LIMA. El conflicto de la doctrina del Cercado (1590-1592)

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Figura del virrey Hurtado de Mendoza

La aparición en 1590 en la escena peruana del virrey García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y antiguo gobernador de Chile, tuvo aspectos positivos en los campos administrativo y financiero, así como en los políticos y sociales. Activó el sistema de alcabalas y almojarifazgos; moderó las pretensiones de los corregidores de indios, propensos siempre a abusar del cargo; animó las flotas de galeones de mercancías y otros empeños circunstanciales.

Desgraciadamente tuvo el personaje graves defectos de carácter. Altanero y atrabiliario, su autoritarismo le condujo a censurables excesos. Los biógrafos de Santo Toribio no dejan de resaltar esas taras temperamentales. Según Rodríguez Valencia, el virrey es “vanidoso y violento, y estas dos notas de su carácter le inutilizaron para todo buen gobierno en su vida de contacto y relación”[1] . Rubén Vargas Ugarte S.J. destaca su “altanería y terquedad”[2], y José Antonio Benito, la importunidad de la que dio prueba el virrey en sus actuaciones.[3]

Si a eso añadimos que García Hurtado de Mendoza era en el Perú el titular del Regio Patronato Indiano, con las desbordantes prerrogativas de tal institución frente a la Iglesia, tendremos una idea bastante aproximada de las actitudes de prepotencia que mostró el virrey durante el gobierno eclesiástico de Santo Toribio. Por lo general los virreyes eran celosos en la guarda del Patronato; pero el marqués de Cañete convirtió el celo en avasallamiento del fuero episcopal, y no se detuvo ni ante la acusación calumniosa. Esta fue una de las cruces más duras de Toribio Alfonso de Mogrovejo y uno de los capítulos más edificantes en el proceso de beatificación.

El «Cercado»

Hacia 1563, cuando aún no habían llegado los jesuitas a Lima, existía al otro lado del río Rímac el barrio de San Lázaro, en el cual se asentaron muchos indios camaroneros [pescadores de camarones]. Cuando los jesuitas asumen la Doctrina de Santiago del Cercado, consideraron conveniente —para fines pastorales— que se uniesen allá también los nativos de San Lázaro. El 18 de enero de 1585 el padre Juan de Aguilar hizo la correspondiente petición al Cabildo limeño. Por lo pronto no hubo respuesta. El 25 de febrero de 1588 el Cabildo tomó más bien la decisión de pedir al virrey Torres y Portugal y al Arzobispo que se erigiera en San Lázaro una parroquia para atender espiritualmente a los numerosos indios de ese sector de la capital. El prelado dispuso que el barrio de pescadores fuera atendido por curas diocesanos versados en lengua indígena: el canónigo Balboa, después el doctor Zapata y por fin don Alonso de Huerta. El mismo Santo Toribio se interesaba por esta Doctrina.

Reunidos los indios a un costado de la Catedral los días domingos, el Arzobispo vestido de pontifical y con el báculo en la mano hacía la explicación del Catecismo del Concilio límense en quechua y castellano. “Yo asimismo el tiempo que estoy en esta ciudad hago lo propio, predicándoles en la lengua, y a los españoles, y a los demás que me entienden, declarando el evangelio (...). Era de mucha edificación para el pueblo verlos venir con sus pendones en procesión desde San Lázaro a la Iglesia Mayor por medio de la plaza, con muy buen orden, y el cura con ellos, según y cómo en el tiempo del doctor Balboa se acostumbraba”.[4]

Con la llegada del virrey García Hurtado de Mendoza las cosas iban a cambiar. Venía a Lima el nuevo gobernante en compañía de su hermano, el sacerdote jesuita Hernando de Mendoza, cuya presencia en el Perú la había solicitado el mismo virrey al General de la Compañía, padre Claudio Aquaviva. En cuanto al carácter del sacerdote, era muy distinto de su hermano. No estaba muy bien de salud (padecía algún mal cardíaco), era muy observante y no le agradaba meterse en asuntos de la administración virreinal. El padre Hernando fue destinado por el Provincial Juan de Atienza a la doctrina de Santiago del Cercado, cuyo superior era el padre Juan de Aguilar.

