TRATA DE ESCLAVOS; Condenas de la Teología y de la razón

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El buen trato de los esclavos y las maneras de entenderlo

Todos los moralistas coincidían en la necesidad de tratar bien a los negros, cualquiera que fuese la postura que defendieran ellos en relación con la licitud de comprarlos y venderlos. Lo señalaba ya Francisco de Vitoria al lamentar la inhumanidad con que los mercaderes traían a los esclavos, “no se acordando los señores que aquéllos son sus prójimos y de lo que dice san Pablo, que el señor y el siervo tienen otro Señor a quien el uno y el otro han de dar cuenta”.

Ese dominio de un hombre sobre otro –advertía Rebello en 1608– es menos privativo que el que tiene aquél sobre su ganado, pues no puede usar del mismo modo de ambos, aunque de uno y de otro pueda usar en su propio provecho y no en beneficio del siervo. Porque el siervo no pertenecía absolutamente al señor, sino que tenía algunos derechos (que no concretó).

“El señor del esclavo no tiene el dominio de la vida y miembros del siervo. Por lo cual no le puede poner con buena conciencia en manifiesto peligro de muerte [...] lo cual suele acontener en el cavar y sacar tesoros y minerales [...] no pueden con buena conciencia azotarlos ni pringarlos tan gravemente que pierdan el uso de sus miembros o que enfermen gravemente [...] lo cual se dice por algunos cristianos que tratan tales esclavos como si no fueran hombres [...]. Débenles todo lo necesario para sustentar la vida”.

Sólo en caso de peligro de fuga o de otra causa justa, cabía atar a los esclavos con pesadas cadenas o pesos de hierro e incluso marcarlos en la cara; aunque esto último estaría permitido legalmente en la Monarquía Católica hasta 1784, en que lo prohibió Carlos III. De facto, Solórzano Pereira ya lo había contemplado con menos reservas en 1647, en la Política indiana: “En siendo esclavos legítimos, el mismo derecho introdujo la costumbre de poderlos herrar en el cuerpo o en la cara, a voluntad de sus amos, o ya para castigarlos por sus hechos y excesos, o ya para tenerlos más seguros que no se huyesen”.

Solórzano –como solían hacer varios de estos juristas y teólogos con los teólogos y juristas que habían escrito antes que ellos– citaba en su apoyo a Rebello; pero la verdad es que éste había propuesto como salida excepcional lo que el jurista español proponía como costumbre. En rigor, en éste y otros párrafos, Solórzano daba una de cal y otra de arena. En 1627, el jesuita Sandoval había explicado el deber del buen trato partiendo de la igualdad natural de todos los hombres, claro es que compaginada con el realismo, cristiano también, de asumir las diferencias sociales.

En 1592, en el «Discurso sobre los negros que se pretenden llevar a la gobernación de Popayan», el oidor Anuncibay había llegado a escribir que, en caso de delito, “importaba poco que fuera azotado y desorejado el negro”, por más que añadiera enseguida que el gobernador y justicia había de cuidar sobre el buen tratamiento y sustento de las cuadrillas. Quería decir que una cosa era un delincuente -incluidos los cimarrones, delincuentes ya por huir- y otra un esclavo común. Para el primer caso, “las penas a los negros serán azotes y desorejalIos y a las tres veces fugitivos desgarronarles y prisiones, hierros y argollas y campanilla y no destierro ni galeras y, si el delicto fuere atroz, muerte”.

Por otra parte –seguía Anuncibay–, los integrantes de cada cuadrilla no podrían venderse separadamente; estarían adscritos a los metales y minas que hubieran de laborar, sin poder separarse de ellos, si no era porque se agotara la mina o fueran sustituidos por otros, y eso aun en el supuesto de que alcanzaran la libertad. La diferencia estaría en que, siendo libre, ganarían jornal, aunque también pagarían tributo.

