RELACIONES IGLESIA ESTADO EN MÉXICO. Periodo Virreinal

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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La historia en México de las relaciones entre el poder civil y el poder espiritual se inicia con el arribo de la primera expedición de misioneros franciscanos en mayo de 1524; es decir, dos años después de concluida la conquista militar del Imperio Azteca por las huestes españolas de Hernán Cortés en agosto de 1521.

Siendo España la descubridora, conquistadora y civilizadora del Nuevo Mundo, la Iglesia Novohispana funcionó durante los tres siglos de dominio español (1521-1821) bajo condiciones muy similares a las que existieron en ese lapso en la Península Ibérica.

La Iglesia española, reformada poco antes del descubrimiento de América por el Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, se encontraba en el Siglo XVI con el temple y reciedumbre necesarios para realizar la evangelización del Continente Americano; las órdenes religiosas –franciscanos y dominicos principalmente-, llegaron a México con la enorme experiencia adquirida en la evangelización de las Islas Canarias (Siglo XV) y en las islas del Caribe en las tres décadas precedentes al descubrimientos y conquista de México.

El Estado español tenía, desde el Concilio de Constanza (1418), un concordato firmado por el Papa Martín V mediante el cual Roma otorgaba a los reyes españoles el privilegio de proponer la erección de diócesis en las tierras recuperadas de manos musulmanas, así como la presentación de candidatos a ocupar, tanto las nuevas diócesis, como las vacantes que se fuesen presentando.

Ese «concordato» se transformó en «Patronato» el 13 de diciembre de 1486 mediante la bula «Ortodaxae fidei», otorgada por el papa Inocencio VIII para la evangelización de las Islas Canarias y del reino de Granada. Al producirse el descubrimiento de América, el Papa Julio II extendió al nuevo continente estos privilegios mediante la bula Universalis Ecclesiae (1508). Al conjunto de privilegios y facultades especiales dados a los reyes de España en orden a la dirección de los asuntos eclesiásticos en sus dominios, es lo que se conoce como «Real» Patronato.

UN SIGLO DE EJERCICIO ARMONIOSO DEL REAL PATRONATO

Los juicios que la bibliografía cristiana hace del Real Patronato sueles ser disímbolos, debido principalmente a que se le juzga en tiempos y circunstancias diferentes. Al respecto podemos señalar sintéticamente tres etapas en el ejercicio del Real Patronato en la América Española: 1-el siglo XVI y principios del XVII, donde fue correctamente entendido (como «concesión» del Papa al Rey), siendo el principal factor indirecto en la evangelización del Continente. 2- el Siglo XVII a partir de 1620 y hasta 1700, cuando la Congregación de «Propaganda fide» hubiera podido hacerse cargo del proceso evangelizador, pero que siguió operando por la fuerza de la costumbre y teniendo presente los anteriores resultados que había producido. 3-El siglo XVIII ya bajo el reinado de la Casa de Borbón que concibió al Patronato no como una «concesión», sino como un «derecho» supuestamente inherente a la Corona, dando lugar al «regalismo», un «cesaropapismo» que mostró su cara con la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. En sus inicios no se entendió este Patronato como un «cesaropapismo» sino como “una comisión o encargo hecho por el Papa a aquellos monarcas profundamente católicos…contenía una obligación de procurar buenos misioneros y preocuparse seriamente por la evangelización de tantos territorios. Por esto, algunos historiadores modernos designan a este Patronato más bien como Vicariato regio”. Bajo los Borbones se le puede considerar objetivamente como un «jacobinismo regio». Por Bula del 16 de Noviembre de 1501, el Papa Alejandro VI otorgó al Patronato el cobro de los diezmos de la Iglesia, y también la obligación de proveerla de los medios materiales necesarios; por ello se puede considerar que fueron las autoridades civiles las que administraron durante todo el período virreinal los bienes de la Iglesia. El derecho de patronato pertenecía directamente al Rey, el cual lo ejercía por medio del Consejo de Indias que funcionaba en la ciudad de Sevilla, y este a su vez se valía de las Audiencias establecidas en distintas ciudades americanas. En la Nueva España existieron la Audiencia de la Ciudad de México y la Audiencia de Guadalajara. Los virreyes, como «representantes de la Real Persona» y también «presidentes de las audiencias» tenían entre sus atribuciones la de ser «vicepatronos de la Iglesia». En los principios del periodo virreinal, el patronato se justifica por el extraordinario crecimiento de los territorios de misiones que hacían de los Reyes de España y Portugal los únicos instrumentos providenciales que disponían de los medios necesarios para semejante empresa. Por otro lado, y pese a indudables abusos, en esos primeros tiempos los monarcas españoles cumplieron bien con la comisión solicitada por el Papa, entendiendo correctamente la responsabilidad de semejantes privilegios. Al paso del tiempo, cuando la Santa Sede estaba en posibilidad de dirigir directamente a la Iglesia en América, la tradición del patronato era ya terriblemente fuerte y los romanos pontífices se plegaron a la situación creada. Cuando en 1700 el Trono español pasó a manos de la Casa de Borbón, los reyes borbónicos, afrancesados, se contagiaron del «absolutismo ilustrado» y del «galicanismo» que imperaba en la Corte de París, naciendo así el «regalismo español» con lo que el Patronato ya no fue considerado como una concesión del poder espiritual al temporal sino como un derecho inherente a la Corona; el Patronato se convirtió en «cesaropapista», produciendo daños considerables a la Iglesia en el Nuevo Mundo.

