PERÚ; La cultura en tiempos de la evangelización

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Balbuceos culturales en los comienzos del establecimiento español en los Andes.

El establecimiento español en los Andes cambió de situación cuando, después de la ejecución del Inca Atahualpa y la generalización del robo y el saqueo, dio inicio la organización de un nuevo organismo político: el virreinato, que sentaba las bases y la permanencia del régimen colonial.

Al llegar el primer virrey en 1544 ya se habían iniciado muchos de los actos que definirían el inmediato futuro; la evangelización había empezado, y con ella la «culturización» del mundo andino en términos europeos. El obispo del Cuzco, Vicente Valverde, había hecho llegar al Perú numerosos libros; al fallecer se llevó a cabo un inventario de su biblioteca, que alcanzaba a algo más de 170 volúmenes. Con los libros había llegado a establecerse un nuevo punto de contacto.

Pero la cultura no era –ni lo es ahora– solo la lectura. La cultura es también intercambio, no solo «cultivo». Pero la ausencia del primero es indicativa. Las versiones andinas «dramatizadas» y posteriores, como la «Tragedia del fin de Atawallpa», así lo indican: en ella solo hablan los andinos; los españoles mueven los labios sin producir sonidos.

Tal cosa contradice la versión oficial propalada por las historias que se escribieron en los Andes, específicamente en Cajamarca, en 1533, y de las cuales dos se publicarían en Sevilla en 1534, mientras la tercera quedaría inédita hasta el siglo XIX. Se imprimieron la obra anónima que fuera atribuida a Cristóbal de Mena por Raúl Porras Barrenechea, y la «Verdadera relación de la conquista del Perú», que escribiera Francisco de Xerez; quedó sin publicarse hasta el siglo XIX la carta que redactara Hernando Pizarro a los oidores de la Audiencia de Santo Domingo.

En ellas no había aun una imagen razonable de lo que eran los incas; para sorpresa, se nota que el único nombre de Inca que conocieron fue Atahualpa. Huáscar era llamado Cuzco y Huayna Cápac era el Cuzco viejo. El Cuzco era, así, una persona, como también el Collao no era todavía una región, sino se pensaba que era un gran centro urbano. La palabra Inca ni siquiera se escribió en las crónicas de la década de 1530.

Inca se escribió más tarde, en los tiempos de la rebelión de Manco Inca de 1536. En 1537, una real cédula otorgaba un perdón real al Inca sublevado: se dirigía al «cacique yngua»; la siguiente estaba dirigida a un cacique cuyo nombre se encontraba en blanco. Así, se aprecia que Yngua era entendido primeramente como un nombre propio, y sabemos que el término «cacique» aludido en tales documentos era una importación de las Antillas a través de Mesoamérica.

Sólo en 1542, en un texto anónimo, aunque atribuido a Miguel de Estete, podía hallarse una frase interesante: yngua que quiere decir rey. Allí se definió algo que luego adquirió una dimensión especial en los Andes. Otro cronista español, Agustín de Zárate se fue del Perú en 1545 y sólo conoció los nombres de cuatro o cinco incas.

Solo a inicios de la década siguiente, la de 1550, la información cuzqueña fue sistematizada, convertida en histórica habiendo sido originariamente mito y relato de rituales, y Juan Diez de Betanzos y Pedro de Cieza de León pudieron escribir una historia de los incas que, con variantes y añadidos llega hasta nuestros días en una versión estandarizada. La misma relataba la existencia de dos «dinastías» sucesivas de Incas, cuyos nombres y esposas, duración de sus gobiernos y amplitud de sus conquistas, llenaban una historia que ofrecía sugerentes indicios sobre la vida de los hombres andinos conquistados por los españoles para quien se escribía tal historia.

Leyendas, mitos, alegorías e historias: confusiones y fabulas mezcladas

Pero la cultura española –y europea– de aquellos tiempos se cimentaba en muchos casos sobre bases históricas, en parte tan discutibles hoy día como la que los españoles de entonces atribuían a los Incas, subestimándolas porque eran fábulas o leyendas. Los europeos de entonces se asomaban con cautela a una historia modernamente entendida.

