sea en sus líneas geométricas puras, sea en formas mixtas de pirámide-palacio, como en Palenque, Sachil, Uxmal o El Petén, en zona maya.

El ánimo se sobrecoge y se llena de estupor ante lo bello y sublime, en la fortaleza-adoratorio de Machu Picchu, en el incario peruano, sea por su emplazamiento, en el grandioso anfiteatro de la Cordillera Andina, sea por el soberbio señorío de las construcciones, hábilmente hermanadas a la orografía y marco naturales.

Hubo, hay belleza y elocuencia muda en las enormes piedras talladas del Coricancha o Templo del Sol, en Cuzco, en Sacsahuamán, en Ollantaytambo, en Pisac. Como la hubo, siglos antes, y continúa habiéndola en la portada del sol del Kalasasaya, en Tiahuanaco ( Bolivia), cifra rica en bajorrelieves religiosos.

Hay belleza refinada en la orfebrería de los muiscas de Colombia, y de los moches o incas del Perú y Ecuador, buena parte de la cual de carácter religioso. ¡Y qué decir de la alfarería y textilería preincaica, de calidad excelsa, llena de alusiones a los mitos religiosos de mapa, el dios-felino volador, de Viracocha o de Pachamama, la diosa de la tierra, progenitora universal ... ! Como la hay en los keros, y en los misteriosos vasos-retratos-ofrendas, de las culturas moches preincaicas.

Hay belleza en las esculturas mesoamericanas, olmecas, aztecas y mayas, que no son simples representaciones naturalistas, sino sobre todo símbolos religiosos: piénsese en las grandes cabezas olmecas, o en las vigorosas estatuas de Huehueteotl -dios viejo y dios del fuego-- o en el busto de Ometeotl, dios de la dualidad, dios-señor y diosa-señora, esculturas en que la piedra cobra vida y belleza en una plástica primiti¬va y elemental que tanto entusiasmaba e inspiraba a artistas modernos, como Henri Moore o Diego Rivera.


B. Religiosidad y arte en la primera evangelización


Cuando los misioneros de la primera época inician su labor en América, impulsados por necesidades de la misión van a ir aplicando una serie de criterios de evangelización que se revelarán extraordinariamente fecundos también para el arte.

Unas necesidades funcionales de espacios para el culto popular y masivo les llevarán a construir grandes conventos con su hermoso templo, su capilla abierta, su amplio atrio con sus posas procesionales, su pequeño calvario en el centro, rematado por una cruz de cantera con los símbolos de la pasión, pero sin el Señor crucificado. Ha nacido el arte conventual que ocupará todo el siglo XVI.

Unas necesidades apologéticas de afirmar la superioridad del cristianismo frente al culto pagano indígena. Al iniciar la evangelización, se dan cuenta de que están en presencia de altas culturas que vuelcan su religiosidad en moldes de belleza plástica frecuentemente grandiosos, y en ceremonias y ritos llenos de esplendor. Lo entienden y recogen el reto: no pueden presentar la Buena Nueva de Cristo en envolturas más modestas que los regios mantos aztecas o incas; tendrán que hacerlo en otros de igual o superior belleza.

Y, sobre todo, unas necesidades pedagógicas les impulsan a buscar un lenguaje universal, en medio de la selva de lenguas de raíz totalmente diferente, y un modo de expresión fácilmente inteligible para todos. Así echan mano de la imagen visual, para encarnar conceptos abstractos y para persuadir tocando suave y eficazmente los afectos. Llevados por instinto evangélico y humanista los misioneros están realizando una genial obra de «inculturación», al insertar el Evangelio en tradiciones y modos de comunicación propios de las culturas indígenas.

Así se va poblando la geografía americana de conventos, catedrales y templos grandiosos, construidos en material noble, como piedra y madera, y adornados con oro, plata y hierro forjado. Van surgiendo constelaciones de estatuas en cantera o en leño policromado, de Cristo, de la Virgen, de los santos; los muros de conventos y templos van cobrando vida y luz en pinturas que son, a la vez, páginas gráficas de doctrina cristiana, y fiesta de formas y color para el ojo atónito del neófito; el ámbito de las iglesias se va llenando de contrapuntos armónicos, que son bálsamo delicioso, literalmente inaudito para los oídos indígenas.