DURANTE EL GOBIERNO DE LA CASA DE LOS AUSTRIAS (1516-1700) Cinco fueron los reyes de la Casa de Habsburgo, llamada también de Austria: Carlos I (V de Alemania) (1516-1556); Felipe II (1556-1598); Felipe III (1598-1621); Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700). Reyes absolutos, pero no arbitrarios; los Habsburgo no se consideraron por encima del bien y el mal; gobernaron apegados tanto al Derecho Natural como a los Fueros y Derechos de los reinos. Los primeros misioneros enviados a la Nueva España por Carlos V a solicitud del conquistador Hernán Cortés, desembarcaron en Veracruz el 13 de Mayo de 1524. Eran doce frailes de la Orden Franciscana encabezados por Fray Martín de Valencia, varones ejemplares que con gran amor dedicaron su vida a la evangelización y al mejoramiento de la vida de los naturales. Carlos V solicitó al Papa la erección de la Diócesis de Tlaxcala, y el 11 de Octubre de 1525, a escasos cuatro años de terminada la conquista, mediante la bula «Devolutionis Tuae», Clemente VI erigió la de Tlaxcala, designando a Fray Julián Garcés O.P. como su obispo. En 1530 se creó la Diócesis de México con el célebre franciscano Fray Juan de Zumárraga como su titular. Aunque pudiese considerarse a Hernán Cortés el primer gobernante «de facto» de la Nueva España, este “trabajaba ya para la geografía después de haberlo hecho para la epopeya” como dice Pereyra; su viaje de un año a las Hibueras lo hizo salir de la selva físicamente agotado y políticamente anulado; el gobierno civil quedó en manos de la Primera Audiencia. La primera Audiencia Novo-hispana (1528-1530), de triste memoria, estuvo presidida por un verdadero rufián, Nuño Beltrán de Guzmán, quien junto con sus secuaces cometió innumerables atropellos, especialmente contra los indígenas. El obispo Zumárraga se enfrentó a Beltrán de Guzmán pese a las amenazas que éste hizo al valiente franciscano, quien comunicó a Carlos V las tropelías de la Audiencia. Por su parte el Obispo de Tlaxcala fray Julián Garcés, envió una carta al Papa Paulo III dándole cuenta de la idea que difundía la Audiencia en el sentido de que los indígenas eran bestias irracionales. La corona ordenó de inmediato la destitución de Nuño de Guzmán y sus oidores, así como su arresto para ser enjuiciados en España y nombró en su lugar una segunda Audiencia, compuesta de hombres notables por su probidad y virtud; entre ellos el abogado Vasco de Quiroga. El Papa Paulo III expidió la bula «Sublimis Deus» en la que proclamó la racionalidad de los indios, su categoría de seres humanos y en un complemento de la misma bula sancionó con la excomunión «ipso facto incurrenda» a quien afirmase lo contrario y a quien redujera a los indios a la esclavitud. Tras el primer conflicto ente el poder temporal y el espiritual en la Nueva España –surgido por la defensa de los derechos humanos-, la armonía en las relaciones prevaleció (con contadas excepciones) durante el resto del Siglo XVI y el Siglo XVII. Los reyes de la Casa de Habsburgo generalmente enviaron a la Nueva España a personas prudentes como virreyes; de los 32 que corresponden a este período, nueve se pueden considerar como extraordinarios gobernantes y sólo tres como negativos: el Marqués Álvaro Manrique de Zúñiga, destituido en 1590 por su gobierno tiránico; tuvo agrias discusiones con los provinciales de los dominicos, franciscanos y agustinos sobre la secularización de las doctrinas de estas órdenes y desterraba a los predicadores que lo criticaban; Diego Carrillo de Mendoza, destituido en 1624 por el grave tumulto popular a que dio motivo su controversia con el Arzobispo Pérez de la Serna; y el Conde de Baños Juan de Leyva y de la Cerda, destituido en 1663 por los conflictos que provocó su altanería y arbitrariedad. De estos 32 virreyes, siete fueron obispos o arzobispos y, aunque salvo Enríquez de Rivera, ocuparon provisionalmente el cargo (el promedio del tiempo de gobierno de cada uno fue de seis meses), la confusión entre el poder espiritual y el temporal que provocó la Corona fue posteriormente muy perjudicial. En el largo período de estos dos siglos, la paz y armonía que imperaron en la Nueva España permitieron la construcción de un nuevo pueblo y de una nueva civilización, mestiza en lo racial y en lo cultural mediante una obra educativa de enormes dimensiones a través de la evangelización, con una multitud de escuelas de artes y oficios y que tuvo su coronamiento con la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México, creada en 1551 a solicitud mancomunada del primer Virrey, Don Antonio de Mendoza con el primer Obispo Fray Juan de Zumárraga. La asombrosa y rápida evangelización de México fue posible, en primer lugar por el Acontecimiento Guadalupano, raíz y símbolo de la Nacionalidad Mexicana, y en segundo lugar por la cooperación y coordinación de los dos poderes que al mismo tiempo que impulsaban la gran tarea civilizadora, frenaban los abusos e injusticias propias de toda obra humana. Para ello los reyes españoles promulgaron distintas leyes y ordenanzas inspiradas en el humanismo cristiano, y recopiladas en las «Leyes de Indias».

