YUCATÁN. Problemáticas en su evangelización

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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=Organización de la diócesis yucateca

La organización de la diócesis yucateca no fue fácil. Ante todo, pronto surgieron los crónicos problemas de las relaciones entre obispos y religiosos por las doctrinas. Además, la escasez del clero secular se debía también a la falta de un colegio-seminario para la formación de dicho clero como dispondrá el Concilio de Trento y que hasta mediados del siglo XVIII no será fundado. Otro elemento importante fue la escasa componente poblacional hispano-criolla, que para mediados del siglo XVII apenas llegaría a 65.000. Ello limitaba el establecimiento de parroquias y el reclutamiento de vocaciones que en gran medida solían proceder de aquel núcleo social.

La mayoría de la población estaba compuesta de indígenas mayas, por lo que la asistencia pastoral estuvo constituida fundamentalmente por las «doctrinas de indios». Parroquias en el sentido literal del término, administradas por los clérigos seculares se tuvieron solamente en las ciudades de españoles de Campeche, Mérida, Valladolid y Salamanca de Bacalar. Ello constituyó un grave límite en la evangelización que hoy se llamaría globalmente «inculturada» de la fe en todas las dimensiones de la vida. Esto explica también la sobrevivencia de muchos cultos idolátricos antiguos y la lucha tenaz de los frailes para combatir la idolatría.

Sin embargo, el clero secular no sólo administró parroquias de españoles y criollos. Desde el siglo XVI, debido a la escasez de franciscanos, varios pueblos de indios estuvieron bajo el cuidado de clérigos. Durante el gobierno del primer obispo, Fray Francisco de Toral, los frailes le entregaron el cuidado de 10 pueblos, entre los que se encontraban Chancenote, Sacalac, Sotuta, Hocaba, Homun, Tahnab, Champotón y Tichel, motivo posterior de un largo pleito que duró cerca de un siglo. Para 1639 había 11 doctrinas en manos de los clérigos. A los pueblos anteriores del siglo XVI habría que añadir los de Tixkokob, Hoctun, Yaxcaba, Petu, Ichmul, Tixhotzuc y Cozumel. En cambio, no aparecen en esta lista del XVII los de Champotón, Homun, Hocaba y Tahnab; los tres primeros, porque habían vuelto a la administración de los franciscanos, y el último quizá porque había desaparecido. En total, por medio de estas 11 doctrinas, los clérigos administraban 61 pueblos con un total de 25.571 personas, incluyendo los indígenas de las ciudades de Campeche, Mérida y Valladolid. Los franciscanos, por su parte, para ese mismo año de 1639 administraban 35 doctrinas con un total de 142 pueblos en los que atendían a 98.679 personas, contando los indígenas de las ciudades hispano-criollas arriba mencionadas. Esto significaba que más del 79% de la población indígena era atendida por los franciscanos. Esta situación empieza a cambiar desde fines del siglo XVII al pasar, primero gradualmente y luego, desde mediados del XVIII, de una forma más acelerada, doctrinas de los franciscanos a manos del clero secular. Tocó esta ingrata tarea en el siglo XVII al obispo Juan Escalante de Turcios y Mendoza (1677-1681) y en el XVIII al agustino Fray Ignacio Padilla (1753-1762). A lo largo de las polémicas que este asunto creó, se lanzaron un buen número de acusaciones contra los religiosos doctrineros, principalmente por abuso de servicios y tributos de los indios de las doctrinas. Instituciones educativas-pastoral-misioneras y religiosas La extensa diócesis de Yucatán contó con muy escasos recursos económicos y además, dado su aislamiento geográfico y lejanía de los centros neurálgicos de la Nueva España, sufrió las lamentables consecuencias de una discriminación debida a estas circunstancias. Sin embargo, ello no impidió que bien pronto en Yucatán la Iglesia y las Instituciones civiles creasen algunas instituciones de carácter cultural y promocional. Así en 1618 los jesuitas, fundan en la ciudad de Mérida un colegio, que al menos por diez años (1621-1631) tuvo cátedras de artes y teología, pudiendo dar grados; luego se reducirán a cátedras de moral y gramática hasta mediados del siglo XVII, para regresar de nuevo hacia finales del siglo a tener cátedras de filosofía y teología. Hasta la fundación del seminario conciliar diocesano aquí se formó gran parte del clero yucateco. Por su parte los franciscanos tuvieron en su convento de San Francisco de Mérida una casa de estudios con tres lectores de teología y uno de filosofía y en la que se prepararon varios clérigos seculares. En cuanto a los conventos religiosos femeninos, en 1596 las concepcionistas fundaron en Mérida uno, que a pesar de la penuria que sufría mantuvo un promedio de 40 monjas profesas hasta finales del XVII. Las ciudades de Mérida como las de Valladolid y Campeche contaron con un hospital. El de Mérida fue fundado tempranamente por los vecinos. En 1625 se encargó su administración a los religiosos de San Juan de Dios. El de Valladolid, levantado también por los vecinos, mucho más modesto que el de Mérida hacia mediados del siglo XVII tenía rentas sólo para cuatro camas reservadas para pobres y enfermos. El de Campeche fue fundado por los religiosos de San Juan de Dios al establecer su convento en la ciudad en 1626. Problemas en la vida cristiana Los colonos españoles instalados en Yucatán, según el método usual en el sistema de las colonizaciones españolas en América, según iban asentándose en el territorio iban fundando poblaciones. Así en Yucatán las primeras fueron: Mérida, Valladolid, Campeche y Salamanca de Bacalar, con la instauración de las «cartas» de fundación de estas “pueblas y con los organismos administrativos y jurídicos contempladas por las mismas”.

