PERÚ; El patronato republicano y los gobiernos anticlericales

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Revisión del 19:36 14 jul 2019 de Vrosasr (discusión | contribuciones) (Página creada con '==Condicionamiento a la vida de la Iglesia== La estrecha vinculación entre Estado e Iglesia establecida por el Patronato Regio durante el Virreinato, continuó al inicio de la…')
(dif) ← Revisión anterior | Revisión actual (dif) | Revisión siguiente → (dif)
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

Condicionamiento a la vida de la Iglesia

La estrecha vinculación entre Estado e Iglesia establecida por el Patronato Regio durante el Virreinato, continuó al inicio de la República, a partir del Primer Congreso Constituyente que estuvo integrado por 28 clérigos, esto es una tercera parte de los representantes. Presidieron Rodríguez de Mendoza, Luna Pizarro, Andueza y otros más, y así continuaron los sucesivos, aunque con menor número. Luna Pizarro volvió a presidir el del 28 y la Convención de 1834. En ésta fue famosa la intervención del cura Vigil contra Gamarra.

Para establecer la Confederación Perú-Boliviana, el Protector don Andrés de Santa Cruz designó tres ministros plenipotenciarios por cada uno de los tres estados que la integrarían, y uno de ellos era un obispo: por el Norperuano, Diéguez de Trujillo, el Sur, Goyeneche de Arequipa, y Bolivia el Arzobispo de La Plata. Se reunieron en marzo de 1837 y promulgaron las normas que regirían la Confederación en el llamado «Congreso de Tacna».

Los obispos Diéguez y Herrera presidieron los Congresos constituyentes de Huancayo en 1839 y 1860 respectivamente, habiendo el segundo presidido la Cámara de Diputados en 1849-50. Carlos Pedemonte, que había sido diputado, y ministro de Gamarra en 1830; Charún del mismo en 1840, de Castilla y de Echenique. Herrera, ministro de Echenique. Tordoya, ya obispo, fue ministro de Prado en 1867. Igual Puirredón de Cáceres, y Tovar también del mismo y en la Junta de 1895. El obispo Charún en 1856 encabezó un movimiento en Trujillo en favor del general Manuel Ignacio de Vivanco en contra de Castilla, mas falleció antes de las posibles consecuencias.

Durante la Guerra del Pacífico y los gobiernos liberales anticlericales

Durante la guerra del Pacífico, se distinguieron por actuar en contra del enemigo chileno los obispos del Valle, Risco y Tordoya, publicando también las cartas pastorales para alentar a los peruanos. Hubo capellanes castrenses. De señalar el patriotismo de los Curas Andinos que empujaron a sus feligreses a combatir, prolongando la guerra según el historiador chileno Gonzalo Bulnes Pinto (1851-1936). Y las fervorosas alocuciones de los sacerdotes Tovar y Roca por los caídos.

En defensa de la Iglesia y contra el anticlericalismo de Manuel Lorenzo Vidaurre y otros, escribieron artículos y libros el canónigo Moreno, el Pbro. Mateo Aguilar. Más tarde refutaron a Vigil el franciscano Padre Gual, el Pbro. del Valle y el canónigo Juan de la Cruz García. Los arzobispos Arrieta, Luna Pizarro, Goyeneche y Orueta y los obispos Charún, Moreyra, del Valle y Huerta también reclamaron contra proyectos y leyes que dañaban a la Iglesia.

Aunque no hubo una separación, sin embargo fue necesaria la vigilante atención durante todo el siglo por las medidas contrarias a la Iglesia, pudiendo rebatir unas y soportar otras mediante cartas pastorales, oficios a presidentes y ministros y protestas públicas, que alcanzaron difusión por lo bien elaboradas en la doctrina eclesial.

