Diferencia entre revisiones de «LOBO GUERRERO, Bartolomé»

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==El Arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero==
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==El Arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero== '''(Ronda, 1546- Lima, 1622)''''''Texto en negrita'''
  
 
Bartolomé Lobo Guerrero nació en Ronda (diócesis de Málaga) hacia 1546. Fueron sus padres don Francisco Alonso Lobo Guerrero y doña Catalina de Góngora y Besa. Empezó estudios en la Universidad de Osuna; los continuó en Salamanca, en donde se graduó de bachiller, y estudió Filosofía y Cánones en Sevilla, en el Colegio de Santa María de Jesús, llamado de Maese Rodrigo, en donde llegó a ser catedrático de Vísperas y Sagrados Cánones y rector de ese mismo colegio.
 
Bartolomé Lobo Guerrero nació en Ronda (diócesis de Málaga) hacia 1546. Fueron sus padres don Francisco Alonso Lobo Guerrero y doña Catalina de Góngora y Besa. Empezó estudios en la Universidad de Osuna; los continuó en Salamanca, en donde se graduó de bachiller, y estudió Filosofía y Cánones en Sevilla, en el Colegio de Santa María de Jesús, llamado de Maese Rodrigo, en donde llegó a ser catedrático de Vísperas y Sagrados Cánones y rector de ese mismo colegio.

Revisión del 08:46 23 sep 2019

(Ronda, 1546- Lima, 1622) Arzobispo

==El Arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero== (Ronda, 1546- Lima, 1622)'Texto en negrita'

Bartolomé Lobo Guerrero nació en Ronda (diócesis de Málaga) hacia 1546. Fueron sus padres don Francisco Alonso Lobo Guerrero y doña Catalina de Góngora y Besa. Empezó estudios en la Universidad de Osuna; los continuó en Salamanca, en donde se graduó de bachiller, y estudió Filosofía y Cánones en Sevilla, en el Colegio de Santa María de Jesús, llamado de Maese Rodrigo, en donde llegó a ser catedrático de Vísperas y Sagrados Cánones y rector de ese mismo colegio.

El 19 de diciembre de 1580 fue nombrado fiscal del Tribunal de la Inquisición de México y el 8 de mayo de 1593 fue ascendido a inquisidor. Fue propuesto para arzobispo de Santa Fe el 5 de mayo de 1596; nombrado por el rey el 15, se le expidieron las bulas el 12 de agosto y las ejecutoriales el 30 de octubre. Debió de consagrarse en México entre julio y noviembre de 1597. Nombró deán de Santa Fe al licenciado Lope Clavijo para que en su nombre tomara posesión del arzobispado.[1]

Hacia el Nuevo Reino

A 30 de abril de 1598 embarcó en Veracruz hacia su sede, en compañía de los jesuitas Alonso de Medrano y Francisco de Figueroa. Al salir de La Habana el barco fue perseguido por piratas ingleses, y a la altura de Jamaica, hostilizado por tempestad tan furiosa que hubo que echar al mar gran parte de la carga. A la tempestad sucedió una calma chicha tan larga que inmovilizó a la nave y el tormento de la sed se hizo angustioso. Por fin, el 5 de octubre avistaban el puerto de Cartagena de Indias. Tres meses se detuvo ahí su señoría, hasta que en enero de 1599 empezó a subir en lentos champanes por el río Magdalena, aunque con desviaciones hacia ciudades como Pamplona y Tunja, en donde fue recibido con manifestaciones de júbilo y en donde, como en otros muchos caseríos, hizo la visita y administró la confirmación, todo ello “con gran demostración de contentamiento de todos.”


El Arzobispo y el Presidente

El día que Lobo Guerrero entraba por fin en Bogotá no salieron a su encuentro ni el presidente ni la Audiencia. Gobernaba este Nuevo Reino como presidente de la Audiencia el doctor Francisco de Sande, cuyo temperamento enérgico, áspero, arbitrario, se hizo famoso en sus días, hasta el punto de que los santafereños le llamaban el Doctor Sangre. Le acusaban de duro y de codicioso.