La cultura histórica de mucha gente, también de los compañeros de Francisco Pizarro, se reducía a un conjunto limitado de versiones que se originaban en mucho en los relatos orales sustentados en fuentes difícilmente controlables de historias de romanos, mezcladas con relatos orales provenientes de las novelas de caballerías que proponían los modelos heroicos y las conductas propias de los príncipes. Todo ello entremezclado con tradiciones bíblicas popularizadas.

En lo que se refería a la historia antigua de España puede observarse que, supercherías hoy descifradas poblaban las cabezas de las gentes, pero no sólo del vulgo que podía escuchar atónito los relatos orales en las plazas de los pueblos, sino también de eruditos escritores que tragaban sin sospecha historias falsificadas.

Un buen ejemplo de esto último es lo que ocurrió con el texto del Beroso, un celebrado autor que vivió a fines del s. IV e inicios del III a.C. y que escribió en griego sobre la tierra, la cultura, la astrología e historia babilónicas. Las referencias o breves párrafos de su obra fueron reeditadas –considerablemente ampliadas– a fines del siglo XV por Joan Annio de Viterbo (un dominico cuyo nombre laico era Giovanni Nanni), un hombre culto que tenía fama como humanista, y que escribió una larga y truculenta historia que incorporó sin temor alguno entre las páginas que Beroso había dedicado a la historia de Babilonia.

Lo notable es que tal versión adquiría una descomunal importancia en el siglo XVI, porque los añadidos de Annio de Viterbo narraban una historia antigua de España, cuyos orígenes más remotos se centraban en la biografía de su rey más antiguo: Tubal, hijo de Noé. Este iniciaba una genealogía de reyes que se prolongaba de tal forma a los orígenes más remotos de la historia postdiluviana. El nuevo género humano que surgía del diluvio se vinculaba así con España.

Lo grave, visto desde hoy, es que tal falsificación histórica no circulaba en las plazas de los pueblos, sino que se encontraba académicamente impresa y era leída y aceptada por eruditos autores de la Esfuma de aquellos años: entre estos nos interesa el humanista e historiador Florián de Ocampo, quien se carteaba con Agustín de Zárate, cronista de las cosas del Perú.

No es extraño, entonces, que los cronistas en general incorporaran principios de esta forma de escribir historia en su manera de tratar el pasado de los incas; pero aquí ingresa un nuevo horizonte cultural proveniente del humanismo italiano. Aun se puede rastrear esa imagen en Guaman Poma, quien afirmó que la primera generación de hombres andinos era descendiente de Noé.

Cuando los escritores humanistas encararon no tanto la traducción cuanto la difusión de los mitos y las tradiciones de la Grecia antigua –que ellos convirtieron en los orígenes de la civilización occidental— tropezaron con dificultades originadas en el carácter sagrado de muchos de aquellos textos. Su solución fue hábil: los convirtieron en alegorías, en historias falsas, desacralizadas, orillando de esta manera cualquier conflicto posible con el Antiguo Testamento, única historia antigua aceptada en aquellos tiempos.

Así se explica que los cronistas transformaran los mitos andinos en fábulas y que convirtieran los relatos de rituales en historias, acomodando las informaciones que recibían dentro de un esquema histórico lineal, que empezaba con las «fábulas» del origen del mundo andino –los mitos del ciclo de Viracocha o Pachacámac, por ejemplo–, continuaba –en términos del Inca Garcilaso de la Vega– con las fábulas «historiales» del origen de los Incas, y finalizaba con el relato de una historia de los incas organizada a la manera europea.

De esta manera, los incas eran «monarcas» que heredaban el cargo de padres a hijos como en Europa, gobernaban con un «consejo real» definido como similar al de Castilla, conquistaban bajo pautas parecidas a la conquista hispánica de Andalucía (o a las conquistas de César en la Galia), fueron encontrados («descubiertos», no invadidos) por los españoles en el momento en que se hallaban inmersos en una guerra que los conquistadores solo pudieron explicar como dinástica pelea entre dos hermanos como consecuencia de las disposiciones «hereditarias» de su «padre» ya fallecido.

