ORONA MADRIGAL, San Justino

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(Atoyac, 1877 – Cuquío, 1928)

Sacerdote y mártir

El padre Justino Orona Madrigal fue fusilado en la casa donde se refugiaba, el 10 de julio de 1928, a los 51 años de edad y 24 como sacerdote[1]. Se había quedado en su parroquia contra las órdenes del gobierno, lo que significó su condena a muerte.


Se quedó con sus fieles hasta la muerte

El padre Justino nació el 14 de abril de 1877 en el municipio de Atoyac, en el pueblo de Cuyacapán, al sur de Jalisco. Su padre se llamaba José María Orona y su madre María Inés Madrigal. En la escuela parroquial de Zapotlán el Grande (hoy Ciudad Guzmán), recibió la educación primaria y con el apoyo del párroco de Atoyac, Secundino Flores Ortiz, ingresó al Seminario de Guadalajara el 25 de octubre de 1894. Allí transcurrieron los años de su formación sacerdotal hasta su ordenación el 7 de agosto de 1904.


Desarrolló su ministerio sacerdotal en distintas poblaciones del Estado de Jalisco. Comenzó en Lagos de Moreno, San Pedro Analco y Pegueros, para pasar luego a Guadalajara como capellán del templo de Sta. María de Gracia. En noviembre de 1912 fue mandado como párroco de Poncitlán, de donde al poco tiempo fue trasladado a Encarnación de Díaz, también como párroco. De nuevo, el 19 de octubre de 1916, el señor cura Orona fue designado para dirigir la parroquia de Cuquío, lugar donde le encontró el martirio.


Tras las primeras convulsiones de la Revolución, ya a partir de 1914, los seminarios habían sido incautados y prohibidos. Por ellos los obispos hacían lo que podían para abrir seminarios –frecuentemente clandestinos o sin apariencia de tales- y mantenerlos como podían. En Guadalajara se crearon varios seminarios llamados auxiliares; en algunos de ellos estudiaron varios mártires, y algunos de sus formadores murieron también mártires. Lo mismo sucedió en Cuquío: aquí su nuevo párroco, el padre Justino Orona, tuvo el encargo de seguir el pequeño grupo de seminaristas que se constituyó en aquel lugar durante los años de persecución. Asimismo, acogió y apoyó a las hermanas clarisas del Sagrado Corazón[2], que se establecieron en Cuquío para la atención de las escuelas de niños pobres y de asilos para ancianos.


Su dedicación fue principalmente para cuantos necesitaban de su cuidado: pobres, enfermos, gente en dificultad. Por ello no se echaba atrás cuando lo llamaban para asistir a un enfermo en los ranchos lejanos, aunque fuese de noche. Y demostró ser un buen pastor en los momentos más difíciles, cuando tuvo que arriesgar su vida por estar junto a su rebaño acosado por los enemigos de la fe. En Cuquío trabajaba con él otro buen sacerdote, el padre Antonio Guzmán, quien le aconsejó que se ausentara de la parroquia ya que lo buscaban para apresarlo y matarle. Pero el señor cura Orona le contestaba sin titubeos: "Yo entre los míos, vivo o muerto". No le había sido fácil conquistar el corazón del pueblo, que había sentido mucho el cambio del anterior párroco al que estimaba. El bueno y humilde nuevo cura lo reconocía ante la gente: "Yo no podría llenar el vacío de los corazones, y me siento incapaz de llenar el hueco que deja mi buen antecesor"[3].