Inicios del conflicto entre el Virrey y el Arzobispo

Los sucesos ocurrieron con la violencia que era de temerse cuando intervenía García Hurtado de Mendoza. Estamos a 28 de agosto de 1590. Mogrovejo no se hallaba en Lima, sino en Visita Pastoral; pero habría de llegar pronto, pues el IV concilio provincial límense estaba convocado para el 18 de octubre. El Virrey ordenó que de inmediato se procediese al traslado de los indios de San Lázaro a la Reducción del Cercado.

La ejecución del mandato se le confió al Corregidor del Cercado, Juan Ortiz de Zárate. El Provisor del Arzobispado y Vicario General era don Antonio de Valcázar, quien obviamente resistió la intimación desaforada del Virrey. Cuenta Valcázar: “Forzados y contra su voluntad dejaban (los indios) cuanto tenían y se huían a los cañaverales. Los soldados iban a la caza de los fugitivos. Algunos de los indios se asilaron en la iglesia de San Lázaro, de donde fueron sacados por los oficiales reales”. Valcázar fue apresado por éstos, y un piquete de alabarderos lo llevó detenido a las galeras del Callao.

A su llegada a Lima quedó Santo Toribio muy sorprendido e indignado por el atropello consumado contra los indios y contra su Vicario General. Pudo haber lanzado la excomunión. Por bien de paz no lo hizo; pero sí tomó la pluma para quejarse ante Felipe II de tamañas tropelías, descritas por el propio Vicario General en carta que iba adjunta. Hacía notar el Arzobispo la violencia ejercida por el Virrey “llevándome al Provisor al Callao con la guardia... siendo una persona tan principal y de mucha virtud y recogimiento, a quien Vuestra Alteza ha de hacer mucha merced, y yo amo y quiero mucho”.[5]

Antes de proseguir con el relato de los hechos que se sucedieron luego de la reducción forzada de los indios pescadores de San Lázaro, conviene repasar las motivaciones de uno y otro lado, los provechos y perjuicios de la reducción única y de la independencia de las dos doctrinas. Para enteramos del punto de vista de los jesuitas, que coincidía en gran parte con el del Virrey, contamos con la carta de éste, fecha 27 de diciembre de 1590, al rey Felipe II.[6]

Los indígenas de San Lázaro se hallaban en paraje muy precario, junto al río, con los riesgos de las riadas (huaicos) del verano, expuestos a los robos y vejaciones por parte de negros, mulatos y zambahigos “que entran y salen en esta ciudad y allí encubrían sus hurtos; y el clérigo que doctrina a estos indios era uno que habían echado de la Compañía de Jesús por no ser de la vida y ejemplo que profesa su Religión”.

Añade el Virrey que la situación en el Cercado era muy otra, ya que los indios estaban muy bien atendidos y contaban con una iglesia, “la mejor que hay en todo este Arzobispado y más bien servida y proveída de ornamentos y música”. Y concluye el Virrey: “Y así he mandado reducir al Cercado todos los indios que estaban en San Lázaro y los que andaban vagando por esta ciudad, y les he puesto Corregidor que los ampare y defienda y los tengo en paz y justicia”[7].

La posición del Arzobispado se halla contenida en la extensa carta del 23 de marzo de 1591, al monarca.[8]Allí en primer término Santo Toribio lamenta que el traslado forzoso de los indios se haya hecho “con mucho sentimiento y dolor y lágrimas y perdimiento de haciendas de los indios, y daño y detrimento de la provisión de la ciudad, clero y pueblo y religiosos y la contradicción que de mi parte se ha hecho para que no los sacasen de la parroquia e iglesia que tenían en San Lázaro con su clérigo (Juan de San Martín)...”.

