PRO JUÁREZ HUMBERTO.

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(Concepción del Oro, 1903-Ciudad de México, 1927)

Nota introductoria.

La presente semblanza de Humberto Pro Juárez, hermano del Padre Pro y compañero de martirio, fue leída ante el Grupo «Humberto Pro» de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), correspondiente a la Parroquia de San Cosme de la ciudad de México.

Fue escrita y pronunciada en la solemnidad de la entrega de su bandera a dicho Grupo el 15 de diciembre de 1935, por Luis Beltrán y Mendoza. La ausencia de bibliografía queda compensada con creces por el testimonio de Luis Donateur quien fuera su amigo, compañero y testigo de su admirable vida, y que por escrito entregó al autor de esta semblanza pocas semanas después del martirio de los hermanos Pro Juárez. En cursivas está señalado el escrito de Luis Donateur.

Cuando pensamos en los hombres superiores que alcanzan los planos en que viven los héroes, volamos siempre a las páginas de la Historia nos remontamos a épocas lejanas, y sobre todo, nos los imaginamos hechos de una materia especial, distinta de la que nosotros hemos sido hechos; jamás se nos ocurre que entre aquellos con quienes convivimos haya hombres de muy grande virtud, y por ello muchas voces no alcanzamos a descubrir y aprovechar los valores que poseemos.

Sufrimos con eso una desorientación de perniciosas consecuencias de las cuales es la principal el considerarnos incapaces de elevarnos nosotros mismos a alturas que nos parecen reservadas por privilegio singular a determinados individuos, y con ello nos cortamos las alas para aspirar a la perfección.

Si en cualquier hombre es ese un error, en el cristiano, que está rodeado, asediado de auxilios naturales y sobrenaturales en que es riquísima y pródiga la verdadera Iglesia de Jesucristo, es más que error, un disparate, una contradicción con la fe que profesamos.

¿Quién, al ver un muchacho juguetón, travieso, incorregiblemente alegre y bromista, tiene la idea de que ese buen humor, ese continuo bullicio sea la exteriorización de la salud exuberante de un corazón en que rebosa la felicidad de la conciencia pura, de la fecunda vida de la gracia?

Tal era el aspecto exterior, tal el fondo de un muchacho jovial, inquieto, decidor y simpático que hace unos cuantos años apenas, alegraba con su presencia la casita en que el Grupo «O´Connell», de la Asociación Católica la Juventud Mexicana, reunía un escogido número de jóvenes en la 2ª calle del Ciprés, aquí en el propio territorio de nuestra Parroquia; un muchacho como vosotros, amigos míos de la A. C. J. M., un joven de estatura regular, cuerpo delgado, ágil y fuerte, frente despejada, ojos negros vivaces, de mirar amable, pero enérgico y escudriñador, nariz afilada grande, boca mediana de labios delgados, rápidos en el hablar jocundo que le nacía tan atractivo a todos sus compañeros. Así era Humberto Pro. ¿Era Humberto un hombre superior?

Juzgad de ello vosotros si tenéis la bondad de seguir esta breve semblanza que os ofrezco, trazada a grandes y muy sencillos rasgos, desprovista deliberadamente de todo adorno literario y de todo intento oratorio, para poder convenceros con la simplicidad del relato, de que se puede llegar a ser un hombre superior sin ser un hombre extraordinario, o de otro modo: que dentro del ordinario vivir del común de los mortales, se pueden escalar las cumbres de la virtud, con tal de que lo que se es, se sea bien, que lo que se hace se haga bien, y con tal de que se lleve en el alma eso grande, inmenso de donde dimana toda grandeza, que es todo para todos y que llamamos Dios. Humberto Pro fue... hijo de familia, hermano, estudiante; fue empleado, fue deportista, fue un católico de acción, fue un «acejotaemero»; ¿hay en todo eso algo extraordinario? Pero fue debidamente lo que era y lo que hizo lo hizo bien. Sólo su muerte fue algo extraordinario, porque fue el coronamiento glorioso de una vida de virtud.

