Diferencia entre revisiones de «POLÍTICA y RELIGIÓN en los proyectos insurgentes y realistas de la independencia de Nueva España»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda
 
(No se muestran 14 ediciones intermedias del mismo usuario)
Línea 192: Línea 192:
  
 
'''EMILIO MARTÍNEZ ALBESA'''
 
'''EMILIO MARTÍNEZ ALBESA'''
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
 +
  
  

Revisión actual del 05:54 16 nov 2018

Introducción

No debe sorprender la variedad de posiciones que los eclesiásticos y los católicos en general adoptaron en la coyuntura de la guerra por la independencia. Si el cristianismo fuera una ideología, no habría sido así. Las ideologías tienen su fórmula apriorística para resolverlo todo: el marxismo prometía arreglar todo mediante la lucha de clases, y el nazismo, mediante la pureza de la raza aria. Pero el cristianismo no tiene fórmulas; tiene a Cristo, y el cristiano se pregunta cómo actuaría Cristo ante cada situación; de su ejemplo toma principios de vida para iluminar su conciencia, y es con esta conciencia con la que ha de afrontar los problemas sociales que la historia le va presentando.

La independencia de los reinos americanos respecto del gobierno de España, planteaba seis cuestiones morales fundamentales: a) el juramento de fidelidad al rey Fernando VII hecho en 1808, b) el derecho de los pueblos a su autodeterminación (no planteado en estos términos, pero vivamente presente), c) el deber de contribuir al bien común de la entera Monarquía española (del conjunto de los reinos, que formaban una unidad política), d) el derecho a la participación política de los ciudadanos, e) el tema de la guerra justa y f) los deberes de respetar las normas morales en la guerra. No era fácil el discernimiento moral de estos temas complicados con los avatares de más de un decenio de historia. Cada quien debía en definitiva afrontar y resolver estas cuestiones desde su propia conciencia y a la luz de la información sobre los acontecimiento con que contaba.

En la madrugada del 16 de septiembre de 1810, el Cura de la Parroquia de Dolores, Miguel Hidalgo, convoca a sus feligreses a marchar en defensa de la religión, del reino y del rey contra el dominio político y supremacía social de los españoles que estarían vendidos al enemigo francés. Su arenga, el famoso grito, fue más o menos éste: «Viva la Religión. Viva nuestra madre santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la América y muera el mal gobierno». Así lo recogió pocos días después Manuel Abad y Queipo en su célebre edicto de excomunión.

En el comienzo de la guerra de independencia encontraremos dos bandos –insurgentes y realistas– que, curiosamente, enarbolarán un mismo lema: ambos dirán que luchan por el triple ideario de Dios, Patria y Rey, que ya había sido utilizado en la crisis de 1808 contra los franceses, tildándolos de impíos además de usurpadores. El empleo de un mismo lema en los dos bandos enemigos hará que se acusen recíprocamente de hipocresía, abriendo el camino a la confusión interpretativa sobre sus verdaderas pretensiones. Así, los liberales de mediados del siglo XIX se apropiaron de la independencia nacional predicándola de los insurgentes (olvidando que quien lideró y obtuvo la independencia fue Iturbide con su Plan de Iguala) y pintando a los líderes de la insurgencia como liberales.

En realidad el liberalismo se constituirá en facción política sólo después de la independencia. Y consecuentemente tendrá muy poco que ver con la ruptura política con España, que es a lo único que con propiedad debemos llamar «independencia». De hecho, los liberales procederán indistintamente de los tres grupos políticos nacidos de la independencia: habrá liberales provenientes de la insurgencia, como Andrés Quintana Roo, pero también liberales que vienen del borbonismo realista, como José María Fagoaga, y liberales que vienen del iturbidismo, como Valentín Gómez Farías; así como, a su vez, los conservadores procederán de los mismos tres grupos: y encontraremos insurgentes como Carlos María Bustamante, borbonistas como Francisco Manuel Sánchez de Tagle, e iturbidistas como José Miguel Guridi Alcocer. El principal introductor del liberalismo en México será Miguel Ramos Arizpe, quien no fue un insurgente, sino un diputado de las Cortes de Cádiz en la Península Ibérica.

La política religiosa del liberalismo es aquella de la separación entre la Iglesia y el Estado y de la limitación de la Iglesia en su presencia social. Sin embargo, la política religiosa de los insurgentes no fue nada liberal, y la de los realistas lo fue sólo un poquito, si interpretamos así el bando virreinal del 25 de junio de 1812 suspendiendo el fuero eclesiástico para los clérigos insurgentes. Ambas fueron, eso sí, regalistas, es decir, propugnaban la injerencia del gobierno sobre los asuntos eclesiásticos, el intervencionismo del Estado sobre la Iglesia (que a esto se llama regalismo), tal como correspondía a la mentalidad de la época. Sorprenderá a algunos descubrir que los próceres de la independencia no querían la separación entre la Iglesia y el Estado, ni establecer la libertad de cultos, ni despojar al clero de sus privilegios sociales. Tanto el grito de Hidalgo como el plan de Iturbide contienen la defensa de la religión católica en México como un elemento esencial: el primero la creía amenazada por el anticlericalismo del Imperio francés napoleónico, y el segundo la veía obstaculizada por la legislación anticlerical que emanaba de las Cortes liberales españolas. Los próceres, conscientes del catolicismo de la nación, propusieron una relación estrecha entre las autoridades civiles y eclesiásticas. Esta relación estaba mediatizada en sus modalidades por el influjo del regalismo propio de la época.

Política religiosa de la insurgencia

Miguel Hidalgo, que no tenía un programa político claro, sintetiza la finalidad de su alzamiento diciendo que: «deseamos ser independientes de España y gobernarnos por nosotros mismos», es decir, «proclamar la independencia y libertad de la Nación»[1]y que: «Para la felicidad del reino es necesario quitar el mando y el poder de las manos de los europeos; esto es todo el objeto de nuestra empresa»[2].Por ello pretende apresar a todos los españoles peninsulares, hasta que se logre poner el control del reino en manos exclusivamente criollas. Hidalgo busca la conservación del reino ya existente, no la creación de una nueva nación, y, en su segunda proclama, afirma que no se habrían levantado en armas: «si no nos constase que la nación iba a perecer irremediablemente, y nosotros a ser viles esclavos de nuestros mortales enemigos, perdiendo para siempre nuestra religión, nuestra ley, nuestra libertad, nuestras costumbres, y cuanto tenemos de más sagrado y más preciso que custodiar»[3].

La finalidad del levantamiento hidalguino era conservar una realidad político-social existente: «mantener nuestra religión, nuestra ley, la patria y pureza de costumbres»[4], remitiendo a la nación mexicana corporativista, entendida como conjunto de «pueblos» en plural[5], a la nación compuesta por «todas las ciudades, villas y lugares de este reino»[6]. El cura de Dolores se hace eco de las reivindicaciones criollistas, haciendo partícipes de ellas a los mestizos e indígenas. El único destello de un proyecto político en el padre de la insurgencia es la invitación a establecer un congreso que hace en el último párrafo del manifiesto con que se defiende de la acusación de herejía que le presenta la Inquisición (noviembre de 1810)[7]. Es una invitación que no demuestra ir más allá de la propuesta de convocar una junta general del reino, propuesta acorde con el derecho institucional hispano y con la doctrina escolástica que había sido planteada anteriormente por el fraile Melchor de Talamantes, y fue practicada en otros reinos americanos (como Venezuela, el Río de la Plata y Chile).

Acerca de su política religiosa, debemos comenzar diciendo que Hidalgo, en su primer manifiesto, escrito en Valladolid a mediados de noviembre de 1810, profesándose fiel a la fe de la Iglesia católica[8], señala como el «objeto principal» de su deseado congreso de representantes de los pueblos precisamente el «mantener nuestra santa religión»[9]. Afirma que su revolución procura la defensa de la religión católica, en peligro por el prácticamente seguro triunfo francés en España, que habría de provocar el sometimiento de las autoridades virreinales a los principios anticatólicos de la Revolución francesa, y, en su segunda proclama, a finales de año, llega a decir: Los americanos jamás se apartarán un punto de las máximas cristianas, heredadas de sus honrados mayores. Nosotros no conocemos otra religión que la católica, apostólica, romana, y por conservarla pura e ilesa en todas sus partes, no permitiremos que se mezclen en este continente extranjeros que la desfiguren[10].