Lobo Guerrero ya lo había conocido en México; pero viéndolo de cerca y atento a las reacciones del pueblo podía informar a la Corte a 20 de mayo de 1599: “en reino tan alterado y belicoso como éste puede ser de gran inconveniente le gobierne hombre tan malquisto y que tantos enemigos tiene en él, como el presidente Sande, cuyo Gobierno es un general desconsuelo toda la tierra.”

Por el régimen de patronato que comentaba las intromisiones de las autoridades civiles en el fuero puramente eclesiástico, el arzobispo vio que con frecuencia le era invadida su jurisdicción. Algunos ejemplos.

El oidor Enríquez, en visita por los pueblos de Tunja, más parecía visitador eclesiástico: revisaba iglesias, ornamentos y hasta vasos sagrados e imponía multas a encomenderos y doctrineros por no tener campanas en sus iglesias. La Audiencia citaba ante su tribunal a los sacerdotes doctrineros o los destituía sin contar con el prelado o sentenciaba contra los agustinos o dominicos, por tener ganado en perjuicio de los indios... lo cual fuera excusable si resultara verdad; pero, “bien mirado –puntualizaba el arzobispo– el ganado que tenían era poco y para su sustento.”

Tampoco se respetaban los mandatos del arzobispo. Así, al visitador Diego Caballero, que en 1600, por encomienda de su prelado, visitaba la provincia de Mariquita, la Audiencia lo mandó volver y presentarse ante su tribunal y al notario de la visita, Alonso Díaz, no sólo le confiscaron sus papeles sino que lo apresaron por haber multado a varios indios amancebados.

Ni el mismo señor Lobo Guerrero se vio libre de acusaciones y violencias. ¿De qué le acusaron? De haber recibido en Zaragoza un peso y una vela por cada confirmación y de que en su vista a las minas de Remedios había ordenado suprimir el hospital. El prelado aclaraba:

“Algunos ofrecían voluntariamente una vela, otros oro en polvo, pero el que más, cuatro reales; muchos, nada. Y se aceptó lo que ofrecían para gastos de viaje.” ¡Y semejante viaje! En cuanto al hospital, “era un bohío de paja que servía de corral de cerdos y aun de otras cosas deshonestas...” Se llegó incluso al procedimiento de violencia.

Agotada la paciencia, el arzobispo mandó levantar una información contra el oidor Enríquez para enviarla a la corte. Pero el presidente exigió, bajo amenaza de descerrajar el escritorio del prelado, que se le entregara el proceso. Se negó el prelado y entonces Sande hizo rodear por la fuerza la casa del arzobispo y apoderarse de la información.

Sande mismo, tan exigente con los demás, no era modelo ni como cristiano ni como gobernante. “Su lengua –escribía el arzobispo– es la peor que se conoce en hombre. En la catedral, durante los oficios religiosos, se entretenía en conversar con los oidores; no se descubría ante el Sacramento expuesto, y en una procesión del Corpus marchó con el sombrero en la cabeza...”

Más de una vez pensó Lobo Guerrero en excomulgar a Sande, pero se detuvo por no atizar más la discordia y “porque todo este Reino está tan indignado contra él... que pudiera ser sucediera alguna desventura...”[2]

El Arzobispo y su catedral

“Una de las preocupaciones –informan Pacheco y Restrepo Posada– del señor Lobo Guerrero fue dar mejor esplendor al decaído culto de la catedral. Empezó por terminar las naves colaterales del templo, que halló en ruinas. Hizo fabricar el coro, todo de madera de nogal, «con embutidos de amarillo y blanco en finísimas maderas curiosas», obra del ebanista Luis Márquez de Escobar.”

Costeó los ambones de hierro en que se cantan el evangelio y la epístola, fabricados por el maestro Francisco Escobar. Organizó el coro de la catedral con diestros cantores, y para su servicio el maestro Francisco de Páramo escribió en pergamino veinte libros de canto llano, adornados con viñetas y miniaturas y empastadas en madera y baqueta.

Para octubre de 1599 obtuvo del rey el nombramiento de los dos primeros «Racioneros» o «Prebendados», que lo fueron don Juan Muñoz del Hoyo y don Diego Ascensio de Cervantes. No logró entonces que se nombraran medio racioneros para que subdiaconaran, pero costeó sacerdotes epistolarios, origen de los capellanes de coro de la catedral.