Santo Toribio menciona al jesuita “hermano del mismo Virrey” (se refiere al padre Hernando de Mendoza) como cómplice en el desaguisado. Expone con detalle los excesos cometidos por parte del Virrey y de la Compañía; por ejemplo, el nombrar ésta un juez conservador, que defienda los derechos de la Orden en el fuero eclesiástico; prerrogativa contenida en la bula «Aequum reputamus» de Gregorio XIII del 25 de mayo de 1572. Este juez conservador sentenció que el Arzobispo lesionaba privilegios pontificios al reclamar la doctrina del Cercado. Creemos que es éste un caso más en la larga lista de querellas virreinales entre las órdenes religiosas (no sólo la Compañía) y los prelados diocesanos. La lista se haría más larga si añadimos los casos de roces entre el Real Patronato y el fuero episcopal puramente eclesiástico.

El Arzobispo se lamenta de la preferencia que se da a los religiosos sobre los clérigos diocesanos en el otorgamiento de las doctrinas, y llega a decir: “yo estoy resuelto a no ordenar más clérigos por que no padezcan y se vean en necesidad, no habiendo en qué acomodarlos, y en los Obispados del Cuzco y Charcas me dicen hay muy grande número de clérigos y que a cada doctrina se oponen (en el concurso) veinte y treinta clérigos”[9].

Pide el prelado a Felipe II que ordene a la Compañía abandonar la doctrina del Cercado “para poder acomodar en ella clérigos muy virtuosos y buenos lenguas [conocedores de las lenguas indígenas] e hijos de conquistadores”. Como se ve, y lo reconoce el Padre Egaña (anotador de «Monumenta Peruana» IV), en el fondo de la controversia latía el problema de la supervivencia y derogación de los privilegios de los regulares en Indias.

Continúa en su carta Santo Toribio aduciendo la amistad entre el Virrey Hurtado de Mendoza y la Compañía para desfavorecer las causas del prelado. Señala que incluso los oidores de la Real Audiencia “no se atreven a hacer más de lo que él (el Virrey) quiere”. En este punto de la misiva arzobispal cita Mogrovejo la amenaza del Virrey: “dijo que yo no había de enviar persona ni papeles ni carta ni razón alguna Vuestra Alteza, y que me había de embarcar para Chile y de allí enviarme por el estrecho de Magallanes a España”.

Es en este pasaje de la referida carta del 23 de marzo de 1591 donde aparece un importante rasgo autobiográfico de Santo Toribio, que suele mencionarse en las obras que cuenta su prodigiosa labor pastoral: “... habiendo ya trabajado tanto en este Arzobispado después de Vuestra Alteza me hizo merced, por tiempo de seis o siete años, discurriendo por él y habiendo andado... más ha de dos años, dos mil leguas y más entonces, y confirmado más de cuatrocientos y cincuenta mil ánimas, y después acá mucha más, con grandes trabajos de caminos y tierras muy ásperas y temples diferentes, viéndome yo y los que iban conmigo en mucho riesgo y peligro de vida...”.[10]

Este párrafo obedece sin duda a la explicable indignación del Arzobispo ante las injustas y mezquinas acusaciones del Virrey, el cual en carta del 1 de mayo de 1590 al rey Felipe II incrimina al Santo de que «jamás» está en Lima, “y da por excusa que anda visitando su arzobispado, lo cual se tiene por mucho inconveniente... y también se mete en todas las cosas del Patronazgo... porque todos le tienen por incapaz para este arzobispado y no acude, como sería razón, a las cosas de servicio de V.M., parece que convendría que V.M. le mandase ir a España, poniendo aquí un coadjutor, de todo lo cual me han informado los oidores de esta Audiencia y los clérigos de su misma Iglesia” ...[11]Palabras muy duras e injustas que muestran la incomprensión y malquerencia del Virrey hacia el Arzobispo.