En América Latina, durante los siglos XVI a XVIII no hay religiosidad del pueblo sin expresiones artísticas; y correlativamente, que el arte plástico no se da ni se entiende sin referencia a la piedad del pueblo. Cabe hablar de un proceso de verdadera simbiosis entre arte y religiosidad. Proceso que obedece a una cierta ley pendular: en la primera fase, los misioneros, por una elemental exigencia pedagógica, echan mano del arte como instrumento de catequización; el pueblo indígena se comporta como sujeto receptivo, destinatario principal de la evangelización y del arte.

En la segunda fase, el pueblo echa mano del arte para manifestar su religiosidad: el pueblo, indígena y mestizo, es ahora sujeto activo, creador de arte. Se ha convertido en evangelizador él mismo. En palabras de Puebla: “La religiosidad popular no solamente es objeto de evangelización, sino que, en cuanto contiene encarnada la Palabra de Dios, es una forma activa con la cual el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo”.[7]

Como el movimiento de retorno de una ola gigantesca, la respuesta de los indígenas a esta «catequesis superior» por medio del arte, es una creatividad de extraordinario vigor y fecundidad. Al inicio, trabajan como colaboradores de los frailes y maestros europeos, constructores, canteros, escultores y pintores; luego, imitan las nuevas formas importadas y, finalmente, se abandonan a una creatividad original, en la que interpretan contenidos cristianos en un cruce de formas europeas e indígenas.

Al conjuro de los citados criterios -necesidades prácticas, apologéticas, pedagógicas y de inculturación-, poco a poco va surgiendo la floración del arte religioso en el Nuevo Mundo. No podemos tocar todos los capítulos del arte religioso colonial -que afortunadamente es abundantísimo: allí están la escultura de los siglos XVI a XVIII, de escuela novohispana, quiteña o paraguaya, todas de calidad excelsa-. Por exigencias de método y espacio vamos a tocar sólo la arquitectura conventual del s. XVI y algo de la pintura y arquitectura barroca.[8]


Arte conventual del siglo XVI

En el siglo XVI florece un arte, aunque dictado por la urgencia y necesidad de la misión, de alta calidad estética, la arquitectura conventual. La «gran construcción» americana del siglo XVI, en palabras de Octavio Paz, contrapuesta a la «gran destrucción» de los templos y los fundamentos vitales de las culturas prehispánicas, fue sin duda la masiva construcción de conventos.[9]En este enorme esfuerzo que aún hoy sorprende por su intensidad -principalmente en México-- y los recursos de todo orden que movilizó, se cifra uno de los aspectos sustantivos de la acción civilizadora de la Iglesia en el nuevo continente.[10]

La religión y sus prácticas ceremoniales debían ocupar el gigantesco vacío existencial producido al desplomarse la ancestral cosmovisión indígena. El carácter de ésta era de una religiosidad profundamente ritualista, expresada, por lo general, en grandes ceremonias multitudinarias celebradas en espacios abiertos. Las experiencias llevadas a cabo, principalmente en la Nueva España, para dar solución a los problemas planteados fueron de gran originalidad y eficacia.

Como respuesta surgió una tipología arquitectónica novedosa en su visión de conjunto de las necesidades por resolver, llegando a constituir una genuina aportación americana a la historia de la arquitectura. Gracias a la funcionalidad conseguida en la habilitación de espacios para multitudes, junto al vistoso ceremonial del culto unido a la caracterización del nuevo ámbito sacro, la integración indígena en la nueva situación social y cultural avanzó prodigiosamente.[11]

Elementos de la arquitectura conventual del siglo XVI son el convento, el templo, con elementos románicos, góticos y, más frecuentemente, platerescos, el gran atrio, de muros robustos y bellos, con sus capillas-posas para las procesiones, y la capilla abierta. Sobre la función de la misma, escribe Fray Toribio de Benavente (Motolinía), en 1541: “Los patios (se refiere a los atrios) son muy grandes y muy gentiles, pues las gentes son muchas y no caben en las iglesias. Por esta razón su ca¬pilla está afuera en el patio, porque todos oyen misa todos los domingos y días de fiesta, en tanto que las iglesias se usan entre semana.”