La confesionalidad católica del Estado, incluso con la prohibición de los cultos no católicos, forma parte integrante y fundamental del ideario del prócer Miguel Hidalgo, lejos de cualquier asomo de separación entre la Iglesia y el Estado en sentido liberal. El abogado Ignacio López Rayón, presidente de la Junta de Zitácuaro, representará la continuidad de los ideales hidalguinos, mientras que el cura José María Morelos, junto con su ideólogo Carlos María de Bustamante, abrirá con el Congreso de Chilpancingo una nueva etapa en el pensamiento insurgente, optando fundamentalmente por el republicanismo como garantía contra todo despotismo. Pero por lo que respecta a la política religiosa, las propuestas de la primera y segunda corriente insurgente muestran continuidad. Tanto los Elementos constitucionales de López Rayón (1812) como los Sentimientos de la nación de Morelos (1813) proclaman a la religión católica como la única del Estado «sin tolerancia de otra» (Elementos, n. 1, y Sentimientos, 2º) y fijan de forma regalista un sistema para el sustento de los ministros de la Iglesia (Elementos, n. 2 y Sentimientos, 3º).

Los dos documentos consideran además apropiado pronunciarse acerca de la guarda de la pureza doctrinal, indicando quiénes habrán de ser los responsables de sostener el dogma: la Inquisición, los Elementos (n. 3), y el clero, suprimiendo tal vez el tribunal inquisitorial de la nación, los Sentimientos (4º); si bien, Rayón pretendía desvincular a la Inquisición del poder de las autoridades civiles, y Morelos remitía al origen divino de la autoridad de la jerarquía eclesiástica, sin reconocer ninguno de los dos al gobierno temporal autoridad directa en el sostenimiento del dogma.

El Acta de independencia de Chilpancingo (del 6 de noviembre de 1813), coloca en Dios el origen de la sociedad y declara que se accede a la independencia en virtud del designio divino, no de la autodeterminación de los ciudadanos. Recoge también la intención de establecer relaciones y un concordato con la Santa Sede y afirma, a nombre de la nación: «que no profesa ni reconoce otra religión, más que la católica, ni permitirá ni tolerará el uso público ni secreto de otra alguna: que protegerá con todo su poder y velará sobre la pureza de la fe y de sus dogmas». Los términos con que en ella se promete la confesionalidad católica del Estado, acompañándola del exclusivismo del culto católico e intolerancia hacia los demás, son ciertamente contrarios al derecho de libertad religiosa, aun cuando el contexto social y mental del México de la guerra de independencia era ciertamente muy diverso del actual.

Está claro que, frente a las acusaciones de impiedad e herejía que los prelados de la Iglesia hacían a los insurgentes, éstos quieren evidenciar aquí la rectitud de su catolicismo y expresar al pueblo la política religiosa que se proponen y que es la de la conservación del catolicismo como religión amparada por las autoridades del Estado, con el respeto a sus dogmas y a las instituciones de la Iglesia. Lo hacen con fuerza en medio de un pueblo que era del todo católico, sin otras confesiones asentadas en el país, y con una cultura católica evidente en todas sus instituciones sociales. El acta señala además que la nación protegerá las órdenes religiosas y, el mismo día, el congreso insurgente declaraba restablecida la Compañía de Jesús, que aún no estaba restaurada por el Papa después de su extinción en 1773.

Por su parte, el decreto constitucional de Apatzingán (del 22 de agosto de 1814) afirma, en su primer artículo, la exclusividad de la religión católica en el Estado. Tal exclusividad no obliga a profesar o practicar el culto católico a cada habitante, sino sólo a respetarlo. Concebido el Estado de acuerdo con el pensamiento tradicional, vinculado a una nación organicista, aparece como custodio de cuanto la nación tiene como bien público y el primer bien de ella sería la religión católica. Es, pues, la naturaleza católica de la nación mexicana lo que exige aquí a su Estado la confesionalidad católica, y no el Estado el que decide o norma el culto católico a la nación. Como contrapartida al reconocimiento estatal de la religión católica como única, el decreto establece el intervencionismo del poder civil sobre algunas materias eclesiásticas, mostrándonos la persistencia del regalismo en el proyecto insurgente. Así, competería al supremo gobierno civil: «cuidar que los pueblos estén proveídos suficientemente de eclesiásticos dignos, que administren los sacramentos y el pasto espiritual de la doctrina» (art. 163º); el supremo tribunal civil de justicia conocería «todos los recursos de fuerza de los tribunales eclesiásticos» (art. 197º); durante la guerra, al gobierno competería el nombramiento de jueces eclesiásticos para el conocimiento en primera instancia de las causas criminales y civiles de los eclesiásticos (art. 209º); las causas de herejía y apostasía de los diputados quedarían bajo la jurisdicción de los jueces del tribunal de residencia, que era civil (art. 227º); todas las autoridades eclesiásticas de la nación deberían hacer el juramento de obediencia y fidelidad al futuro congreso constituyente (art. 236º).

La actuación insurgente fue evidentemente regalista. Así por ejemplo, la Junta de Zitácuaro procedió a nombrar por su cuenta un vicario general castrense en la persona del cura de Guadalajara José María Cos, en 1812. Cos, fundándose en este nombramiento, removerá párrocos, concederá dispensas matrimoniales y aprisionará eclesiásticos. El cabildo eclesiástico de México habrá de declarar todos estos actos nulos y abusivos en su edicto del 30 de junio de 1812[11]. Por su parte, también el cura y prócer José María Morelos se entrometió en asuntos eclesiásticos y la carta que le dirigió el obispo de Puebla Manuel Ignacio González del Campillo, el 14 de noviembre de 1811, subrayaba sus faltas contra la disciplina eclesiástica, su escandalosa transformación en caudillo de gentes armadas y sus extorsiones contra varios sacerdotes[12].

Una semana antes del fusilamiento de Morelos (en diciembre de 1815), el insurgente Manuel Mier y Terán disolvía a la fuerza el congreso, en Tehuacán, negándole el carácter de representación popular. A partir de entonces, la Junta de Xauxilla (en Zacapu, Michoacán) se considerará a sí misma cabeza legítima del movimiento insurgente hasta su caída en manos realistas a principios de marzo de 1818. El conflicto de relaciones entre esta junta y los miembros del cabildo eclesiástico de Valladolid de Michoacán, sirve para recoger el bagaje regalista del pensamiento insurgente. El 17 de marzo de 1817, los cuatro miembros de la junta de Xauxilla dirigen un oficio, redactado por el canónigo de Oaxaca José de San Martín, a los gobernadores de la mitra de Michoacán[13], lamentando la oposición de los obispos a la insurgencia.

En él, se les acusa de profanar la religión, usando de su ministerio sagrado para apoyar una causa política. Al mismo tiempo, para solventar los males espirituales del pueblo, el gobierno insurgente advierte que, si la autoridad eclesiástica no colabora, procederá unilateralmente como de su derecho a arreglar la situación, siguiendo: «las incontrastables doctrinas de un Febronio, de un Bossuet, de un Suárez, de un Natal Alejandro, del sabio Van Espen [...]» y menciona el ejemplo de la actuación de los Borbones contra el monitorio de Parma en 1768, entre otros casos clásicos de injerencia del poder civil sobre la Iglesia[14], es decir, los insurgentes amenazan con el recurso al regalismo. Ante la negativa de los gobernadores de la mitra michoacana a colaborar con los insurgentes, éstos publicaron unas extensas notas criticando el sometimiento del alto clero novohispano al regalismo despótico ejercido por la Corona española y, al mismo tiempo, justificando su propia desvinculación respecto de ese alto clero en la afirmación de unos derechos regalistas de que, como gobierno insurgente, se considera investida[15]. Se trataba pues de combatir los efectos del regalismo español con más regalismo.

La insurgencia había nacido de un llamado del cura Hidalgo a la defensa de la religión en peligro y, al agonizar, reivindicaba su naturaleza de movimiento político y no religioso. Parece una contradicción y tal vez lo era; pero esta evolución quizá refleje sobre todo la convicción honda de los insurgentes de la justicia de su causa: ellos pensarían que, habiendo tomado la bandera de la religión con sinceridad, si se les atacaba desde la religión, habría de ser sólo por motivaciones políticas. La revolución insurgente no implica una concepción de Iglesia nueva frente a la regalista: la vida de la Iglesia sería intervenida por el gobierno de la nación soberana no menos de lo que lo había sido por el rey soberano. Con el fusilamiento de Morelos y la caída del fuerte de Xauxilla, la insurgencia parecía abocada a morir.

Carlos María de Bustamante

En este contexto no se puede excluir al abogado oaxaqueño Carlos María de Bustamante (1774-1848), quien, además de ser el primer periodista moderno mexicano, fue el redactor de la primera acta de independencia (la de Chilpancingo) e ideólogo destacado de José María Morelos; probablemente el principal pensador insurgente. Tras la independencia, será además diputado de los dos primeros congresos constituyentes mexicanos y de otros tres congresos nacionales. Como vivirá hasta 1848, nos descubre clarísimamente la distancia entre el ideario insurgente y el liberal[16].