“Estoy admirado -añade Santo Toribio en su carta a Felipe II— que profesando los Padres de la Compañía tanta cristiandad y paz... no hayan atajado esto y venido en lo que todo el mundo aprobara, y parecerá bien siendo yo pastor de estas ovejas y estando a mi cargo el darles pasto espiritual”.[12]El biógrafo más notable de Santo Toribio -que lo es Vicente Rodríguez Valencia— comenta acerca de la polarización a que ha llegado el conflicto:

“Y será hora ya de decimos qué siniestra fortuna es la de este gobernante aristócrata, que así trae envueltos en contiendas de jurisdicción, en vaivenes, en alharacas, en compromisos a estos dos poderes de cuya concordia y suma tan duraderos bienes venían lográndose para la Iglesia en Indias: el segundo Arzobispo de Lima y los jesuitas de la Provincia del Perú”.[13]

Escalada del conflicto

Se había llegado a un punto en que las jurisdicciones locales, tanto de la Arquidiócesis como de la Provincia jesuita del Perú, resultaban ineficaces para dar solución al grave litigio. Era preciso esperar decisiones tanto de Madrid como de Roma. Es obvio que ambas partes litigantes se apresuraron a enviar los respectivos informes a las instancias europeas. Ya hemos dicho que tanto el Provisor Valcázar como el propio Arzobispo Mogrovejo habían escribo a Madrid (cartas del 28 de abril y 23 de marzo de 1591 respectivamente). Pero estas fechas poco significan en cuanto a celeridad de procedimientos.

El Virrey tenía interés en que primero se conociese en Madrid su propia versión del conflicto del Cercado. Por ello recurrió a la estratagema de hacer retrasar los trámites iniciados en Lima por el Arzobispo. Las flotas de aquel tiempo salían sólo dos veces en el año. En primer lugar salieron de Lima los escritos y alegatos de García Hurtado de Mendoza con la flota de primavera; pero sin los de Santo Toribio.

El Arzobispo incluso había decidido enviar personalmente al doctor Francisco García del Castillo, antiguo colegial del Colegio Mayor de San Salvador de Oviedo (tan querido al Prelado) para que informase «vivae vocis» de estos y otros asuntos a las autoridades madrileñas. García del Castillo tuvo, pues, que quedarse en Lima y esperar... la flota de otoño. En el mes de noviembre de 1591 se tramitaba en Madrid la sentencia del Consejo de Indias, que resultó favorable al Virrey y a los jesuitas.

Por esa época Santo Toribio retiró a los jesuitas de la arquidiócesis de los llamados sermones «de tabla» que solían tener en la Catedral de Lima, y también les retiró las licencias de predicar. Así se lo informa el Provincial Atienza al Padre Aquaviva, General de la Compañía: “Hasta ahora no ha alzado el Arzobispo la prohibición que tiene puesta de que no admitan a predicar a los de la Compañía en los monasterios de monjas y parroquias” (carta del 21 de abril de 1592). Pero un mes después tal prohibición fue levantada, y el mismo Padre Atienza tiene la satisfacción de informar de ello al General (21 de mayo).[14]

Entretanto Santo Toribio seguía esperando respuesta de Madrid. Su alegato, intencionalmente retrasado en Lima, sólo pudo enviarlo a Madrid en la flota de otoño, mientras que el expediente del Virrey había salido con la flota de invierno. En la corte de Felipe II fue escuchado el parecer de Santo Toribio, expuesto por su fiel apoderado, el doctor Francisco García del Castillo.

En el voluminoso expediente del Prelado de Lima se incluían: documentos relativos a la cuestión del Seminario de Los Reyes (levantado con la advocación de Sto. Toribio de Astorga), en cuyos asuntos también se había entrometido García Hurtado de Mendoza; documentos referentes a Doctrinas y papeles relativos al enojoso tema del Cercado. En resumen, las resoluciones del Consejo consisten en lo siguiente:[15]

  1. Seminario Conciliar de Lima. El monarca manda que sea el Arzobispo quien lo administre, según lo ordena el Tridentino e incluso el Concilio III límense de 1583. Y que sea repuesto el escudo episcopal (arbitrariamente removido por el colérico Virrey el 20 de marzo de 1591), pero (matiz conciliatorio y salomónico de la resolución real) que se pongan, también las armas reales “en el más preeminente lugar”.
  2. Vuelta de los indios a su barrio de San Lázaro. Se concede la petición del Arzobispo: “que todos los indios que el Marqués de Cañete redujo y pobló en el Cercado de los que vivían en San Lázaro y en esta ciudad, vuelvan y pongan en el asiento de San Lázaro adonde estaban poblados por el Conde del Villar, y gocen de la libertad, quietud y sosiego”. Hay que reconocer que tanto el Virrey como los Oidores acataron la norma, como lo reconoció el propio Santo Toribio,[16]si bien hubo tardanzas y forcejeos. Para los indios y españoles el Arzobispo erigiría más tarde la vice-parroquia de San Lázaro, que fue la de Nuestra Señora de Copacabana, con su cofradía de indios.