Características de esta arquitectura es la monumentalidad, un cierto desfasamiento anacrónico en relación a Europa, con la consiguiente combinación de estilos arquitectónicos: se encuentran elementos medievales, románicos y góticos, cuando Europa está en pleno renacimiento: por ejemplo, Huejotzingo, Calpan; aunque hay también bellos ejemplares platerescos, como las fachadas de los templos de Acolman, Cuitzeo, Yuriria, las capillas abiertas de TIalmanalco, Cuilapan de León (Oaxaca), todas ellas en México. En una analogía con el desarrollo físico de una persona, América tiene que pasar de la infancia de las formas románicas macizas, a la esbeltez de la juventud en el gótico y a la madurez del dominio de la técnica y al clasicismo de las proporciones del renacimiento, en un siglo, cuando Europa tardó cinco en alcanzarla.

Otra característica del arte conventual de siglo XVI, importantísima, fue la participación de los indígenas en las obras. Al principio como mano de obra exclusivamente física; pronto, gracias a su prodigiosa capacidad imitativa pudieron dominar plenamente las técnicas del arte europeo. En una siguiente fase, tuvieron el campo despejado para dar cauce libre a su propia originalidad. Así surge el «tequitqui» o arte tributario, nuestro mudéjar americano, cruce de formas indígenas precolombinas con estilos y contenidos europeos y cristianos, sobre todo en escultura y decoración en piedra.[12]

Arte barroco

Ante todo, algunos presupuestos. El primer concepto que damos por supuesto -y que no desarrollamos por exigencias de método y espacio-, es que el barroco, antes de ser un estilo artístico, es la cultura de una época, la mentalidad y el talante de una sociedad histórica. Es, por lo mismo, una estructura histórica amplia y compleja, una de cuyas manifestaciones es el arte.

El segundo supuesto es que tal época histórica coincidió con el período en que ya había iniciado vigorosamente en Europa la Reforma Católica, anterior a las controversias protestantes, aunque también recibió el potente impulso de la contrarreforma tridentina, a lo largo del XVII y del XVIII. En esta época se refuerza la autoridad del papado, tiene lugar una gran expansión de la Compañía de Jesús, se reafirma el núcleo esencial de la fe católica frente a los ataques de los reformadores protestantes. Todo ello va a dejar su huella en el arte barroco.

El tercer supuesto es que la cultura barroca prefiere el ojo al oído. Escribe José Antonio Maravall: “dados los objetivos de difusión y de acción eficaz que la cultura barroca busca, se puede comprender que el barroco fue una cultura de la imagen sensible.”[13]En el barroco se prefiere el ojo al oído, y dentro de las artes, se prefieren las artes visuales, las que entran por el ojo, por ser más eficaces para persuadir y ganar al que las contempla para los fines propuestos.

Según un autor de la época, Suárez de Figueroa, ojos y oídos son puertas de acceso válidas para el conocimiento de las cosas, pero “en suma, son los ojos, entre los sentidos que sirven al alma, por donde entran y salen muchos afectos.”[14]Aunque el barroco echa mano también de la eficacia del oído, en la música y el teatro, sin embargo sus preferencias van hacia las artes plásticas, arquitectura y pintura.

El Barroco iberoamericano

Tales caracteres se van a dar en el barroco americano, que definimos igualmente como la cultura de una época y el talante de una sociedad. Con trazos esenciales, el perfil de la sociedad iberoamericana de los siglos XVII y XVIII es el siguiente:

- Asentamiento social, político y económico de la nueva sociedad iberoamericana. Concluidos los períodos de los descubrimientos y conquistas políticas, y del pionerismo misionero de las grandes órdenes religiosas, es la hora de formar un modo de vida estable mediante instituciones –en lo político, lo jurídico, y lo eclesiástico-, ya través de una labor de formación y educación de las nuevas generaciones. El optimismo que reina en el ambiente, propio de una sociedad próspera en expansión, le lleva a volcar en arte sus enormes recursos materiales.

- Voluntad de afirmación vigorosa de la ortodoxia católica, no como quien tiene que disputar y convencer a un adversario obstinado, sino como quien quiere rea¬firmar su identidad y como quien tiene una tarea vasta de seguir evangelizando muchedumbres de indígenas y culturas todavía paganas.