Breves datos biográficos

Nació Humberto el 18 de junio de 1903 en Concepción del Oro, Zacatecas. Don Miguel Pro y Doña Josefa Juárez fueron sus padres; del primero hay que recordar la asombrosa abnegación, la fortaleza y la generosidad con que admiró a todos frente a la trágica, aunque gloriosa muerte de sus hijos, el R.P. Miguel, de la ínclita Compañía de Jesús, y Humberto. La señora Pro era una mujer profundamente piadosa, ejemplarmente resignada en el sufrimiento y celosísima del bien espiritual de sus hijos; su satisfacción más grande era haber dado a Dios tres de ellos, el Padre y dos religiosas, una de las cuales sufrió también persecución a raíz del sacrificio de sus hermanos.

Humberto empezó su instrucción primaria en el Colegio de San Juan Nepomuceno que tenían los Padres Jesuitas en Saltillo, y fue a concluirla en Guadalajara, en el Colegio Católico que estaba en la calle de Santa Mónica. Luego en México, en el Colegio Francés del Puente de Alvarado, hizo sus estudios de comercio.

Debe ser la primera virtud suya de que se haga mérito, el haber sido un excelente hijo, un hijo verdaderamente modelo por el respeto, el cariño y la abnegación que tenía para con sus padres; pude darme cuenta durante algunos años, desde que terminó sus estudios y empezó a trabajar, de cómo concentró todos sus afanes en rodear a su madre de cuantas comodidades estuviera en sus manos proporcionarla, le vi privarse de cuanto le fue posible para darlo a su casa, pues en aquella época Dios quiso templar aquellas almas cristianas en la cruz de la pobreza, y mientras un centavo de lo que él ganaba pudo ser más útil en su casa, no lo tomó para sí, y no llegó a darse otra clase de gustos legítimos, sino hasta que cumplió el que era para él mayor de todos: el de haber logrado para su mamá y para su hermana un satisfactorio bienestar.

Pocos hijos he visto tan amantes y solícitos, pero también pocos hermanos tan cariñosos y buenos como él. Era admirable el amor tan tierno que demostraba a su hermana Anita y a su hermano menor, Roberto a quienes me refiero porque fueron con quienes le vi convivir. Para ella, los más delicados afanes, las más exquisitas atenciones; para Roberto, en ausencia de su papá, no sólo se posesionó admirablemente de su papel de hermano mayor, sino que para asegurar más su influencia sobre él a fin de guiarlo siempre por el mejor de los caminos, de tal manera se ganó su amistad, que nunca llegó a tener ni el uno ni el otro, otro amigo predilecto, aunque amigos tenían muchos a quienes querían y de quienes eran muy queridos.

Cristiano ferviente

Cuando Humberto tenía unos 13 o 14 años, viviendo a la sazón en Guadalajara, supe por la señora su mamá que frecuentaba bastante los Sacramentos; más tarde, durante varios años que vivió muy cerca de mi casa, varias veces por semana le veía comulgar con envidiable fervor en la capilla de las Siervas de María, en la calle de Sor Juana, y el señor don Luis Donateur, que fue Director del Colegio Francés de Alvarado durante los años 1919, 20 y 21 en que Humberto cursó ahí su carrera comercial, en unas declaraciones que se sirvió hacerme y que transcribiré adelante, dijo: “Como piadoso, lo era de verdad, no fue nunca un rezandero, sino un piadoso convencido, vamos era la suya una piedad real. En cuanto a la frecuencia de los santos Sacramentos, comulgaba por lo menos tres o cuatro veces por semana”. Su hermana Anita me dijo que siempre lo practicó así.

El estudiante

En sus estudios desde pequeño se distinguió, y sus maestros le tuvieron siempre en grande estima, lo mismo que sus compañeros, pero oigamos el testimonio del señor Donateur, que he citado. He aquí sus palabras:

“Humberto, como alumno, fue algo excepcional; siempre el primero en su clase y el primero de su año, en todos los años, y lo mismo en el estudio que en todo: Ud. recuerda que era deportista, pues en el deporte también era el primero.