Después de tantas tensiones y contradicciones, debía llegar el momento de la reconciliación entre el Arzobispo y la Compañía de Jesús. Desgraciadamente el temperamento irascible del Virrey García Hurtado de Mendoza habría de mantener viva la llama de la inquina hacia el santo prelado. Sería muy larga la enumeración de las quejas, irritaciones, desaires y hasta acusaciones calumniosas -orales y escritas— por parte del Marqués de Cañete. Solamente haremos referencia a la reprensión pública al Arzobispo, ordenada por Real Cédula de Felipe II de 29 de diciembre de 1593. Con su habitual malquerencia hacia Santo Toribio, el Virrey se había quejado ante la corte madrileña de que el Arzobispo se quedaba con los dineros que el Regio Patronato destinaba a la organización del Seminario de Lima.

Cuando llegó a Lima la cédula de reprensión, dada por los consejeros de Indias sin esperar el descargo del acusado, Santo Toribio se hallaba de visita pastoral en apartados pueblos de su arquidiócesis -la más extensa del mundo iberoamericano-; y no recibió las Reales Cédulas hasta el mes de junio de 1594. Se comprenderá el asombro de Santo Toribio al enterarse de tal cúmulo do cargos impertinentes y sobre todo infundados. Un cura párroco de esa época, Hernando Martínez, que había conocido de cerca al Arzobispo, dijo: “Da lástima y compasión que de un Prelado tan santo y de tanta virtud se presuma de que había de tomar lo ajeno... Y que tenga que abonar su persona siendo ejemplo de virtud”.[17]

Felipe II estimó que “por la autoridad y decencia del Prelado no conviene que el Virrey le dé en estrados la reprensión pública que parece, sino aparte y en secreto...”.[18]León Pinelo acota sobre este punto: “La tradición que de este caso hay en Lima, que oí muchas veces contar es, que habiéndosela leído en el Acuerdo la cédula de reprehensión, sólo respondió el Santo Arzobispo: «Enojado estaba nuestro Rey, sea por amor de Dios, satisfarémosle, satisfarémosle». Y que el Virrey y los Oidores quedaron admirados de ver la paciencia con que llevó aquel pesar, que en otro sujeto de menos perfección causaría mucho disgusto y aun ira”.[19]

Luego de esta digresión, volvamos al tema de la reconciliación de la autoridad civil con los padres jesuitas. En primer término es preciso tener en cuenta que el principal interesado en no agudizar las tensiones fue el propio Padre General, Claudio Aquaviva. Los testimonios que han sido publicados en «Monumenta Peruana» V son expresivos. En todas las cartas a sus súbditos en Lima, el Prepósito General les exhorta a la concordia y a deponer rencillas. Será ilustrativo corroborar esta afirmación siguiendo el orden cronológico de los despachos, el cual se basa indudablemente en las informaciones que Aquaviva va recibiendo de esta Capital. El Provincial del Perú, Padre Juan de Atienza le había escrito desde Lima el 27 de mayo de 1592:

“La amistad con el señor Arzobispo de esta ciudad y los de su casa se ha ido continuando, a Dios gracias, y espero en Nuestro Señor- se satisfará Su Señoría cada día más del deseo que la Compañía tiene por servirle. Alzó ya Su Señoría la prohibición que tenía puesta a la Compañía en lo de los sermones, restituyéndole los sermones de tabla que solía predicar en la Iglesia mayor de esta ciudad, y avisando a las demás partes que podrían llamar a los de la Compañía y ayudarse de su doctrina y sermones, y así se comenzó a hacer esta Pascua de Espíritu Santo (17 de mayo de 1592), y con esto ha cesado toda esta pesadumbre, según la presente justicia, que entre Su Señoría y la Compañía ha habido”.[20]