Se nota en todo esto el sentido organizador del prelado y cuán bien había comprendido, según las bellas insinuaciones de la liturgia, su místico desposorio con la catedral. Pero ésta no está constituida únicamente por piedras muertas, sino que es ante todo espiritual edificio de piedras vivas y escogidas. De ahí el capítulo de su celo pastoral.[3]

Las visitas pastorales

El Buen Pastor, buscador de sus dispersas ovejas, encontró en los obispos santafereños unos imitadores heroicos. Les pertenecía por jurisdicción un territorio que cubre una tercera parte de la actual Colombia; los caminos, dibujados apenas sobre una geografía de espanto; las fondas, inexistentes, y las noches bajo ramajes improvisados; las comidas rurales y las costumbres toscas y rudimentarias... Y aquellos prelados no temblaron ante la exigencia de las visitas pastorales.

Se cuenta que cierto día en que el Padre Medrano, jesuita, explicaba el catecismo, se le encontró a una joven india un ídolo de algodón. El ídolo fue quemado por el brazo secular de los muchachos, a quienes se les entregó. Pero esto hizo comprender al señor Lobo Guerrero que la idolatría no había muerto entre los indios, como lo comprobaron en años posteriores numerosos hallazgos.

Acompañado de un oidor y del P. Medrano, salió en visita pastoral por los pueblos de la sabana. En Fontibón los indios entregaron más de tres mil ídolos que tenían ocultos bajo tierra o escondidos en los techos de sus casas. Los más fueron entregados al fuego, mientras se cantaba lo del salmo: «Confundantur omnes qui adorants culptilia». En Bosa, adonde siguieron, descubrieron una ermita dedicada a Cusa, famosa divinidad de los muiscas.

“Hallámosle -dice Medrano-- detrás de un horno hecho para disimular, dentro de su ermita... muy adornado de plumería. Reacios al principio para entregar sus ídolos, los dieron finalmente por persuasión de sus caciques y ejecutóse un acto de fe similar al de Fontibón. La visita siguió por Cajicá, Chia, Serrezuela (hoy Madrid), Suba y Tuna.”

“Me ocupé dos meses y les quité gran cantidad de santuarios. Procedió el arzobispo en todo ello con benignidad, no guardando la forma del derecho ni el estilo del Santo Oficio, atento a la poca doctrina que han tenido y cuan mal industriados han sido en las cosas de nuestra religión cristiana... Volveré a proseguir en la extirpación de las idolatrías, en que deseo acertar a servir a Nuestro Señor y que estos pobres sean aprovechados y medicinados en sus almas, aunque sea a costa de mi salud y vida.”

Palabras que se aducen aquí porque pueden desmentir la condición de rudeza con que, según etnógrafos o antropólogos de estos días, se realizó la evangelización española.

Poco después su celo lo llevaba a las lejanas comarcas del nordeste antioqueño, Zaragoza, Cáceres y Remedios, nunca hasta entonces visitadas por prelado alguno. En resumen, decía el fiscal de la Audiencia, licenciado Bernardo Aller de Villagómez: “Ha procedido y procede con prudencia y con el buen olor y ejemplo de su persona que como buen prelado debe dar. Puso esmero en la general reformación del culto y de la catedral y en la doctrina de los indios. Y en poco más de cuatro años que está en este arzobispado lo ha visitado y confirmado casi todo...”.[4]

Los jesuitas en Santa Fe

Después de fructuosas misiones, los jesuitas Medrano y Figueroa, que con el arzobispo habían llegado, resolvieron viajar a Europa a recabar del rey y del general de la Compañía la autorización para establecerse definitivamente en tierra que tanto los necesitaba y bajo prelado que tanto los amaba y encarecía.