Fueron una réplica del modo de vivir cristiano de las ciudades españolas de los Reinos de León-Castilla, reflejando los modelos en funcionamiento en Andalucía y Extremadura, con sus trazados urbanos, sus templos sólidos y suntuosos, con la creación de cofradías que respondían no sólo a las antiguas o añejas devociones cristianas de aquellos reinos como las del: Santísimo Sacramento, Jesús Nazareno, Santa Vera Cruz, Soledad de la Madre de Dios, sino también que respondían a las necesidades concretas de las nuevas poblaciones y de los gremios, -que también siguiendo el ejemplo medieval español- iban surgiendo.

Los problemas que desde el aspecto de la evangelización se planteó desde los comienzos fue el de responder a las necesidades del milenario mundo cultural maya, respetando sus exigencias y sus valores religiosos, sin menosprecio de los mismos, y al mismo tiempo aprovechando sus aspectos religiosos. Los misioneros caían inexpertos en un mundo totalmente nuevo para ellos, lo que les llevará con frecuencia a malentendidos, interpretaciones equivocadas o parciales, y como consecuencia a actuaciones de rígida intolerancia a manifestaciones consideradas inaceptables aún a la simple razón natural.

Además, la clara inadecuada asistencia pastoral de frailes y doctrineros, pocos en número y con frecuencia con una escasa preparación doctrinal y humanística, en un campo sumamente vasto y cultural y religiosamente tan novedoso para todos, llevó con harta frecuencia a descuidos, intolerancias y poca o escasa atención pastoral. Además, dada aquella escasez de curas evangelizadores los franciscanos debían recurrir a España para el envío de nuevos frailes. Y cómo estos no llegaban ni en número suficiente ni con la debida preparación cultural exigida que requería tiempo, aprendizaje (de lengua y cultura) mermaba crudamente su eficacia pastoral.

El mismo aislamiento de las poblaciones indígenas mayas, la situación del sistema de las encomiendas que fue pertinazmente mantenido hasta el siglo XVII, fueron factores ayudan a comprender las dificultades de la cristianización de los pueblos indígenas de Yucatán. De hecho, una elemental vida cristiana rudimental se vivía a duras penas alrededor de los conventos, pero con enormes dificultades para ir calando en la vida diaria, en las tradiciones y costumbres y en la misma vida civil.