Ante la dura persecución

Cuquío se encontraba en el corazón de una región con una fuerte identidad católica. Por ello, en ese lugar la persecución fue dura. Declaraba así un testigo de entonces que “el presidente municipal, José Vázquez Mora, nos aprehendió por el hecho de mandar a nuestros hijos a la escuela católica". Otro de los mártires, el padre Toribio Romo, que fue vicario en Cuquío, cuenta en un escrito la constante persecución que él y su párroco Justino Orona soportaron, y cómo anduvieron esos años fugitivos de un lugar a otro por el territorio de la parroquia, para ocultarse de sus enemigos y atender al mismo tiempo a los fieles en sus necesidades espirituales:


"Subimos a lo más espeso del monte, dejando los caballos ensillados... nos repartimos unas tortillas frías y unas cecinas crudas, no podíamos poner lumbre para no descubrirnos a los federales; tomamos de gusto o por la urgencia aquella cena; con espuelas y ropa, nos recostamos en un colchón de hojas secas... caídas de los árboles. Mi breviario [el libro de las horas que los sacerdotes deben recitar cada día] fue en todos estos días mi muy buena almohada. A las doce de la noche desperté; la luna pálida filtraba sus rayos por entre las ramas de los árboles... el buen señor cura, el achacoso enfermizo padre Guzmán... todos furiosamente perseguidos por unos tiranos que se llaman el Gobierno de mi patria […] Así corriendo, volando trepamos el cerro de Cuquío, lo bajamos cortamos el camino real de Yahualica, bajamos una barranca y nos trepamos a un cerrito [...] dos días pasamos en el monte. Cuando llegábamos a las cercas, yo me las volaba como en los mejores años de mi niñez, sólo mi buen señor cura Orona, ¡pobrecito! trepaba él las cercas y, como estaba tan gordo, se dejaba caer con tanto desequilibrio que rodaba por entre el lodo... eso de ser uno perseguido es tan duro, y trae la persecución tan gran cortejo de tribulaciones [...] se sufre tanto, tanto."[4]

La caza y la muerte de dos mártires amigos

En Cuquío el señor cura Orona tuvo un enemigo mortal: el presidente municipal, José Ayala, quien se había separado de su legítima esposa, Celina Padilla, y se había amancebado con su propia sobrina carnal, con quien tuvo dos hijos. Este hombre obcecado por su ideología anticatólica no permitía que aquellos niños fueran bautizados, aunque ya tenían como diez y doce años. La madre de los niños, aprovechando un día que el padre de sus hijos estaba fuera del pueblo, los llevó al templo pidiendo el bautismo y el señor cura los bautizó. Cuando el padre de aquellos niños volvió, montó en cólera y prometió vengarse del señor cura.


Tiempo después, en los días más aciagos de la persecución, escondiéndose de casa en casa y de rancho en rancho, el padre Justino fue traicionado y entregado por un feligrés, juntamente con otro compañero de sacerdocio, de ministerio y de martirio el padre Atilano Cruz. Ambos curas se encontraban escondidos en el rancho Las Cruces –distante de Cuquío como dos horas y media de camino a caballo- desde donde salían a ejercer su ministerio sacerdotal a escondidas. Fue el momento de la venganza.


El sábado 30 de junio de 1928, a la media noche, salió el presidente municipal José Ayala con un piquete de soldados en persecución del señor cura. Llegaron al rancho a las 2 de la mañana; el presidente y dos compañeros golpearon en la puerta y despertaron al señor cura Orona, al padre Atilano y a toda la familia que les acogía. El padre Justino Orona les abrió la puerta y los saludó con el "¡Viva Cristo Rey!" de los mártires, cumpliendo lo que había respondido a algunos cristianos que le habían acompañado la tarde anterior, a su pregunta si no tenía miedo a la muerte: “No” –había respondido- “¿cuándo los tendré de frente?, con gusto les daría el saludo de «Viva Cristo Rey»[5]. Y así fue. Ayala, que llevaba una lámpara de mano, dirigió la luz a la cara del padre Justino. Entonces blasfemó, lo insultó soezmente y sin más le apuntó su pistola, disparándole a bocajarro. El mártir cayó a tierra mortalmente herido.


