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Revisión del 05:48 16 nov 2018
Al llegar al Nuevo Mundo los primeros misioneros, que eran casi todos miembros de las órdenes mendicantes: franciscanos, agustinos, dominicos, mercedarios, encontraron nuevas culturas. Ellos no conocían la lengua, ni la cultura, ni la religión de aquellos pueblos, a los cuales llevaban la Buena Nueva. Se preguntaban: ¿Cómo se podrá instruir a los indios en la fe cristiana? y ¿cómo prepararlos a los sacramentos? Una particular dificultad presentó la valoración del matrimonio pagano. Los misioneros aún no tenían catecismos, tenían que elaborarlos; así tenemos el testimonio de los primeros esfuerzos como son los catecismos pictográficos[1]como aquel de fray Pedro de Gante[2], que todavía permanece como un fenómeno transitorio.
Sumario
- 1 Las Juntas de México.
- 2 Los primeros Concilios Provinciales de México (1555) y de Lima (1552).
- 3 La aplicación del Concilio de Trento. Concilios Mexicanos II (1565) y Limense II (1567).
- 4 El III Concilio Provincial de Lima (1582/83).
- 5 Los Concilios Provinciales y el clero autóctono.
- 6 Los Concilios Provinciales de México.
- 7 Conclusión.
- 8 Notas
- 9 Bibliografía
Las Juntas de México.
El significado.
Desde el inicio los misioneros en América Latina buscaban respuestas comunes a los problemas que encontraban. Es una de las características de la naciente Iglesia Latinoamericana, que los misioneros se reunían en Juntas en México - que con justo título se pueden considerar como preparación a los Concilios Provinciales. El número de las juntas, el impulso pastoral y el contenido vienen hoy más claramente puestos a luz[3].
Tales reuniones nos ofrecen un espejo de los varios problemas misioneros y las respectivas respuestas. Después del nombramiento de los primeros obispos fueron ellos quienes presidían las juntas y daban las prescripciones, trataban de la admisión al bautismo y de la ceremonia bautismal. La Junta de 1536 en la cual participaron los obispos de Santo Domingo, México y Tlascala, se ocupó nuevamente de la preparación al bautismo, por el cual se pedía como condición una previa catequesis. Sólo para algunas ceremonias como de la saliva, la sal, la entrega de la vela y el vestido blanco, se concedió que se aplicase a unos pocos hombres y mujeres. Todos los candidatos debían sin embargo recibir las unciones[4].
La Bula "Altitudo Divini Consilii" (1537) aclara ulteriormente la cuestión del bautismo afirmando que: "Los bautismos efectuados hasta entonces fueron declarados lícitos, «Consideratis tunc causis occurrentibus» y además no habla del bautismo por aspersión"[5].
La Junta de 1539.
En la Junta de 1539 –la más importante de todas- se reunieron los obispos de México: Juan de Zumárraga; de Antequera, D. Juan de Zárate; de Michoacán, Vasco de Quiroga. Sobre la base de la Bula Altitudo se resolvieron las cuestiones del bautismo y del matrimonio, "se tocó el punto de los privilegios y la pretensión de ciertos religiosos que afirmaban tener mayores facultades que los propios diocesanos"[6]. La Junta, considerando la práctica de la religión pagana como obstáculo a la conversión, pidió la destrucción de los templos paganos y de los ídolos. En lugar de la danza pagana, los obispos propusieron danzas cristianas, que tenían que exigirse fuera de la Iglesia[7]. La Junta pidió un tiempo suficiente para la catequesis como preparación al bautismo, que se debía administrar en Pascua y en Pentecostés[8]. La Junta trató de la confesión en el contexto de la comunión pascual, que se debe recibir en la propia parroquia, mientras la comunión frecuente fue dejada al juicio del confesor[9]. Para el matrimonio se pidió una uniformidad en la administración. En cuanto a la poligamia se estableció que en el aspecto externo se debe tener en cuenta la convicción de los indígenas.
En la dispensa de los impedimentos, la Bula Altitudo Divini Consilii debía servir como de regla[10]. Para resolver otros problemas matrimoniales se recomendó a los misioneros recurrir a "los antiguos sabios y conocedores de las costumbres indígenas que ayudaban a solucionar las cosas más difíciles, pues sólo los nobles eran polígamos"[11]. Por primera vez se indicó la necesidad de procurar un manual para la administración de los sacramentos. Los actos de la Junta sirvieron como base para el trabajo misionero hasta el primer Concilio Provincial de México.
Las Juntas de 1541 y 1544.