Además, como los oficiales mayas de los pueblos (alcaldes, regidores aguaciles, fiscales) pertenecían a los mismos pueblos, difícilmente se podía pretender cambios sustanciales no sólo en el modo de llevar adelante las correspondientes funciones de cada cargo, sino también en la mentalidad cultural de fondo que permeaba las concepciones de todos. Con la particularidad que eran estos diversos cargos los que estaban encargados de la enseñanza rudimental de la fe y tradiciones cristianas.

Según el sistema común a lo largo de la geografía política hispana, las poblaciones constituidas estaban divididas en barrios, bajo el patronazgo de un Misterio cristiano, de la Virgen o de un santo, con las correspondientes cofradías y fiestas patronales que aglutinaban a su alrededor las actividades religiosas y civiles a lo largo del año, con frecuencia en vistas a la celebración de la fiesta principal. En cada barrio o lugar había un indio «principal», que era como «mayordomo» de la cofradía o del pueblo que coordinaba los asuntos de cada una de ellas.

Ellos ejercían en la práctica de lo que se podría hoy llamar de «sacristanes», «catequistas sui generis», encargados de preocuparse de los problemas de la comunidad, de dar noticia al doctrinero sobre los casos de enfermos para los sacramentos, de organizar las fiestas del santo patrón, de preparar las ceremonias y cantos, enseñar los rudimentos de la doctrina cristiana, - a la que los niños estaban obligados a asistir diariamente, excepto los sábados, y los adultos los domingos y días de fiesta -, y vigilar por su recto entendimiento y práctica, corrigiendo o señalando al fraile doctrinero los excesos o las caídas en prácticas idolátricas o supersticiosas (fiscales o aguaciles de doctrina).

En este sistema de vida cristiana organizada tenían especial relevancia las cofradías, entre las que destacan las de la Virgen María. La vida religiosa cristiana de los pueblos tiene en ellas su sostén, con sus celebraciones dominicales y con las importantes del calendario litúrgico, y con agrupaciones corales prácticas de músicos y danzantes, que tienen un papel fundamental en todas las celebraciones festivas de las mismas, como todavía hoy día se puede ver. En torno a las mismas se levantan capillas, de la misma manera que las capillas corales, que solemnizaban las celebraciones litúrgicas de los domingos y días festivos.

Todo este cuadro requirió la formación de músicos, la instauración de órganos en conventos e iglesias, - que como se puede ver hoy día constituyen verdaderos tesoros artesanales, a veces primorosamente construidos, a pesar de su sencillez -. Y cómo es lógico ello exigía también la preparación de maestros para enseñar la lectura, la escritura y el canto. Además, según el desarrollo habitacional de cada población, en los pueblos, llamados «de visita» (donde no residía un doctrinero o fraile permanente), y en los que no se podía disponer de un órgano, se tenían flautas de diversas voces y a veces trompetas y chirimías. La música coral e instrumental juntamente con las danzas coloridas forman parte hasta hoy de este muy rico entramado cultural religioso, no sólo yucateco sino de todo el mundo mesoamericano.

Todas estas actividades comportaban también la implicación de un número relevante de indígenas mayas en todas las actividades de la evangelización, no sólo como pasivos receptores de la misma sino también como actores: en el servicio de los conventos, como sacristanes, fiscales y demás oficios, como trabajadores sin los cuales la compleja organización misional no habría podido sostenerse en absoluto. Otro aspecto fundamental fue el económico: adquisición de los terrenos para edificar conventos e iglesias, construcción de obras que hoy son la admiración de todo el mundo, mantenimiento de las mismas, compra de los utensilios del culto, con frecuencia de notable valor artístico (orfebrería, pintura, escultura, y que dada la situación de Yucatán, tenían que venir de fuera: Guatemala, España o México), pago de impuestos a la Corona.