El Cuzco era considerado como «otra Roma» (Cieza), los caminos de los incas emulaban las vías romanas y los sacerdotes evangelizadores denominaron a ciertas divinidades como lares y penates. Tal romanización de la nueva historia andina que los cronistas escribían, sólo se explica por la condición arquetípica que Roma iba adquiriendo en los momentos en que se constituía un estado moderno europeo, encabezado por un nuevo César: Carlos I de España y V de Alemania.

La cultura andina concebía un pasado cíclico

En realidad las cosas eran distintas. La cultura andina concebía un pasado cíclico, donde las sucesivas edades –de dioses o del mundo– se sucedían entremezcladas con períodos caóticos. El pasado no se concebía igual que en Europa: solo adquiere realidad plena cuando proviene de la experiencia personal. Si alguien cuenta algo «histórico» aun hoy día, la gente que piensa con categorías andinas tiene todavía dificultades para aceptarlo como «verdad histórica»: relativiza la información añadiendo «dicen».

El Inca no era uno, sino eran dos simultáneos: hanan y urin, como los curacas y toda autoridad. Uno de ellos se encontraba probablemente en el Cuzco y otro fuera de él, pero se reunían en ocasiones rituales, y así puede entenderse que al reunirse (tincuy) constituían un yanantin: la unión de los opuestos complementarios.

El Cuzco no era uno sino eran varios, como explican los cronistas; lo más probable es que las «réplicas» del Cuzco fueran en realidad –y en ocasión ritual– los centros ceremoniales que los cronistas describieron como «ciudades» y que don Felipe Guaman Poma de Ayala precisara: “Ytenayga otro cuzco en quito y otro en tumi (Tumipampa) y otro en Guanoco y otro en hatuncolla y otro en los charcas y la cauesa que sea el cuzco.” Los incas gobernaban mediante un complicado ejercicio de las pautas del parentesco, extendiéndolo por todos los Andes, y negociando la participación de los curacas –y de los miembros de los grupos étnicos– en extensos proyectos redistributivos que se ejercían partiendo de las mitas que podían reunir a decenas de miles de personas. Los patrones culturales eran muy distintos.

Aplicaciones al lenguaje de la evangelización

La distinción se hizo visible también en la evangelización. Yo no estoy muy seguro de si los cronistas y los evangelizadores que escribieron libros hablaban de lo que existía; creo que hablaban de lo que deseaban. Hoy sabemos que los evangelizadores prefirieron señalar la existencia de una divinidad solar, mientras que las había varias, dependiendo su nombre y atributos de su situación, tanto en referencia al horizonte como en el camino del sol de este a oeste. Además, hubo diversos cultos solares en distintos grupos étnicos andinos. A fin de cuentas, diversas divinidades fueron transformadas en una.

Se supuso también que el sol se habría extendido por los Andes gracias a una «evangelización» efectuada por los incas, quienes habrían difundido de esta manera su culto. Ello nunca ocurrió: lo que puede demostrarse es que el culto solar incaico nunca fue otra cosa que un culto de élite, y que jamás alcanzó difusión alguna.

De otro lado, como los patrones culturales del Cristianismo no mantenían la noción de la dualidad –pues hay un solo Dios– quedó fuera de la evangelización la mitad del universo sagrado andino. La divinidad celeste, por ejemplo Huiracocha, disponía de una contraparte subterránea –Pachamama–. Se vio en los primeros tiempos de la evangelización, una campaña de fuerte presencia para identificar y erradicar las divinidades celestes andinas, pero no había forma de considerar equivalentes (opuestas y complementarias) a las divinidades subterráneas.

El subsuelo –como el bosque– era el reino del demonio en el fabulario medieval; en los Andes y a consecuencia de la conquista, el subsuelo quedó convertido en un espacio indiscutiblemente andino, pues Pachamama –la tierra– no fue vista de igual modo que las divinidades celestes o la solar incaica, y en consecuencia fue más fácil su rápida identificación –sincrética, no sintética– con la Virgen María. Pero a la vez, el subsuelo se transformaba en el reino del Inca, donde a la larga éste comenzaría a reconstruir su cuerpo, y donde también se establecería el Inca con sus tres mujeres (los minerales). Al adquirir con la evangelización características mesiánicas, el Inca reafirmó su identificación, ya no solo con el rey de España, también con Cristo.