Con la Junta de 1541 se trató en el contexto de los décimos, sobre la obligación del obispo, de procurar el sostenimiento para los párrocos. El obispo debía nombrar el más capaz para el trabajo misionero, fuera este religioso o sacerdote secular[12]. La Junta de 1544 se ocupó de las propuestas de Bartolomé de Las Casas↗, que trataba el tema de la Evangelización y de la Colonización y habían sido tratadas en las Leyes Nuevas[13]. La aplicación de éstas trataban en México de dificultades insuperables; el mismo rey Carlos I se vio obligado a abolir el artículo 30 de las Leyes Nuevas.
La instrucción de Loaysa 1545.
La Iglesia del Perú se desarrolla veinte años más tarde. Al inicio no habían tenido Juntas como en México. Un rol semejante a aquello que las Juntas de México ejercitaron, compete a la instrucción de Loaysa, que da reglas obligatorias para la pastoral misionera[14]. Loaysa se preocupa de la multitud de catecismos que entonces circularon; muchos fueron también traducidos en lengua indígena sin un examen cuidadoso, otros expresaban opiniones divergentes. En la instrucción, Loaysa trata las cuestiones más importantes de la pastoral misionera. Para el catecumenado fija como tiempo de duración como mínimo cuatro semanas de doctrina cristiana[15]. El enumera las doctrinas que se deben enseñar y las oraciones que los catecúmenos deben aprender. En la exposición de Loaysa encontramos los puntos claves de la historia de la salvación. El fin de la vida cristiana según la instrucción, es la vida eterna que Dios da como premio. Los doctrineros deben preparar a los catecúmenos para recibir los sacramentos e introducirlos a la vida cristiana y también a las fiestas y costumbres cristianas. Para el ayuno y la abstinencia de los neófitos, Loaysa aplica las mitigaciones de Paulo III[16]. Con justo título se ha llamado la Instrucción una "anticipación" a los decretos del primer Concilio Provincial de Lima[17].
Los primeros Concilios Provinciales de México (1555) y de Lima (1552).
El Concilio de Trento (1545-1563) ordenó la realización de Concilios provinciales cada tres años; sin embargo, y dadas las distancias geográficas de las provincias americanas, el Rey Felipe II obtuvo de S.S. Pío V un breve (12 de enero de 1570) que prorrogaba el plazo a cinco años. Posteriormente S.S. Gregorio XIII lo extendió a siete y finalmente S.S. Paulo V en un breve del 7 de diciembre de 1610 señalaba que los Concilios provinciales fuesen conforme a la necesidad.
En la ciudad de Lima se celebraron tres Concilios provinciales (1552,1567 y 1582-83), los cuales abarcaron desde la diócesis de León (Nicaragua), hasta las diócesis de La Plata y Tucumán (Argentina) y la de Santiago (Chile). En la ciudad de México fueron cinco los Concilios celebrados (1555; 1565; 1585; 1771 y 1896); los alcances de éstos no se circunscribieron a la organización eclesiástica, sino que abarcaron toda la vida social, religiosa y artística de los habitantes de Hispanoamérica. Por ello su conocimiento es indispensable para comprender cabalmente la organización del país, especialmente en la época virreinal.
El significado de los Concilios Provinciales
El intercambio de las opiniones en las Juntas se había revelado provechoso para el trabajo misionero, al cual daban una orientación. En las dos provincias eclesiásticas (México y Perú) se exige notar una más grande uniformidad en la catequesis y en la liturgia. Ninguno de los obispos participó en el Concilio de Trento. Mientras Juan de Zumárraga (México) toma en consideración una tal participación, su sucesor Alonso de Montúfar O.P., hace valer que la exigencia de la Iglesia naciente prohíba una prolongada ausencia de su provincia eclesiástica. Además pide la dispensa de la Visita ad limina a Roma[18]; semejante fue el pensamiento de Loaysa de Lima.
Los dos primeros Concilios Provinciales de Lima y México crearon un primer ordenamiento eclesiástico; ellos definieron derechos y obligaciones, trataron de los ministros eclesiásticos y de sus funciones y tareas, establecieron también penas para las transgresiones. Así se podía evitar recurrir a España y a Roma, lo cual en aquel tiempo exigía mucho tiempo.
La visita pastoral
En ambos Concilios Provinciales consideraron la visita pastoral de los obispos como instrumento necesario para la promoción de la pastoral misionera. Ellos obligan al obispo a visitar anualmente toda su diócesis. El Concilio Provincial habla de una obligación grave del obispo. Si él es impedido o existe una razón justa, podía encargar una persona de su confianza[19]. La visita pastoral daba al obispo la ocasión de darse cuenta del estado actual del trabajo misionero. Podía animar a los misioneros en su trabajo difícil y, si era necesario, podía corregir abusos que se habían infiltrado.