Paladín de libertades, comenzando por la de expresión y la de imprenta, Bustamante defendió con sus escritos y sus acciones tanto el gobierno representativo como el constitucionalismo y vino a ser una de las primeras víctimas del despotismo antes y después de la independencia. Extremadamente antimonárquico, su aportación resultó decisiva para aunar el republicanismo a la independencia en el ideario de la insurgencia; primero, abandonando los flirteos monarquistas que habían caracterizado a Hidalgo y López Rayón y, después, oponiéndose al emperador Iturbide, hasta el punto de considerar el desconocimiento del Plan de Iguala y de los Tratados de Córdoba que abría la puerta a la República como el momento de la verdadera independencia de la patria: «Desde el día 8 de abril de 1823 data la independencia y libertad civil de la nación mexicana»[17].

Ayudó a sus contemporáneos, profundamente religiosos, a superar la reticencia hacia el republicanismo desde un sana conciencia de la laicidad del Estado, asegurando que el cristianismo: «no se mete en las formas de gobierno, tan bien se acomoda a una república, como a una monarquía»[18]. Intensamente nacionalista y anti-hispánico, reivindicará el pasado indígena para la nueva nación. A partir de Bustamante, el México independiente, aun cuando concebido por entonces fundamentalmente como criollo, no podrá ya prescindir de su pasado indígena, sino que deberá abrirse a la tarea de integrarlo en la memoria histórica nacional, influyendo sobre su proyecto de nación[19]. Siempre cuerdo y constructivo, este nacionalismo indigenista no le llevará a aprobar las expulsiones de españoles estipuladas por los gobiernos yorkinos de los finales años 20, que lamentó profundamente y calificó de injustas.

Claramente conservador cuando, en las décadas siguientes, la vida política mexicana se dispute entre liberales y conservadores, quien fue probablemente el principal ideólogo insurgente, viene así a desdecir el tópico que presenta la independencia como el fruto de unas ideas ilustradas que habrían de animar también al posterior liberalismo decimonónico. Bustamante, sin que se conozcan fracturas en su pensamiento o en sus posicionamientos, fue partidario del centralismo desde los años 20 y se contará entre los protagonistas del régimen de las Siete Leyes Constitucionales de 1836, figurando entre los cinco miembros del Supremo Poder Conservador. Consideró que el gobierno debía adaptarse al sentir de la nación.

En 1842, en su conservador Análisis crítico de la constitución de 1836, el viejo insurgente continuará batiéndose por la libertad e independencia, el republicanismo, el anti-despotismo y el catolicismo nacional[20]. En esta obra, subraya sobre todo que el programa de los liberales no corresponde a la voluntad de la nación: ridiculiza las que él llama «detestables ideas llamadas del siglo o del progreso», las cuales conducirían sucesivamente a la disolución social, anarquía, despotismo y desengaño. Advierte del peligro del partidismo, que puede ahogar la voluntad mayoritaria en la que debería residir la soberanía y anular la representatividad nacional de los diputados convirtiéndolos en representantes de una simple facción.

Profundamente católico, defendió siempre como un valor la unidad religiosa de que disfrutaba México y promovió un lugar para la religión en la esfera pública de la patria como garantía de libertad y de caridad social, tanto frente al indiferentismo laicista como frente a fanatismos irracionales. Frente al laicismo, expresaría el 9 de diciembre de 1823, en el Congreso Constituyente, «que las naciones tenían sus caracteres y el de la mexicana era el catolicismo»;[21]caracteres que el legislador debía respetar. Nunca creyó que la religión se opusiera «a que los pueblos reclamen y recobren sus justos derechos»;[22]sino que por el contrario servía para asegurarlos y, así, recordaba que esos frailes que en su tiempo veía despreciados, eran quienes habían traído la ilustración a América y habían civilizado a los indios. Fue un continuo defensor de la por entonces denostada Compañía de Jesús, desde sus días de Chilpancingo hasta el final de su vida. Un progreso condicionado al desconocimiento gubernamental de la identidad católica de la nación resultaba, para él, una burda falsificación: «marchar al progreso, pero a la cangreja»[23].

Diez años después de escribir el acta de independencia de Chilpancingo, Bustamante en el Congreso Constituyente seguirá defendiendo la confesionalidad católica de la República y la exclusividad del culto católico en la nación. El pueblo seguía siendo católico en su generalidad, sin que hubiera otros protestantes que unos cuantos norteamericanos comerciantes o diplomáticos a quienes no se molestaba en el ejercicio de su culto, el cual ciertamente no pasaba del ámbito privado sin requerir ni siquiera edificios específicos. En este contexto, la exclusividad oficial del catolicismo era fundamentalmente una ratificación de confesionalidad que buscaba asegurar la voluntad de que México continuara en el futuro por siempre siendo un país católico, donde la sociedad pudiera vivir su catolicismo en el ámbito social sin encontrar oposición alguna. No era juzgada por sus defensores como una traba contra la libertad religiosa de unos extranjeros no católicos, sino más bien como una garantía para la libertad religiosa de los ciudadanos, que eran de hecho católicos. Es importante tenerlo en cuenta, aunque a mi modo de ver, esto no cambia la verdad de que esa legislación era insuficiente para asegurar el legítimo derecho a la libertad religiosa de todos.

Fue también contrario a los fanatismos religiosos. Por esto, aclaró tanto en el Congreso Constituyente de 1823 como en su Análisis de la constitución de 1836, que la intolerancia legal de los cultos no católicos no debía entenderse como una agresión hacia los protestantes, quienes en México: «experimentan de hecho, que se les tolera más que en sus propios países»[24], sino como una garantía del compromiso de los gobernantes en considerar un bien social esa unidad religiosa de la nación que de hecho existía y el pueblo quería conservar. También señaló el fanatismo irracional como algo indeseable y que debía evitarse, cuando advirtió que, en el contexto social mexicano, una legislación de libertad de culto podía de forma contraproducente despertar en el pueblo inculto ese fanatismo ante quienes sintiera que atacaban su religión, y moverlo a realizar precisamente acciones violentas contra aquellos mismos extranjeros protestantes que se pretendería defender[25].

Desconfiaba de la oportunidad de legislar en tal sentido porque: «si no nos podemos tolerar cuando diferimos en opiniones políticas, ¿cómo podremos hacerlo en opiniones religiosas?»[26]. Personalmente buscó la moderación y el equilibrio, así ya en el tiempo de guerra, en el que invitaba a los insurgentes a no dejarse llevar de la rabia de verse tildados de rebeldes y herejes para faltar al respecto a los «sagrados» «principios del derecho de gentes y de la guerra: «obraremos según ellos […], quedando bien persuadidos con Cicerón, de que el partido de la justicia siempre es clemente y moderado»[27]. Se opuso a la Inquisición por sus métodos, juzgándola un instrumento del despotismo y la arbitrariedad, si bien no por su finalidad de custodiar la pureza de la fe, habiéndose manifestado un tiempo favorable sólo a su reforma y no a su extinción. Esta oposición no le hacía de ninguna manera creer que el ateísmo pudiera tener, en el ámbito público de la sociedad, la consideración que corresponde a la religión; por el contrario, los creyentes eran quienes tenían derecho a que la autoridad civil garantizase el respeto a sus convicciones religiosas, mientras que el ateísmo era un asunto privado que debía quedar en el interior del individuo por no representar ningún valor en sí mismo y no debe menoscabar el bien de la religión[28].

Bustamante denunció a los liberales de buscar imponer subrepticiamente a la nación «la indiferencia y menosprecio hacia la religión verdadera» de acuerdo con un proyecto bendecido en las reuniones privadas de «las logias masónicas», mientras que: «El pueblo mexicano, a excepción de doscientos o trescientos impíos y alucinados, ama la religión de sus padres, respeta sus ministros, y las instituciones religiosas quiere mantenerlas, y mantener el culto santo; no quiere tolerar cultos falsos, ni el triunfo de la impiedad y de la irreligión»[29]. Despreció a la masonería, manifestando con orgullo que a él le bastaba con ser católico y mexicano y no necesitaba adquirir una tercera denominación.

Su planteamiento de política religiosa era regalista moderado. No dudaba en asignar al gobierno temporal cristiano, por el hecho de serlo, una misión sobre la vida eclesiástica de la nación. Consideraba además que el gobierno de México gozaría de las mismas prerrogativas sobre las materias eclesiásticas de que, por concesión pontificia, había gozado el rey de España, tales como el patronato y la libre disposición de los diezmos, porque la nación mexicana independiente y soberana las habría heredado del monarca[30]. No obstante, bajo la unión entre el gobierno y el altar que Bustamante siempre propugnó[31], se descubre con claridad la moderación de su regalismo. Él subrayaba que el gobierno debía colaborar con la Iglesia, brindándole el apoyo de su poder temporal, pero también enfatizaba que las autoridades eclesiásticas debían buscar el bien espiritual y moral de los fieles, deponiendo todo interés temporal; admitía que los eclesiásticos participasen en la vida política de la nación, incluso asumiendo cargos públicos, pero la asunción de éstos habría de hacerse con sincero interés por servir a la patria, es decir, como acto de caridad y nunca como medio de buscar beneficios para sí o para otros a costa del bien de la nación[32].