Lagunas de la cultura de la época de la primera evangelización

Tenemos lagunas importantes de la cultura de la época de la primera evangelización, previa a la entrega del mayor trabajo misionero a los clérigos y a la transformación de las doctrinas en parroquias. Se sabe que en los primeros años de la evangelización, los frailes de diversas órdenes hicieron una amplia campaña que incluyó la elaboración de cartillas bilingües, que se hicieron siguiendo el ejemplo mexicano, aunque tuvieron vida efímera, pues fueron recogidas y luego destruidas en los tiempos del tercer concilio limeño.

Su desconocido contenido podría proporcionar información importantísima acerca del conocimiento y de la cultura que los frailes transmitían. Interesa tal imagen porque permitiría contrastarla con las versiones que proporcionaron los extirpadores de las idolatrías, o los jesuitas que informaron pormenorizadamente de los criterios empleados en sus momentos. Cabe una distinción importante: es posible que la cultura de las órdenes religiosas proviniera en mayor medida de la cultura –y de la religiosidad– rural europea, mientras que la que transmitía el clero secular y las órdenes más «modernas» representase mejor a la cultura urbana de la época renacentista.

Ello explica la introducción de criterios mesiánicos populares europeos, entre los cuales se encuentran los de los seguidores de Joaquín de Fiore, pero también los diferentes grupos que profesaban ideas mesiánicas o aceptaban la inminencia del Apocalipsis, por ejemplo, en los Andes de los tiempos de la primera evangelización.

Libros de la imprenta

En torno a la evangelización se trajeron libros, primero, y después la imprenta. Su primera edición fue la «Doctrina Cristiana» mandada hacer en castellano, quechua y aymara por el Tercer Concilio de 1583, donde el célebre José de Acosta congregó a las personas más capaces en la lengua general andina y en otros idiomas de la región.

Los libros que llegaron no fueron únicamente para lectura de españoles: los hombres andinos se hicieron rápidamente ladinos, es decir bilingües y lectores –también biculturales– e hicieron un gigantesco esfuerzo en este sentido. Se hicieron escribanos, trabajaron con notarios y visitadores, leyeron libros. Felipe Guaman Poma de Ayala leyó –y utilizó en su «Nueva corónica y buen gobierno»– la «Historia Pontifical y Católica» de Gonzalo de Illescas, y el «Libro de las costumbres de todos los pueblos del mundo» de Joannes Boemus, traducido al español por Francisco Tamara. También leyó obras de Luis de Granada, muy conocidas entonces, y cronistas del Perú como Agustín de Zárate y Diego Fernández llamado el Palentino.

Obviamente, Guaman Poma no leyó en bibliotecas públicas: todavía hoy el país no hace esfuerzos suficientes para incrementarlas, e incluso dentro de la propia Iglesia pueden permanecer cerradas a piedra y lodo. El argumento tanto laico como eclesiástico suele ser que los libros corren peligro y que no se dispone de personal y, como siempre entre nosotros, se piensa en lo más profundo de los corazones que la cultura es un lujo. No lo creían así los evangelizadores del XVI, y un Cristóbal de Albornoz –clérigo– o un Martín de Murúa –fraile mercedario– están entre quienes pudieron dar a leer libros a don Felipe Guaman Poma.

Las recientes publicaciones relativas a las bibliotecas del siglo XVI tienen alguna información importante, por ejemplo aquella relacionada con la naturaleza de los libros: la piedad y la historia tienen su sitio. Entre las obras relativas a la vida piadosa no sólo encontraremos los esperados devocionarios, como los célebres «Flos Sanctorum» o la «Vita Christi» escrita por Ludolphus de Saxonia, romanzada por San Ambrosio y editada en España a inicios del siglo XVI; o las vidas de santos que tenían larga tradición en la clerecía y el público devoto, sino también obras de Erasmo de Rotterdam y de otros autores erasmistas.

Se incluían por cierto muchos tratados de perfección cristiana. Debe recordarse que, al menos algunas de las ediciones empleadas indiscriminadamente en aquellos tiempos previos al establecimiento de la inquisición limeña, habían tenido problemas con la censura eclesiástica u oficial. Ello no es raro: cuando la Corona prohibió en 1571 la recién editada «Historia del Perú» de Diego Fernández «el Palentino», muchos ejemplares pasaron a América, y aquí pudo ser leído por Guaman Poma.