La enseñanza de la Doctrina Cristiana
En ambos Concilios Provinciales se ocuparon de la enseñanza de la Doctrina Cristiana[20]. Ellos dan una lista de las verdades que se deben enseñar y de las oraciones que se deben aprender de memoria[21]. Los sacerdotes podían darse cuenta del conocimiento de los fieles cuando escuchaban las confesiones y cuando hacían el examen para el matrimonio de los fieles[22]. Los obispos insistieron sobre la uniformidad en la catequesis y propusieron la elaboración de dos catecismos, uno breve y uno mayor; este último debía servir para los doctrineros. Además los obispos pensaron en las traducciones de los catecismos que debían hacerlo expertos en estas lenguas indígenas[23].
Los estudios de las lenguas
Los misioneros debían conocer la lengua del pueblo para poder comunicar el mensaje cristiano. Los obispos de los dos primeros Concilios Provinciales fueron convencidos de esta exigencia fundamental. Ellos presentan a los misioneros la obligación de enseñar la Doctrina Cristiana y de administrar los sacramentos en la lengua indígena. La pena más grave que aplican por la negligencia en este campo fue la revocación del encargo personal[24].
La aplicación del Concilio de Trento. Concilios Mexicanos II (1565) y Limense II (1567).
Con la cédula real del 12 de julio de 1564 Felipe II ordena una pronta aplicación del Concilio de Trento[25]. Debido a ésta, el tiempo transcurrido entre la clausura de Trento y el inicio del segundo Concilio Provincial Mexicano, ha sido muy breve. Y sus decretos son más bien sumarios. Las aplicaciones resultaron mejor en el segundo Concilio Limense.
El deber de los obispos.
La línea de los dos primeros Concilios que tratan los obispos viene reforzada. El trabajo y los deberes del obispo vienen presentados con la imagen del pastor de la grey. Como tal se exige una vida ejemplar que va hasta la disposición de dar la propia vida por la grey[26]. El Concilio Limense II prescribe para el obispo una vida intensamente espiritual, que pone la base para su trabajo pastoral. En tal sentido propone la reforma de la Iglesia y como medio de lograr la visita pastoral. El Concilio Limense II postula que tal visita sea hecha personalmente por el obispo, y sólo en caso de impedimento él puede mandar en su lugar a una persona de confianza[27]. El Concilio Limense II ofrece además líneas programáticas para tal visita pastoral. Ella se inicia con una homilía del obispo sobre el significado de la visita y a la cual sigue un examen de todas las actividades pastorales del sacerdote y también de su vida espiritual[28].
El visitador debe también tomar en cuenta de la administración de los bienes eclesiásticos. En fin, el obispo hace una evaluación de la vida cristiana del pueblo del cual debe exigir estima y reverencia para los sacerdotes. Las imágenes del obispo para los sacerdotes lo describe como "padre, abogado, defensor y protector"[29].
Un trabajo más sistemático.
Ya el Concilio Limense I se había ocupado de un reparto sistemático de las tareas pastorales. Tratando en decretos separados la atención pastoral de los emigrantes y en otra serie la pastoral de los indígenas. En la circunscripción de los distritos, las autoridades eclesiásticas deben ponerse de acuerdo con las civiles correspondientes.
El encomendero fue obligado a contribuir al sostenimiento del sacerdote[30]. Sobre esta línea el Concilio Limense II procede a la erección de parroquias, para las cuales fija el número de 400 personas para un sacerdote[31]. Al párroco le ordena visitar frecuentemente su parroquia, y en esa ocasión anotar en un libro especial el número de los pueblos, de las personas, también si estos no eran bautizados y si este era el caso, él debía invitar a la enseñanza de la doctrina cristiana[32].
Adaptación misionera de los sacerdotes
En los decretos del Concilio Limense II para los indios aparece claramente la adaptación a los indígenas. Los padres del Concilio Provincial estaban convencidos que ellos requerían una atención especial del misionero[33]. Tal pastoral se distingue de aquella para los cristianos con una larga tradición. Y siendo neófitos en la fe los indígenas tienen necesidad de una alimentación que conviene a su estado de vida.
Los obispos comparan esto con la leche que la madre da a los propios hijos, según lo que dice la Sagrada Escritura (Hb. 5, 12-113). De su alimento se debe alejar todo aquello que puede ser nocivo a su crecimiento. Los padres del Concilio Provincial comparan a los misioneros con los padres que procuran a sus hijos una educación cristiana. Como ellos deben preservar a los neófitos de cualquier escándalo. Por esto sacerdotes indígenas causan grandísimo daño y no son aptos para un ministerio fructuoso[34].