En cuanto a las ideas liberales sostenidas por clérigos y regalistas urge una detenida investigación, como la que realizó Noé Zevallos, hermano de La Salle, acerca del precursor Toribio Rodríguez de Mendoza o las etapas de un difícil itinerario espiritual (1984-1985). En su artículo sobre el itinerario espiritual del ilustre Rector carolino concluía que: “no fue un liberal. Es un teólogo ilustrado, un cristiano que quiere traducir su fe en términos ilustrados, (pues) es una existencia que cabalga entre la aceptación de una tradición por muchos conceptos valiosa y la necesidad de adecuarse a los nuevos requerimientos del mundo como exigencia de su fe”. En esa dirección se requieren estudios sobre el pensamiento religioso y no sólo acerca de las actitudes políticas de Pedemonte, Echagüe, Diéguez, Andueza, Charún, Tordoya, Goyeneche, etc.

Es lástima el desconocimiento de la figura señera del franciscano Arrieta. Existen algunos escritos laudatorios o ásperas críticas, pero no concienzudos estudios sobre ellos. Es simplista acusar de conservadores y ultramontanos, por ejemplo a Charún y Tordoya, que disintieron de la famosa tesis de Herrera sobre la soberanía de la inteligencia, en los sermones patrios de 1847 y 48, o dejar de lado el intenso trabajo desplegado por los obispos del Valle, Risco y Tordoya, por el canónigo Roca y Boloña y curas andinos durante la ocupación chilena.

Es clara la actitud rectilínea de Luna Pizarro en su fidelidad a la Iglesia en oposición a los regalistas Mariátegui, Vigil y Paz Soldán, y al conservador Felipe Pardo y Aliaga, en defensa de la libertad de la Iglesia frente a la injerencia estatal, que pretendía fiscalizar a la Iglesia en nimiedades. Igualmente se requiere una revisión de las opiniones de dichos regalistas, pues la imagen que se tiene de ellos es la simple reproducción de esbozos debidos a plumas que poseían un superficial conocimiento de las materias religiosas.

Las apreciaciones del historiador Jorge Guillermo Leguía, sobre las actitudes frente a la Iglesia de Vidaurre y de Vigil pecan de ligereza por preconcebidas ideas anticlericales. Los lugares comunes que se repiten sobre acontecimientos y personas exigen ser analizadas para no llegar a conclusiones someras y tal vez infundadas. Una carencia de cultura religiosa impidió una sana interpretación.

Tampoco pueden aplicarse criterios actuales para escudriñar e interpretar acontecimientos pasados sin tener en cuenta las circunstancias que los rodearon. Responsabilizar a una «romanización» de la Iglesia la no asunción de posturas en boga no es lícito, porque la búsqueda del apoyo romano fue para Luna Pizarro una defensa contra el estatismo de sus adversarios políticos.

El Arzobispo Luna Pizarro

La resonancia política del Primer Presidente del Congreso Constituyente de 1822 ha opacado la actuación eclesial de la más preclara figura arzobispal de Lima en el siglo XIX. Tocó a don Francisco Javier de Luna Pizarro, nacido en Arequipa en 1780, reorganizar la Arquidiócesis en los doce años que estuvo a su cargo, cuatro como Vicario Capitular y Arzobispo electo, y ocho como sucesor de Santo Toribio.

La vacancia de catorce años desde el destierro del arzobispo Las Heras, y los breves gobiernos de sus inmediatos antecesores Benavente y Arrieta, dejaron multitud de problemas sin resolver. La precaria salud del prelado arequipeño parecía que no podría afrontar la situación, pero en medio de achaques y dolores asumió su responsabilidad, reconocida al poco tiempo de su fallecimiento, por un crítico escritor, Manuel Atanasio Fuentes, que expresó: “Entre todos los arzobispos, que después de la Independencia, han ocupado el trono arzobispal, Monseñor Luna es el Prelado que tiene el mayor número de títulos para el respeto y veneración de los fieles”.