En su refutación de la Carta imparcial sobre el fuero del clero del Lic. Francisco Estrada, escrita el 18 de octubre de 1812[33], parte de un regalismo asimilado, considerando al clero parte integrante del Estado, su «porción más preciosa», y poniendo a la Iglesia bajo protección del soberano temporal; pero la integración del clero la resuelve en la consideración de los útiles servicios que los sacerdotes harían al pueblo mediante su ministerio, y la «protección» del gobernante sobre la Iglesia, asumida libremente por éste, se resuelve en un compromiso «a guardarla sus inmunidades, no menos que a sus ministros»[34].

De la mutua ayuda entre las autoridades civiles y eclesiásticas, Bustamante deduce que la Iglesia puede pedir al gobernante temporal que le auxilie incluso para procurar el bien espiritual (como en la persecución de la herejía) y exigir que, en la prestación de tal auxilio, proceda bajo la autoridad eclesiástica;[35]asimismo, subraya que el obispo, en su calidad de pastor de las almas, tiene el deber de resistir al poder civil, despojándose de su protección si ésta llegase a convertirse en tiranía. Así, califica la intervención de los monarcas españoles sobre la Iglesia de «papato real», es decir, una supremacía despótica sobre la Iglesia. Bustamante juzga este supuesto cesaropapismo español peor que el anglicanismo, porque habría sido un abuso cometido de manera hipócrita, aparentando dolosamente conservar la comunión con la Sede Apostólica[36]. A diferencia del ejercicio abusivo de las regalías eclesiásticas por parte de la Corona española, los gobernantes insurgentes habrían de usar de ellas de un modo justo, o sea no en favor de sus propios intereses temporales, sino del bien espiritual de los ciudadanos. En la práctica, el licenciado oaxaqueño, como también antes Ignacio López Rayón, procuró que el gobierno insurgente recurriese a un acuerdo directo con la Santa Sede para entrar en ejercicio pleno y lícito de la soberanía nacional en aquello que tocase la vida eclesiástica de la nación[37].

El realismo y el juicio de los obispos

Tanto en el bando insurgente como en el bando realista, el modo de plantear las relaciones entre la Iglesia y el Estado fue fundamentalmente regalista; pero los realistas aplicaron alguna limitación a las inmunidades eclesiásticas, lo que los colocaría más en línea del liberalismo posterior que a los insurgentes. En la Guerra de Independencia mexicana, los realistas formaron el bando contrario a la insurgencia. Se autodenominaban así porque, fieles al gobierno virreinal, se presentaban como los verdaderos defensores de los derechos del rey.

El pensamiento político del realismo compartía con el de la insurgencia la base tradicionalista; pero, mientras que el pensamiento insurgente estaba muy influido por el constitucionalismo histórico, el realista lo estaba más por el despotismo ilustrado. Con el término de despotismo ilustrado, nos referimos al modelo político característico de la última fase del Antiguo Régimen[38], que considera al monarca como depositario indefectible de la soberanía, la cual la habría recibido de Dios ya sea directamente, mediante la sucesión hereditaria, o bien indirectamente, mediante una delegación del pueblo perpetua e irrevocable. El reino se entiende entonces principalmente como el producto del rey; quedaría dotado de una identidad propia en virtud del ejercicio que el monarca hiciera de su soberanía.

No obstante, la referencia al Dios cristiano, al mismo tiempo que investía al rey de autoridad casi sagrada, circunscribía teóricamente por lo menos, el ejercicio de su poder dentro de los límites de la promoción de la justicia y del bien del pueblo. Especialmente, en la tradición política española, teorías como la del «derecho divino de los reyes» y la del «soberano decisionista absoluto», no llegarán a calar lo suficiente como para cancelar la concepción pactista tradicional de la monarquía, aunque sí la difuminarán. El pactismo había fundado la autoridad regia sobre el pacto de mutua fidelidad entre el monarca, que juraba respetar las leyes propias del reino y velar por ellas, y el pueblo, que juraba obediencia al rey esperando que cuide de la seguridad y bien del reino y sus gentes[39].

En el despotismo ilustrado, la nación se ve todavía como producto de la historia comunitaria y se concibe dotada de una identidad cristiana, si bien ésta se entiende dependiente de la identidad cristiana del soberano que la rige. Dado que el Estado –el gobierno del soberano– aparece como el origen y artífice del orden justo en la sociedad, dotándola de identidad, se acentúa la tendencia a identificar la sociedad con el Estado; en esto, el despotismo ilustrado realista se aproxima más al liberalismo que el tradicionalismo político insurgente.

También la vida religiosa de la sociedad va a quedar mediada por el rey que es quien, con su voluntad soberana y benéfica, dota de sentido a tal sociedad. Dentro de la visión social del despotismo ilustrado, la obligación del clero para con la sociedad civil se define también como obligación para con el Estado y, más en concreto, como obligación para con la persona del rey soberano que, con su propio cristianismo personal, asegura el carácter cristiano del reino y garantiza el lugar de la Iglesia. La suposición de la religiosidad personal del monarca católico ilustrado llega a convertirse en una –y quizá única– instancia pública a la que recurrir para reclamar los derechos de la Iglesia, haciéndose elemento constitutivo del Estado católico ilustrado más allá de los sentimientos interiores del rey. Los realistas enfatizarán la legitimidad de origen hasta dejar en la sombra la legitimidad de ejercicio. Su recurso insistente y hasta exasperado de la doctrina regalista de obediencia religiosa y sumisión ciega al gobernante temporal, para defender el fidelismo monárquico contra la revolución insurgente, acabará por manifestar la deficiencia del regalismo en el diseño de un marco adecuado para las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Comenzamos por los obispos. Desde su estallido en 1810, el episcopado novohispano interpretará la insurgencia como un pecado de rebeldía contra el soberano legítimo. El 24 de septiembre de ese año, el electo para obispo de Michoacán Manuel Abad y Queipo, promulga el edicto de excomunión contra el cura Hidalgo, el obispo de Guadalajara Juan Cruz Ruiz de Cabañas también declara incursos en excomunión a quienes secundaran la rebelión, y el arzobispo de México Francisco Xavier Lizana dirige una exhortación a todos los habitantes de la Nueva España contra su alzamiento, que interpreta como un atentado contra la paz reinante hasta entonces y paragonando la rebelión insurgente a la anticristiana Revolución francesa[40]. El 18 de octubre, el arzobispo promulgará un edicto confirmando las excomuniones y penas canónicas contra Hidalgo dictadas por Abad y Queipo.

Pensemos que Lizana en 1808 se había manifestado favorable a la reunión de la junta gubernativa general del reino que pedían los criollos, y que sería el congreso del que Hidalgo hablaría después. Por eso, la oposición a la insurgencia en él como en la generalidad de los obispos, no responde a la causa que el movimiento aduce –porque por otra parte hasta 1813 e incluso hasta 1814 no se consolida el ideal independista tal como hoy lo entendemos en el seno de la insurgencia–, sino a los medios revolucionarios y violentos con que busca alcanzarla. A su vez, otro obispo como Antonio Joaquín Pérez de Puebla, acérrimo defensor del absolutismo de Fernando VII, no dudará en protestar contra la crueldad con que el realista Félix María Calleja trataba a los insurgentes y será uno de los responsables de que éste sea destituido como virrey precisamente por su barbarie. Y cuando llegue el momento de la independencia con las tres garantías del plan de Iguala, este obispo será el miembro del episcopado que colabore con mayor entusiasmo en la obra de Iturbide. Los obispos buscaban fundamentalmente la paz. Una paz en la justicia, y para ellos –como inicialmente para todos incluidos los insurgentes– la justicia tenía como punto de partida el reconocimiento de la legitimidad del gobierno de Fernando VII y la consecuente fidelidad a él.

Posiblemente son las expresiones de los obispos las que denotan un regalismo más extremo. De la condena de las graves faltas contra la disciplina eclesiástica de los curas Hidalgo y Morelos, del deplorar su recurso a las armas y de la denuncia de los crímenes y desórdenes sociales de la insurgencia, los obispos pasarán a condenar los mismos fines de la insurgencia y a promover, con sus cartas pastorales, el fidelismo político realista como obediencia religiosa debida al soberano legítimo. La excomunión de Hidalgo por Manuel Abad y Queipo (24 de septiembre de 1810) se había fundado en el aprisionamiento de unos eclesiásticos, es decir, en una falta contra la inmunidad personal del clero. El obispo de Puebla Manuel Ignacio González del Campillo, en noviembre de 1811, comparando el movimiento insurgente novohispano con el movimiento de independencia de Estados Unidos, denunciaba sus diferencias y concluía que la insurgencia mexicana era, como la Revolución francesa, intrínsecamente injusta, ofensiva contra el legítimo soberano y violenta hasta el extremo[41]. El obispo de Guadalajara Juan Cruz Ruiz de Cabañas instaba a los novohispanos en su edicto del 4 de abril de 1812 a cumplir sus «obligaciones» «como ciudadanos y verdaderos cristianos»[42]y el 8 de septiembre de 1815 escribiría una importante carta pastoral fidelista.

