VICARIATO APOSTÓLICO DEL URUGUAY

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El 14 de agosto de 1832 el Papa Gregorio XIV designó al Pbro. Dámaso Antonio Larrañaga vicario apostólico interino de la República Oriental del Uruguay, aunque sin carácter episcopal. El documento pontificio señalaba que “para que la otra parte de la diócesis, que está sujeta al Gobierno de Montevideo o sea República Oriental del Uruguay como la denominan, no esté destituida de Pastor, hemos pensado elegir algún varón recomendado por su integridad, doctrina y prudencia, que desempeñe en aquella parte de la diócesis, funciones de Vicario Apostólico …”.[1]La decisión papal respondía, al menos en forma transitoria, a un reclamo reiterado por parte de los habitantes de esta región respecto a la necesidad de contar con una autoridad eclesiástica propia, independiente de la diócesis de Buenos Aires.

Antecedentes

El reclamo de los orientales sobre la autonomía eclesiástica respecto del obispado de Buenos Aires, fundado en julio de 1547 por el Papa Paulo III, comenzó a radicalizarse a partir de 1804. A comienzo de octubre de ese año, como había sido práctica habitual de los obispos, arribó a Montevideo el entonces obispo Fray Benito Lué y Riega, quien permaneció en territorio oriental hasta el 15 del mismo mes. Dicha visita no fue evaluada en forma positiva por los orientales y produjo un fuerte rechazo de éstos hacia su persona. Entre los motivos del descontento destacaban que “había gravado a los curas de aquellos miserables curatos con su manutención y la de su familia y a los labradores con el uso que hacía de sus caballerías para transportarse a Montevideo”. Además, señalaban aspectos “privativos o peculiares”[2]del obispo que habían determinado el reclamo de su remoción.[3]

En 1808, a partir del saldo negativo dejado por la visita del obispo, el síndico procurador de Montevideo, Bernardo Suárez, elevó una carta dirigida al la junta de gobierno español en la que le solicitaba a texto expreso la conformación de un obispado, separado del de Buenos Aires, “en vista a que los diezmos de esta Banda eran suficientes para que en esta ciudad (Montevideo) tuviese su silla el nuevo Obispado, sin gravar en nada a la Real Hacienda …[4]

Dicha solicitud volvió a presentarse ante la autoridad española en 1810. El documento, redactado en esta oportunidad por el cabildo de Montevideo, retomaba los reclamos realizados en 1808 así como reiteraba las fuertes críticas al obispo Benito Lué y Riega. Se solicitaba una vez más que se removiera del cargo al obispo y se erigiera un obispado separado del de Buenos Aires, en Montevideo. A pesar de los esfuerzos realizados, la petición no pudo ser tramitada debido al inicio del proceso revolucionario que condujo a estos territorios hacia la independencia.

Sin embargo la creciente inestabilidad política y social no enfrió los ánimos en cuanto a los reclamos de independencia eclesiástica, ya que otro episodio sumó nuevas razones. En 1812, habiendo recibido acusaciones de ser “realista”, falleció el controvertido obispo de Buenos Aires Fray Benito Lué y Riega. Esta situación determinó que la diócesis quedara en situación de vacante hasta el 7 de octubre de 1829, cuando el Papa Pío VII designó a Mariano Medrano nuevo obispo. El vacío ocasionado por la desaparición del prelado fue ocupado, para algunas acciones, por el cabildo eclesiástico en sede vacante de Buenos Aires, representado en la persona de José León Planchón.

El territorio de la Banda Oriental, luego Provincia Oriental, había logrado un escaso desarrollo a lo largo del período colonial, sin embargo el suficiente para que se viera la necesidad cada vez más imperiosa de contar con una organización eclesiástica propia, independiente de la de Buenos Aires. Estas aspiraciones encontraron eco en los reclamos políticos, particularmente durante el período artiguista.

El período comprendido entre la muerte del obispo Lué y Riega (1812) y la conformación del vicariato apostólico de Montevideo (1832), fue significativo en cuanto a la consolidación de las aspiraciones concretas que se tenían en la Provincia Oriental sobre la autonomía religiosa respecto de la capital vecina. En este sentido, durante este lapso, el futuro primer vicario comenzó a obtener atribuciones propias de una autoridad eclesiástica, nunca antes obtenida por ningún cura local. En ese sentido, el 28 de abril de 1815, el gobernador de la diócesis de Buenos Aires, el mencionado Planchón, designó a Dámaso Antonio Larrañaga cura y vicario interino de Montevideo (en sustitución del difunto Juan José Ortiz).