El III Concilio Provincial de Lima (1582/83).
El proyecto del catecismo
Los padres del III Concilio Limense consideraron la composición de un catecismo junto a la reforma como la preocupación principal de la reunión[35]. A más de treinta años se había deseado tal instrumento, muy necesario para el trabajo misionero y que debía ser tratado en las lenguas indígenas más comunes. Los Obispos propusieron las líneas programáticas según las cuales se debía elaborar el catecismo. El equipo redactor debía inspirar su labor en las normas generales del Concilio de Trento y del catecismo editado por la Santa Sede (Pio V). Entre las normas de composición sobresalió la solicitud del Concilio Provincial para adaptarse a la condición de los indígenas "conforme a su capacidad"[36]. Los Obispos enumeraron también los temas principales del catecismo, que son: el Símbolo de los Apóstoles, el Decálogo, los Sacramentos y las oraciones principales. El mismo Decreto indica el mínimo de las verdades que se deben preguntar a los moribundos, a las personas ancianas e inválidas: que Dios es uno en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Encarnación de Jesucristo, la Pasión y Resurrección; que Dios premia a los justos con la vida eterna y castiga a los malos con la pena que se merecen[37].
La composición del catecismo
Los Padres Conciliares confiaron la composición del catecismo como se puede deducir "con relativa seguridad", al P. José de Acosta, teólogo experto, quien trabajó con un grupo de peritos en la materia[38]. El catecismo debía tener en cuenta varias exigencias. Por eso se compuso un "Breve" y un "Mayor", con los suplementos pastorales que van aparte y que constituyen el "tercer" catecismo o el "sermonario" y el confesionario; con esto hace posible su adaptación a las personas.
El lenguaje del catecismo está al alcance de la gente sencilla, que en forma de preguntas y respuestas, aprenden las verdades fundamentales y los misterios de la fe. Si el catecismo breve se impone por la concentración sobre lo esencial de la Doctrina Cristiana, y por su modo simple y conciso, el catecismo mayor permite a aquellos que son intelectualmente más capaces y a los que enseñan la Doctrina Cristiana, una profundización en tales verdades[39].
El catecismo permite una introducción gradual y progresiva en las verdades de la fe cristiana. La presentación en forma de diálogo se presta a la repetición de las verdades ya aprendidas. En cuanto a los Sacramentos se explica la naturaleza, los efectos y las disposiciones necesarias para recibirlos mejor; después de los mandamientos sigue la exposición de las obras corporales y espirituales de misericordia. Junto con la oración se explica la necesidad de la gracia para cumplir los mandamientos y vivir una vida verdaderamente cristiana[40].
La elaboración del catecismo por el P. José de Acosta y de dos padres peritos en lenguas indígenas, duró un año, llevado a cumplimiento con gran diligencia e increíble trabajo de largas noches; les asistían muchos religiosos y laicos que aprobaban toda la obra. Después de ser examinado minuciosamente por el concilio, la obra fue aprobada con grande satisfacción. El catecismo fue el primer libro impreso en Perú en el año 1584, dando muchísimos frutos durante más de tres siglos, no solo en la Provincia Eclesiástica de Lima, sino también en otras donde ha sido traducido y utilizado[41].
La prohibición del culto pagano.
Los Padres del tercer Concilio Limense, consideran el culto pagano como uno de los más grandes obstáculos a la cristianización, afirmando que el daño que causa un hechicero en un día, es más grande de aquello que un sacerdote haya edificado durante todo un año[42]. No ven otro remedio que aplicar los decretos del II Concilio Limense, que había pedido a los misioneros amonestar al pueblo cristiano durante tres domingos, de denunciar los templos paganos y de destruirlos espontáneamente[43].
Si no lo hicieran y si el misionero encontrara ídolos en las habitaciones, debía en nombre del obispo aplicar una pena. En el caso que esto no hiciera el efecto deseado, el obispo debía hacer un proceso y castigar al culpable según la gravedad del delito[44]. Entre los decretos del Concilio se encuentra la orden de poner a los hechiceros en la cárcel, para separarlos del pueblo, evitando así, un contagio por sus enseñanzas y sus prácticas[45]. Durante su reclusión en la cárcel, decían los padres conciliares, se les debía cuidar en el cuerpo y el alma, dándoles suficiente alimento y enseñanza adecuada.