No pretendo decir con esto que no tuviera sus defectos; pero los que generalmente descuellan entre estudiantes, los vencía de tal manera: que en nada, aparecían. Sin embargo, para ser sincero, debo decir que, a los dos o tres años de haber dejado las aulas, se manifestaron en el ciertos aires de suficiencia que quizá no conoció suficientemente y por ello no trató de vencer. Un día, cambiando impresiones sobre él con el Padre Pro, su hermano y compañero de martirio éste me preguntó: -«¿Qué defecto nota, Ud. en Humberto?» -Padre contesté, Humberto es muy inteligente, pero se da demasiada cuenta de ello ...

Es precisamente el temor que tengo, repuso el Padre si Humberto llegara a envanecerse, esto podría serle fatal. «Sí, esto -continua el señor Donateur- no es para disminuir el mérito (del) hombre que fue Humberto, sino para probar a cuantos creen que (los) santos son de pasta especial, que tienen nuestro mismo origen, poseen el germen de todos nuestros defectos, y que, si logran (hechos) notorios por sus cualidades y virtudes, es por el esfuerzo de la voluntad ayudado de la gracia de Dios.

Humberto, desde luego, tenía talento para haber hecho lo que hubiera querido; si escogió le carrera de comercio, fue porque las condiciones económicas de su familia no le permitían hacer otra (…) larga, pero en cualquiera hubiese descollado. Y lo que (digo de su talento), lo digo de su ejemplar conducta y del exacto cumplimiento de todos sus deberes de estudiante. Nadie sacaba tantos premios como él. Al terminar su carrera de comercio obtuvo, el único, un diploma (comercial) de sobresaliente ganado con un total de diez puntos por (materia), que muy rara vez se alcanza.

Pero en conjunto, sobre (en) todo en conjunto, era algo singular. Nunca hubo uno solo de sus profesores que no le quisiera y le (estimara) en todo lo que valía, ni uno solo de sus compañeros que no le reconociese sus méritos y no le quisiere bien. Yo no recuerdo (haber oído) nunca a ningún alumno, ni la menor expresión de antipatía, (queja), o descontento para él, y tenía yo magníficas ocasiones para oír (cuanto) sus compañeros se comunicaban entre sí. Humberto era de esos muchachos que forman centro y en torno de los cuales se agrupan los demás; pero nunca disgustó a nadie, ni jamás le envidiaron, cosa rarísima cuando hay alguien que sobresale así. Frecuentemente su (papel) era el de superior, pero tenía el tino de no hacerse nunca pesado. No le conocí, en los tres años, un solo enemigo.

Humberto era evidentemente un hombre de carácter, y enérgico. No digamos de su actividad cuando tenía ocasión de manifestarla; cuando se trataba de organizar algo extraordinario en el colegio él era el «factotum». Lo recuerdo trabajando en los (preparativos de algunas) Solemnes, Primeras Comuniones, por ejemplo, y organizando algunas colectas, como las que solían hacerse para la «Propagación de la Fe» y para el Seminario, y la que se hizo para las fiestas del 25 aniversario (de) la coronación de la Santísima Virgen de Guadalupe él conseguía cuanto quería.”

En fin, le digo a Ud. que en treinta y dos años que tengo de ser maestro, nunca vi un alumno como él; tal vez otro hay que yo equipararía, pero serían los dos únicos entre todos, y en un plano de superioridad muy alto.”

Empleado.

