Diferencia entre revisiones de «PERÚ; Misiones y doctrinas»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Revisión del 05:11 16 nov 2018

Vemos con frecuencia tensiones entre los obispos y las autoridades civiles. Lo que estaba en juego frecuentemente, era precisamente la orientación general de la práctica misional y la pastoral indígena de los misioneros, y las maneras de ejercer el ministerio eclesiástico en tierras del Nuevo Mundo. Todavía cerca de los años de fundación, los grandes obispos misioneros y muchos de los misioneros trataban de imprimir a su acción un carácter nuevo, y difundir de manera novedosa el evangelio entre las poblaciones paganas. Es precisamente en el Perú que se desatará una discusión que ayudará a definir mejor las tareas que los eclesiásticos misioneros querían desarrollar en el espacio americano. El arzobispo Toribio de Mogrovejo, entre otros, está directamente involucrado en los contrastes y discusiones. A ellas, él como otros muchos protagonistas eclesiásticos y seglares del momento, hacen referencia en numerosas cartas e informes a la Corona.

El problema

En los primeros pasos de la evangelización del Perú, la práctica misionera y pastoral generalizada, giraba en torno a las doctrinas. Fundamentalmente esta consistía en la entrega de un territorio a los religiosos o a los sacerdotes, los cuales tenían por obligación enseñar la doctrina católica a las masas indígenas. Por ello, los «doctrineros» recibían una compensación financiera y la protección de las autoridades locales o administrativas. Esta situación tenía ventajas e inconvenientes. Todas las órdenes religiosas y sacerdotes se sometieron a ella, y con más o menos acierto se asentaba en ella la difusión de la fe cristiana.

Los jesuitas, cuando llegan a Perú, ponen en discusión éste método (Congregación Primera y Segunda de la Compañía de Jesús a partir de 1576). El virrey Toledo les pidió con insistencia que se ocupasen de doctrinas, y se quejaba al monarca español de la resistencia de los jesuitas en asumir esa tarea. Al llevar esta cuestión a las Congregaciones de 1576, los jesuitas han tenido que discutir este problema y esta manera de proceder, asumiendo una responsabilidad colectiva en la materia y de esa manera se protegían de los avisos repetidos del virrey y del monarca.

En las referidas Congregaciones, los jesuitas hacen el inventario de los motivos por los que han venido a estas tierras: las Indias eran para los jesuitas, simple y llanamente, el terreno en que deberían ocuparse de la evangelización de los indios. Sobre este simple y universal principio asentaban todas las resoluciones que se tomaban. Recordamos lo que mencionan las actas de las congregaciones acerca de las posibles soluciones pastorales indígenas : la primera es la práctica de la doctrina y la de parroquia; la segunda es la misión entre indios, según las ordenanzas de la Compañía ; la tercera es la práctica a través de residencias, trabajando con los indios sin colegios, como se hacía en Potosí ; la cuarta es por medio de colegios y seminarios en los cuales se instruyen los hijos de nobles y caciques. Estas eran las prácticas que se presentaban a los superiores y delegados reunidos en la Congregación general de 1576.

En lo que atañe a las doctrinas, las congregaciones eran unánimes en denunciar los inconvenientes que ellas representaban para los objetivos y modos de vida de los miembros de la Compañía. Los presentes estaban convencidos que las doctrinas eran una gran ocasión de peligros, particularmente en lo que se refiere a la vida disoluta y a la libertad carnal. La codicia era su pecado original. El hecho de recibir el sustento de las poblaciones indígenas, o de recibir de las autoridades ayuda económica, obligaba a los religiosos a someterse a sus caprichos y opiniones. No menor carga era estar sometidos al dictamen de los obispos, que en muchos casos se aprovechaban de las doctrinas para obligar a los religiosos a orientarse según sus directrices.

Estos inconvenientes no eran desconocidos en la joven Iglesia americana. Antes de la llegada de los jesuitas, algunas órdenes religiosas ya se habían planteado la pregunta : ¿ Son las doctrinas la mejor forma de difundir en el Nuevo Mundo la fe católica ? Los franciscanos, por ejemplo, dudaban de que así fuera y existen numerosos testimonios de otras órdenes que ponían en duda la eficacia de ese instrumento pastoral. Cuando los jesuitas llegan al Perú, muchos religiosos creían que había que reformar las doctrinas y encontrar medios más serios y menos escandalosos para alcanzar los objetivos esenciales de la actividad misionera.