También el Concilio Mexicano, renovó las medidas contra la idolatría[46]. Ellos piden penas más severas, pues pensaban que en el pasado se había tenido una cierta tolerancia, especialmente piden penas más severas para los maestros que enseñaban prácticas idolátricas, exigen además, castigos graves que los obispos debían fijar. A tales medidas severas se deben agregar los consejos y enseñanzas de los confesores que encontramos en el "confesionario" del tercer Concilio Limense. Estos miraban a reforzar la convicción de los fieles de que los ídolos son impotentes. De manera positiva, el confesor debía explicar que Dios es el creador de todo, que da la lluvia y la fertilidad a los campos. En cuando a los muertos debía explicar a los fieles, que ellos no tienen necesidad de alimento, vestidos y ornamentos[47]. Es importantísima esta actividad de la persuasión.
Los Concilios Provinciales y el clero autóctono.
En México se puede notar un similar desarrollo de la cuestión de las ordenaciones de indígenas abordado en los Concilios Provinciales de Lima[48]. El Primer Concilio Provincial de Lima en 1552 no menciona la ordenación sacerdotal entre los sacramentos que se debían administrar a los indígenas. El Segundo Concilio de Lima en 1567, expresa una clara prohibición de las ordenaciones. Esta posición fue asumida aún por el Padre José de Acosta S.J., que en otras cosas fue muy abierto y que nos parece ser el teólogo más importante del Tercer Concilio Provincial de Lima (1582/83).
El escribe: "Sobre las ordenaciones de los indios no hay mucho que decir; con sabiduría fué ordenado por nuestros Superiores (del Concilio de 1567), que no se dé a ningún indígena las órdenes eclesiásticas”[49]. Como argumento aduce Acosta que el tiempo para los indígenas todavía no ha llegado. Tampoco en la iglesia de la antigüedad se tomaron en cuenta a los neófitos, como dirigentes de la comunidad. Sin embargo fue un progreso que el Tercer Concilio Provincial de Lima dejase abierta la cuestión de las ordenaciones de indígenas. Se lee: "En cuanto se refiere a impartir la ordenación sacerdotal, especialmente el presbiterado, los obispos deben estar atentos a proveer operarios para la misa de los indígenas ..., a fín que los que son llamados por Dios a la gracia del evangelio, tengan, si es posible, un número de pastores celosos. Si hay candidatos aptos, que se ordenen, y si éstos se quieren dedicar a la instrucción de los indígenas, éstos no deben ser de ningún modo impedidos, porque no tienen ningún «Patrimonio», más bien, si la Iglesia necesita de éstos, se deben buscar e invitar, si son probados en costumbres y en modo suficiente formados, y si no son impedidos en la lengua indígena. Se pueden pues ordenar« ad titulum doctrinae Indorum» a los que los obispos juzguen capaces, aunque no puedan asignarles ninguna parroquia”[50].
Según este texto, aún los indígenas pueden ser admitidos a las ordenaciones, si responden a estas exigencias. Autores como Schmidlin, Huonder, Leturia subrayan que los Padres del Tercer Concilio Provincial de Lima se contentaron con las reglas generales y dejaron la aplicación de éstas al juicio de cada obispo[51].Entonces, surge la pregunta, ¿admitieron los obispos numerosos indígenas al sacerdocio? La respuesta no es fácil[52].Según Specker, se habría tratado de excepciones. Como ejemplo sirve el Arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, quien impartió la ordenación sacerdotal a los mestizos, con mucha discreción; jamás a ordenar un indígena[53].
En general se puede notar la discreción de los obispos en esta materia. Se puede admitir la buena fe de los obispos, en cuanto que en aquel tiempo era suficiente el número de sacerdotes españoles, mestizos y criollos. Siglos después experimentarán que esta opinión había sido una ilusión. Por eso Höffner formula legítimamente la pregunta: "¿Debemos buscar aquí las razones de la falta de sacerdotes en toda la América Latina? ¿Y, si no, encontramos aquí una explicación parcial por las constantes persecuciones que de 1821 han inundado siempre de nuevo la Iglesia de México?"[54]. El desarrollo en América Latina sigue más o menos las huellas indicadas. Entre las razones del hecho que los indígenas no son aptos para el sacerdocio, fue dada la inclinación al vicio del beber. Aquellos que beben, no son capaces de vivir el celibato que exige el sacerdocio[55].
Los Concilios Provinciales de México.