Solución del conflicto

Sin haber llegado a conocer oportunamente la misiva anterior, el Padre Aquaviva le escribía al teólogo y profesor de la Universidad de San Marcos, adre. Esteban de Ávila, el 3 de agosto de 1592:

“Yo holgara harto que no hubiera sucedido lo que me escriben pasa entre el señor Arzobispo y la Compañía porque demás de los disgustos que se atraviesan, ningún suceso que tenga un tal caso puede ser ganancioso, porque si la Compañía sale con su razón, deja disgustado y averso el Prelado; y si el Señor Arzobispo sale con lo que intenta, será con alguna quiebra en la reputación de los Nuestros y, según se puede temer, etiam (también) con algún daño de esos pobres indios”.[21]

Otra vez desde Roma el 3 de agosto de 1592, la carta se halla dirigida al propio Virrey del Perú, García Hurtado de Mendoza (y se comprende el cuidado del remitente en escoger las palabras precisas):

“Por muchas razones he sentido que entre el Arzobispo y la Compañía se haya ofrecido ocasión de menos paz y unión, porque como de la mucha que hasta aquí han tenido se han visto bonísimos efectos para gloria de Dios y ayuda de esos pobres indios, así se puede temer que la falta de ella impida mucho bien que se podría hacer en utilidad de las almas; y aunque reconozco la mucha merced que V.E. ha hecho a la Compañía de esta ocasión, y por ella esos Podres y yo nos hallamos de nuevo obligados a su servicio, siento también la parte de pena que a V.E. habrá dado este suceso. Pero consuélome de pensar que con su cristiano celo habrá dado en ello tal corte que a esta hora está todo acabado, de manera que esos Padres puedan servir y ayudar al Prelado, como yo lo deseo y ellos lo han procurado hacer hasta ahora”.[22]

El Padre General llega a expresar que él era partidario de dejar la doctrina de Santiago del Cercado “para ahorrar molestias”. Se deduce -comenta el compilador de «Monumenta Peruana», Padre Antonio de Egaña- que el Virrey “les había mandado a los jesuitas que no abandonaran la doctrina".[23]

En la misma fecha en que escribe el Virrey, le envía el General una carta al nuevo Provincial del Perú, Padre Juan Sebastián de la Parra (electo por Aquaviva el 25 de abril de 1591), en la que reitera los sentimientos de buscar la paz y la armonía con la autoridad civil. “Ya me parece que de España se ha enviado remedio y el Padre [Diego de] Zúñiga, [Procurador de la Provincia] llevó el duplicado. El Papa [Gregorio XIV] también envía un breve al Arzobispo en que le exhorta a unirse con nosotros, como lo verá en la copia”[24].

Todavía el 5 de jumo de 1594, en nueva comunicación de Aquaviva al P. Sebastián, toma al objetivo de la concordia: “Aunque la concordia con el señor Arzobispo de Lima no haya sido en sus principios tan fervorosa, espero que a esta hora VV.RR. [Vuestras Reverencias] le habrán ganado de manera que la amistad antigua se haya renovado, sin que la quiebra pasada sea causa de menoscabar el servicio de Dios y ayuda de esa buena gente, que éste es el fin donde «deben enderezar las diligencias que en esta y en otra cualquiera materia se hicieren»”.[25]

Finalmente, en lo que respecta a las cartas de Aquaviva acerca del asunto del Cercado, hallamos aún una referencia a cierta desconfianza por parte del Arzobispo; como se desprende de la carta de 4 de julio de 1594: “Pésame que el señor Arzobispo no se sirva de los Nuestros como hasta aquí; espero de la caridad y prudencia de V.R. y de esos ‘Padres que poco a poco le irán ganando de manera que torne a su antigua devoción”.[26]