En cuanto acabó sus estudios empezó Humberto a trabajar, (notoriamente) en un puesto de ínfima categoría; pocos meses después, había sido ascendido varias veces y se había ganado la confianza de sus jefes; cuando dejó ese trabajo a causa de sus actividades apostólicas, era uno de los principales empleados de la casa H. Gerber y Cía. de esta ciudad. Ahí no perdía de vista a sus amigos y compañeros de la escuela; celoso siempre por el bien de los demás se complacía en serles útil y aprovechó el buen cartel que había (sentado) para colocar a varios jóvenes a quienes no sólo ese servicio prestó, sino principalmente el de sus cristianos consejos y el de su edificante ejemplo. Así se explica la fortaleza y el admirable espíritu de abnegación que dos de sus compañeros de trabajo, muy jóvenes, demostraron sufriendo los horrores de los lúgubres sótanos de la inolvidable Inspección de Policía del tristemente célebre general Roberto Cruz.

Pero no se limitaba a hacer el bien a sus amigos, yo supe de una señorita extranjera protestante, empleada de la misma casa Gerber y Cía., que en sus conversaciones con Humberto había llegado a interesarse por conocer el catolicismo y estaba leyendo con sumo interés algunos libros que él le prestó. Los acontecimientos de 1926 vinieron a interrumpir esa apostólica empresa, que acaso el martirio de Humberto haya completado de la manera más feliz.

«Acejotaemero»

Conocí Humberto en Guadalajara, entre los años de 1916 y 17 cuando Anacleto González Flores, que a la sazón daba algunas clases en el colegio en que aquél estudiaba, dirigía también ahí un círculo de estudios para Vanguardias de la A. C. J. M. Una vez que visité ese círculo, cuando los chiquillos (salían) de él, Anacleto me señaló a Humberto y me dijo que ese chico revelaba notable talento y dotes morales que harían de un elemento valioso para la acción católica.

Pocos días después tuve el honor de conocer a su mamá y empezó mi amistad con su familia, que me permitió observar tan de cerca de Humberto. Si desde pequeño Vanguardia se distinguió, ya joven, en cuanto ingresó al Grupo «Daniel O'Connell» aquí en México, sobresalió haciéndose estimar como un elemento de primera: fue ahí un magnífico amigo y constante buen ejemplo para todos sus compañeros.

Cumplidísimo y fervoroso en las prácticas colectivas de piedad, se distinguía siempre en los Círculos de Estudio y por su eficacia en la Acción, pronto fue llevado a la directiva del Grupo, donde desempeño muy satisfactoriamente los cargos de Instructor de Aspirantes y de Vicepresidente. Y cuando se necesitó que nuestra querida A. C. J. M. diera a sus mejores jóvenes para acometer acuella titánica lucha por la libertad religiosa libertad religiosa sostenida desde 1926 hasta 1929, entre esos fue Humberto, que supo plantar en lo más alto el nombre de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, que él amaba entrañablemente y a la que se sentía orgulloso de pertenecer.

El hombre

Ante todo, hay que hacer constar que siempre fue Humberto ejemplar irreprochable en sus costumbres; en tanto tiempo de haberle tratado y observado, jamás descubrí ni sospeché en él cosa alguna que desdijera de las cristianas cualidades con que tanto nos edificaba.

Humberto era todo un carácter; en primer lugar era hombre que jamás habría podido ser obligado a acción alguna que él no pudiera hacer por propia convicción; pero cuando él se había propuesto hacer algo, sabía cumplirlo hasta el sacrificio: yo fui testigo del exceso de trabajo que se imponía durante el tiempo que desempeñó, tan brillantemente, el puesto de Delegado Regional de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, puesto delicadísimo de enormes responsabilidades, ya que quien lo ocupaba tenía que dirigir y mover todas las actividades de centenares de miles de personas que en el Distrito Federal trabajaban en defensa de la religión y de la libertad, en medio de gravísimos e inminentes peligros.

Cumpliendo su misión, no se daba punto de reposo, comía o cenaba a la hora que buenamente podía y sus labores se prolongaban hasta muy entrada la noche; tan intensos y prolongados eran sus trabajos, que se había demacrado notablemente y no sólo su familia, sino sus amigos, le instábamos para que pusiese algunos medios para contrarrestar el exceso de esfuerzos; empero, en su semblante la fatiga no lograba esfumar su gesto vigoroso, como no lo logró ni el espectáculo de los cadáveres de su hermano el Padre y de Luis Segura Vilchis, caídos sobre su sangre en el lugar en que él a su vez habría de colocarse para ser fusilado como ellos.