Todos estos aspectos no siempre eran pacíficos y ello explica los muchos conflictos de los frailes con los colonos, las autoridades civiles y las eclesiásticas, interesadas también en el servicio y tributos de los indígenas. Ello explica porque los indígenas trataban de vivir fuera de los pueblos, para librarse de los servicios, del control del doctrinero, y del pago de impuestos. Todos estos aspectos quedan reflejados en los numerosos documentos de la época, conservados en el AGI de Sevilla.

Sincretismo y vida cristiana

Uno de los problemas más graves de la evangelización en Iberoamérica fue el de la presencia de las tradiciones religiosas ancestrales entre los indígenas bautizados. Lo que indica a las claras cómo las conversiones masivas no siempre fueron acompañadas de una evangelización adecuada. Entre los aspectos que perduraron, trasmitiéndose de padres a hijos, estuvo el de las idolatrías, en sus comienzos en sus formas más vistosas y arraigadas de las religiones ancestrales, y luego en las mil formas de supersticiones y hechicerías.

Estos problemas fueron vivísimos entre los mayas, por las razones ya indicadas y no siempre los misioneros supieron acercarse al problema en manera apropiada. El caso ya referido del franciscano Fray Diego de Landa y de otros como el del obispo agustino Fray Gonzalo de Salazar (1608-1638), de quien se dice que llegó a recoger y destruir 20.000 ídolos, son ejemplos paradigmáticos de tal proceder. Estos casos, relacionados con la supervivencia actual de varias costumbres de la religión maya, han hecho que historiadores y etnógrafos lleguen a cuestionarse sobre la realidad de la vivencia por estos pueblos mayas del cristianismo.

Sin embargo, en una aproximación histórica a esta problemática, no siempre antropólogos e historiadores lo hacen con criterios objetivamente adecuados y teniendo en cuenta todos los factores en curso. La historia del cristianismo es una historia continua de fenómenos de este estilo a la hora del encuentro del mismo con las culturas, expresiones y sentimientos de los pueblos con los que se iba encontrando. Se debe observar, que, si por una parte los métodos antropológicos e históricos de hoy día exigen rigor científico, por otra parte, se debe tener en cuenta también los tiempos de la evangelización en sus diversos ángulos y circunstancias; lo incompleto y fragmentario de los testimonios que tenemos para analizar un hecho tan complejo.

La supervivencia de antiguas prácticas religiosas en el cristianismo no es un hecho privativo ni de Yucatán ni de México. Refiriéndonos al caso maya en concreto, ya en el siglo XVII un profundo conocedor de las «idolatrías» de Yucatán, el doctor Pedro Sánchez de Aguilar, cura de Chancenote, después de haber vivido cerca de veinte años en el virreinato de Perú como canónigo de la catedral de Charcas e inquisidor en Lima, escribía en la introducción a su «Informe contra idolorum cultores del obispado de Yucatán», publicado en Madrid en 1613: “[Doy] gracias a Nuestro Señor viendo que las idolatrías destos Reynos del Pirú son más perjudiciales y de muchas y más raíces que las de Yucatán”. Sánchez de Aguilar no conoció otras prácticas «idolátricas» de países europeos, como las de los alemanes y eslavos de la época medieval, que le hubieran ayudado a comprender mejor la situación de Yucatán.