En la carta comendaticia que llevaban decía Lobo Guerrero: “Habiéndose ocupado en esta ciudad un año en predicar y confesar y enseñar la doctrina cristiana a los niños e ignorantes e indios y en otras obras de caridad, y habiendo, a nuestros ruegos y del Cabildo de nuestra iglesia y de toda esta ciudad, comprado casas en que puedan fundar la Compañía, por la grande necesidad que hay en esta tierra de su doctrina y ejemplo... les damos licencia para que vayan a tratar con la Majestad del Rey nuestro Señor y con el Padre General de su santa religión de lo que deban hacer en esta tierra y de la fundación de casa de la Compañía que deseamos... Y así mismo decimos que han vivido en este tiempo con mucho recogimiento, religión y ejemplo y les rogamos y encargamos instantemente vuelvan con brevedad a esta tierra con buen número de religiosos que nos ayuden a sobrellevar la carga pastoral.”[5]

En julio de 1604 arribaba a Cartagena el Padre Diego de Torres con varios jesuitas que, por epistolar indicación del arzobispo, fueron bien hospedados y atendidos en todas las poblaciones de su largo camino, y en Facatativá encontraron una delegación que los esperaba para darles la bienvenida. Ya en Santa Fe fue a visitarlos el Prelado, quien celebró en la capilla de los padres una primera misa pontifical.

Colegio de la Compañía y Seminario de San Bartolomé

En octubre de 1604 se fundó el Colegio de la Compañía con el objeto de “enseñar a los niños las virtudes cristianas a fin de que ellos mismos les enseñen a sus padres.” El arzobispo ayudó al colegio con 500 pesos al año de por vida; el Cabildo secular con otra porción gravada de enseñar gramática. Y el sitio fue el mismo que hoy ocupa el antiguo San Bartolomé, con la adjunta iglesia de San Ignacio.

Hay algo más: el Arzobispo se dedicó a reorganizar el seminario conciliar, para lo cual compró la mejor casa de la ciudad, situada en la cuadra superior a la casa de la Compañía como se va al cerro, es decir, en lo que hoy es el palacio de San Carlos, y fundó, a 18 de octubre de 1605, el Colegio-Seminario del Señor San Bartolomé Apóstol, confiado a la Compañía de Jesús y regido por la finalidad y las normas del Concilio de Trento.

Los Jesuitas llevaban los alumnos del seminario a las clases del Colegio, y en San Bartolomé sólo había cuatro superiores para dirección, disciplina y formación espiritual. El hábito consistía en manto pardo, beca roja (o azul para los becados por la arquidiócesis), bonete y mangas negras de paño.

Empezó el seminario con veinte colegiales de las principales familias y el día de apertura se “hizo con una comedia en latín que se juzgó podía ser buena en la Corte...”[6]Por estas fundaciones el arzobispo Lobo Guerrero va delantero entre las configuraciones espirituales de nuestro país.

Doctrinas y curatos

Algunas contradicciones se le suscitaron al arzobispo con ocasión de los doctrineros que ignoraban la lengua indígena. El caso fue como sigue y lo cuenta Zamora. Los jesuitas Figueroa y Medrano informaron en el Consejo de Indias que los doctrineros del Reino, clérigos y religiosos, por no saber la lengua de los indios, no les enseñaban la doctrina cristiana en el propio idioma; ofrecieron lenguaraces de la Compañía y dijeron que sería conveniente que se enseñara en su colegio santafereño y que su majestad aplicara a él el estipendio que tenía señalado para el catedrático de esa lengua que enseñaba en el seminario de San Luis.

Se hizo tal aplicación y hubo juntamente una Real Cédula para que ni el arzobispo ni el presidente dieran curato a quien no supiese la lengua indígena y que examinados de nuevo todos los doctrineros, así seculares como religiosos, sólo quedasen los peritos y a los ignorantes se les quitasen los curatos sin admitir esperas ni súplicas.

El arzobispo, que deseaba algún resquicio para acomodar a sus clérigos, nombró por examinadores a los que eran lenguaraces y no quiso admitir en el examen a los catedráticos de lengua que tenían en sus conventos los franciscanos y dominicos; con varios pretextos a que también concurrió don Juan de Borja, presidente, dispensó del examen a sus clérigos; aprobaron a muchos que fueron dejados en sus doctrinas y reprobaron a otros cuyos curatos se declararon vacantes.