Fue siempre enérgico en todos sus actos y en todas las ocasiones en que debía serlo. Supe por sus familiares que de niño tuvo un genio demasiado fuerte; pero había llegado a dominarse admirablemente, de tal manera que su energía tenía tan suave exteriorización cuando tenía que usarla con los demás, iba envuelta, en tal bondad, que jamás ninguno de los que llegaron a tenerle por superior, llegó a sentir molesto o desagradable su trato.

En cuanto a sus dotes de organización y de gobierno, eran patentes; bien demostradas quedaron en sus trabajos de la Liga, y los que fueron sus jefes en la casa Gerber y Cía., pueden abogarlas y atestiguar lo que él valía como hombre cumplido y ordenado.

No pocas grandes penas tuvo que soportar, pero siempre las afrontó con ánimo sereno y con un valor y una fe inalterables; nunca se le veía triste, por el contrario, su carácter extraordinariamente jovial se imponía a todas horas, y hasta en los momentos más apurados solía tener una broma, un chiste, algo que regocijaba a los que estaban con él. Entre los amigos se decía que donde estaban Humberto y Roberto, siempre inseparables, era imposible estar serios.

En cuanto a su ardor cristiano jamás decaía, y aunque sintiera las tristezas naturales que nos producen los días amargos por que atravesamos, su ánimo no flanqueaba.

Su disposición al heroísmo

Además, estoy seguro de que su sacrificio fue el colmo de los anhelos más íntimos de su alma; varias veces, hablando entre amigos de los peligros a que constantemente se veían expuestos él y sus hermanos a causa de su cooperación en la Liga, pero particularmente él desde que asumió la jefatura de la Delegación Regional, decía con la más perfecta naturalidad y la sinceridad más honda, que estaba dispuesto a morir cuando Dios lo quisiera, y en alguna ocasión le oí hablar con entusiasmo de la dicha de dar la vida por Dios; pero no como quien habla de cosas que sólo se ven a lo lejos, sino como quien estaba posesionado que era fácil, aun probable, tener que llegar de un momento a otro al sacrificio, y con el acento de quien comprendiendo perfectamente la altísima dicha del martirio, más acariciara la ilusión de merecerla, que temiera la muerte.

No se piense por eso que él no gustara de los encantos de la vida: el fuego de su juventud le rebosaba, y era de aquellos que infunden ganas de vivir con el optimismo y la frescura de tus ilusiones.

En la lucha.

Desde que empezó la tremenda lucha en 1926, cuando ya se perdió toda esperanza de alcanzar por medios pacíficos que se hiciera justicia a la Iglesia perseguida, ansioso de ayudar a obtenerla por el único medio que quedaba, pretendió lanzarse a la defensa armada, y hasta salió de la Capital resuelto a encabezar algún grupo que él supo estaba impaciente por lanzarse a la lucha. La falta de recursos materiales hizo fracasar aquel intento y entonces volvió a la ciudad a continuar colaborando en las actividades cívicas, en las que Dios le tenía reservado prestar tan importantes servicios y alcanzar, a consecuencia de ellos, la corona.

Trabajando en la propaganda de la Liga, andaba encantado y como en fiesta; obtenía adhesiones, distribuía impresos, daba conferencias; él fue, con un amigo suyo, el primer prisionero hecho la ciudad de México, al empezar la campaña cívica, en julio de 1926, por repartir, seguramente antes que nadie porque los primeros ejemplares se los llevó él, la proclama en que se convocaba al boicot que se organizó como recurso con qué hacer presión para que fueran derogadas las leyes persecutorias. Fue llevado a la Octava Comisaría, de ahí a la Inspección de Policía y luego a la Comisaría Sexta, donde permaneció tres días.