Tal espíritu y talante se vuelca en el arte religioso barroco: el arte barroco iberoamericano es un arte suntuoso, pedagógico, imitativo y a la vez original o por lo menos favorecedor de la creatividad en contenidos y formas. De la conjunción de elementos europeos y americanos autóctonos nacerá una criatura nueva. Tal originalidad queda impresa en contenidos y formas. Por ejemplo, la representación de motivos decorativos o mitológicos prehispánicos, de la fauna y la flora propias de América; la pintura de tipos humanos «nuevos» en ese gigantesco laboratorio étnico y antropológico que es Iberoamérica, hay en el arte novohispano toda una corriente pictórica denominada «pintura de castas» que se recrea en representar parejas de distinta raza y el fruto que de su unión nace.


Se está produciendo el fenómeno nuevo del mestizaje, producido por la mezcla de las tres razas: europea, indígena y africana. Del cruzamiento de español e india nace el mestizo, del español y negra, nace el mulato, del indio y negra, el zambo. De español y mestiza, castizo; de castizo y española, coyote; de español y mulata, morisco; de chino e india, cambujo; de cambujo e india «tente en el aire», etc.


Otros indicios de la originalidad del barroco iberoamericano en cuanto a forma, es el retablo llevado del interior a la fachada del templo, el empleo de la columna estípite en el mismo, sobre todo en el barroco mexicano. La profusión decorativa, de buen gusto -piénsese en la Iglesia de Santo Domingo de Oaxaca, o en la Capilla del Rosario, de Puebla, en Santa Clara, de Tunja, en san Francisco, de Lima o de Quito, en la Compañía, también de Quito, etc.- El azulejo en la arquitectura religiosa y profana, sobre todo en México, responde a la alegría y colorido decorativos de los indígenas.


El denominador común de todo el arte religioso barroco es su intencionalidad pedagógica: todo él está orientado hacia la catequesis y hacia la persuasión afectiva de unos pueblos emotivos antes que intelectuales. En Iberoamérica esto no es nuevo: ya desde el siglo XVI los misioneros, ante un continente por evangelizar, habían ideado diferentes sistemas para enseñar el catecismo: inspirados en manuscritos indígenas, traducen la enseñanza cristiana a caracteres pictográficos, se ayudan de cuadros y «pinturas» que representan los artículos de la fe, los diez mandamientos, los sacramentos, el camino del cielo y el del infierno. Este sistema de grandes lienzos pictóricos didácticos pervivió hasta el s. XVIII en centros rurales, v. gr. en Santa Cruz de Tlaxcala dos retablos representan escenas con inscripciones en náhuatl.


Veamos la fuerza pedagógica de este retablo: el eje de la composición es el árbol del paraíso terrenal, con Adán y Eva a ambos lados, en el momento de la tentación origen del primer pecado. A la derecha, las representaciones de la pereza, la envidia y la gula; a la izquierda, la de la soberbia, la avaricia y lujuria; en el centro, la ira. Cada composición está presidida por su animal característico y presenta una escena bíblica alusiva al mismo. Por ejemplo, al referirse a la lujuria, el pintor presenta un cerdo -aunque en la Edad Media fue más frecuente un macho cabrío--, y nos presenta a Susana en un jardín cerrado, sorprendida por los dos viejos cuando iba a bañarse en la taza de una fuente.[15]


Proyección catequética del arte Virreinal es la serie realizada en Quito por Miguel de Santiago, uno de los pintores más importantes del barroco iberoamericano. En los ocho lienzos de Quito, Miguel de Santiago representa en la parte superior del cuadro los mandamientos por unos ángeles y los dones del Espíritu Santo también por ángeles; a la izquierda, las peticiones del Padre Nuestro, por medio de figuras femeninas; a la derecha, un obispo o un sacerdote sostiene el letrero de un sacramento; en el centro, una obra de misericordia, y abajo un pecado capital. Es decir, estamos ante un catecismo ilustrado de la fe cristiana.