Despachó auto a los padres provinciales para que, si tenían religiosos lenguaraces, los presentasen a examen en lugar de los que habían sido reprobados. Respondieron que no los tenían. Puso edicto para que se opusiesen clérigos y corriendo en la oposición sólo en la lengua, quitó a los franciscanos, en la jurisdicción de Santa Fe, los pueblos de Cipacón y Facatativá y a los dominicos los de Fontibón, Tocancipá y Tisquile (¿Sesquilé?).[7]

Fue preocupación del Gobierno, transmitida a los prelados y en este caso al arzobispo, que “en las doctrinas de los indios se pongan ministros que sepan su lengua... Y por ser los que la saben criollos y mozos, se ha tomado medio de poner en cada doctrina dos religiosos sacerdotes, uno que sepa la lengua y otro viejo ejemplar por superior suyo que se ocupe en todos los demás ministerios fuera de doctrina y predicar, con orden que no lleven cosa alguna a los indios por sacramentarlos... En cuanto a relevar a los doctrineros de la contribución que hacen a sus conventos de los dichos ochenta pesos, así mismo procuraréis que les quede a los dichos religiosos que asisten en las doctrinas con digno sustento sin que les falte lo necesario, ni por esta razón de la contribución se cargue a los indios nuevos tributos ni otra cosa alguna...” Así escribía el rey desde El Pardo a 20 de noviembre de 1606.[8]

Convento de las Madres Carmelitas en Santa Fe

Fue obra de la piadosa y rica viuda doña Elvira de Padilla, casada en primeras nupcias con don Francisco de Albornoz y en segundas con don Lucas de Espinosa. Su primer intento fue traer carmelitas de España, en lo que se vio patrocinada por el arzobispo; pero finalmente doña Elvira fundó en su propia casa bajo la advocación de San José.

La ceremonia se realizó el l0 de agosto de 1606 y tomaron el hábito al día siguiente doña Elvira, sus dos hijas Elvira y Manuela y dos sobrinas suyas, hijas de Alonso Gutiérrez Pimental. Para ocupar el puesto de priora y maestra de novicias, el arzobispo sacó del convento de las monjas concepcionistas a Damiana de San Francisco y Juana de los Ángeles. La fundación se hizo con licencia del arzobispo y del presidente Borja, pero sin la previa autorización real y pontificia, la cual sólo llegó en 1626.[9]

Monjas franciscanas y jerarquía

Cuenta el padre Simón que hacia el año de 1600 las religiosas concepcionistas de Santa Fe, Tunja y Pamplona, sin dispensa del Sumo Pontífice –a quien la causa competía– estaban sujetas al ordinario y no a los superiores de la Orden Franciscana, según lo prescrito por sus respectivas reglas.

Es cosa averiguada –aunque no lo dice Simón– que fray Martín de Sande, hermano del discutido presidente, nombrado provincial a 24 de julio de 1599, se empeñó en sujetar esos monasterios a la obediencia franciscana y recurrió para ello a su hermano el presidente, que –según su carácter– no dudó en apretar la ejecución “con pena de las temporalidades” y vedando que nadie les diese el sustento necesario...

Aprovechando una ausencia del arzobispo y por orden de la Audiencia, un oidor y el alguacil mayor se dirigieron al monasterio, cerraron la puerta de la iglesia con llave y la de entrada al convento a piedra y lodo y dejaron apostados allí diez guardias.

Las monjas se resistían a pasar de la obediencia del ordinario a la del provincial y al cabo de dos días no daban señales de capitular; pero al fin, el oidor, acompañado de otras muchas personas, derribó las puertas del convento y penetrando en él obligó a las monjas a ceder.

“Permanecieron –dice Simón– en esta segura obediencia más de un año, que fue lo que duró la vida del presidente Sande, porque luego que murió se volvieron a sus trece y dar la obediencia al ordinario, Lobo Guerrero que las recibió y amparó con tanto gusto como lo tuvo la Provincia en verse libre y zafa de tales y tan penosos cuidados de que aun hoy no se ha acabado de resollar...”[10]

Según Zamora, el arzobispo proveyó un auto de 8 de abril de 1602, en el que ordenaba que todas las religiosas de los dichos monasterios volvieran a su obediencia, lo que se verificó sin palanca en contrario.[11]

Un pleito enojoso

A principios de 1602 llegó al convento de Santo Domingo como visitador de su orden fray Francisco de Toro. La visita no fue del agrado de fray Leandro de Garfias, con lo cual nació entre los religiosos una profunda división. Uno y otro bando –según relata Rodríguez Freyle– acudió a la Real Audiencia, y esta se puso de parte del visitador y nombró juez conservador al prior de los agustinos calzados fray Vicente Mallol.