El Primer Concilio Provincial Mexicano fue convocado en 1555 por Fray Alonso de Montúfar, segundo arzobispo de México, y presidido por él mismo. Dio inicio el 29 de junio, festividad de los santos apóstoles Pedro y Pablo en la Catedral de la Ciudad de México. Asistieron don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán; don fray Martín de Hoja Castro, obispo de Puebla y Tlaxcala; don fray Tomás Casillas, obispo de Chiapas; don Juan de Zárate, obispo de Oaxaca y quien murió durante la celebración del concilio, y el arcediano de la catedral de Guatemala como representante competente de don fray Francisco Marroquín, obispo de Guatemala. Este Concilio produjo el primer código de la Iglesia mexicana que constaba de noventa y tres capítulos, y fue publicado en México por el célebre Juan Pablos, primer impresor que hubo en la Nueva España. Todo aquello que convenía saber y seguir para el buen gobierno de la Iglesia quedó debidamente reglamentado: las fiestas que se deberían guardar, el arancel al que se sujetarían los honorarios de los párrocos, los requisitos para ordenarse como sacerdote, el arte sacro, etc. Por ejemplo, el capítulo XXXIV decía que ningún español ni indio pintara imágenes ni retablos en ninguna iglesia, ni vendiera imágenes sin ser primero examinado y se le diera licencia para pintar.
El Segundo Concilio también fue convocado y presidido por Fray Alonso de Montúfar en 1565. Asistieron además, don Fray Tomás Casilla, obispo de Chiapas; don Fernando de Villagómez, obispo de Puebla y Tlaxcala; don Fray Francisco Toral, obispo de Yucatán; don Fray Pedro de Ayala, obispo de Nueva Galicia; don Fray Bernardo de Albuquerque, obispo de Oaxaca; el procurador del obispado de Michoacán; los prelados de las órdenes religiosas y los miembros de la Real Audiencia de la Nueva España. El objetivo de este Segundo Concilio fue adaptar las disposiciones dadas por el Concilio de Trento al Virreinato de la Nueva España. Sus resoluciones quedaron comprendidas en veintiocho capítulos, pero no fueron publicadas en su momento; fue el arzobispo Lorenzana quien las editó en el año de 1769.
El Tercer Concilio Provincial Mexicano es el más importante, como lo revela el hecho de haber sido confirmado por S.S. Sixto V en 1589, previniendo enérgicamente su estricta observancia. Fue convocado y presidido por el arzobispo Pedro Moya de Contreras quien en esos momentos desempeñaba también, de manera provisional, el cargo de Virrey de la Nueva España. La convocatoria fue realizada el 10 de febrero de 1584 y sus trabajos dieron inicio el 20 de enero de 1585 con una solemne procesión por las calles de la ciudad de México. El Concilio cerró sus trabajos el 14 de septiembre del mismo año. Asistieron a él, además del señor Moya de Contreras, don fray Gómez Fernández de Córdoba, obispo de Guatemala; don fray Juan de Medina Rincón, obispo de Michoacán; don fray Diego Romano, obispo de Tlaxcala; don fray Gregorio Montalvo, obispo de Yucatán; don fray Domingo Arzola, obispo de Nueva Galicia, y don fray Bartolomé de Ledesma, que lo era de Oaxaca. El prelado de Chiapas, Fray Pedro de Feria OP al iniciar su camino a la ciudad de México se cayó de la mula en que cabalgaba y se rompió una pierna, por lo que no pudo continuar; sin embargo envió en su representación a un procurador. Las islas Filipinas, que en ese entonces eran dependientes del Virreinato de Nueva España, también debían participar, pero el obispo de Manila no pudo asistir en persona a causa de la distancia y por estar entendiendo asuntos de su diócesis; por ello nombró a dos representantes que asistieron en su nombre.
El Concilio contó además con personajes sobresalientes como el secretario, Juan de Salcedo; el teólogo personal del arzobispo Pedro de Ortigosa SJ, y diversos consultores y juristas como Fray Pedro de Pravia OP, fray Melchor de los Reyes OSA, Hernando Ortiz de Hinojosa y Juan de la Plaza SJ. Además se puede señalar una importante participación indirecta a través de los cuarenta y cuatro memoriales que el Concilio recibió y que fueron tenidos en cuenta en la redacción de los decretos, en cuyo inicio se dijo: “El Santo Concilio Provincial Mexicano, recta y canónicamente congregado en México, Metrópoli de la Nueva España de las Indias Occidentales del Mar Océano; para guardar y cumplir los estatutos de los sagrados cánones, y principalmente los decretos del Concilio General Tridentino; para la propagación de la fe católica y el aumento del culto divino, para la reforma del clero y del pueblo y, finalmente, para la común utilidad en lo espiritual y lo temporal de la Provincia mexicana poco ha engendrada en el Evangelio y acabada de nacer en Cristo Señor Nuestro.”
Los documentos del Tercer Concilio Provincial de México nos hacen conocer a los obispos como defensores de los derechos de los indios más que otros Sínodos. Ellos no han formulado decretos sobre este argumento, pero su actitud es clara en la carta que escribieron al rey Felipe II el 16 de octubre de 1585[56]. Se trata de dos problemas: de la cuestión de los Repartimientos y de la guerra contra los indios nómadas en la frontera del norte llamados Chichimecas.