Por su intervención en la política nacional fue alabado y denigrado como ningún otro prócer de la Emancipación por tratar de mantener una solución peruana que no fuese española, ni argentina ni gran colombiana, y no se sometiese a la fuerza de la espada. Sin embargo sus antiguos enemigos, Santa Cruz y Gamarra, le devolvieron la estima. Tanto que otro insigne literato, y poco favorable a la Iglesia, don Ricardo Palma, declara que fue “uno de los prohombres de la Independencia, uno de los más prestigiosos oradores en nuestras asambleas, escritor galano y robusto, habilísimo político y orgullo del clero peruano”.

Manuel Lorenzo Vidaurre, escribía en 1832: “es elocuente por naturaleza, y con la lógica más exacta atrae a sus opiniones a cuantos se le acercan”; Manuel Valdés y Palacios (1812-1854) lo elogia: “Manifestó sus grandes aptitudes para sobresalir en la oratoria. Con una sagacidad poco común, con voz dulce y una insinuación seductora, con una amenidad inagotable y un encanto particular de expresión, cautivaba en la conversación y arrastraba la opinión en las Cámaras. Favorecido por estas cualidades, a las que se agregaba su táctica fina en los juegos de la política”.

Desde su juventud, a través de los avatares políticos y eclesiásticos mantuvo una misma línea de adhesión a la Iglesia. Luna Pizarro fue incansable luchador de la Iglesia. Se le ha considerado como segundo fundador del Seminario por su interés decidido por la formación sacerdotal, encargándolo a los clérigos de más virtudes y talentos; por el esfuerzo para obtener un local digno al que dedicó sus ahorros y consiguió rentas para su sostenimiento.

Su pensamiento acerca de la vinculación con Roma lo define en 1849: “Pretender, pues, que los obispos pueden por sí, o apoyados por la autoridad civil, sin el concurso del Papa, o la resolución de un Concilio general, restablecer usos y derechos primitivos, sería trastornar la disciplina actual de la Iglesia, introducir el cisma y la anarquía. Los obispos pueden dispensar las leyes que hacen; pero no las de la Iglesia universal, ni las de su cabeza el romano Pontífice. Tal es la doctrina católica y que la razón apoya”.

Las misiones constituyeron un importante objetivo de su programa pastoral, que para ello “demanda operarios que se dediquen a emprenderla animados y fortalecidos por un espíritu sobrehumano que anunciando la fe, derraman con ella el principio generador de la civilización”. Al igual que el arzobispo Mogrovejo, trató que se reconociera a la Iglesia un derecho autónomo frente a las pretensiones de las autoridades civiles, para lo que redactó informes, visitó personalmente al Jefe de Estado, movió a los obispos e hizo dormir los asuntos por calmar los ánimos quisquillosos.

Para el viejo liberal la libertad de la Iglesia era también un derecho indiscutible. Sostuvo la nulidad del decreto de 1826 que redujo a las órdenes religiosas a sobrevivir al margen de sus principios y estructuras; trabajó para la instalación de los franciscanos en el convento de los Descalzos [de Lima] y trató de solucionar los impedimentos puestos a la profesión religiosa.

Un país dominado por la clase media blanca criolla y un episcopado sin brillo ni gloria

Los miembros de la clase media blanca, que gobernó el país tanto por medio de militares como de civiles, fueron quienes dirigieron a la Iglesia: uno es hijo de su siglo. Evidentemente la actuación de la jerarquía durante el siglo XIX no fue brillante ni gloriosa, sino que estuvo más bien a la defensiva contra las agresiones radicales, algunas de éstas justificadas pero llevadas con inquina. Sin embargo hubo figuras eclesiales que, en medio de la mediocridad socio-política, descollaron; si no consiguieron mayores frutos se debió también en gran parte, a la incomprensión del ambiente cultural y político.

En relación con el indio está la actitud paternalista de Herrera frente a la ilusión liberal de Pedro Gálvez; y el anhelo de Huerta de escolarizar al indio puneño, que es frustrado por la cerril defensa del patronato nacional motivada por los dictámenes fiscales de José Gregorio Paz Soldán, y Manuel Toribio Ureta, que obligaron al obispo a dejar su diócesis.