Habría que procurar que permanecieran bozales, sin hacerse ladinos, es decir, que no aprendieran castellano; aunque, como contrapartida, no se les quitarían los hijos, separándolos, y se procuraría que estuvieran casados con negras, “porque el matrimonio es el que amansa y sosiega a los negros”. Como mal menor, podrían casar con negra de distinta cuadrilla, pero de ningún modo con india, “aunque se impetrara breve del pontífice”.

Había de procurar que no tuvieran trato alguno con indio o india: “...ni comercio, ni compadrazgo, ni borrachera, ni confradría juntos». Y, menos aún, comercio con españoles. Por el contrario, habían de tener pegujal, “no al arbitrio del señor sino de la ley y de la justicia. Han de ser –añadía– dueños de su casa, de su roza, su huerta y administradores de sus hijuelos y capataces de tutellas de otros negros y han de ser alcaldes, a[l]guaciles y regidores entre sí, porque lo malo que han de la condición servil perficiona y purga la posesión o cuasi de sí y de su mujer y de su casilla y roza y hijuelos y la aptitud de los oficios”. Tendrían la atención espiritual de un sacerdote, que no podría recibir ofrenda alguna de un negro.

En realidad, estas reglas que proponía Anuncibay se basaban –expresamente– en lo que el canciller y mártir Santo Tomás Moro había escrito en su «Utopía». Hay que tener en cuenta además que el licenciado español, como europeo, estaba acostumbrado a las consecuencias del régimen señorial, conforme al cual se gobernaba buena parte de España, A él parece aludir cuando dice aquello de que los negros de cada cuadrilla no podrían venderse por separado, “sino todos juntos, como acá se vende un pueblo”.

Entendido debidamente o no, y conciliándolo con la necesidad de refrenar a los que obraran mal, el buen trato fue siempre una constante de la literatura esclavista. Lo repetían los portugueses Benci (1705), Antonil (1711) y Ribeiro Rocha (1758) durante el siglo XVIII: el esclavo tenía que obedecer a su amo y éste debía alimentarlo, procurarle la salud e instruirlo en la doctrina cristiana y en las buenas costumbres, corrigiéndolo cuando hiciera falta, mas con mesura (no más de cuarenta azotes, porque era lo que prescribía el Deuteronomio, según ya había advertido Sandoval: aunque Benci –basándose en la experiencia personal de san Pablo- admitía la posibilidad de que se dieran más, solo que divididos en varios días para no causar la muerte o dejar inválido al delincuente.

Hacia la condena de la institución de la esclavitud

Los razonamientos escolásticos de que hablábamos antes habían predominado, hasta que tuvo eco en el mundo ibérico el replanteamiento del asunto que hicieron algunos filósofos franceses y algunos escritores protestantes –en especial los cuáqueros– del mundo anglosajón.

En cuanto a los primeros, correspondió a Montesquieu la acción inicial. Dedicó a la esclavitud –en general– el libro XV de su «De L'esprit des lois» (1748) donde, al mismo tiempo en que la consideraba contraria al derecho natural -abundando, por tanto, en lo que habían abundado todos los teólogos y juristas de los dos siglos anteriores, sin innovar nada en ello-, manifestaba una actitud de tolerancia hacia la servidumbre, y no ya de tolerancia, sino de verdadero racismo cuando se refería a los negros, sobre lo chato de cuyas narices ironizaba. No era posible que Dios, siendo tan sabio –llegaba a argüir–, hubiera dotado de alma –y sobre todo de alma buena– a unos cuerpos de aquel color. En último caso, no terminaba de estar seguro que fueran seres humanos.

Asombrosamente no pocos historiadores –que quizá obviaron una lectura atenta de «De L'esprit des lois» repetirían, hasta hoy mismo, que Montesquieu fue pionero en la lucha contra la esclavitud de los negros. No era su intención. Más cerca estaba de ella, en rigor, por esos mismos días, el jesuita español José Gumilla, cuya obra sobre las tierras del Orinoco no se publicaría, sin embargo, hasta 1781, aunque la hubiera escrito en el segundo cuarto del siglo XVIII.