El mismo pintor quiteño realizó otra serie hacia mitad del s. XVIII para la catedral de Santa Fe de Bogotá, sobre los artículos del credo. Hay también series catequético-pictóricas dedicadas a la Salve Regina, como la de la Iglesia de Puerto Acosta, en Bolivia, obra del pintor Leonardo Flores, en la segunda mitad del XVII; a los sacramentos, por ejemplo, los cuadros conservados en Arani ( Bolivia), de fines del XVII. Se representan sobre todo los sacramentos más controvertidos en la disputa reformista: el sacerdocio, la penitencia y la eucaristía. Destaca el retablo de San Francisco, de Bogotá, de complicado programa didáctico sobre el sacramento del sacerdocio: obra del ensamblador asturiano Ignacio Garda de Ascucha, llegado a Bogotá en 1619, y rematado, después de su muerte, por un religioso anónimo, que ha sido llamado «Maestro de San Francisco».


Entre todos los sacramentos, la Eucaristía tuvo preeminencia en la representación pictórica y aun escultórica. Por influjo de «La disputa del Sacramento» de Rafael, y de varias representaciones de Rubens, en Iberoamérica encontramos frecuentemente el tema de la exaltación de la Eucaristía.


Es famosa, por ejemplo, la de Melchor Pérez de Holguín, pintor boliviano de altas calidades, en Rosario (Argentina); en Achocalla ( Bolivia), Leonardo Flores repite el tema, siguiendo de cerca a Rubens. En México Baltasar de Echave Rojas la representa en la Catedral de Puebla, y Cristóbal de Villalpando (1686) en la sacristía de la catedral metropolitana de México.


También se representa como «Última cena»: en San Francisco del Cuzco; en Popayán (Colombia) la representa el pintor quiteño Bernardo Rodríguez. Es frecuente también la presentación de la Eucaristía en el momento de ocurrir un milagro sensible durante la misa para reforzar la fe de los perplejos e incrédulos en la transubstanciación: ya en el s. XVI en Nueva España es representada en las pinturas murales del convento franciscano de Cuernavaca; el pintor novohispano Basilio de Salazar dedicó a este tema su mejor obra, en 1645.


En arquitectura, los monumentos más importantes de exaltación eucarística fueron los llamados «sagrarios» o capillas de grandes proporciones que se construyeron adosados a las catedrales, como el de México, una de las cumbres del barroco iberoamericano, y el de Bogotá, de exquisita factura.


Otro tema muy del gusto del barroco, del que echa mano frecuentemente la Iglesia de la Contrarreforma, es la alegoría del triunfo de la Iglesia; imagen gráfica de un texto explicativo, más aún de una tesis, el triunfo de la Iglesia católica sobre los enemigos de Cristo: contra los judíos del Antiguo Testamento, contra los perseguidores, contra los herejes de todos los tiempos, hasta llegar a los de la Reforma Protestante; la Iglesia aparece asistida siempre por ángeles, evangelistas, doctores, fundadores, santos, y sobre todo por la Madre de Dios. Contemplan y como que organizan la escena las Tres Divinas Personas.


Hay una composición de Cristóbal de Villalpando, dedicada al «Triunfo de la Iglesia militante y triunfante», bajo influencia de Rubens. También se la representó bajo la imagen de la Iglesia como la nave de Pedro, que también es llamada a veces «nave de la contemplación mística». Esta representación del «Triumphus Ecclesiae» tiene carácter de confrontación con los enemigos de la Iglesia, antiguos y modernos. En el s. XVI, a raíz de la Contrarreforma, se difundió mucho un grabado de Filippo Tomasini (en Roma 1602), que sirvió de punto de partida a otro editado en Milán bajo el título de: «Triunfo de la Iglesia Católica certificada por sus cuatro evangelistas y sus apóstoles y sus principales doctores contra toda herejía y supersticiones del Paganismo».

Hay una buena representación pictórica de Melchor Pérez de Holguín, de 1707, en la Iglesia de San Lorenzo, Potosí ( Bolivia): el eje de la composición es el mástil de la nave, coronado por Cristo como Rey de reyes, junto a su madre y a seis ángeles portadores de los instrumentos de la pasión; más a los extremos están los Evangelistas pregonando el mensaje de Cristo por toda la tierra. El mástil está concebido como «árbol de la fe cristiana» y por ello se colocaron en torno suyo a los «Fundatores religionum»: san Francisco, san Agustín, san Benito, san Bruno, san Pedro Nolasco, santo Domingo, etc.