Este –refiere Ibáñez en sus «Crónicas»- “fijó censuras en las puertas de la catedral; el arzobispo ordenó quitarlas; de nuevo las fijó el P. Mallol comprendiendo en ellas el nombre del prelado. Mandó el arzobispo a su provisor Francisco de Porras Mejía a reducir a prisión al P. Mallol y al marchar aquél a cumplir su cometido encontró en el puente de San Agustín al oidor Gómez de Mena seguido de alcaldes y alguaciles, a quien enviaba la Audiencia, sabedora de lo ocurrido, a cortar el mal.

Un clérigo asió al alcalde ordinario de Mayorga de los Cabezones, «de manera que le sacó todas las lechuguillas del cabello en una tira», lo ultrajó de obra y lo amenazó con una espada que traía entre los hábitos. Todos sacaron armas; el provisor Porras Mejía puso censuras a grandes gritos; el oidor Gómez de Mena declaró traidor al Rey al que se menease, y con esto calmó el alboroto y todos entraron en casa del capitán Sotelo, contigua al puente.

Nadie llegó al vecino convento, donde estaban los frailes prevenidos con armas para defender al P. Mallol. Mientras ocurría lo relatado, la Audiencia había embargado los bienes del provisor y dispuesto que se llevase a prisión, lo que se efectuó en la cárcel de la plaza principal.

El arzobispo, rodeado de los canónigos, se trasladó a las salas de la Audiencia, pero el Tribunal sólo dio entrada a su señoría (a quien, por cierto, por no querer tomar asiento en los reales estrados, lo notificaron de que lo hiciera, so pena de las temporalidades y de que será tenido por extraño de los Reinos...). Pero una hora después salió el arzobispo con la orden de libertad para el provisor detenido, con lo cual terminó aquella curiosa escena de costumbres coloniales, sucedida en Santa Fe.” Un mes después la Audiencia ordenaba el desembargo de los bienes del provisor.[12]


Recolecciones monásticas en Bogotá

Durante el régimen de Lobo Guerrero se experimentó en Santa Fe el fenómeno que en Europa se estaba registrando de retomo a la austeridad primitiva de las órdenes religiosas. Las tres órdenes mendicantes de franciscanos, dominicos y agustinos decidieron por entonces fundar, para más oración, penitencia y regularidad, recolecciones para refugio de religiosos voluntarios, fatigados de la dispersión impuesta por las tareas de esa coyuntura de iniciación eclesial.

Los franciscanos fundaron la Recoleta de San Diego, fuera de la ciudad, en el camino hacia Tunja; los dominicos, por iniciativa del P. Juan Guerrero, hermano del arzobispo, la Recoleta de San Vicente al sur de la ciudad; los agustinos, la Recoleta del Desierto de la Candelaria que dio origen a una nueva Orden.[13]


El segundo Sínodo de Santa Fe. 1606

Aunque el interesante aporte de los sínodos ocupara capítulo especial, quedaría incompleto el resumen de las actuaciones del arzobispo Lobo Guerrero, si en este punto no se mencionara la convocación y reunión del segundo sínodo de la arquidiócesis. Se tuvo la primera sesión el 21 de agosto de 1606 y las siguientes se prolongaron hasta el 3 de septiembre.

Consta de 31 capítulos; se reglamenta en ellos la enseñanza de la doctrina, la administración de los sacramentos, la disciplina del clero, de los religiosos, de las religiosas, y por último tiene capitulos dedicados a los encomenderos, los indios, los caciques y los jaques.