El jesuita rechazaba explícitamente –como ya habían hecho los capuchinos Jaca y Moirans– la tesis de que los negros descendían de Can y Canaán, por la sencilla razón de que también habían de ellos otros pueblos y no habían salido negros, y exhortaba a un sano escepticismo en cuestión de colores, “sin calificarles ni darles entre sí preferencia; porque ésta será siempre incierta, hija de la voluntad, y no de la razón”.

“Los hombres blancos han dado muestras de [...] inclinación y amor al color negro: y hoy en día, en Cartagena de Indias, en Mompox y en otras partes se hallan españoles honrados, casados (por su elección libre) con negras, muy contentos y concordes con sus mujeres: y al contrario, vi en la Guayana una mulata blanca, casada con un negro atezado; y en los Llanos de Santiago de las Atalayas una mestiza blanca casada con otro negro: éste la desechó muchas veces, diciéndola que reparase bien en su denegrido rostro, que tal vez sería origen de sus disgustos: la respuesta de la mestiza fue irse a su casa, y untarse con el zumo de «jagua», tinta tan tenaz, cual ninguna otra; y puesta a vista del negro, le dijo: «Ya estamos iguales, ni tienes escusas para no quererme»: casáronse, y Dios les ha dado muy larga descendencia”.

En 1755, el caballero de Jaucourt ya había tenido la generosidad de tapar las vergüenzas de Montesquieu: en el artículo «Esclavage» de la «Encyclopedie» de Diderot y D’Alembert, mencionaba al autor de «De L'esprit des lois» como si lo glosara, siendo así que guardaba silencio sobre todo lo que decía aquél de los negros en términos brutalmente racistas. Jaucourt dedicaba, como Montesquieu (y como algunos de los juristas y teólogos), una primera parte de su razonamiento a la historia de la esclavitud, no sin decirlo mismo que decía Aristóteles y habían repetido aquellos teóricos de los dos siglos anteriores: que los hombres nacieron libres.

Habían sido la ley del más fuerte, «le droit de guerre injurieux à la nature» lo que había introducido la esclavitud, para vergüenza de la humanidad: una realidad que era contraria al derecho natural y al derecho civil; de manera –se deducía– que no podía salvarse por derecho de gentes (lo mismo que afirmaba Frías de Albornoz un par de siglos antes).

Pero el francés lo argüía mejor: la esclavitud era contraria al derecho natural porque la libertad estaba íntimamente unida al hecho de ser hombre: “Cette liberté [...] est unie si étroitement avec la conservation de l’homme, qu’elle n’en peut être séparée que par ce qui détruit en même tems sa conservations & sa vie”. Era, por tanto, inalienable. “Non-seulement on ne peut avoir le droit de propriété proprement dit sur les personnes; mais le plus il repugne à la raison, qu'un homme qui n'a point de pouvoir sur sa vie, puisse donner à un autre, no de son propre consentement, ni par aucune convention, le droit qu’il n’a pas lui-même”.

Pero también era contraria al derecho civil, porque la ley civil, que había permitido a los hombres repartir los bienes terrenos, no podía incluir en lo que se repartía a algunos de los propios hombres que debían hacer ese reparto. No cabía, por ello, hablar de derecho de gentes, ni de derecho de guerra, ni de nacimiento, ni de compra. Ni mucho menos justificarlo en la evangelización de los esclavos:

“C’est donc aller directement contre le droit des gens & contre la nature, que de croire que la religion chrétienne donne à ceux qui la professent un droit de réduir en servitude ceux qui ne le professent pas, pour travailler plus aisément a sa propagation. Ce fut pourtant cette manière de penser qui encouragea les destructeurs de l’Amérique dans leurs crimes”: brindis, sin duda, a los españoles, cuyos teólogos, sin embargo, pensaban todo lo contrario de lo que suponía Jaucourt.