Sin embargo, hay que reconocer que la presencia en Lima del Virrey García Hurtado de Mendoza seguía obstaculizando el regreso de los indios pescadores al barrio de San Lázaro. Por fin llegó la orden de Felipe II para que regresase a España el autocrático gobernante. Aquaviva dispuso que también hiciese el viaje a la Península el jesuita Hernando de Mendoza, hermano del Virrey. Así lo hizo éste. Tuvo que asistir durante la navegación -en la escala de Panamá- a la muerte de su cuñada, la esposa del Virrey, doña Teresa de Castro, ocurrida en un día no precisado de mayo de 1596.[27]

Un hecho doloroso que sirvió para acercar a Santo Toribio a los jesuitas fue el inesperado fallecimiento del Provincial Juan de Atienza, el día 1 de noviembre de 1592. La «Crónica anónima» de la Provincia Peruana dice sobre el particular: “el mismo Arzobispo predicando el mismo día en su Iglesia catedral... dijo grandes alabanzas del difunto, envolviendo sus palabras en lágrimas por la falta de una persona tan útil a la república”[28]. Y no sólo eso. A la ceremonia del entierro del Padre Atienza se hizo presente Santo Toribio de Mogrovejo.

Con la llegada del nuevo Virrey Luis de Velasco continuaron las buenas relaciones entre el Arzobispo de Lima y los jesuitas. Hay de ello suficientes pruebas. Rodríguez Valencia, el acucioso biógrafo del Santo, no deja de mencionarlas. El Padre Aquaviva escribe al Padre Rodrigo de Cabredo que la Orden le servirá “en lo que se pudiese, y lo que por medio de los Nuestros no se pudiese hacer, se negociará por medio de algún seglar”. Y al propio Arzobispo le reitera en la misma fecha (13 de noviembre de 1600) semejante benevolencia. Otro hecho significativo. Sabido es que la visita «ad limina» era obligatoria cada cierto tiempo para los prelados. Pero, dada la gran distancia entre el Perú y Roma, quedaba autorizada la visita por medio de procuradores. En 1601 Santo Toribio nombra como tales a los padres Diego de Torres y Pablo José de Amaga. Fueron éstos los que condujeron a Roma la Relación diocesana de 1601, juntamente con la de los obispos sufragáneos de Lima.[29]

CONCLUSIÓN

Del atento estudio de las fuentes que tratan del Conflicto de la Doctrina de Santiago del Cercado, se infiere que el gran responsable de la forma en que se condujo este asunto fue el Virrey García Hurtado de Mendoza. Aun suponiendo que hubiese razones pastorales de peso en el plan de llevar a los pescadores de San Lázaro al Cercado, los modos que se utilizaron no pueden ser aprobados.

El Padre Rubén Vargas Ugarte S.J., tanto en su «Historia de la Iglesia en el Perú»[30]como en su «Historia de la Compañía de Jesús en el Perú»,[31]con su característica franqueza señala la “altanería y terquedad” del Virrey; el derecho que el Arzobispo Mogrovejo tenía para visitar las doctrinas de su jurisdicción; y el inconveniente de que los religiosos adujesen privilegios de exención, los que terminaron por ser suprimidos en 1611 por el Papa Paulo V (Borghese).

No hay duda de que el conflicto del Cercado y, en general, el período gobernativo del Virrey García Hurtado de Mendoza han quedado bien tipificados en los procesos de beatificación de Santo Toribio. Todos los testigos (y son más de un centenar) coinciden en que el Prelado límense ejercitó heroicamente las virtudes de paciencia, fortaleza, humildad y mansedumbre, que le han valido el loor de la Iglesia para siempre. Nunca se le vio alterado ni iracundo; al contrario daba gracias a Dios, alegrándose de poder padecer a imitación de Jesucristo.