Opinamos que la historia de la Iglesia del Perú bajo la República no ha sido escrita, porque las referencias de Basadre son escasas, pero juiciosas y serenas, y el tomo quinto de Vargas Ugarte es el más débil de su valiosa obra, por lagunas notorias y juicios arbitrarios. Únicamente la investigación de la historia provincial y diocesana, y el análisis del pensamiento religioso podrán proporcionar los estudios para obtener la visión de conjunto a desarrollar en la Historia de la Iglesia en el Perú en los siglos XIX y XX.


Una reflexión a modo de conclusión del DHIAL

La historia de la Iglesia en toda América Latina a lo largo del siglo XIX es sumamente azarosa. En esta historia hay que destacar la problemática de las penosas relaciones entre la Iglesia y los nuevos estados. Los Estados liberales, con una política inestable, fuertemente marcada en muchos casos por un liberalismo hostil hacia la Iglesia, pretenden por un parte el control de la misma siguiendo la vieja herencia del antiguo «patronato» regio que quieren continuar bajo el régimen republicano.

Por otra parte los nuevos Estados, fruto de una independencia llevada a cabo por el mundo criollo, no se despegan de una cierta adhesión al catolicismo de sus mayores y que pretenden también conservar incluso en un nivel oficial. Por ello las continuas injerencias en la vida de la Iglesia a pesar de una pretendida separación de esferas, características de la concepción liberal de las relaciones Estado-Iglesia.

Además, en toda la geografía política, las diversas obediencias masónicas juegan un papel preponderante en esta historia declaradamente hostil contra la Iglesia, llevada a cabo bajo el muy equivoco pretexto de un reformismo ilustrado, social y político. En el campo político la historia latinoamericana del siglo XIX es la de una ininterrumpida lucha entre corrientes y partidos de liberales y conservadores; entre países hermanos en luchas fratricidas de intereses de grupos oligárquicos, donde la población de base tiene poco que ver y que decir. Por ello en esta historia política estos conflictos la llenan de golpes de estado y contragolpes continuos, de guerras civiles y entre países hermanos.

Lógicamente todo ello influye negativamente en la vida de la Iglesia. También a nivel oficial y jerárquico ésta se encuentra con frecuencia anquilosada en antiguas estructuras caducas y aferrada a viejos privilegios que pretende conservar, y con frecuencia sin saber superar sus vínculos antiguos con el Régimen del Patronato real ya muerto. La situación de las diócesis fue generalmente penosa, con extensiones territoriales inmensas, con vacancias prolongadas en las sedes episcopales, con estructuras insuficientes y caducas y con un clero exiguo y con reconocidas lagunas en su formación; y por ello desde el punto de vita pastoral fue ardua la superación de todos estos límites.

Sin embargo hay que reconocer que la Iglesia jugó un papel fundamental en la formación cultural y la promoción humana y social del Continente a través de sus obras educativas, con frecuencia las únicas que en el siglo XIX se comprometieron en tal obra. A pesar de las deficiencias, en la medida que avanza el largo siglo liberal y se adentra en el siglo XX, la Iglesia latinoamericana se va recomponiendo. El Concilio Plenario Latino Americano de 1899 es un final de siglo eclesial prometedor y abre esta nueva etapa en la historia de la Iglesia Latinoamericana.

Todos estos elementos se encuentran en la historia de las diócesis peruanas del siglo XIX, y en el caso del episcopologio, la referencia de sus nombres se encuentran en la voz: «Jerarquía eclesiástica del Perú» de este Diccionario de Historia Cultural de la Iglesia en América Latina. Para el caso de los personajes y hechos políticos se indican algunas obras históricas peruanas fáciles de consultar (cf. nota 5 y otras específicas de este mismo artículo).


NOTAS