Luego vendría, como en cascada, el abolicionismo que contenía el breve artículo «Traite des nègres» de la misma «Encyclopedie» (en 1765), los de Du Pont de Nemours en 1768 en el periódico fisiócrata «Éphémérides du citoyen» –que examinaron en una perspectiva económica–, en la «Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux», de Guillaume Raynal en 1770 ; incluso el opúsculo «Reflexions sur l’esclavage des nègres», atribuido al marqués de Condorcet, en 1781. En 1791, comenzaba en el Parlamento de Londres la cruzada de Wilberforce en pro de la abolición, primero de la trata y después de la esclavitud.

Este primer corpus abolicionista no tenía la envergadura ni la calidad intelectual, filosófica y antropológica, del corpus teológico de los siglos XVI-XVII. Con la excepción del artículo «Esclavage» de Jaucourt, el rigor del razonamiento brillaba por su ausencia; lo propiamente antropológico era pobre y escaso, por no decir nulo. Raynal no pasaba de glosar las brutalidades que, de facto, padecían injustamente los negros, sin añadir un solo argumento estrictamente doctrinal en contra o a favor de la existencia de la esclavitud en sí misma. Y las «Reflexions sur l’esclavage des nègres» –firmadas por un cierto Schwartz– no hacían sino insistir en el tono condenatorio.

La divergencia entre los teólogos y juristas españoles y portugueses de los siglos XVII-XVIII y estos «philosophes» del XVIII estaba en la concepción antropológica cristiana: para todos, el punto de partida era el reconocimiento de la libertad natural de todo ser humano. Mas, para aquéllos, esa naturaleza estaba lesionada por el pecado, y eso hacía necesario la intervención de los propios hombres por medio del derecho de gentes para arreglar lo lesionado. Sin ese argumento –el pecado original–, Jaucourt tenía razón.

Los argumentos históricos –sobre la brutalidad de la esclavitud tal como se llevaba a la práctica de hecho con los negros– de los «philosophes» tampoco eran nuevos. La esclavitud real ya había sido rechazada por aquellos teóricos del mundo ibérico de los siglos XVI y XVII incluso con violencia verbal, como lo vimos en Albornoz o en los capuchinos Jaca y Moirans.

Si no habían condenado la esclavitud como institución (aunque Frías de Albornoz lo había insinuado), fue porque, para ellos, era una forma más de supeditación de un ser humano a otro. Era sin duda la más dura, pero por razones de grado, no porque fuera una condición esencialmente distinta de cualquier otro modo de supeditación. En último término, todos salvo Albornoz entendían que era legítimo que, si un hombre hacía injustamente la guerra a otro, éste se defendiera sometiéndolo a su servicio, incluso a perpetuidad, así como la posibilidad de que alguien se vendiera a sí mismo para saldar una deuda o por algún motivo parejo.

Por la misma razón, los papas que intervinieron en el asunto antes de León XIII condenaron la esclavitud tal como era, no la institución en sí misma. En los teóricos franceses de finales del siglo XVIII, esta apreciación realista se abandona completamente por amor de un cambio sustancial: de la sustancia misma de la cosa enjuiciada.

Frente a Aristóteles y a los realistas de tradición aristotélica, aquellos «philosophes» dieron en considerar la naturaleza y el estado natural no sólo como lo idóneo, también en términos morales –cosa que no era ajena a aquellos teólogos y juristas–, sino como algo posible. Cosa que no cabía mantener si se afirmaba la existencia del pecado. Los «philosophes» identificaban el derecho natural con todo lo que era «natural», sin que, por tanto, cupiera conceder –si no como mal menor– que el derecho de gentes pudiese nunca modificar el derecho natural. Desde 1789 se articuló todo ello en un sistema –los derechos del hombre– que presumía la libertad, y la esclavitud pasó a convertirse en la realidad «in-humana» en sí misma, y esos derechos, en algo irrenunciable, como había dicho Jaucourt. Nadie podía venderse a sí mismo, aunque lo quisiera. No era cosa de grado, sino de esencia del asunto.

Distingo entre teólogos de los siglos XVI-XVII y «philosophes» del siglo XVIII, y no entre católicos y acatólicos porque, paradójicamente, varios de esos «philosophes» (y muchos de los abolicionistas que los siguieron durante el siglo XIX), eran ellos mismos católicos. Y es que el abolicionismo se convirtió en piedra de toque también en el seno de la Iglesia católica.