Continúa observando Morales Valero: “Desde luego, no se pueden minimizar los serios obstáculos a la enseñanza cristiana que encontró el misionero en el profundo arraigo del maya en su antigua religión. Pero, por otra parte, tampoco podemos concluir, a base de las raras combinaciones de la religión cristiana con la maya que aún hoy se ven en algunos pueblos, que el indígena nunca entendió la enseñanza del misionero. Es básico, ante todo, constatar bien lo extendidas que son tales mezclas religiosas. El hecho obvio es que mientras más occidentalizados están los pueblos menos reminiscencias de la antigua religión muestran. En relación con las que aún hoy se ven en pueblos más aislados, bien vale la pena tener en consideración las nuevas direcciones que están tomando algunos estudios etnográficos, en los que se nos indica que, más que un rechazo total o sobreposición ignorante del cristianismo, es una asimilación de éste en diversos niveles. En un primer nivel estarían las relaciones del individuo con el cosmos o fuerzas de la naturaleza, en el que tanto el español del siglo XVI como el indio maya recurren a potencias divinas para controlarlas. Este nivel parece el más difícil de penetrar y en el que, aun en la actualidad, varios mayas mantienen su visión cosmológica antigua. Un segundo nivel podría ser el de colectividad, pueblo o parroquia, en el que prevalecieron los símbolos cristianos, pero a veces con un sentido localista, como identificación de la comunidad o pueblo, no como parte de una pertenencia más universal y católica. Este último nivel, universal, católico, sería el que resultaría más difícil de alcanzar sin una plena occidentalización”. Concluye el historiador Morales Valero su exposición sobre la Iglesia en Yucatán ofreciendo una acertada síntesis de la situación desde el siglo XVIII hasta 1821 cuando se consumó la Independencia: “Hacia mediados del siglo XVIII, la Iglesia de Yucatán daba la impresión, si no de gozar de una próspera situación, que nunca la tuvo, sí al menos de estar firmemente establecida. Contaba con instituciones apropiadas para atender las necesidades espirituales y religiosas de sus fieles; el clero religioso, y sobre todo el secular, daba señales de aumento; las comunidades indígenas, aun conservando su lengua, usos y costumbres, parecían bien integradas dentro del sistema colonial.

La segunda mitad del siglo fue un período de cambios que, bajo la inspiración de la Ilustración, intentaban modernizar el sistema colonial, incluyendo varias instituciones eclesiásticas. Los obispos de Yucatán, más cautos que los de otras diócesis de la Nueva España, aceptaron lo que les pareció imposible de rechazar como, por ejemplo, el decreto de la expulsión de los jesuitas, pero trataron de contener innovaciones que consideraban que no se ajustaban a la realidad eclesial de Yucatán. Así, resulta interesante notar que, después de haber peleado tanto los obispos por la secularización de las doctrinas, cuando se empezó a implementar el decreto de 1753, al darse cuenta de lo difícil que era para los clérigos atender a todos los pueblos indígenas que tenían los franciscanos, se interpuso una petición de parte del obispo dominico Fray Antonio Alcalde (1761-1771) para mediatizar la secularización. En esta forma, los franciscanos se quedarán con 20 doctrinas en pueblos indígenas a partir de 1766.

Pero encontramos en este período también obispos ilustrados y reformadores. Probablemente el mejor ejemplo de ellos sea Luis de Piña y Mazo (1776-1795), interesado por los altos estudios eclesiásticos en su diócesis y por introducir nuevos programas en los seminarios. En 1778 alcanzó de Carlos III el derecho de que el seminario de Yucatán fuera elevado al rango de universidad. Sus reformas en la administración eclesiástica incluyeron la amortización de los bienes inmuebles de varias cofradías de pueblos de indios. Se empeñó además en imponer la enseñanza del castellano en las escuelas parroquiales, prohibiendo el uso del maya en las mismas.

Un afán de esta naturaleza por las nuevas ideas tenía sus límites. El último obispo del período colonial, Pedro Agustín Estévez y Ugarte (1797-1827), experimentaría las extremadas consecuencias del reformismo ilustrado: la independencia de España y la reforma liberal. Pese a todos sus esfuerzos por evitar que el golpe de las ideas liberales de las Cortes de Cádiz y de sus propios fieles destruyesen las instituciones que habían sido el sostén de la iglesia yucateca (doctrinas, Órdenes religiosas, seminario y escuelas parroquiales), no lo logró. En febrero de 1821, unos meses antes de que llegase a Yucatán la noticia de la independencia de México bajo las ideas moderadas de Agustín de Iturbide, se llevaba a cabo en su diócesis la aplicación de las leyes liberales de las Cortes españolas de 1820 y se suprimían las Órdenes religiosas, conventos y monasterios.

La Iglesia yucateca se incorporaba al México independiente en una forma mucho más precaria que la que había tenido durante el período hispánico”.

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