El obispo de Oaxaca Antonio Bergosa y Jordán, gobernando el arzobispado de México, asumiría también una posición netamente fidelista el 7 de febrero de 1815, hablando de la «injusticia abominable» de la insurgencia y dirigiendo estas palabras a los insurgentes: «Non licet tibi: no os es lícito quebrantar los repetidos juramentos de vasallaje, y fidelidad prometida a nuestro benéfico Soberano el Señor Don Fernando VII, nuestro Rey y Señor natural. Non licet tibi: no te es lícito usurpar los derechos de la justicia, ni las jurisdicciones de las potestades civil y eclesiástica; quitar curas, ni poner curas, ni otros jueces con notoria nulidad de sacramentos, y de otros actos de jurisdicción.»[43]

Bergosa condena así tanto la infidelidad al soberano temporal como los actos regalistas de los insurgentes. Denuncia el regalismo practicado por la autoridad civil que considera ilegítima, mientras que lo consiente cuando lo practica la autoridad civil que considera legítima. El mismo Bergosa gobernaba el arzobispado de México en función de las facultades patronales que se había arrogado la Regencia de España. Los obispos, al ensalzar con adjetivos providencialistas a Fernando VII y al pedir al clero que mantenga y predique el fidelismo político como obligación religiosa, van a sostener por lo general un regalismo acrítico. En efecto, en el bando realista, el regalismo se empapa de absolutismo y se extrema hasta introducirse en un terreno conflictivo para la teología moral y establecer unos vínculos tan estrechos entre el rey y el episcopado que no encuentran sólida justificación eclesiológica, poniendo de esta forma en evidencia la debilidad intrínseca de la doctrina regalista.

La carta pastoral del arzobispo de México Pedro José de Fonte (1815-1838) del 24 de octubre de 1816[44]puede ser considerada como el tratado mexicano del despotismo ilustrado. Escribe su pastoral para publicar y secundar el breve Etsi longissimo del Papa Pío VII (30 de enero de 1816)[45], en el que el Pontífice había pedido a los hispanoamericanos fidelidad a Fernando VII desde el legitimismo dinástico antirrevolucionario característico de la Europa de la Restauración post-napoleónica. El arzobispo presenta la insurgencia como un pecado de desobediencia al legítimo soberano y consecuentemente a Dios, ya que el rey sería soberano por elección divina y se le debería obedecer como si sus disposiciones procedieran del mismo Dios[46].

Incluso a un gobernante injusto habría que obsequiarle la obediencia sin resistencia en todo aquello cuanto ordenase sin ser opuesto a la voluntad de Dios. Fonte responde a la acusación de que la religión, predicando esta sumisión y obediencia al poder político, perjudicaría al bien temporal de los pueblos, perpetuando su ignorancia y barbarie: para él, los predicadores de libertad y novedades políticas estarían lanzando a las gentes a la revolución, sumiendo a las naciones en la anarquía y legando a los pueblos todo tipo de calamidades porque los alucinarían con esperanzas de felicidad ilusorias, no fundadas sobre la verdad del hombre; por el contrario, el catolicismo ofrecería una base firme para la esperanza predicando a todos –poderosos y humildes– el precepto de la caridad, única vía por la que el hombre vencería sus malas tendencias y podría dar frutos de mejora humana y social. También apoyaría la ilustración y el progreso de las ciencias; pero nunca para alentar revoluciones, las cuales serían intrínsecamente inmorales, incluso ante un poder que procediera tiránicamente, ya que la violencia resultaría siempre opuesta a la caridad. En virtud de esta misma caridad, el soberano tendrá siempre el deber imprescriptible de emplear su poder en beneficio del pueblo.

De esta forma, desde las virtudes cristianas de la obediencia y de la caridad, el arzobispo de México justifica el despotismo ilustrado como un absolutismo benefactor. Con el presupuesto del amor que los súbditos deben anteponer siempre a cualquier consideración en su relación con el rey, el intervencionismo regio en las cuestiones religiosas encontrará abiertas las puertas de la condescendencia de los pastores y fieles cristianos del reino. Desde la lógica del despotismo ilustrado, el pueblo queda jurídicamente inerme ante las disposiciones del soberano temporal, y de tal indefensión participa la Iglesia. Ella se entendía radicada en el reino cristiano, cuya cabeza era el monarca, y necesitaba de este reino cristiano para estar inserta en la sociedad de modo público y estable. Su connivencia con el gobernante obedecería a esta inserción[47].

Política religiosa realista y predicación del clero realista

El virrey Francisco Xavier Venegas, tras consultar a la Audiencia, expidió un bando en México con fecha del 25 de junio de 1812 por el que ponía a todos los insurgentes, sin distinción alguna, bajo la jurisdicción militar, señalando expresamente que podía pasarse por las armas a los eclesiásticos condenados a ello por el consejo de guerra competente en virtud de la ordenanza militar, sin necesidad de previa degradación al estado laical. Esto era un quebranto del fuero eclesiástico, una de las más importantes preeminencias de la Iglesia. La publicación de este bando desató en México la protesta de una parte significativa del clero, que consideraba una ofensa al sacerdocio esta derogación de la inmunidad personal eclesiástica por parte del gobierno temporal. El bando realista heredará el regalismo característico de los Borbones españoles y lo transmitirá a su vez al liberalismo mexicano en buena medida.

Un destacado propagandista realista será el franciscano Diego Miguel Bringas, criollo sonorense, guardián del Colegio de Santa Cruz de Propaganda Fide en Querétaro, y capellán de las tropas del general Félix María Calleja. Su escrito principal es una larga impugnación de octubre de 1812 del manifiesto del cura insurgente José María Cos de marzo del mismo año[48]. Desde el legitimismo monárquico propio de la Ilustración hispana, califica a los insurgentes de rebeldes y de pertinaces herejes. El concepto de nación en Bringas es el organicista tradicional, según el cual la nación se compone de distintos cuerpos a modo de sociedades intermedias;[49]pero, incorporando el despotismo ilustrado, hace depender su vertebración de una soberanía monárquica de cierto tinte decisionista, de modo que propicia la identificación de la nación con el Estado.

Para él, la nación político-social es sólo la entera Monarquía hispana concebida de una manera unitaria, como resultado de la indivisibilidad de la soberanía[50]. La idea tradicional de que, en ausencia del rey, la soberanía pueda ser reasumida por la nación, entendiendo por tal el pueblo, viene interpretada por Bringas como el deber del pueblo de custodiar la soberanía del monarca legítimo, y de ninguna manera como una reasunción verdadera y propia que le dé la libertad de decidir su futuro independientemente de los derechos del rey, que serían imprescriptibles. El gobierno virreinal no habría perdido su legitimidad, según Bringas, porque los virreyes habían seguido siendo nombrados por la autoridad del gobierno supremo provisional establecido en España para la entera Monarquía; gobierno reconocido por el pueblo novohispano por el hecho de ser reconocido por la nación de la que él sería parte[51].

Sostiene que el gobierno de la España peninsular habrá de ser necesariamente el gobierno de la nación entera. Fiel al despotismo ilustrado, niega el derecho a la rebelión frente a un gobierno tirano, aunque considera que los gobernantes tienen obligación de sujetarse a las normas morales de la justicia en el ejercicio de su autoridad. Él opina que el gobierno español en América ha sido sumamente beneficioso y nunca despótico, por lo cual no sería posible apoyar en el constitucionalismo histórico una reclamación de derechos conculcados[52]. Entre las bondades que Nueva España debería a la monarquía española, Bringas subraya la siembra y la conservación del catolicismo, de manera que, si la insurgencia se saliera con su empeño de independencia, «indubitablemente se perdería la Religión»[53]. A su juicio, la rebelión insurgente, actuada por sacrílegos, herejes y excomulgados, atentaba a un tiempo, como la Revolución francesa, contra el Estado y contra la religión católica y sólo por ignorancia política y teológica la había secundado parte del pueblo[54].

Para Bringas, el carácter cristiano del reino es consecuencia del carácter cristiano de su gobernante. La sociedad sería cristiana por el hecho de haber tenido un gobierno cristiano, que la habría cristianizado y la conservaría así[55]. En consecuencia, la rebelión insurgente contra el gobierno pondría en peligro la religión de la sociedad novohispana, como de hecho estarían evidenciando las acciones sacrílegas de sus secuaces y la prostitución del ministerio sagrado por parte de los clérigos insurrectos. Presenta el título de «reyes católicos», concedido por el Papa Alejandro VI a los reyes españoles, como prueba suficiente de la pureza de la fe católica de los reyes de España, sin que al pueblo le corresponda cuestionar o verificar la autenticidad de la fe del monarca de turno[56]. No obstante, el no dejar espacio alguno a la posibilidad de cuestionarse la rectitud de la fe del monarca soberano legítimo, manifiesta la debilidad del regalismo de Bringas ahí donde parece tener su fuerza. La exageración con que se hace uso del pensamiento regalista en el contexto de la guerra para condenar al adversario está sacando a la luz los límites de este pensamiento.