La decadencia de la teología española hizo lo demás. Las antiguas disquisiciones sobre la guerra justa y la licitud de la esclavitud fueron sencillamente abandonadas, y lo que quedó fue el debate sobre si los esclavos ganaban o perdían con la servidumbre, teniendo en cuenta la mejora material y, sobre todo, espiritual que recibían de los cristianos propietarios o si esto, aunque fuera verdad, era esencialmente insostenible porque lo que estaba en juego era el mantenimiento de una institución –la esclavitud– que contemplaba a unos seres humanos concretos como cosas, sin personalidad jurídica propia.

El debate no sólo había abandonado el terreno del realismo aristotélico, sino que había entrado en un irresoluble contraste entre el paternalismo de unos y el idealismo de otros; irresoluble porque partían de una antropología distinta.

La transición hacia esta disyuntiva se aprecia en el mundo católico en un conjunto de sucesos –variopintos, pero expresivos– de finales del siglo XVIII: en la «Memória a respeito dos escravos e tráfico da escravatura entre a costa d’Africa e o Brasi»( presentada en la Real Academia das Ciencias de Lisboa en 1793 por Luiz Antonio de Oliveira Mendes, se elude ya el asunto de la legitimidad de la esclavitud para insistir, en cambio, en el buen trato... y en la necesidad de la servidumbre para la economía brasileña, “de la cual percibe la Real Corona los justos y debidos derechos”.

Al año siguiente, 1794, fray José de Bolonha, capuchino italiano que llevaba catorce años en Bahía, volvía a poner el dedo en la llaga con los argumentos de antaño (y los usos sacramentales de sus hermanos fray Francisco José de Jaca y fray Epifanio de Moirans, de no absolver a los propietarios de esclavos que no regulasen la situación de sus siervos).

Por esas mismas fechas empieza a discutirse, también en Portugal, la legitimidad de la servidumbre. En 1798, en el «Anàlìse sobre a justiça do comércio de resgate de escravos da costa da Africa», Jose Joaquim da Cunha de Azevedo Coutinho no duda en atribuir el abolicionismo –como un mal– a los pensadores franceses, aludiendo concretamente a los artículos «Esclavitud» y «Tráfico de negros» de la «Enciclopedia».

En cuanto al mundo español, en l797 el presbítero Antonio Nicolás Duque de Estrada había redactado en La Habana una «Explicación de la doctrina cristiana acomodada a la capacidad de los negros bozales» donde insistía en la necesidad de tratar bien a los esclavos, pero repetía asimismo que en ningún lugar se hallaban mejor que en Cuba. En 1802 el geógrafo español Isidoro de Antillón pronunciaba uno de los primeros llamamientos abolicionistas ibéricos en la Real Academia Matritense de Derecho Español y Público, rechazando por cierto, explícitamente, la argumentación de Aristóteles.

Las dos posturas convivirían en el mundo católico del siglo XIX. Los abolicionistas se apoyaban en el Evangelio. Pero los que toleraban la esclavitud insistían tácitamente en el silencio del propio Nuevo Testamento. Y los papas también guardaron silencio en cuanto a la esclavitud en sí misma. Sólo teniendo en cuenta su apego a la visión neotestamentaria de la servidumbre se entiende que, habiendo condenado la esclavitud americana –también de «alias gentes»– en 1537 y en 1639, uno y dos siglos antes de que lo hicieran los protestantes, tardaran un siglo más que éstos, en cambio, en repudiar la esclavitud en sí misma.

Por lo demás, se recordará que los gobernantes de los principales países católicos (España, Portugal, Francia) tardarían aún en suprimir la servidumbre completamente. En Francia –el más persistente entre esos países–, se prohibió la trata en 1848. Pero no se cumplió. Y aún tuvo que prohibirse la esclavitud en 1905 en el África occidental francesa.

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