Rápidamente se fueron concediendo a Larrañaga importantes atribuciones. José Gervasio Artigas intercedió para que se le confirieran estas facultades. Entre otras, el caudillo solicitó “poder dispensar de los impedimentos matrimoniales de consanguinidad, afinidad, etc., otorgar licencias para celebrar, predicar, confesar a los presbíteros de ambos cleros, tratar en las causas y asuntos que le correspondan a los vicarios capitulares, y poder nombrar en caso de ausencia y enfermedad, ad tempus, un juez sustituto eclesiástico”.[5]Estas prerrogativas, que fueron autorizadas por Planchón, fueron paulatinamente consolidando la autoridad de Larrañaga sobre los fieles católicos y posicionándolo como la primera figura de la Iglesia de la Provincia Oriental, incluso bajo la dominación luso brasileña (1816-1820).

En este proceso previo a la conformación del Vicariato Apostólico de Montevideo, se destacó la visita en diciembre de 1824, del arzobispo de Filipos in partibus infidelium, Juan Muzi, quien llegó acompañado de su secretario Juan María Mastai Ferreti, futuro Pío IX. Esta visita fue la segunda que recibió el territorio de la Provincia Oriental, luego de aquella tan criticada del obispo Lué y Riega en 1804. La estadía de Muzi fue trascendental, pues el entonces vicario interino Larrañaga pudo explicarle, en forma personal, la situación eclesiástica y la suya propia.

No faltaron los pedidos de designación de un obispo, a pesar de no tener Muzi las facultades para hacerlo, aunque se comprometió a elevar el pedido al Papa. También ratificó todas las facultades otorgadas a Larrañaga en 1815 por Planchón, además de designarlo “delegado apostólico investido de todas las facultades propias de los vicarios capitulares en sede vacante”. De esta forma quedaba equiparado en sus funciones con las que ejercía el provisor del obispado en sede vacante en Buenos Aires. Estas medias fueron ratificadas por León XII y luego por Gregorio XVI.

Bajo el período de la república, a partir de 1830, continuaron las negociaciones por la total independencia eclesiástica. Para entonces ya había sido designado el nuevo obispo de la diócesis de Buenos Aires, Mariano Medrano, quien apoyó la formación de una nueva diócesis en el Uruguay. Su posición favorable fue definitiva para que el 14 de agosto de 1832, el papa León XII designara a Dámaso Antonio Larrañaga primer vicario apostólico interino de la República Oriental del Uruguay.

El Vicariato Apostólico

La designación de Larrañaga como vicario apostólico interino fue paulatinamente complementada con otras decisiones que fueron confiriéndole al titular amplias funciones. En 1836 se le dio la potestad de la confirmación, a pesar de que solo los obispos tenían esta facultad y, en 1837, fue nombrado prenotario apostólico.[6]El nuncio en Río de Janeiro, Mons. Escipión Domingo Fabbrini, arzobispo de Tarso, responsable del nombramiento, le señaló al mismo Larrañaga que “aunque no lleves el hábito y el roquete puedas no obstante por el tenor de los presentes usar, gozar, y disfrutar del mismo modo todos y cada uno de los honores, privilegios, prerrogativas, concesiones, favores, preeminencias, gracias, exenciones de que otros notarios de la Santa Sede llamados Prenotarios, tanto de derecho como de costumbre o de cualquier otro modo usan, gozan, pueden y podrán en el futuro usar, gozar y disfrutar”.[7]

El período de actuación de los vicarios apostólicos, hasta la erección del obispado en 1878, estuvo marcado por los acontecimientos políticos vividos por el país, caracterizados, en términos generales, por la inestabilidad y la guerra. Desde el punto de vista eclesiástico, se sumaron además problemas derivados de la situación interna de la propia iglesia y aquellos relacionados con el ejercicio del Patronato Real. Se designó así al conjunto de potestades otorgadas por el Papa a los reyes de España y Portugal, a cambio de apoyo para la evangelización.