Al final se añade un catecismo básico de sumo interés. Es de notar la frecuencia con que se insiste en que los sacerdotes conozcan la lengua chibcha. Ordenación trascendental fue que no habiéndose reunido en Santa Fe concilio provincial se recibiese como dado para esta tierra el Concilio Provincial Limense de 1583 aprobado por la Sede Apostólica.[14]

Cambio de Presidente

“Los Oidores se quejaron a la Corte de la dureza y mal gobierno del Jefe Civil del Nuevo Reino y el rey tuvo a bien enviar de visitador al doctor Andrés Salerna de Mariaca, quien llegó a esta capital por el mes de agosto de 1602. Abierta la visita, dispuso Salerna de Mariaca que el Doctor Sangre quedase confinado en la Villa de Leyva, con el fin de que tuviesen libertad en la capital de presentar sus quejas las muchas personas que las tenían contra el presidente.

Salerna residenció al Doctor Sangre; y este dijo a sus confidentes, y amigos y aduladores, entre otros, a los oidores Diego Gómez de Mena y Luis Enríquez, quienes estaban en Santa Fe desde principio de siglo, que su causa tendría buen fin porque había comprado al visitador con barras de oro.

Salerna supo que se le acusaba por soborno; llamó al arzobispo para darle cuenta de lo que ocurría y pedirle consejo; el prelado le ofreció conferenciar con Sande y afearle su mal proceder, por estar convencido de la inocencia y honradez del visitador; pero el presidente sostuvo su dicho ante el prelado y ante el mismo Salerna, diciendo que no podían probarle lo contrario porque la escena del soborno no había tenido testigos.

Entonces el visitador que se hallaba gravemente afectado por la pena, lo citó para dentro de nueve días al Tribunal de Dios, juez que no necesita testigos ni comprobación de hechos. Esta cita se divulgó en la ciudad, donde se dijo también que el visitador había sido envenenado por orden del presidente y que con tan indigno objeto había vuelto de la Villa de Leyva. Murió Salerna de Mariaca, y al llevar el cuerpo a enterrar, salió el presidente al amplio balcón del palacio con rostro risueño y señales de satisfacción.

Oigamos cómo cuenta Zamora el desenlace de esta curiosa crónica colonial: «Llegó el día 12 de septiembre, plazo en que, cumpliéndose la citación del visitador, se cumplieron también los días del presidente, muriendo con grande aceleración y espanto universal de la ciudad. Pero fue mayor el que tuvieron llegando a enterrar el cuerpo a la iglesia de San Agustín, porque estando en la calle de la Carrera, con aquella ostentación y acompañamiento acostumbrado en los entierros de los presidentes, se empezó a oscurecer el cielo con temerosa tempestad de truenos, rayos y granizo, con tal asombro, que desamparando todos el cuerpo, que estaba en un bufete, recibió la violencia del torbellino, hasta que tarde de la noche cogieron el féretro los negros de su familia y llevándolo a la iglesia, le dieron sepultura. Siendo ambos sucesos tan raros, fueron los discursos diversos, y en esta narración sólo tiene lugar la verdad, con que lo aseguran diferentes manuscritos de aquel tiempo que don Juan Flórez de Ocáriz compendió en su Preludio.”[15]

Quedó entonces el gobierno a cargo de los oidores Diego Gómez de Mena, Lorenzo de Terrones, Alonso Vázquez Cisneros y Luis Enríquez, mientras llegó el presidente interino Nuño Núñez de Villavicencio, que murió durante la visita de la Audiencia, quien había desempeñado el gobierno de Charcas. Anota el historiador Pacheco que el presidente Sande, poco antes de morir, había llamado al arzobispo y le pidió perdón por sus agravios.

Vino a sucederlo el hidalgo don Juan de Borja, de quien el prelado notificaba al rey que era la elección que era menester y que tanto él como el visitador Nuño Núñez tenían esta tierra muy edificada y muy distinta de lo que solía por el buen ejemplo que con su virtud y limpieza y recogimiento dan.