Para el canónigo de México José Mariano Beristáin de Souza, culto criollo formado en España con Gregorio Mayáns y Siscar, el rey es sobre todo un padre y España, la madre de la Nueva España. Los novohispanos serían españoles por ser hijos de España del mismo modo como serían católicos por ser hijos de la Iglesia romana, sin importar la distancia física que los separe de la Península o de Roma[57]. La llamada de los predicadores realistas a secundar incondicionalmente al gobierno desde los postulados del despotismo ilustrado les conducirá al extremo de llenar de elogios a la Constitución de Cádiz en 1812, vituperarla en 1814 y volver a elogiarla en 1820; contradicción que sus rivales no desaprovecharán para desprestigiarlos. El fidelismo realista ponía en evidencia su debilidad argumental cuando, en el contexto de la guerra, se extremaba al punto de tener que contradecir las propias convicciones ideológicas.

Política religiosa de Iturbide

Agustín de Iturbide, criollo de primera generación, nacido en Valladolid de Michoacán en el seno de una familia de ricos hacendados, será el líder realista que lleve a efecto la independencia nacional de México. El consenso que obtuvo del alto clero mexicano está ligado al triunfo del golpe de Estado en España, de enero de 1820, que forzó al rey a jurar la Constitución liberal de Cádiz y que, al amparo de ésta, abrió paso a toda una legislación secundaria de corte anticlerical: con supresión del fuero eclesiástico, expropiación de bienes eclesiásticos, disolución de conventos y de la Compañía de Jesús, supresión de la Inquisición, expatriación de obispos y ruptura con la Santa Sede.

Iturbide contó con el apoyo, o al menos el respeto, de destacadas personalidades del alto clero novohispano (si bien no todas desde el inicio ni con el mismo grado de simpatía): los obispos Antonio Joaquín Pérez de Puebla, Juan Ruiz de Cabañas de Guadalajara, Bernardo del Espíritu Santo de Sonora, Pedro Agustín Estévez Ugarte de Yucatán, Manuel Isidoro Pérez Suárez de Oaxaca y, finalmente también, Juan Francisco Castañiza de Durango; canónigos como Matías Monteagudo y Manuel de la Bárcena, así como los del cabildo de Chiapas, muy contrarios al liberalismo gaditano, y otros sacerdotes como José Manuel de Herrera, José Manuel Sartorio (ambos antes insurgentes) o, en menor medida, José Miguel Guridi y Alcocer.

Además Iturbide encontró un pueblo cansado de los largos años de guerra cruel. Bajo las tres garantías de «religión, independencia y unión» señaladas en su Plan de Iguala, proclamado el 24 de febrero de 1821, logró unificar las distintas tendencias y, con la firma del Tratado de Córdoba con el nuevo y último representante de España, en agosto, logró abrir el camino a la declaración de independencia del 28 de septiembre de 1821. Las tres primeras bases de su plan declaraban la religión católica como religión del reino sin tolerancia de otra, la base decimocuarta garantizaba el fuero eclesiástico y la conservación de la propiedad de los bienes eclesiásticos, y la base vigésima primera hablaba del delito de «lesa Majestad divina» como el mayor de todos.

En lo que respecta al puesto de la Iglesia en el Estado y en la nación, parece que Iturbide no pretendía innovar. Se manifestaba ciertamente católico y partidario de la conservación de la religión católica como religión única del Estado y de la nación. Participaba de la mentalidad regalista propia del México de su época, mencionando a los eclesiásticos entre los empleados del Estado; pero manifestaba desear ser: «el apoyo más firme del Dogma santísimo»[58]y de la Iglesia, también en sus inmunidades. Su carta al obispo Ruiz de Cabañas del 27 de febrero de 1821 es una confesión de fe católica y una muestra de disposición plena para su defensa: “No creo que hay más que una religión verdadera, que es la que profeso [...]. Creo igualmente que esta religión sacrosanta se halla atacada de mil maneras y sería destruida si no hubiera espíritus de alguna fortaleza que a cada descubierta y sin rodeos saliera[n] a su protección y [...] creo también que es obligación anexa al buen católico este vigor de espíritu y decisión [...]. En dos palabras: o se ha de mantener la religión en Nueva España, pura y sin mezcla, o no ha de existir Iturbide.”[59]

Por tanto, una vez obtenida la independencia mexicana, y pese a los consejos de alguno de sus ministros regalistas como el sacerdote José Manuel Herrera, Iturbide procuraría siempre conservar una buena relación con los obispos y proceder en la cuestión eclesiástica con arreglo a sus disposiciones. En el breve período de gobierno iturbidista, las relaciones entre la Iglesia y el Estado en México aparecían respetuosas de su mutua independencia y abocadas a una prometedora colaboración recíproca.

Acerca de la separación entre la Iglesia y el Estado

Hemos mencionado el bando virreinal que limitaba el fuero eclesiástico en 1812. El cabildo eclesiástico metropolitano, como gobernador de la mitra, resolvió tolerar la disposición; pero ciento diez clérigos de la ciudad de México (todos seculares excepto cinco regulares) firmaron, con fecha de 6 de julio, una Representación en la que pedían al cabildo eclesiástico que interviniese solicitando al virrey la revocación del bando, y se manifestaban dispuestos a proseguir sin descanso suplicando a todas las instancias necesarias hasta obtener «la restitución total en el pleno y libre goce de la inmunidad eclesiástica, real y local» como parte de «los sagrados derechos, irrevocables e imprescriptibles que le competen» al clero[60].

Los firmantes reaccionan contra la tentación regalista de hacer del clero un conjunto de ministros para el culto dependientes del Estado, y sus palabras apuntan hacia las dos ideas que resultarán fecundas para la evolución del pensamiento católico mexicano en la superación del regalismo: la idea de soberanía aplicada a la Iglesia, y la idea de la preeminencia de lo espiritual. Se entreabría el camino hacia un primer planteamiento de separación entre la Iglesia y el Estado. Y se desató una intensa polémica en la segunda mitad de ese agitado año de 1812.

En este contexto, reviste una importancia capital el Discurso dogmático sobre la potestad eclesiástica del sacerdote de México José Joaquín Peredo[61]. Insiste en que la Iglesia es una sociedad perfecta, es decir, provista en sí misma de todos los medios necesarios para conseguir realizar cabalmente la finalidad que le es propia y, por tanto, independiente en su gobierno de cualquier otra sociedad, reivindicando su autonomía respecto del Estado y subrayando sus aspectos visibles e institucionales, en particular su jerarquía de gobierno con atención prioritaria al Papado, como centro de unidad de la Iglesia y supremo gobernante de la misma. El Discurso parte de afirmar que la Iglesia es un «verdadero Estado»[62]–entendiendo por tal una sociedad perfecta– para pasar a defender su absoluta independencia del poder civil y reclamar para ella el poder indirecto sobre lo puramente temporal.

Dado que el Estado temporal ya no se demuestra capaz de garantizar seguridad a la Iglesia, para el autor de esta obra resulta necesario independizar a ésta del Estado. Ahora bien, Peredo no propugna la independencia de la Iglesia propiamente como separación respecto del Estado, pudiendo los dos compartir súbditos y territorio, sino como autonomía de la potestad de la Iglesia respecto de la potestad del Estado, como un reconocimiento de la independencia de los gobiernos eclesiástico y civil, es decir, como una separación de soberanías[63]. De esta forma niega el principio regalista de que el gobierno civil tenga derecho propio para intervenir sobre asuntos eclesiásticos. La soberanía de la Iglesia se traduciría en la potestad plena y directa sobre lo espiritual, la potestad plena y directa sobre lo temporal eclesiástico (o sea, sobre las materias mixtas entre lo espiritual y lo temporal) y la potestad indirecta suprema sobre lo estrictamente temporal. Esta obra busca acotar para la Iglesia un campo de libertad todo lo amplio que sea necesario para permitirle seguir desarrollando su actividad con las mismas modalidades con las que lo había hecho durante el Antiguo Régimen.

En conclusión, la independencia entre la Iglesia y el Estado no será ni mucho menos patrimonio exclusivo del pensamiento liberal, sino que más bien fue anticipada por los defensores de las inmunidades eclesiásticas y será adoptada por los liberales sólo en un sentido unilateral; es decir, como separación de la Iglesia del Estado pero no del Estado de la Iglesia, el cual sigue aduciendo su derecho a intervenir en lo eclesiástico y renunciará a ejercerlo únicamente en la medida en que la Iglesia vaya quedando despojada de su relevancia social. Es cierto que también los eclesiásticos de la primera mitad del siglo XIX entendían unilateralmente la separación, pretendiendo a su vez separar el Estado de la Iglesia pero no la Iglesia del Estado; aunque hay que reconocer que evolucionaron en su pensamiento hacia una independencia recíproca de manera mucho más rápida que los liberales.