DURANTE LOS GOBIERNOS DE LA CASA DE BORBÓN (1700-1821) Los reyes de la Casa de Borbón que gobernaron a la Nueva España fueron seis: Felipe V (1700-1724 y 1724-1746); Luis I (Enero-Agosto 1724); Fernando VI (1746-1759); Carlos III (1759-1788); Carlos IV (1788-1808) y Fernando VII (1814-1821). El período de 1808-1814 corresponde a la invasión napoleónica y el trono estuvo ocupado por José Bonaparte, no aceptado ni por los españoles ni por los hispanoamericanos. El regalismo de los Borbones no surgió de la noche a la mañana sino que fue creciendo paulatinamente hasta manifestarse plenamente durante el gobierno de Carlos III. En su corte, manipulada por el Primer ministro, Pedro Pablo Abarca de Bolea, Décimo Conde de Aranda, no sólo campeó el regalismo sino también el jansenismo y los primeros francmasones españoles capitaneados por el mismo Conde de Aranda y por el ministro de Hacienda Campomanes. Enemigo emboscado de la Iglesia, el Conde de Aranda astutamente implementó la consigna masónica de «aplastad a la infame» (en varios de sus escritos Voltaire se refería así a la Iglesia), destruyendo primero a las órdenes religiosas empezando por la Compañía de Jesús. Para ello difundieron previamente una campaña de calumnias para las que, hasta la lejanía y carencias de las misiones en las selvas paraguayas y en las Californias sirvieron de pretexto. Se acusó a los jesuitas de propiciar la pobreza de las misiones para ocultar al Rey las minas que supuestamente explotaban y los innumerables barriles de vino que también supuestamente producían y distribuían por toda la Nueva España y aún por las Filipinas. Después del extraño «Motín de Esquilache» en el que el pueblo de Madrid obligó a Carlos III a cesar al Alcalde de esa ciudad, los regalistas presentaron ante su lastimado orgullo a los jesuitas como los autores del motín y obtuvieron el decreto de expulsión de la Compañía de Jesús de todos los reinos españoles. El 2 de Abril de 1767 firmó Carlos III el decreto de expulsión y en el mes de Junio desembarcaron en Veracruz cinco mil soldados ante el asombro de los vecinos que jamás habían visto tal aparato de fuerza y sin que nadie supiera a qué obedecía. El virrey Carlos Francisco de Croix escribió a su hermano pocos días después de la expulsión: “Como todos los habitantes, desde el más elevado hasta el más ínfimo, desde el más rico hasta el más pobre son todos dignos alumnos y celosos partidarios de la dicha Compañía, comprenderéis fácilmente que me guardé bien de fiarme de ninguno de ellos para la ejecución de las órdenes del Rey”.

