NEOPATRONATOS; La misión mexicana en Roma

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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En la década de los años 20 del siglo XIX, fue interés de los gobiernos republicanos de las naciones recién independizadas de España enviar a Roma a comisionados, para interesar al Sumo Pontífice sobre la situación de sus iglesias en Hispanoamérica, y pedir que se les concediera el derecho de Patronato, la celebración de concordatos y la preconización de obispos para las sedes vacantes. En este sentido, el precedente inmediato realizado por algunos diplomáticos hispanoamericanos había sido de total fracaso. En esa década se dieron nuevos intentos de misiones diplomáticas ante la Santa Sede, entre las que se recuerda la de José Ignacio Cienfuegos de Chile en 1821-1822 y 1828-1829; la del colombiano Ignacio Sánchez de Tejada en 1823, la del mejicano Francisco Pablo Vásquez designado en 1825, y que llegó a Roma sólo el 28 de junio de 1830; también en 1828 llegó a Roma un enviado del Uruguay, el sacerdote Pedro Alcántara Jiménez. Primeros intentos de establecer un Neopatronato en México Un caso de particular importancia lo representó la misión del mexicano Francisco Pablo Vásquez. Esta misión fue precedida por el agente secreto de México en Roma, el sacerdote dominico peruano, fray José María Marchena, el cual fue designado por el gobierno mexicano en julio de 1823, para que siguiera los pasos que el desterrado emperador Agustín Iturbide daba en Italia y Europa, y para que se informara sobre las disposiciones y la actitud de la Santa Sede con respecto a la Independencia de Hispanoamérica y de la forma republicana de sus gobiernos. Su tarea era también la de espiar los pasos que daba el arzobispo de Méjico, Pedro José de Fonte, regalista y autoexiliado en España, y de indagar sobre “cómo se piensa en la Corte de Roma acerca de nuestra independencia, y si hay disposición para entrar en Concordato para arreglar nuestros negocios eclesiásticos”. En enero de 1824 Marchena pudo dialogar con León XII, pero por el carácter privado de su comisión no entró en asuntos eclesiásticos, sino que se limitó en manifestarle al Papa el interés que tenía el gobierno de México de enviar un comisionado oficial para hacer un Concordato. En aquella oportunidad el Papa le expresó su disponibilidad para tratar con un comisionado de Méjico, pero aclarándole que lo recibiría en calidad de persona privada, como lo quería la política de neutralidad de la Santa Sede, y que estaba dispuesto a tratar cuanto negocio eclesiástico se le propusiese, “ya que él, en tales casos, se despojaba de su autoridad de Monarca; que la independencia de México no la reconocería sino hasta después que lo hiciesen los demás gobiernos”. Marchena regresó a Méjico en marzo de 1825, y a viva voz informó al gobierno corroborando lo que ya había dicho por carta del 29 de enero de un año antes, sobre la buena disposición de la curia romana para establecer relaciones con Méjico. Ante tan buenas noticias, el gobierno apresuró los pasos para nombrar a la persona que oficialmente lo representaría ante el gobierno pontificio, cargo para el que fue escogido el presbítero Pablo Vásquez, quien partiría no como diplomático, sino como enviado eclesiástico. La misión mexicana de Pablo Vásquez De Méjico don Pablo partió el 21 de mayo de 1825, pero por razones ajenas a su voluntad se mantuvo alejado de Roma hasta el 28 de junio de 1830, desaprovechándose la mediación del gobierno de Francia, el cual, en 1825, por expreso pedido de la Curia pontificia, medió ante la corte de Madrid y ante los diplomáticos de la Santa Alianza , para que favorecieran la admisión de Vásquez en Roma, a quien se le acogería como persona privada. Mientras Vásquez esperaba en Europa nuevas instrucciones del gobierno mejicano, murió el último obispo que allí quedaba, monseñor Joaquín Pérez Martínez, obispo de Puebla, que falleció en el año 1829. Esta situación hizo que el gobierno de Méjico considerara como de sumo interés que don Pablo Vásquez regularizara la situación de la Iglesia. Una vez que se hubo encontrado la manera de organizar su permanencia en Roma, se interesó por conseguir audiencia con el cardenal Albani, secretario de Estado de Su Santidad, la que consiguió el 4 de julio de 1830. En los primeros días y por todo el tiempo que duró la permanencia de Vásquez en Roma, pudo contar con los buenos oficios del jesuita mejicano Ildefonso Peña, que ya conocía la ciudad y cruzaba buena amistad con personas influyentes de la Curia romana, como los cardenales Albani y Cappellari. Cuando Vásquez se presentó ante el secretario de Estado de Pío VIII, sin titubeos le manifestó el objeto de su misión: conseguir obispos residenciales para Méjico, así como en 1827 León XII los había dado para la Gran Colombia, mostrándose decidido a no aceptar, de ninguna manera, vicarios apostólicos. La decisión con la que se presentaba Vásquez para defender su pedido hacía prever qué las negociaciones no resultarían para nada fáciles, porque la política de Pío VIII frente al caso hispanoamericano consistía en un regresar a la moderación, que la neutralidad pontificia requería. Pío VIII fue muy respetuoso, quizá demasiado respetuoso, del derecho español del Patronato de Indias, razón por la cual consideró que la mejor solución para el problema patronal en que se encontraba la iglesia de Hispanoamérica eran los vicarios apostólicos. Las conversaciones entre el enviado mexicano y el secretario de Estado se prolongaron durante los restantes meses de 1830 pero, ante la obstinación de las partes y la permanente interferencia del embajador de España Pedro Gómez Labrador, Vásquez no pudo satisfacer a su gobierno, ni encontrar en Pío VIII una respuesta para sus peticiones. El providencial cambio con Gregorio XVI Con la muerte del papa Pío VIII ocurrida el 30 de noviembre de 1830, a Vásquez que ya había recibido su pasaporte para retornar a su patria, no le quedaba otra esperanza que postergar su viaje de regreso a México, y confiar en las consoladoras palabras que el cardenal Cappellari le dirigiera antes de entrar en la sala del Cónclave: “Ruegue usted a Dios que nos dé un pontífice amigo de México”. Palabras estas que si bien estaban dichas al enviado mexicano, tenían sabor continental. El Cónclave terminó el 2 de febrero de 1831 con la providencial elección del cardenal Cappellari como el 254° sucesor de San Pedro, quien tomó el nombre de Gregorio XVI. El 28 de febrero de 1831, apenas veinte días después de iniciar su pontificado, Gregorio XVI nombró obispos a seis sacerdotes mexicanos para ocupar las diócesis de Puebla, Linares (Monterrey), Durango, Michoacán, Chiapas y Guadalajara. Por vez primera fueron nombrados obispos para México sin haber sido propuestos por el rey de España; desde entonces Fernando VII solo pudo contemplar cómo el Patronato Real desaparecía en América.

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