Los Repartimientos
Los documentos usan dos expresiones: Repartimientos y encomiendas; éstas consisten en asignar fuerzas de trabajo de los Indios a los oficiales Españoles que tenían especiales méritos ó también para aumentar su salario. La disputa en torno a éste sistema colonial duró todo el siglo XVI. Con la esperanza de poder resolver la difícil cuestión, el arzobispo de México Pedro Moya de Contreras pidió parecer a las personas cultas y a los ordinarios religiosos. Para éste fin el Tercer Concilio Mexicano preparó el 2 de mayo de 1585 una serie de preguntas. Las respuestas de los Franciscanos fue exhaustiva. Ellos formularon tres pareceres, dos breves y uno largo, que constituye la más amplia explicación teológica del problema[57].
Ellos examinaron los múltiples aspectos del problema y consideraron también las objeciones que se pueden hacer, ya sea desde la filosofía o de las varias corrientes de la Teología. Ellos juntaron también la regla de oro: "Quod tibi vis, alteri facias. Quod tibi non vis, alteri non facias"[58].
Los Franciscanos afirmaron que la respuesta debe tener cuenta de la ley del amor hacia Dios y hacia el prójimo y por lo tanto no debe ofender la justicia. Los Franciscanos llegaron a la conclusión que se deben abolir los repartimientos porque son en sí mismos males: "quedando en pie los repartimientos se quedarán vestidos de sus abusos, cuanto más el acto moral (aunque desnudo de sus circunstancias) es en sí malo, vicioso y pernicioso porque es hacer en parte esclavos a los que Dios y la naturaleza hacen libres y exponerlos a peligro de aborrecer la fe”[59].
Todos los puntos de los pareceres de los Franciscanos se hallan también en el "parecer concorde" de todas las Ordenes y consultores sobre éstos repartimientos[60]. Esto es todavía más explícito afirmando: "Tenemos por cosa necesaria y obligación precisa bajo pena de pecado mortal a poner luego remedio en ello quien puede, y pues estos repartimientos no están hechos con orden ni cédula del Rey sino por los vice-rey y gobernadores, el gobernador puede y debe quitar éstos repartimientos"[61].
Los obispos tomaron en consideración si se debían condenar los abusos de los repartimientos por un decreto conciliar. A pesar de que una tal decisión no fue tomada, su opinión se conoce claramente por la carta común al Rey Felipe II del 16 de octubre de 1585[62]. En ésta presentan abiertamente los abusos de los repartimientos, especialmente las injusticias cometidas. Del Rey Felipe II esperaron un remedio eficaz para quitar los inconvenientes. Se debe considerar un gran mérito del III Concilio de México el haber revelado los abusos de tal sistema.
La guerra contra los Chichimecas
Los Indios de la frontera del norte de México llamados Chichimecas, hicieron con frecuencia incursiones con las cuales causaron grandes daños; también durante las sesiones del III Concilio habían atacado de nuevo a los colonos. Por eso al Concilio fue dirigida una petición del Dr. Hernández de Robles, de si era posible proceder contra tales enemigos con una guerra a fuego y sangre.[63]
Fue en modo particular la influencia del obispo Juan Medina Rincón en preparar una respuesta al problema. Ya el 4 de marzo de 1584, Medina Rincón escribió a Felipe II una extensa relación sobre su diócesis y particularmente sobre la cuestión de los Chichimecas[64].Varias personas de la audiencia intentaron resolver el problema con expediciones punitivas, pero no pudieron capturar los agresores. "La propuesta de paz no fue siempre sincera, porque en ciertas ocasiones, se tomaban prisioneros inocentes, ni se hacía distinción entre mujeres y niños"[65].
Como única solución posible Medina Rincón propone la colonización pacífica de los territorios de la frontera del norte. Tal propuesta la hacían suya los Franciscanos, que escribieron un parecer sobre ésta materia para el III Concilio Provincial[66]. Los obispos del III Concilio Mexicano, discutieron la cuestión de la guerra en la sesión del 31 de julio de 1585. Las discusiones orales sirvieron para cristalizar sus posiciones[67], que explican en la carta del Rey el 16 de octubre de 1585. "En ella se formula una condenación contra los españoles en cuanto que fueron los causantes de la guerra. Los obispos se hacen portavoces de la justicia en favor de los indios; por eso, a la carta de los obispos se le ha considerado como un punto culminante en la historia de la Iglesia del nuevo mundo"[68].