Las disposiciones introducidas por el virrey Toledo ayudaban a solucionar algunos problemas planteados en las congregaciones, particularmente el de las reducciones de los pueblos de indios. Al reunir en un pueblo la masa indígena dispersa, el anuncio de la fe católica era más fácil. Sin embargo, la Compañía no aceptaba el servicio parroquial, de manera que era necesario dar a los religiosos otras tareas que no fuesen la de la cura de almas. Las congregaciones optan más bien por doctrinas cercanas a las ciudades, porque en ellas es fácil volver a la vida comunitaria y someterse a la vigilancia del superior. Se aceptan tres doctrinas con las características mencionadas.

¿Y las misiones? Las congregaciones analizan el tema y obviamente lo comparan con los méritos y deméritos de las doctrinas. No cabe duda que las congregaciones reconocen que las misiones son necesarias y fructuosas. Pero los miembros de la Compañía corren en ellas riesgos muy altos, las doctrinas son menos riesgosas, si se aceptan en los términos anteriormente mencionados. La sujeción natural de los indios facilita el trabajo misionero. La presencia constante del misionero por medio de la doctrina es más eficaz que la misión.

También discutieron los padres congregados acerca de las residencias. Esta solución para la práctica pastoral jesuítica resultaba, según los congregados, un excelente medio para difundir el evangelio en las ciudades. Se habló del ejemplo de la ciudad de Potosí, ya en ese entonces famosa por la variedad de indios que atraía, y por la masa enorme de gentes que por ella pasaban. En ese lugar, la residencia era muy apropiada, por no obligar los religiosos a aislarse y tener reunidos a los indios sin necesidad de ir buscarlos en los páramos o pueblos aledaños. Este mismo principio presidió la apertura de una residencia en el cercado de Lima, aunque la población indígena no era tan numerosa como lo era en Potosí.

El cuarto modo referido en la congregación era, sin duda, el más original. No tanto en sus fundamentos generales cuanto en la forma de organizarlo. Con los jesuitas había llegado a América un redoblado interés por la enseñanza y la voluntad de universalizarla. En lo que respecta a las poblaciones indígenas, los jesuitas propusieron a la Corona ocuparse de los hijos de caciques y de educarlos según los principios de la doctrina católica y humanística. Al virrey Toledo le agradaba mucho la idea. Las autoridades aceptan la apertura de un colegio. Será esta una pieza maestra del desarrollo político y pastoral de la actividad jesuítica colonial. La influencia de los jesuitas (y por ello del padre José de Acosta) es cada vez mayor y quedará oficializada con la realización, años después, del Tercero Concilio limense, donde Acosta será un personaje clave.[1]

¿Cómo define Acosta, por ejemplo, el doctrinero en el De procuranda indorum salute?[2]. Se han mencionado los problemas que planteaban las doctrinas y las dificultades que su existencia acarreaba a todos los institutos religiosos. Por eso eran objeto de críticas y reparos. Para Acosta no hay que creer que la doctrina es el lugar para los que no tenían formación. Así pensaban muchos; para ellos las masas indígenas eran poco o nada instruidas, y el trabajo no exigía preparación específica, exceptuando la lengua. Acosta levanta la voz contra los que así piensan, pero reconoce las dificultades enormes que representan las funciones en medio de pueblos y caseríos dispersos, lejanos y fuera de las rutas pobladas de las ciudades. Por eso ve en la medida de Toledo, de reducir los indios a pueblos, teóricamente en grupos de 400 habitantes, una buena solución para la difusión y enseñanza de la doctrina. En el Tercer Concilio limense se habla de 300 y hasta de 200 para fundar una parroquia.

Para Acosta, no cabe duda que la tarea evangelizadora debe ser ante todo obra de los religiosos, sobre todo en esta primera fase. Claro está, no impide esta directiva que los clérigos seculares se entreguen también a tareas pastorales ; resulta, sin embargo, una práctica difícil y riesgosa para la vida religiosa, la cual exige en los miembros de las órdenes tradicionales, un complejo cumplimiento de obligaciones que la doctrina no permite realizar. Por eso es matizada la opinión de Acosta. Por un lado, reconoce que los religiosos están mejor preparados que los clérigos seculares, pero por otro lado, constata que la vida del doctrinero o del párroco de indios es poco apta para mantener el rigor de la vida religiosa y los principios que lo orientan.