Al sentir los golpes y disparos, el padre Atilano comprendió lo que estaba sucediendo. Por ello se había arrodillado junto a su cama para encomendar su alma a Dios. Los verdugos se precipitaron en la habitación y dispararon sobre él y sobre el señor José María Orona, hermano del padre Justino, que se encontraba allí con ellos. Los soldados sacaron los cadáveres al patio de la casa, dándoles puntapiés y burlándose de ellos. Ese mismo día los federales ahorcaron al señor Toribio Ávila, quien vivía en aquel rancho, y allí dejaron colgado su cuerpo.


Los cuerpos de los hermanos Orona y del padre Atilano fueron llevados a Cuquío, atravesados sobre lomos de burros, ya que no permitieron a los vecinos que los transportaran en camillas de tablas. El cuerpo del señor cura Orona lo cargaron en un pequeño burro, por lo que pies y manos se fueron arrastrando por los caminos hasta llegar a Cuquío. Al llegar estaban totalmente destrozados y habían regado con su sangre aquel largo camino. Los tiraron en la plaza y los vecinos, asombrados, se acercaron llorando ante tan macabra escena; con algodones recogieron la sangre y tomaron de su ropa las reliquias del padre Orona, a quien tanto querían por su labor parroquial tan efectiva, y también las del padre Atilano Cruz, reconociéndolos a los dos como verdaderos mártires de Jesucristo. No obstante la prohibición y las amenazas del presidente municipal y de los soldados, la gente colocó en cajas los tres cuerpos y los acompañó hasta la tumba con oraciones y cantos, gritando: "¡Viva Cristo Rey!"; por esto muchos fueron encarcelados, pero el pueblo enardecido exigió que los dejaran en libertad[6].


El padre Justino no había descollado por dotes especiales de inteligencia. Había sido un seminarista “común” y luego un sencillo y buen sacerdote. Como “buen pastor que da su vida por las ovejas” (cfr. Juan 10), el padre Justino permaneció en su parroquia, “a pesar del grave peligro que corría, y que al fin significó la muerte[7]. En su parroquia “trabajaba mucho y era muy obediente con sus superiores, moderado y austero [...] predicaba y daba catecismo a todos, atendía cuidadosamente a los enfermos y administraba todos los sacramentos con asiduidad[8]. En una palabra era un buen párroco, estimado por la gente como “un gran amigo”, bondadoso y amable con todos, austero y pobre, penitente y devoto de la Eucaristía, con gran amor hacia los pobres[9]. Así escribía a una hermana religiosa: “El camino que lleva a la patria hay que seguirlo con alegría, sirviendo a Dios en la tierra y viendo por el bien de los hombres[10].


Los restos de los dos mártires, Justino Orona Madrigal y Atilano Cruz Alvarado, se veneran en la iglesia parroquial de Cuquío. Ambos fueron beatificados el 22 de noviembre de 1992 y canonizados el 21 de mayo del año 2000, por S.S. Juan Pablo II.

Notas

  1. Positio Magallanes et XXIV Sociorum Martyrum, I, 153-156;
  2. Durante aquellos años de persecución, la vida cristiana florecía en México: una señal de la misma fueron las numerosas congregaciones religiosas y grupos apostólicos que surgían por doquier. Fue este el caso de las hermanas clarisas del Sagrado Corazón.
  3. González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008, p. 924.
  4. González Fernández, Fidel. Obra citada, p. 924.
  5. Positio Magallanes, III, 238.
  6. Positio Magallanes, III, 239; II, 141, & 508; 126, & 442; 129, & 445; 132, & 463; I, 161-162.
  7. Positio Magallanes, II, 163, & 514.
  8. Positio Magallanes II, 125-126, & 438; I, 154,
  9. Positio Magallanes, II, 126, & 439; 127, & 443; 136; & 481.
  10. Positio Magallanes, III, 52; I, 154.

Bibliografía

  • González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008.
  • López Beltrán, López. La persecución religiosa en México. Editorial Tradición, México, 1987.
  • Meyer, Jean. La cristiada, Volumen I, Siglo XXI Editores, México, 1973.
  • Positio Magallanes et XXIV Sociorum Martyrum, tres volúmenes.


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