Dichas concesiones constituyeron el “signo jurídico de la implantación de la cristiandad en Indias”[8], el vínculo más claro entre la corona y la Iglesia Católica. Al desaparecer la monarquía en América dicho vínculo no podía sostenerse bajo los gobiernos republicanos independientes, por lo que se consideró que esas potestades debían ser heredadas por el Estado. En el caso particular del Uruguay dicha situación generó roces entre éste y la Iglesia, que se fueron radicalizando a medida que las corrientes de la masonería, el liberalismo, el racionalismo y el positivismo, fueron alcanzando a la clase política e intelectual del país.

Con respecto a los problemas que tuvieron que enfrentar los sucesivos vicarios apostólicos, derivados de la situación interna de la iglesia nacional, cabe destacar aquellos vinculados con la estructura jerárquica, es decir la ausencia de la figura del obispo, subsanada temporariamente por la del vicario; la situación de clero que conformaba un escaso número de sacerdotes; la situación educativa, marcada, entre otras debilidades, por la expulsión de los jesuitas en 1859. Dicha expulsión se hizo efectiva a partir del decreto del presidente Gabriel Pereira del 26 de enero de 1859, que fue derogado en 1865.

Con respecto a los conflictos derivados del ejercicio del patronato, es importante destacar que los mismos se fueron radicalizando a medida que permeaban en el país corrientes de pensamiento anticlericales que cuestionaban el cristianismo y en particular a la Iglesia católica. Este proceso se verificó en el marco de una auténtica pugna entre la Iglesia y el Estado por la construcción y ocupación de lugares sociales, pugna que por momentos reflejó una verdadera disputa abierta y exacerbada, por momentos mayor normalidad y relativa distensión.

En ese enfrentamiento, los actores que reclamaban la representación de la «modernidad», el espacio y la función de la Iglesia debían quedar relegados a ocuparse de las «almas» afincadas en ese territorio también emergente de lo «privado». Lo «público», en cambio, comenzaba a ser una dimensión social crecientemente monopolizada por el Estado y ajena -al menos parcial y mayoritariamente- de las expresiones religiosas. En este contexto la secularización formó parte de ese impulso estatista, en el sentido de que sus principales promotores privilegiaron las vías institucionales y políticas para la concreción de sus ideas.

En este contexto de enfrentamientos, merecen destacarse varios episodios que tuvieron, de parte de la Iglesia, al vicario Jacinto Vera como su principal contendiente. En 1861 el cura de la localidad de San José le negó sepultura al médico Enrique Jacobsen por tratarse de “un protestante y masón”. Este episodio dio lugar al decreto del Poder Ejecutivo del 18 de abril de 1861, bajo la presidencia de Bernardo Berro, denominado de «secularización de cementerios». También este episodio generó nuevas conflictos con la autoridad, que cuestionaban en el fondo el concepto de Patronato. El vicario Jacinto Vera había destituido al párroco de la Matriz, Presbítero Juan José Brid, quien había asumido una posición favorable al entierro de Jacobsen en el recinto confesional. Esta decisión del vicario fue interpretada, por el gobierno, como una violación al derecho de Patronato, entendido por aquél como una potestad suya y no de la Iglesia.

El conflicto se profundizó aún más cuando Jacinto Vera mantuvo su postura de rebeldía frente a las decisiones del gobierno. El Poder Ejecutivo dictó un decreto por el cual se dejaba sin efecto el Breve Pontificio que lo nombraba vicario. A pesar de ello Vera continuó ejerciendo sus funciones. Pero la medida más radical fue la del decreto del Poder Ejecutivo del 7 de octubre de 1862, por el cual se declaraba acéfala la Iglesia Nacional a la vez que ordenaba el destierro del vicario Jacinto Vera. Dicha medida fue levantada casi un año después.

El 16 de julio de 1865, en un contexto político que forzaba al presidente de la República a acercarse a la Iglesia, el Papa Pío IX consagró al vicario apostólico, Pbro. Jacinto Vera, obispo titular de Megara in partibus infidelium. Esta disposición jerarquizó a la Iglesia como institución, a la vez que la dotó de renovados poderes para hacer frente a los embates secularizadores y anticlericales. Vera todavía no era obispo de Uruguay, pero podía desempeñar funciones episcopales e incluso asistió en calidad de tal al Concilio Vaticano I.[9]El proceso culminó en 1878 cuando el vicariato fue elevado a la categoría de diócesis. Jacinto Vera se transformó en el primer obispo de Montevideo, con autoridad sobre todo el territorio nacional, y desempeñó un rol trascendente en la organización de la Iglesia uruguaya hasta su muerte en 1881.