Cada uno está unido a Cristo por medio de una jarcia. Al lado de popa aparece san Pedro llevando el timón y mostrando las llaves, mientras que en una bandera se proclama que él es piedra angular. El costado de proa refleja el carácter combativo de la Iglesia, con santos modernos de la Contrarreforma; por ello algunos, como san Ignacio de Loyola, van provistos de venablos, y además cuentan con la ayuda del arcángel san Miguel, vencedor de Satanás en los cielos. La nave no tiene miedo ante los peligros de este mundo, y así va provista de dos áncoras: una es la «Bona Voluntas» y otra el «Desiderium Paradisi».


Protegiendo a la nave se colocó en primer término una barcaza con los «Docto¬res Ecclesiae», san Gregorio, san Agustín, san Jerónimo y san Ambrosio, más santo Tomás de Aquino, quienes con sus remos alcanzan ya a las naves de los herejes y de los cismáticos, que llevan al timón al mismo Demonio (el ecumenismo estaba todavía por venir); no pudiendo resistir el ataque, los personajes más significativos huyen a nado, como Sabelio, Arrio, Lutero, Calvino, etc ...

El tono triunfal se completa con las tres naves que van remolcadas y dirigidas por los profetas Daniel, Jeremías y Ezequiel contra los enemigos de Dios vencidos. Este ambiente de victoria se completa con la escena de la lucha del emperador Heraclio contra el persa Cosroes, en el ángulo inferior derecho, mientras que al otro extremo vemos las ruinas de un templo pagano con los ídolos destrozados de Apolo y Hércules, más la escena bíblica de los tres jóvenes salvos en el horno por haberse negado a adorar la estatua de Nabucodonosor.

El conjunto queda rematado con dos escenas referidas a las ciudades de Damasco y Constantinopla: ante la primera, vemos la caí¬da de Saulo, que perseguía a los cristianos, y desde este momento se convirtió; y en la otra, aparece el papa convirtiendo a los turcos a las puertas de Constantinopla, expresando un deseo mesiánico de la Iglesia.[16]


El escultor Miguel Jiménez también la representó en relieve, aunque más pequeña, en la fachada principal de la Catedral de México. Parece natural que la tesis representada en dicho grabado se difundiera en Iberoamérica, donde la Iglesia de la Contrarreforma avanzaba victoriosamente destruyendo los ídolos indígenas.

Igualmente es fuente inagotable de inspiración de contenidos iconográficos la tradición bíblica: sobre todo las páginas del Génesis, pero también las del Pentateuco, con sus historias de patriarcas, reyes y personajes representativos de la historia de la salvación, los profetas y, sobre todo, el Nuevo Testamento, con los misterios de la vida de Cristo, en especial los de su nacimiento, los de su Pasión y Muerte.

El ciclo dedicado a la Santísima Virgen, en escenas bíblicas o bajo advocaciones de títulos hispanos o específicamente americanos, es abundantísimo. En fin, hay todo un ciclo dedicado a los santos, entre los más conocidos, los santos de grandes órdenes y congregaciones religiosas.

CONCLUSIÓN

Si en la primera etapa el arte fue instrumento en manos del misionero para evangelizar la religiosidad del pueblo americano, en la segunda, es el pueblo mismo quien, al expresar creativamente su religiosidad por medio del arte, se evangeliza a sí mismo, en una circularidad admirable.

El resultado final es la abundante, variada y espléndida floración del arte religioso en América Latina, fenómeno único en la historia de la evangelización comparable sólo a la evangelización de Europa. Durante varios siglos las obras de arte religioso han venido ejerciendo un magisterio evangelizador silencioso y eficaz entre el pueblo sencillo y católico como entre intelectuales y políticos, a veces indiferentes y aun hostiles. ¡Tal es la fuerza evangelizadora ínsita en una obra religiosa bella! Glosando a San Pablo, podemos decir: «Verbum Dei non est alligatum», «la Palabra de Dios no está encadenada», sobre todo cuando también se presenta como ¡«Verbum pulchrum»!