No deja de llamar la atención la importancia que en esta materia Santo Toribio de Mogrovejo dará a las disposiciones del Tercer Concilio limense, y por lo tanto también a la Compañía de Jesús. Éstos le sirven de modelo. (N. B. en el caso de los jesuitas y de Acosta tienen ante sí las actividades jesuíticas en el Extremo Oriente a las del Nuevo Mundo. Reconocen que las condiciones son diferentes). El Arzobispo cree que se pueden vencer los problemas verificados en las denuncias de muchos acerca de las doctrinas; no hay inconveniente en mantener el principio de otorgarlas a los religiosos. Se reconoce el papel misionero de las órdenes religiosas, por ser ellas las más sólidamente instaladas y aptas para anunciar en medio pagano los rudimentos de la doctrina cristiana.

Otros temas relacionados con las misiones y las doctrinas en la vida del Arzobispo Mogrovejo, son más específicos de esa época, como el empleo de la violencia en la difusión del catolicismo.[3]Defiende esta opinión basándose en la práctica de los indios más feroces y de carácter más violento o guerrero. En estos casos, algunos como el misionero jesuita Acosta, admitían la posibilidad de aprovechar las armas para entrar en contacto con esas poblaciones. Semejantes problemas planteaba también el trabajo en las minas. Llama mucho la atención que muchos eminentes misioneros no condenen la explotación exacerbada de las masas indígenas, y la flagrante injusticia que semejante trabajo exigía. La gran mayoría de los religiosos realmente comprometidos con los indios exigían templanza en este trabajo y otros, como Domingo de Santo Tomás, lo negaba completamente. Otros, como Acosta, aceptaban el trabajo en las minas, sin defender las injusticias a que ese trabajo daba ocasión.

Se puede concluir que el Arzobispo Don Toribio de Mogrovejo es un jurista y un pastor, pero es también un hombre de acción y un notable político. Político en el sentido que su actitud frente al poder de la Corona, en medio de intereses eclesiásticos y religiosos muy variados y encontrados, es muy sagaz y generalmente muy acertado. Importa subrayar este punto, porque sus presupuestos pastorales dependen en gran parte del modo que él entiende como el más adecuado para moverse entre disensiones y conflictos, en algunos casos difíciles y violentos. Su acción en el Tercer Concilio limense es un buen ejemplo de lo que queremos señalar. Las discusiones y desacuerdos entre algunos obispos, como fue el caso de Mogrovejo por un lado, y por otro el obispo de Cusco, crearon un ambiente difícil que Don Toribio supo superar. El santo Arzobispo supo también encontrar la manera de plantear con mucha sabiduría los principios de una práctica pastoral, que durante tres siglos servirá de regla para un gran número de servidores de las misiones.

Notas

  1. BORGES, Pedro, Métodos misionales en la cristianización de América. Siglo XVI, Madrid, CSIC, 1960.
  2. Sobre esta materia véase el Libro IV, cap. II y el Libro V, cap. XX.
  3. Véanse los largos párrafos consagrados a esta materia y la introducción al Libro IV, cap. I.

Bibliografía

  • ACOSTA, Joseph de, Historia natural y moral de las Indias, ed. E. O’Gorman, México, FCE, 1985
  • ALTAMIRANO, D. F., Historia de la provincia peruana de la compañía de Jesús, La Paz, 1891
  • CARO BAROJA, Julio, De la superstición al ateísmo (Meditaciones antropológicas), Ensayistas, 115, Madrid, Taurus, 1974
  • EGAÑA, Antonio de, Historia de la Iglesia en la América española, H. Sur, Madrid, BAC 256, 1966
  • LEVILLIER, Roberto, Don Francisco de Toledo, supremo organizador del Perú, I, Buenos Aires, 1935
  • LISI, Francesco Leonardo, El Tercer Concilio limense y la aculturación de los indígenas sudamericanos, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1990
  • LISSÓN CHAVEZ, Emilio, Colección de documentos para la historia de la Iglesia en el Perú, III 1, Sevilla, 1943 1956
  • LOPETEGUI, L., El P. José de Acosta y las misiones, Madrid, 1942.
  • VARGAS UGARTE, Rubén., Los jesuitas del Perú (1568 1767), Lima, 1941.
  • VARGAS UGARTE, Rubén, Historia general del Perú, II, Lima, 1971



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