Tomados por sorpresa los jesuitas de la Ciudad de México fueron capturados con lujo de fuerza en la noche del 25 de Junio en su residencia de La Profesa y llevados de inmediato a Veracruz; en otras ciudades la expulsión fue más complicada: en San Luis de la Paz el pueblo puesto en armas trató de impedirla y sólo a petición de los expulsados dejaron las armas; en San Luis Potosí hubo un enfrentamiento a balazos, el pueblo destruyó el Pendón Real y las represalias dejaron cuatro ahorcados y más de doscientas personas en presidio.

En Guanajuato los mineros escondieron a los jesuitas en las minas e hicieron la primera huelga en la historia mexicana para protestar contra la expulsión. En general el pueblo novohispano consideró al injusto decreto como conducta propia de herejes y el desprestigio cayó sobre las autoridades. Al quedar abandonadas las misiones en California ese territorio quedó casi abandonado; los bienes de la Compañía confiscados junto con su expulsión resultaron ser, ni tantos ni tan valiosos; la mayoría de sus colegios fueron cerrados, y los jesuitas, muchos de ellos nacidos y formados en México se encontraron de repente en el destierro, en Italia o Rusia, por la acción arbitraria de un gobierno déspota.

En 1786 la Real ordenanza para el establecimiento de Intendentes de Ejército y Provincia en el Reino de Nueva España, traspasó las facultades del vicepatronato eclesiástico del Virrey al Intendente. El establecimiento de las intendencias (superestructuras administrativas sobrepuestas a los organismos de gobierno ya existentes) fue mal acogido en general por la sociedad novohispana.

Especialmente delicadas y complejas fueron las relaciones Iglesia-Estado al producirse la invasión napoleónica a España durante el reinado de Carlos IV. Dotado de una inteligencia muy corta y de una voluntad débil y abúlica, Carlos IV dejó prácticamente el gobierno en manos de su primer ministro Manuel Godoy, un exguardia de corps que había ascendido a generalísimo y al título de «Príncipe de la Paz» mediante el recurso de convertirse en amante de la Reina María Luisa de Parma.

Godoy se alió con Napoleón por el tratado de Fontainebleau (27 de Octubre de 1807) para atacar a Portugal y repartirse su territorio. Mientras Portugal era invadido por las tropas hispano-francesas, el príncipe Fernando, hijo de Carlos IV, realizó en Aranjuez un golpe de estado contra su propio padre, apresando al ministro Godoy. Napoleón aprovechó esta circunstancia y citó en la ciudad francesa de Bayona a padre e hijo, quienes ingenuamente acudieron para dirimir sus diferencias poniendo como árbitro a Napoleón.