Otro autor andino, Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua, utilizó una biografía impresa de Santo Tomás, apóstol de la India, para describir cristianamente a Tunupa, una divinidad asociada con la región del lago Titicaca y el río Desaguadero. Santo Tomás pasaba así a ser apóstol de las Indias, como también reconocía expresamente el dominico Gregorio García, quien en 1607 argumentaba que a fin de cuentas las Indias Occidentales y las Orientales podían ser una misma cosa, una sola tierra.

La cultura popular cruzaba todos los ambientes de los sectores sociales

La cultura popular cruzaba todos los ambientes de los sectores sociales, letrados o no. Viejas versiones medievales estaban adentradas en la manera de pensar de las gentes del siglo XVI. El mundo conocido seguía siendo el ordenado por la divinidad, el sacralizado por la Iglesia, el visitado por los santos.

Una geografía estricta identificaba lo desconocido con lo peligroso y lo demoníaco, al mismo tiempo que los límites del mundo conocido atraían irremediablemente las fantasías; en los espacios lejanos que bordeaban lo ignoto podía encontrarse el Paraíso Terrenal (todavía en el siglo XVII, Antonio de León Pinelo lo ubicó en la Amazonia), pero también se hallaba en aquellos espacios marginales la fuente de la eterna juventud, las célebres ciudades de Cíbola, el Dorado, y el tan identificable reino de las amazonas. La cultura de los conquistadores, que es también la de los evangelizadores, incluía asimismo variantes sobre la forma como se había procesado la historia en el mundo europeo occidental.

Aunque alejadas de las falsificaciones de un Annio de Viterbo, había discusiones que podían ofrecer interés; entre ellas se encuentran las frondosas cuestiones sobre el poblamiento de América, la evangelización del continente en los tiempos de los apóstoles, la controvertida tesis acerca de las condiciones físicas y mentales de los hombres que residían en las tierras ecuatoriales, la inicial confusión de los americanos con los hablantes del árabe, que hizo enviar traductores expertos en arábigo en muchos de los primeros viajes de los europeos, las confusiones y las «informaciones» geográficas tempranas, que no respondían siempre a la realidad sino muchas veces a una herencia medieval de estereotipos estabilizados. Todo ello conformaba un horizonte, muchas veces confuso, donde la actual noción de veracidad podía ser fácilmente inexistente.

Base de las pretendidas afirmaciones históricas

La verdad de las afirmaciones históricas se «comprobaba» entonces con la referencia a alguna «autoridad» generalmente antigua. Para aquellos tiempos, como muchas veces después, es válida la afirmación de Georges Dumézil acerca de que cualquier insensatez, con tal que la bibliografía y las notas sean abundantes, es susceptible de ser integrada en el saber, “mientras, que el esfuerzo de renovación está penalizado por el monstruoso peso del pasado.”

Frente a tal criterio, repetido muchas veces por formas autoritarias de pensamiento, se colocan posturas como la de José de Acosta, quien era moderno en el Perú del XVI, justamente por poner en tela de juicio las afirmaciones de las autoridades y buscaba la comprobación empírica de los fenómenos. Justificar o contrastar de tal modo la observación con autoridades tantas veces discutibles, originaba modificaciones importantes en la imagen de la realidad física o de la veracidad histórica.

Como un buen ejemplo de la primera, nótese la observación de Agustín de Zárate quien explicaba la corriente peruana –o corriente de Humboldt– como el resultado de la presión que ejercía el Atlántico sobre el estrecho de Magallanes, a consecuencia de la cual se formaba una corriente de agua que, desembocando en el Pacífico, se dirigía hacia nuestras costas [peruanas].

Los hechos o las realidades sociales eran observadas de distinta manera, como se comprueba en la forma como los cronistas en general adecuaron el Tahuantinsuyo a su propia imagen de lo que era un reino o un imperio –centralista y autoritario como del de Carlos V–, o incluso describían las panacas cuzqueñas de un modo exageradamente similar al existente en los demos griegos posteriores a Clístenes.

La cultura en discusión

La cultura, así, en discusión y contraposición en medio de la gloria traumática de los días iniciales de los españoles en los Andes, incluía por cierto situaciones de conflicto, donde la confusión siempre se hallaba presente. Desde la década de 1540 los curacas andinos intentaron ser encomenderos.