Borja, por su parte, escribía del arzobispo: “con el arzobispo de este Reino, conservo la conformidad y buena correspondencia que es menester para que él y yo (cada uno en su ministerio) dirijamos nuestras acciones sin torcimientos al verdadero juicio de Dios y de V. majestad. Es prelado virtuoso y ejemplar, y tratado con suavidad se inclina fácilmente a lo que se le representa razonable... Cualquier acrecentamiento cabría bien en su persona... Siendo verdad lo que aquí se ha divulgado de la vacante de la iglesia de Lima, suplico a V.M. se advierta en sus servicios y suficiencia...”

Efectivamente, en 1607 el señor Lobo Guerrero era promovido a la sede arzobispal de Lima para donde partió el 8 de enero de 1609 y en donde, tras activo y ejemplar gobierno, falleció el 12 de enero de 1622. González Dávila, en su «Teatro Eclesiástico», lo compara con su antecesor Santo Toribio de Mogrovejo.

NOTAS

  1. Restrepo, “Arquidiócesis de Bogotá”, 31-38.
  2. Juan Manuel Pacheco, Los Jesuitas en Colombia, t. I (Bogotá: Ed. San Juan Eudes, 1959),119 y ss.
  3. José Restrepo Posada, “Evangelización del Nuevo Reino”, Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica, 21-22 (enero-julio 1971): 28. Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, (Caracas: Editorial Sur América, 1930), 335.
  4. Pacheco, Los Jesuitas en Colombia, 75 y ss.
  5. Pacheco, Los Jesuitas en Colombia, 79 y ss.
  6. Pacheco, Los Jesuitas en Colombia, 125-141.
  7. Zamora, “Historia de la Provincia”, 340-41.
  8. Para el asunto de las lenguas indígenas entre clérigos cfr. Restrepo, “Evangelización del Nuevo Reino”, 48 y ss.; Pacheco, Los Jesuitas en Colombia, 304 y ss.
  9. Zamora, “Historia de la Provincia”, 34l.
  10. Pedro Simón, Noticias Historiales de las conquistas Tierra Firme en las Indias Occidentales (Bogotá: Casa Editorial de Medardo Rivas, 1892), 177.
  11. Zamora, “Historia de la Provincia”, 336.
  12. uan Rodríguez Freyle, El Carnero (Bogotá: Librería Colombiana, Camacho Roldán, 1935), 287 y ss.
  13. Restrepo, “Evangelización del Nuevo Reino”, 31 y ss. y la bibliografía correspondiente a los padres agustinos, franciscanos y dominicos.
  14. Carlos Eduardo Mesa, “Concilios y sínodo en el Nuevo Reino de Granada”, Missionalia Hispánica, n. 92 (1974): 129-72. En lo tocante al sínodo de 1606, págs. 38-42. El texto de este Sínodo fue publicado por el P. Juan M. Pacheco, S. J. en “Don Bartolomé Lobo Guerrero. Arzobispo de Santafé de Bogotá”, Ecclesiastica Xaveriana, (1955).
  15. Pedro M. Ibañez, Crónicas de Bogotá, t. 1 (Bogotá: ABC, 1951), 117 y ss. Zamora, “Historia de la Provincia”, 336.

BIBLIOGRAFÍA

Ibañez, Pedro M. Crónicas de Bogotá, t. 1. Bogotá: ABC, 1951.

Pacheco, Juan Manuel. “Don Bartolomé Lobo Guerrero. Arzobispo de Santafé de Bogotá”, Ecclesiastica Xaveriana, (1955).

Pacheco, Juan Manuel. Los Jesuitas en Colombia, t. I. Bogotá: Ed. San Juan Eudes, 1959.

Restrepo Posada, José. Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus Prelados. T. I. Bogotá: Editorial Lumen Christi, 1961.

Restrepo Posada, José. “Evangelización del Nuevo Reino”, Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica, 21-22 (enero-julio 1971).

Rodríguez Freyle, Juan. El Carnero. Bogotá: Librería Colombiana, Camacho Roldán, 1935.

Simón, Pedro. Noticias Historiales de las conquistas Tierra Firme en las Indias Occidentales. Bogotá: Casa Editorial de Medardo Rivas, 1892.

Zamora, Alonso de. Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada. Caracas: Editorial Sur América, 1930.


CARLOS EDUARDO MESA

©Missionalia Hispanica. año XLII – N°. 121 - 1985