Este declaró inválida la abdicación de Carlos IV e hizo que éste volviera a abdicar pero ahora en favor de Napoleón quien hizo instalar en el trono español a su hermano José Bonaparte. El 2 de Mayo de 1808 el pueblo de Madrid indignado por la espuria imposición de «Pepe botellas» se lanzó, en una acción suicida, contra las tropas francesas, siendo brutalmente reprimido. La rebelión contra el invasor francés se generalizó por todas las provincias españolas, creándose en varias de ellas «Juntas Supremas» que decían gobernar en nombre de Fernando VII.

Para los virreinatos americanos, el hecho del cautiverio del rey a manos del «Robespierre a caballo» –como llamaban los españoles a Napoleón-, significó que ya no había en España un rey legítimo a quien obedecer, y ante esta independencia de facto, surgieron en América dos corrientes políticas distintas. La primera de ellas se basaba en la legislación de los Habsburgo, según la cual los virreinatos de ultramar eran considerados provincias como las de la península y por tanto tenían el derecho de deliberar y de formar Juntas Supremas propias. La segunda se basaba en la legislación de los borbones que abiertamente habían declarado colonias a los reinos americanos y que su único derecho era obedecer; por ello al momento de la invasión francesa las autoridades borbónicas declararon que no tenían derecho a deliberar ni a formar juntas, por lo que los virreinatos americanos deberían depender de alguna de las Juntas Supremas de España.

Esta es la razón que nos explica el porqué, entre 1808 y 1814, surgieron simultáneamente en toda la América española los movimientos de independencia. En Buenos Aires, Santiago, Caracas, Quito y Bogotá, prevaleció la corriente de formar juntas propias.

En la Nueva España, la noticia del cautiverio de la familia real y de Godoy, se recibió el 14 de Julio de 1808 y de inmediato se formaron grupos en torno de las dos corrientes señaladas; el único camino que estaba vedado era entregar la Nueva España a Napoleón. Un sacerdote mercedario nacido en Perú, Fray Melchor de Talamantes se convirtió en el líder de la corriente que propugnaba por la Junta Suprema independiente de las de España; con él estaba el Síndico Francisco Primo Verdad y el Ayuntamiento de la Ciudad de México.

La corriente que negaba el derecho a formar una junta propia se aglutinó en torno a la Audiencia y fue apoyada por los obispos fuertemente influidos de regalismo. Mientras, el virrey Iturrigaray adoptó una actitud neutral entre ambos bandos, por los que los de la Audiencia pensaron que simpatizaba con el grupo de Talamantes y Primo Verdad, propalándose el rumor de que buscaban proclamar a Iturrigaray monarca de la Nueva España.

En Agosto llegó a México una representación de la Junta Suprema de Sevilla, solicitando dinero y que el virreinato los reconociera como la principal autoridad de la península, desatándose fuertes polémicas entre el Ayuntamiento y la Audiencia. A la media noche del 15 de septiembre de 1808, unos 300 hombres enviados por la Audiencia tomaron por asalto la casa del virrey, haciéndolo prisionero junto con su esposa y sus hijos; simultáneamente fueron aprendidos Fray Melchor de Talamantes, Primo Verdad y otras figuras de la corriente independentista. El virrey fue enviado a España mientras Primo de Verdad moría misteriosamente en prisión.

La Audiencia nombró virrey al Mariscal Pedro Garibay, quien aceptó obedecer a la Junta de Sevilla. A los diez meses fue sustituido por el Arzobispo de México, Francisco Javier de Lizana y Beaumont. Los partidarios de la junta independiente encabezados tras la prisión de Talamantes por el franciscano Fray Vicente de Santamaría y el teniente Michelena, planearon una rebelión que se iniciaría en Diciembre de 1809 para instaurar una Junta Independiente pero que reconocería como monarca al cautivo Fernando VII. Descubierta la conspiración fueron aprehendidos todos los dirigentes pero el Arzobispo-virrey dispuso su libertad por lo que éste a su vez fue cesado en sus funciones y sustituido por el Gral. Francisco Venegas, enviado por la jacobina y regalista Junta de Sevilla.