La cuestión sorprendería si no se supiera que desde el desembarco de los españoles, la gente andina intentó establecer con ellos relaciones de reciprocidad, a lo que los últimos opusieron la noción de conquista. Esto ocurrió en todos los campos y marcó las pautas del tiempo colonial. Fue en busca de establecer una relación recíproca más estable –y no sólo consecuencia de la «natural bondad» de la imposición cultural europea– que los hombres andinos buscaron apropiarse de los medios que los españoles empleaban para la transmisión de sus ideas.

Fue la lengua primero y después el ingreso y la aculturación en la vida ritual (en ambas cosas estaban de acuerdo los españoles, y lo último fue entendido como una rápida victoria de la cristianización), pero al aprender a leer y escribir, a pintar y tallar, los andinos encontraron un hermoso espacio donde su cultura podía estar más en contacto con la hispánica, sobrevivir y aun prevalecer. Descubrieron que utilizando los medios de transmisión cultural europeos establecían puentes y ejercían una tolerancia propia que los europeos no siempre entendieron porque, para éstos, los hombres de otras partes del mundo tenían –como hoy– los defectos reales y las virtudes utópicas.

Mezcla peligrosa que permite aún hoy día, a 500 años del inicio del encuentro felizmente no acabado entre dos mundos, sea posible que América, así como Asia y África, sean considerados desde otras tierras como depósitos de materiales nucleares desechados, o la odiada tierra productora de narcóticos; pero también, y por la misma razón, imaginadas como la satanizada patria de la violencia o de la pobreza, de la explotación de los muchos por los pocos, de los gobiernos autoritarios e ilegítimos, y de otras cosas que al igual que en el siglo XVI, mucha gente de la Europa del siglo XX y XXI –incluso distinguidos académicos– quiere enterrar en su pasado o desterrar en el presente hacia los otros mundos como el nuestro, con los que entró en contacto en el siglo XVI.

Desde estas perspectivas generales se llevó a cabo la evangelización

Desde estas perspectivas generales se llevó a cabo la evangelización: la cultura como soporte de la misma, le confería caracteres específicos. Las divinidades andinas fueron identificadas «desde» la experiencia europea; por eso las llamaron ídolos, a pesar de que desde los primeros tiempos de los españoles en los Andes, los religiosos se preocupaban en precisar cuáles de las deidades andinas podrían haber sido una confusión previa (o, también, una imagen degenerada por el tiempo) del Dios cristiano o, al menos, del hebreo.

El problema surgía, ciertamente, de la presencia de tesis provenientes de la Biblia, que aseveraban el poblamiento de todo el mundo a partir de la difusión de los hijos de Noé en el diluvio; la versión que hablaba de que Tubal, nieto de Noé, había sido el primer rey de España, era conocida. Pero también puede verse cómo un cronista temprano e importante, como Gonzalo Fernández de Oviedo, dedicaba un capítulo breve a explicar que las Antillas eran las Hespérides y, por ello, se podía comprobar el dominio de los reyes de España desde tiempos inmemoriales sobre América.

Nada extraña que, como consecuencia de la cultura de la evangelización, don Felipe Guaman Poma de Ayala pudiera explicar llanamente que los primeros hombres andinos (Uari Uira Cocha Runa) descendían de Noé «del diluvio». De esta manera, el contexto cultural europeo de los cronistas, y por cierto el de los evangelizadores, permite una aproximación más estrecha a la evangelización. Queda un universo más amplio que explorar.


NOTAS

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

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FRANKLIN PEASE GARCÍA YRIGOYEN

©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 3 (1994) 207-217

Nota del DHIAL: Franklin Pease García Yrigoyen (Lima, 28 de noviembre de 1939 - Lima, 13 de noviembre de 1999) historiador peruano. Este texto fue también leído en el Congreso de Filosofía Cristiana, Lima, noviembre de 1992 (Sesión dirigida por Mons. Oscar Julio Alzamora Revoredo (Lima, Perú, 11 de marzo de 1929 - † ídem, 19 de mayo de 1999), Obispo de Tacna y Obispo Auxiliar de Lima)