Desde entonces le vigilaban, y cuando la memorable «globada», -que muchos de los presentes recordarán con regocijo-, por haber encontrado una tarjeta suya a persona que con globo fue aprehendida, empezaron a perseguirle con tesón. Entonces, buscando a él aprehendieron a su hermano, el Padre Miguel, que paso varios días en la prisión de Santiago.

A partir de ahí no volvió a haber punto de tranquilidad para la familia Pro, que frecuentemente se veía obligada a cambiar de domicilio, por la tenaz persecución de que era objeto especial Humberto. Conste aquí que la saña que contra él y el Padre tenían los tiranos, databa de largo tiempo, y basta por sí sola para explicar su sacrificio, consumado bajo otro pretexto.

Humberto empezó a trabajar en la Liga desempeñando algunos trabajos que le encomendaba la jefatura Local de la Colonia de Santa María; luego ayudó en las labores de la IV Demarcación; fue más tarde jefe de la VII, y el 26 de junio de 1927 fue nombrado Delegado Regional del Distrito Federal, cargo que desempeñó brillantemente hasta su muerte.

El Sacrificio.

El heroísmo con que murió ese bravísimo «acejotaemero», lo expresan mejor que todas las palabras, dos de los retratos que la desenvoltura de los verdugos nos hizo el gran favor de proporcionarnos. Me refiero a aquel en que marcha al patíbulo acompañado de un esbirro y aquel otro en que frente a los fusiles asesinos, la orden de la descarga hizo alzarse sus manos que en la fotografía aparecen borradas expresando claramente el movimiento de levantar los brazos, acaso por el deseo de exhalar puesto en cruz, como su hermano, el último aliento; pero no hizo perder a su semblante la expresión de dignidad, de indomable energía, de portentosa entereza, que conserva el retrato y merece un bronce.

Con todo, él como sus compañeros de martirio, no dejó otra impresión a los reporteros que presenciaron sus sacrificios, que la de una admirable sencillez, que la de una naturalidad que ellos no habrán tal vez comprendido, pero que tiene su perfecta explicación en la verdad cristiana de que dejar esta vida por amor de Dios, es asegurarse el amor de Dios en otra dichosa vida que jamás acaba. He aquí los relatos de algunos reporteros que presenciaron la muerte de Humberto:

Dice de é1«El Universal Gráfico» del 23 de noviembre de 1927, día en que fue sacrificado: "Llegó y se colocó junto a los cadáveres de su hermano y de Segura y se negó a hacer cualquier encargo. Con los brazos sueltos, sin alardes, pero sin visible temor, oyó las órdenes previas a su ejecución. Recibió la descarga y cayó, como el ingeniero, sobre el mismo lado (el derecho), rápidamente, como electrizado por el efecto de las balas".

El «Excelsior» del siguiente día dijo: “También como los anteriores, el joven Pro hizo un movimiento de asombro al ver los soldados y los cadáveres de su hermano y del ingeniero Segura, que yacían junto a las figuras de metal que sirven para tirar al blanco sin embargo, volvió muy pronto a serenarse y avanzó firmemente, siguiendo las órdenes que se le daban. No quiso que se le vendaran los ojos, y con toda sencillez y naturalidad se colocó junto a los cadáveres de su hermano y del ingeniero Segura, y después de mirar al pelotón, volvió la cara al firmamento y así permaneció en esa postura hasta que la descarga lo hizo caer exánime al suelo.”

Así llegó a la gloria ese muchacho alegre y vigoroso, cuyo vigor y cuya alegría procedían más que de la salud del entusiasta deportista, de la pureza de alma del atleta que todo lo puede confortado por el Dios de los fuertes.

La muerte de Humberto concuerda con su vida, es la resolución armoniosa y triunfal de una existencia virtuosa; ya será esta estudiada concienzudamente y se verá que tenía méritos para que Dios le hubiera concedido lo que él consideró sinceramente el más alto de los galardones: morir por Dios y por la Patria.

LUIS BELTRÁN Y MENDOZA