Los obispos del Tercer Concilio Mexicano, proponen la solución que indicó Medina Rincón, es decir, poblar la región con españoles e Indios, los cuales deberían vivir juntos y pacíficamente en los mismos territorios."Solicitan también que la región fuera exenta temporáneamente de los gravámenes de los impuestos. Los gastos que se hacían por la guerra, deberían hacerse en favor de las poblaciones. Con tal propuesta los obispos preveían la conversión de los indios, ya que así se realizaría en paz y concordia"[69].
Conclusión.
En los concilios provinciales Hispanoamericanos encontramos obispos que se muestran pastores vigilantes y celosos conforme al ideal Tridentino. Ellos han estado solícitos por la uniformidad en la Doctrina Cristiana. Ellos consideraron la predicación como el más alto deber al cuál los obispos no deben renunciar. La composición del catecismo de Lima fue un gran mérito y un gran instrumento de la enseñanza católica para algunos siglos. El Sermonario ayudó a los sacerdotes para las homilías en forma de catequesis. Los concilios prohibieron toda lengua extraña como instrumento directo de evangelización y la imposición de las lenguas Indígenas"[70].
Para obtener la disciplina eclesiástica, las penas de los obispos fueron a veces severas. La congregación Romana del concilio suavizó algunas penas propuestas de los obispos como fue el caso en la revisión del III Concilio Provincial Mexicano[71]. El rigor de las penas se puede también notar en el combate contra la idolatría[72]. Pero se debe también ver en el contexto del tiempo, en cual se aplicaban las penas con una más grande facilidad; se hace también uso del brazo secular. Una más grande atención al desarrollo de un clero autóctono hubiera facilitado y favorecido el crecimiento de una Iglesia indígena. Se necesita tener en mente que la educación en la fe constituye un proceso largo, que requiere paciencia y firmeza, el cual no se calcula con resultados inmediatos. En los Concilios Provinciales encontramos obispos solícitos en la defensa de los derechos fundamentales de los indios.
El caso más evidente de una tal actitud son los obispos del III Concilio Provincial Mexicano. En San Toribio Alonso de Mogrovejo, apóstol de Sur-América, se encarna el ideal del obispo según el Concilio de Trento, como pastor que visita la grandísima Arquidiócesis en tres visitas generales, que corresponden a los tres Concilios Provinciales. Santo Toribio administra el bautismo, la confirmación, celebra la misa y sobre todo, es predicador como nos lo dice Sancho Dávila, el arzobispo "se levantó, celebró la misa y predicó a los indios su acostumbrada homilía dominical en lengua indígena, con tanto fervor y agradable cara..., como si por él no hubiera pasado cosa alguna".
Notas
- ↑ Como ningún pueblo prehispánico alcanzó la escritura fonética, y sólo los mayas la jeroglífica, los misioneros tuvieron que recurrir a la escritura pictográfica.
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- ↑ García Icazbalceta, Fra Giovanni di Zumárraga, pp. 517 s. - C. Gutiérrez Vega, Las Primeras Juntas, pp. 265 s.
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- ↑ El texto en Vargas Ugarte R, Concilios Limenses (1551-1572), II Lima 1952, pp. 139-148. Cf. J. Dammert Bellido, La legislación indigenista del arzobispo Loaysa, en: Revista Teólogica Limense 10 (1976) 215-218.
- ↑ Vargas Ugarte, Concilios Limenses, I, p. 143.
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- ↑ Lorenzana, Concilios Provinciales I, p. 147. - R. Vargas Ugarte, Concilios Limenses III, p. 30.
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- ↑ Vargas Ugarte, Concilios Limenses I, pp. 1165.
- ↑ Vargas Ugarte, Concilios Limenses I, p. 150. - Cf. J. Villegas, Aplicación de Trento en Hispanoamérica, 1564-1600. Provincia eclesiástica del Perú, Montevideo 1975.
- ↑ Vargas Ugarte, Concilios Limenses I, p. 150.
- ↑ Vargas Ugarte, Concilios Limenses I, p. 147.
- ↑ Vargas Ugarte, Concilios Limenses I, p. 24.
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- ↑ Cf. Duviols P, La lutte contre les religions autochtones dans le Pérou colonial. L'extirpation de l'idolâtrie, entre 1532 et 1660, Lima (1971). - Como método para la cristianización de los indios, "la destrucción violenta de sus simulacros se presta también a ciertas reservas. Ya Las Casas y Acosta las intuyeron. Este modo de proceder, en opinión de ambos, más que atraer a los indios al cristianismo era apto para hacer que lo aborreciesen". - Borges P, Métodos Misionales en la Cristianización de América. Siglo XVI, Madrid 1960, p. 284.
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WILLI HENKEL, O.M.I. / JUAN LOUVIER CALDERÓN