En el momento de trazar las líneas programáticas de la nueva evangelización, conviene tener en cuenta el modelo de la evangelización fundante: religiosidad y arte iban de la mano, sea para evangelizar al pueblo a medio y largo plazo, sea para que el pueblo mismo, expresando creativamente su fe religiosa en formas plásticas bellas, se convierta, a su vez, él mismo en verdadero evangelizador.

Notas

  1. Documento de Puebla, 444
  2. DP, 412 ad sensum. Para un estudio más pormenorizado sobre religiosidad popular en América Latina, ver Christian Johansson Firedmann, Religiosidad popular entre Medellín y Puebla: antecedentes y desarrollo, en Anales de la Facultad de Teología, P. U. Católica de Chile, 1990.
  3. Juan María Laboa, en el Prólogo a « Las Creencias », de Gran Enciclopedia de España y América, tomo VII, ed. Espasa-Calpe/ Argantonio, Madrid 1989, p. 8.
  4. Antonio Caso, El Pueblo del Sol, FCE, México.
  5. Summa Theologica I-n, q. 27, a. 1, ad 3. 6 DP, n. 454.
  6. DP, n. 454.
  7. DP, n. 450..
  8. Para el tratamiento más completo del arte sacro colonial de los siglos XVI a XVIII remitimos al lector a estudios más amplios, por ejemplo: AA.VV., Arte Colonial, Tomos 5,6, 7 Y 8 de Historia del Arte Mexicano, Ed. Sep/Salvat, México, 1986. AA.VV., Arte, Tomo IX de Gran Enciclopedia de España y Amé¬rica, ed. Espasa-Calpe/Argantonio, Madrid 1986. AA.VV., La pintura en 108 museos de México, Vol. 2 de Obras Maestras de la Pintura, ed. Planeta, Madrid-México 1983. AA.VV. Imaginería Virreina!. Memo¬rias de un seminario, ed. Instituto de Investigaciones estéticas de la UNAM, México, 1990. CASTEDO, LEOPOLDO, Historia del Arte Iberoamericano, Alianza Editorial-Sociedad V Centenario, Madrid 1988, 2 vols. LA ORDEN MIRACLE, ERNESTO, Elogio de Quito, Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid 1975. KUBLER, GEORGE, Arquitectura Mexicana del siglo XVI, FCE, México, 1984 (1'. ed. 1948). SEBASTIÁN, SANTIAGO, El barroco iberoamericano. Mensaje iconográfico, Ed. Encuentro, Madrid 1990. Toussaint, Manuel, Arte colonial en México Ed. UNAM, México 1990 (1'. ed. 1948), etc.
  9. Personalmente creo que los « fundamentos vitales válidos » de las culturas precolombinas fueron incorporados a la nueva síntesis cultural operada por el cristianismo. Piénsese, por ejemplo, en la acusada sensibilidad religiosa de dichos pueblos, trasvasada y potenciada a la nueva etapa cultural.
  10. Cfr. más ampliamente el excelente estudio de EMILIO GÓMEZ PIÑOL, La Arquitectura. Siglos XVI¬-XVIII, en Gran Enciclopedia de España y América, Tomo IX, El arte, Ed. Espasa-Calpe/ Argantonio, Madrid 1986, pp. 51-185. Mi cita, ad sensum, p. 72.
  11. Cfr. E. GÓMEZ PIÑOL, a.c., p. 58 ad sensum.
  12. Información más amplia sobre el «tequitqui» americano, cfr. JOSÉ MORENO VILLA, Lo mexica¬no en las artes plásticas, FCE, México, 1986 (1' de 1948), cap. 1.
  13. Información más amplia sobre el «tequitqui» americano, cfr. JOSÉ MORENO VILLA, Lo mexicano en las artes plásticas, FCE, México, 1986 (1' de 1948), cap. 1.
  14. Varias noticas importantes de «humana comunicación », fol. 244.
  15. Cfr. más ampliamente, SANTIAGO SEBASTIÁN, El Barroco Iberoamericano. Mensaje iconográfico, ed. Encuentro, Madrid 1990, pp. 85-86.
  16. Para esta descripción soy deudor de S. SEBASTIÁN, o.c., p. 106-107.

Bibliografía

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JAVIER GARCÍA GONZÁLEZ