Al iniciarse el movimiento de independencia del Cura Miguel Hidalgo (16 de Septiembre de 1810), el Rey y su familia continuaban prisioneros de Napoleón: Carlos IV, la Reina Maria Luisa y el exministro Godoy, en Nápoles; Fernando VII y su familia en Valençay, (de ahí el «grito» de Hidalgo «¡Viva Fernando VII!»). Pero el gobierno virreinal estaba ya completamente plegado a la Junta de Sevilla y Cádiz, que en 1812 proclamó una Constitución liberal y regalista que sustituyó a las Leyes de Indias. En 1813 se fundó en la Ciudad de México la logia masónica «Arquitectura Moral», primera logia en la Nueva España, la cual pertenecía al Rito escocés, pro borbónica y regalista.

Durante dos años el virreinato de la Nueva España gobernó conforme a la Constitución de Cádiz hasta que en 1814, tras las derrotas militares de Napoleón contra ingleses y prusianos, éste se vio obligado a liberar a Fernando VII, quien regresó a España y derogó la Constitución; un año después Morelos fue capturado en Temalaca.

Tras la muerte de Morelos y la restauración en el trono español de Fernando VII, los movimientos de independencia parecían haber perdido su razón de ser, y de hecho, decayeron en toda la América española; sólo el virreinato de La Plata quedó ya separado de Madrid. Fernando VII intentó restaurar el prestigio y poder perdidos y solicitó al Papa Pío VII –también ex prisionero de Napoleón-, su apoyo para retornar a orden y a la tranquilidad. Entonces Pío VII publicó su Breve Apostólico «Etsi Longissimo» dirigido “a la Iglesia de la América sujeta al Rey católico de las Españas”, el que ha sido mañosamente sacado de contexto para presentar a la Santa Sede como enemiga de la independencia americana.

CONCLUSIÓN

En 1810, prácticamente todos los movimientos insurgentes se lanzaron a la lucha en nombre de Fernando VII, tal como explícitamente lo gritó el Cura Hidalgo, y las juntas supremas de la península decían gobernar en su nombre. Por tanto, no parecía haber duda de que el poder temporal en Iberoamérica estaba legítimamente en manos del monarca, y el Papa, al recordar la obediencia que los cristianos deben tener a las autoridades civiles, no estaba sino confirmado la doctrina que al respecto siempre ha sostenido la Iglesia: dad al César lo que es del César, al que “es necesario que le estéis sujetos, no sólo por temor del castigo, sino también por conciencia” (cfr. Rom. 13.5).

La Iglesia no era ni enemiga ni amiga de la independencia, aunque en lo personal muchos clérigos se mezclaron en uno u otro sentido, tal como lo muestra el alto número de eclesiásticos participantes en los movimientos insurgentes, así como la posición a ellos por parte del clero regalista. La rebelión del Coronel Rafael Riego en Cabezas de San Juan obligó a Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz en 1820; este hecho desató nuevamente los movimientos insurgentes en América al considerarse que una vez más el gobierno de Fernando VII dejaba de ser legítimo al ser coaccionado por la fuerza.

En la Ciudad de México, el Canónigo Matías Monteagudo dirigió a los conspiradores que se reunían clandestinamente en la Iglesia de la Profesa de donde salió el plan para emancipar a la Nueva España. Hábilmente llevado a la práctica por el Coronel Agustín de Iturbide, éste proclamó la Independencia de México en Iguala, el 14 de Febrero de 1821, bajo el Plan de las Tres Garantías: religión, Unión e Independencia. Con la excepción del Obispo de Durango y del Arzobispo de México, toda la Iglesia Novohispana secundó el Plan de Iguala, al igual que la mayoría de los comandantes militares por lo que prácticamente sin lucha y sin sangre, el 27 de Septiembre del mismo año, Iturbide consumó la Independencia de México.


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