Así los obispos mexicanos, dialogando desde el Evangelio con los tiempos, en la época final de la Reforma, expresan que basta que los gobernantes busquen con sinceridad el bien común temporal, para que la Iglesia encuentre suficientemente garantizada su justa libertad y, en tiempos de Maximiliano, piden a sus sacerdotes no pretender cargos políticos, cuando el derecho de la Iglesia universal todavía lo permitía. Por el contrario, los liberales, petrificados en su ideología, seguirán permanentemente reclamando a la Iglesia que renuncie a ocupar un lugar en la vida pública de la sociedad, si quiere verse libre del intervencionismo estatal.

NOTAS

  1. Miguel HIDALGO, Cartas a Juan Antonio Riaño (Celaya, 21 de septiembre de 1810 y Hacienda de Burras, 28 de septiembre de 1810), publicadas en Ernesto DE LA TORRE VILLAR y otros, Historia documental de México, II, México ³1984, pp. 44-46 y 46, respectivamente.
  2. Publicada en José María Luis MORA, México y sus Revoluciones, III (IV en 1ª ed.), México 1950, pp. 114-116 (nota n. 5) (con el título de Manifiesto a la nación americana), y Carlos María DE BUSTAMANTE, Cuadro histórico de la revolución mexicana [...], I, México 1843, pp. 173-175.
  3. ID., ibid.
  4. Miguel HIDALGO, Manifiesto a la nación americana, en José María Luis MORA, México y sus Revoluciones, III (IV en 1ª ed.), México 1950, pp. 114-116 (nota n. 5).
  5. Miguel HIDALGO, Carta a Juan Antonio Riaño, en Ernesto DE LA TORRE VILLAR y otros, Historia documental de México, II, México ³1984, p. 45.
  6. Cf. Miguel HIDALGO Y COSTILLA, Manifiesto que el Sr. D. Miguel Hidalgo y Costilla Generalísimo de las armas americanas, y electo por la mayor parte de los pueblos del reino para defender sus derechos y los de sus conciudadanos, hace al pueblo, en Carlos María DE BUSTAMANTE, Cuadro histórico de la revolución mexicana, comenzada en 15 de septiembre de 1810 por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, Cura del pueblo de los Dolores, en el obispado de Michoacán, I, México ²1843, p. 441.
  7. ID., ibid., pp. 438-442.
  8. ID., ibid.
  9. ID., ibid., p. 441.
  10. Miguel HIDALGO Y COSTILLA, Proclama del cura Hidalgo a la nación americana, en Ernesto DE LA TORRE VILLAR, La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano, México 1978, p. 203.
  11. Lucas ALAMÁN, Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, III, México 1850, pp. 150-151.
  12. Publicada en Ernesto DE LA TORRE VILLAR, La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano, documento n. 36, pp. 254-256.
  13. Publicado en Carlos María DE BUSTAMANTE, Cuadro histórico de la revolución mexicana comenzada en 15 de septiembre de 1810 por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, Cura del pueblo de los Dolores, en el obispado de Michoacán, IV, México 1844, pp. 240-248.
  14. Oficio publicado en ID., ibid., pp. 246-247.
  15. Notas publicadas en ID., ibid., pp. 250-276.
  16. Para conocer más el pensamiento de Bustamante, remito a David BRADING, Los orígenes del nacionalismo mexicano, Era, México 1983, pp. 115-125, y Orbe indiano. De la Monarquía católica a la República criolla, 1492-1867, FCE, México 1991, pp. 683-697; a Roberto CASTELÁN RUEDA, La fuerza de la palabra impresa. Carlos María de Bustamante y el discurso de la modernidad, 1805-1827, FCE-Universidad de Guadalajara, México 1997, y a mi obra: Emilio MARTÍNEZ ALBESA, La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México, 3 tomos (1767-1867), Porrúa, México 2007, pp. 369-394, 621-622, 693-694, 704-715 y 995-1002.
  17. Carlos María BUSTAMANTE, Continuación del Cuadro histórico. Historia del emperador D. Agustín de Iturbide, México 1846, (ed. facsimilar, FCE-Instituto Cultural Helénico 1985), p. 138.
  18. Del Diario de sesiones del Congreso Constituyente, citado por Jesús REYES HEROLES, El liberalismo mexicano, I, Facultad de Derecho de la UNAM 1958, p. 284.
  19. Por ejemplo, Carlos María DE BUSTAMANTE, Cuadro histórico de la revolución mexicana, II, México 1846, (ed. facsimilar, FCE-Instituto Cultural Helénico 1985), pp. 387-389.
  20. Emilio MARTÍNEZ ALBESA, op. cit., II, pp. 996-1002. Allí pueden verse las citas reseñadas a continuación.
  21. «Águila Mexicana», 11 de diciembre de 1823.
  22. Del Diario de sesiones del Congreso Constituyente, citado por Jesús REYES HEROLES, El liberalismo mexicano, I, p. 284.
  23. Carlos María BUSTAMANTE, El gabinete mexicano durante el segundo periodo de la administración del Exmo. Señor Presidente D. Anastasio Bustamante, II, México 1842, (ed. facsimilar, FCE-Instituto Cultural Helénico 1985), p. 126.
  24. Carlos María BUSTAMANTE, Análisis crítico de la constitución de 1836, citada en Emilio MARTÍNEZ ALBESA, op. cit., II, p. 1001.
  25. Ibidem. Hay evidente retórica en las expresiones de Bustamante al respecto.
  26. Carlos María BUSTAMANTE, Continuación del Cuadro histórico. Historia del emperador D. Agustín de Iturbide, p. 101.
  27. Citado en Roberto CASTELÁN RUEDA, op. cit., p. 113.
  28. Emilio MARTÍNEZ ALBESA, op. cit., I, pp. 381-382, y Roberto CASTELÁN RUEDA, op. cit., pp. 118-120.
  29. Carlos María BUSTAMANTE, Análisis crítico de la constitución de 1836, citada en Emilio MARTÍNEZ ALBESA, op. cit., II, pp. 1000-1001.
  30. Carlos María DE BUSTAMANTE, Cuadro histórico de la revolución mexicana, comenzada en 15 de septiembre de 1810 por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, Cura del pueblo de los Dolores, en el obispado de Michoacán, III, México 1844, p. 209, e ID., Continuación del Cuadro histórico. Historia del emperador D. Agustín de Iturbide hasta su muerte, y sus consecuencias; y establecimiento de la República popular federal, México 1846, p. 179.
  31. Cf. Estudio del artículo de Bustamante del «Correo Americano del Sur» del 15 de julio de 1813 en Roberto CASTELÁN RUEDA, La fuerza de la palabra impresa [...], México 1997, pp.114-117.
  32. Carlos María BUSTAMANTE, Continuación del Cuadro histórico. Historia del emperador D. Agustín de Iturbide hasta su muerte, y sus consecuencias; y establecimiento de la República popular federal, México 1846, p. 75.
  33. EL CENSOR DE ANTEQUERA (pseud.) [Carlos María DE BUSTAMANTE], Refutación Los genios de la discordia y del error... de la «Carta imparcial sobre el fuero del clero» del Lic. Francisco Estrada, en «Tercero Juguetillo», México: Oficina de Mariano Ontiveros, 1812, pp. 1-21.
  34. ID., ibid., pp. 20 y 9.
  35. ID., ibid., p. 11.
  36. Carlos María DE BUSTAMANTE, Cuadro histórico de la revolución mexicana comenzada en 15 de septiembre de 1810 por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, Cura del pueblo de los Dolores, en el obispado de Michoacán, IV, México 1844, pp. 260-261; cf. también, pp. 234-276.
  37. Luis MEDINA ASCENCIO, La Santa Sede y la emancipación mexicana, Guadalajara 1946, pp. 13-26.
  38. Cf. Dalmacio NEGRO, La tradición liberal y el Estado, Madrid 1995, pp. 169-176, Dorothy TANCK DE ESTRADA, Aspectos políticos de la intervención de Carlos III en la Universidad de México, en «Historia Mexicana» 150, XXXVIII/2, México 1988, p. 181, y Luis SÁNCHEZ AGESTA, El pensamiento político del Despotismo ilustrado, Sevilla 1979. Recientemente, se ha cuestionado el valor de la fórmula de «despotismo ilustrado», juzgándola en sí misma contradictoria, además de que ocultaría la real oposición de la época entre el absolutismo y los ilustrados: Francisco SÁNCHEZ-BLANCO, El Absolutismo y las Luces en el reinado de Carlos III, Madrid 2002; sin embargo, creo que, queriendo restringir a sus límites precisos el calificativo de «ilustrado» y optando por subrayar la continuidad entre posiciones ilustradas y promotoras de libertad política pre-liberales, deja en la sombra la también real dependencia entre ilustración y estatismo, evidenciada por Dalmacio Negro.
  39. Sobre la tradición pactista de la monarquía española y su extensión a América, cf. François-Xavier GUERRA, Modenidad e independencias, Mapfre, Madrid 1992.
  40. Francisco Xavier DE LIZANA Y BEAUMONT, Exhortación del Exmo. Illmo. Sr. Arzobispo de México, a sus fieles y demás habitantes de este reino (México, 24 de septiembre de 1810), [México:] Oficina de Zúñiga y Ontiveros, 1810, parrs. 9 y 10, pp. 5-6.
  41. Cf. Manuel Ignacio GONZÁLEZ DEL CAMPILLO, Manifiesto del Exmo. e Illmo. Señor Obispo de Puebla con otros documentos para desengaño de los incautos (Puebla de los Ángeles, 15 de noviembre de 1811), México: Casa de Arizpe, 1812, en Gastón GARCÍA CANTÚ (comp.), El pensamiento de la reacción mexicana. Historia documental, 1810-1962, México 1965, pp. 71-93.
  42. El edicto está publicado en José DÁVILA GURIDI, Apuntes para la Historia de la Iglesia en Guadalajara, México 1966, pp. 485-490; el texto citado, en p. 487.
  43. Antonio BERGOSA Y JORDÁN, Exhortación pastoral del Illmo. Sr. [...] sobre el deber de predicar contra la insurrección (7 de febrero de 1815), en AHAM, Fondo Episcopal-Secretaría Arzobispal/Cartas pastorales, Caja 166/Exp. 44, p. 12.
  44. Pedro DE FONTE Y HERNÁNDEZ, Carta pastoral que a continuación de otra del Santísimo Padre el Señor Pío VII, dirige a sus diocesanos el Arzobispo de México (México, 24 de octubre de 1816), México: Oficina de D. Alejandro Valdés, 1816, 76 pp.
  45. Publicado en versión castellana por la «Gaceta» de Madrid el 13 de abril de 1816. Puede consultarse con facilidad, en su texto latino original y en su primera versión castellana, en Pedro LETURIA, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, 1493-1835, II. La época de Bolívar (1800-1835), Roma-Caracas 1959, pp. 110-113. Para la historia de la expedición y consecuencias de este documento pontificio, así como para su significado, cf. ID., ibid., pp. 97-120 y 149-151.
  46. Pedro DE FONTE Y HERNÁNDEZ, Carta pastoral que a continuación [...] (México, 24 de octubre de 1816), México 1816, p. 9 y 7.
  47. ID., ibid., pp. 51-53.
  48. Fray Diego Miguel BRINGAS Y ENCINAS, Impugnación del papel sedicioso y calumniante, que baxo el título, «Manifiesto de la nación americana a los europeos que habitan en este continente», abortó en el Real de Sultepec, el 16 de marzo de 1812, el insurgente relapso Doctor D. José María Cos, ex-cura de San Cosme, reo de Estado fugitivo de la ciudad de Querétaro (México, 15 de octubre de 1812), México: Imprenta de Dñª. María Fernández de Jáuregui (Calle de Santo Domingo), 1812, 34 + 144 pp.
  49. ID., ibid., pp. 19, 84 y 99 y «Preliminar», p. 20.
  50. ID., ibid., pp. 98-101 y 103.
  51. ID., ibid., p. 59.
  52. ID., ibid., «Preliminar», pp. 21-23. Cf. también, pp. 59-61 y 90.
  53. ID., ibid., «Preliminar», p. 9. Cf. también, p. 69
  54. ID., ibid., pp. 31-34, y «Preliminar», pp. 4-6.
  55. ID., ibid., «Preliminar», pp. 2-3 y 14, y pp. 61 y 69.
  56. ID., ibid., «Dedicatoria», p. 3.
  57. José Mariano BERISTÁIN DE SOUZA, Discurso político-moral y cristiano (febrero de 1809), en el apéndice documental de Francisco MORALES, Clero y política en México (1767-1834), México 1975, pp. 159-169.
  58. Agustín DE ITURBIDE, Carta al obispo de Guadalajara Juan Ruiz de Cabañas, 27 de febrero de 1821, en Gastón GARCÍA CANTÚ (comp.), El pensamiento de la reacción mexicana. Historia documental, 1810-1962, México 1965, p. 147.
  59. ID., ibid., pp. 146-147.
  60. La Representación que hace el clero mexicano fue muy difundida en copias. Fue publicada también impresa en el «Semanario Patriótico Americano» 2 (26 de julio de 1812), [Tlalpujahua]: Imp. de la Nación, 1812, pp. 11-25. En esta publicación se incluyen los nombres de todos los firmantes. El texto citado está en p. 23.
  61. Sr. D. José Joaquín PEREDO, Discurso dogmático sobre la potestad eclesiástica, Puebla: Imprenta del C. José María Campos (Calle de la Carnicería, n. 18), 1835 (1ª ed., México: Oficina de Ontiveros, 1812). Se imprimió por primera vez anónimo entre agosto y octubre de 1812.
  62. ID., ibid., p. 6.
  63. ID., ibid., pp. 11-12.