Los vicarios apostólicos

El procedimiento de sucesión de los vicarios apostólicos tampoco estuvo exento de conflictos, algunos de ellos provocados por la propia coyuntura del país. Como ya se señaló el primer vicario apostólico fue Dámaso Antonio Larrañaga, quien ejerció el cargo desde 1832 hasta su muerte en 1848. Buena parte de su actuación fue bajo el conflicto denominado por la historiografía local como «Guerra Grande» (1839-1852).

Así como el país quedó dividido según las facciones políticas, la Iglesia también vivió el mismo problema. En el denominado «Gobierno del Cerrito», Larrañaga mantuvo su autoridad, pero en la ciudad de Montevideo sitiada, «Gobierno de la Defensa», el Pbro. Lorenzo Fernández gobernó como provisor eclesiástico. Sin embargo a la muerte de Larrañaga, el presidente Manuel Oribe designó al Pbro. Manuel Rivero como su sucesor, desconociendo a Fernández.

Esta confusa situación fue subsanada en 1851, cuando el primer delegado apostólico para las regiones del Plata, Mons. Ludovico María de Besi, mantuvo en el cargo a Lorenzo Fernández, pero designó simultáneamente a Manuel Rivero vicario apostólico de la campaña, área en la que el presidente Oribe tenía sus apoyos. Sin embargo, al concluir la guerra el encargado de negocios de la Santa Sede en Río de Janeiro revocó el nombramiento de Rivero y le devolvió la totalidad de la jurisdicción a Lorenzo Fernández.

Pero los problemas en la sede del vicariato se presentaron de nuevo en ocasión de la muerte de Fernández, ya que el Pbro. Manuel Rivero y José Joaquín Reyna, designado por Fernández para su sucesión, se arrogaban la calidad de vicario. Dicho enfrentamiento culminó en 1854 cuando el cura párroco de la Iglesia Matriz, Pbro. José Benito Lamas, fue designado tercer vicario apostólico, ejerciendo sus funciones hasta su muerte en 1857.

Desde la creación del vicariato apostólico en 1832 hasta el nombramiento de Jacinto Vera, ocurrieron varios acontecimientos de trascendental importancia: el arribo de los primeros jesuitas al país en 1842, la fundación de la Universidad en 1849, así como los primeros enfrentamientos con la masonería. En este sentido, el vicario José Benito Lamas había condenado públicamente a las sociedades secretas y la masonería, además de solicitarle al gobierno que interviniese para impedir la difusión de estos grupos.[10]

A la muerte de Lamas fue designado Juan Domingo Fernández (1857-1859) y luego Jacinto Vera, consagrado en 1865 obispo titular de Megara in partibus infidelium como ya se ha señalado. En 1878 se convirtió en el primer obispo uruguayo al crearse la diócesis de Montevideo.

NOTAS

  1. Villegas, 235
  2. Villegas, 231
  3. Villegas, 227
  4. Villegas, 226
  5. Villegas, 231
  6. Bazzano, 40
  7. Villegas, 237
  8. Sansón Corbo, 284
  9. Villegas, 263
  10. Fernández Techera, 188

BIBLIOGRAFÍA

ALGORTA CAMUSSO, Rafael, El padre Dámaso Antonio Larrañaga. Apuntes para su biografía, Montevideo, 1922;

BAZZANO, Daniel et al., Breve visión de la Iglesia en el Uruguay, Montevideo, 1993;

FAVARO, Edmundo,Dámaso Antonio Larrañaga. Su vida y su época, Montevideo, 1950;

FERNÁNDEZ TECHERA SJ, Julio, Jesuitas, Masones y Universidad. Tomo II. (1860-1903), Montevideo, 2010;

SANSÓN CORBO, Tomás, La Iglesia y el proceso de secularización en el Uruguay moderno (1859-1919) en Hispania Sacra, LXIII, 127, enero-junio 2011, 283-303;

TOMÉ, Eustaquio, “El Vicario Apostólico de Don José Benito Lamas (1854-1857)” en Revista Histórica, t. XIII, Años XXXV-XXXVI, Nº. 37-39, Montevideo, 1941-1942;

VILLEGAS, Juan, “La erección de la Diócesis de Montevideo, 13 de julio de 1878”, en AA.VV., La Iglesia en el Uruguay, Cuadernos del ITU Nº. 4, Montevideo, 1978.


CAROLINA GREISING