NOTAS

  1. Vicente RODRÍGUEZ VALENCIA, Santo Toribio de Mogrovejo, organizador y apóstol de Sur-América. (Madrid, 1957), t. II, p. 349.
  2. Rubén VARGAS UGARTE S.J., Historia de la Compañía de Jesús en el Perú, tomo II (1568-1620), (Burgos, 1963), p. 189.
  3. José Antonio BENITO, Crisol de lazos solidarios Toribio. Alfonso Mogrovejo. (Lima, 2001), p. 175.
  4. Carlos GARCÍA IRIGOYEN, Santo Toribio, tomo I (Lima, 1906), p. 97-98. 176
  5. La carta de Valcázar es del 28 de abril y la de Mogrovejo, del 3 de marzo de 1591; citadas ambas por RODRÍGUEZ VALENCIA, o. c., t. II, 291-292.
  6. Publicada primero por LEVILLIER, Gobernantes del Perú, vol. XII, 175; y también, con mejor aparato crítico, en Antonio de EGAÑA S.I., Monumento Peruana IV (Boma, 1966), doc. 158, 644-649.
  7. Se refiere a la iglesia de Santiago del Cercado, a cargo actualmente de los Padres Carmelitas Descalzos.
  8. Muy conocida, y publicada por mons. LISSÓN en su colección de documentos La Iglesia de España en el Perú (tomo III, 588-590); GARCÍA IRIGOYEN, o. c., II, 190-198 y RODRÍGUEZ VALENCIA (parcialmente), o. c., II, 288. La mejor edición es la de Monumento Peruana IV, ya citada, doc. 165, p. 678-691.
  9. Monumento Peruana IV. 685
  10. Ibid., 687.
  11. LEVILLIER, o.c., 164.
  12. Monumento. Peruana IV, p. 682.
  13. RODRÍGUEZ VALENCIA, o. c., tomo II, 304.
  14. En los Constituciones Sinodales de 1713 aparece la “Tabla de los Sermones que se predican en esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Los Reyes”. Además de los sermones reservados al Arzobispo y al Canónigo Magistral, los religiosos asumen la predicación en diversas festividades. Los jesuitas tienen asignados los siguientes días: domingo IV de Adviento, domingo primero de cuaresma, domingo 5to., Santísima Trinidad, San Felipe y Santiago, Santa María Magdalena, San Mateo y Todos los Santos (Constituciones Sinodales del Arzobispado de Lima. 1864, pp. 159-160).
  15. RODRÍGUEZ VALENCIA, o. c., tomo II, pp. 322-324.
  16. Ibidem, 323.
  17. Sumaría Información, citada por RODRÍGUEZ VALENCIA, o. c., H, 373-374.
  18. GARCÍA IRIGOYEN, o. c., tomo II, 171.
  19. Ibid., p. 173.
  20. Egaña, Monumenta Peruana, vol. V (Roma, 1970), doc. 26, pp. 109-110. Carta citada parcialmente por RODRIGUEZ VALENCIA, o. c., II, 327.
  21. Monumenta Peruana V, doc. 36, p. 135.
  22. Ibid., doc. 66, pp. 168-159. i 23
  23. Ibid., nota 6, p. 159.
  24. Las referencias del texto citado son importantes para la cronología del malhadado conflicto. La Real Cédula a que alude Aquaviva está firmada en El Escorial el 22 de junio de 1591. El P. Zúñiga, de regreso de Roma, salió de Cádiz hacia América el 19 de marzo de 1592.
  25. Monumenta Peruana V, doc. 124, pp. 520-521. Por la reiteración de conceptos y deseos, no puede dudarse del buen espíritu de Aquaviva en este enojoso asunto.
  26. Ibid., doc. 137, pp. 539-540.
  27. Monumenta Peruana V, (1596-1599), Roma, 1974, p. 182. La expedición arribó a Sanlúcar de Barrameda el 1 de octubre de 1596.
  28. Francisco MATEOS, o.c., tomo I, p. 376.
  29. RODRÍGUEZ VALENCIA, o.c., II, 329 y ss.
  30. La obra consta de cinco tomos, publicados entre 1953 y 1962; el primero en Lima y los cuatro restantes en Burgos. El conflicto del Cercado lo relata VARGAS UGARTE en el tomo II, pp. 104-107.
  31. La obra consta de cuatro tomos, publicadas en Burgos entre 1963 y 1965. El conflicto del Cercado se trata en las pp. 187-190.


ARMANDO NIETO VÉLEZ, S.J.

©Revista Peruana de Historia Eclesiástica