BIBLIOGRAFÍA

ALAMÁN, LUCAS, Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, III, México 1850

BRADING, DAVID, Los orígenes del nacionalismo mexicano, Era, México 1983

BUSTAMANTE, CARLOS MARÍA DE. Cuadro histórico de la revolución mexicana, comenzada en 15 de septiembre de 1810 por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, Cura del pueblo de los Dolores, en el obispado de Michoacán, I, México 1843

BUSTAMANTE, CARLOS MARÍA DE, Continuación del Cuadro histórico. Historia del emperador D. Agustín de Iturbide, México 1846, (ed. facsimilar, FCE-Instituto Cultural Helénico 1985)

BUSTAMANTE, CARLOS MARÍA DE, Cuadro histórico de la revolución mexicana, II, México 1846, (Edición facsimilar, FCE-Instituto Cultural Helénico 1985) «Águila Mexicana», 11 de diciembre de 1823.

BUSTAMANTE, CARLOS MARÍA, El gabinete mexicano durante el segundo periodo de la administración del Exmo. Señor Presidente D. Anastasio Bustamante, II, México 1842, (ed. facsimilar, FCE-Instituto Cultural Helénico 1985)

BUSTAMANTE, CARLOS MARÍA, Análisis crítico de la constitución de 1836.

CASTELÁN RUEDA, ROBERTO, La fuerza de la palabra impresa. Carlos María de Bustamante y el discurso de la modernidad, 1805-1827, FCE-Universidad de Guadalajara, México 1997

DÁVILA GURIDI, JOSÉ, Apuntes para la Historia de la Iglesia en Guadalajara, México 1966

GONZÁLEZ DEL CAMPILLO, MANUEL IGNACIO, Manifiesto del Exmo. e Illmo. Señor Obispo de Puebla con otros documentos para desengaño de los incautos (Puebla de los Ángeles, 15 de noviembre de 1811), México: Casa de Arizpe, 1812, en Gastón GARCÍA CANTÚ (comp.), El pensamiento de la reacción mexicana.

Historia documental, 1810-1962

GUERRA, FRANÇOIS-XAVIER. Modernidad e independencias, Mapfre, Madrid 1992.

LIZANA Y BEAUMONT, FRANCISCO XAVIER DE. Exhortación del Exmo. Illmo. Sr. Arzobispo de México, a sus fieles y demás habitantes de este reino (México, 24 de septiembre de 1810), [México:] Oficina de Zúñiga y Ontiveros, 1810

MARTÍNEZ ALBESA, EMILIO, La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México, 1767-1867, 3 tomos, Porrúa, México 2007.

MEDINA ASCENCIO, LUIS, La Santa Sede y la emancipación mexicana, Guadalajara 1946.

MORA, JOSÉ MARÍA LUIS, México y sus Revoluciones, III (IV en 1ª ed.), México 1950

NEGRO, DALMACIO, La tradición liberal y el Estado, Madrid 1995,

REYES HEROLES, JESÚS, El liberalismo mexicano, I, Facultad de Derecho de la UNAM 1958

SÁNCHEZ AGESTA, LUIS. El pensamiento político del Despotismo ilustrado, Sevilla 1979.

SÁNCHEZ-BLANCO, FRANCISCO El Absolutismo y las Luces en el reinado de Carlos III, Madrid 2002

TANCK DE ESTRADA, DOROTHY Aspectos políticos de la intervención de Carlos III en la

Universidad de México, en «Historia Mexicana» 150, XXXVIII/2, México 1988

TORRE VILLAR, ERNESTO DE LA y otros, Historia documental de México, II, México 1984

TORRE VILLAR, ERNESTO DE LA. La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano, México 1978


EMILIO MARTÍNEZ ALBESA