MESTIZAJE CULTURAL; Escritura pictográfica, jeroglífica y alfabética

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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La Palabra de Dios, el lenguaje temporal y la escritura.

La transmisión de la Revelación como «encarnación» de la Palabra en la conciencia y en la cultura, implica la temporalidad y el lenguaje - en el hombre no existe uno sin el otro -; a su vez, el lenguaje temporal «resuena» (como diría San Agustín) y se vuelve signo extrínseco en la escritura, sea ésta pictográfica o ideográfica o fonética en la conciencia primitiva; sea alfabética en la conciencia crítica. Pero tanto en una como en la otra, el mensaje permanece siempre el mismo. Solamente deberá cambiar la modalidad de la transmisión.

La Revelación cristiana es histórica, aunque su contenido sea meta-histórico. No puede no ser sino temporal en su manifestarse desde que está dirigida al hombre; por eso la Palabra de Dios ingresa al tiempo, aunque sea infinitamente trascendente a la palabra interior del hombre; lo que pasa es que, cuando nosotros hablamos, enseña San Agustín comentando el Evangelio de San Juan, decimos palabras que “suenan y desaparecen”. En cambio, cuando es Dios quien habla (o nos habla), esta palabra es dicha y permanece.

Cierto es que, en el hombre, existe una palabra (la palabra interior que es palabra del ser) sin la cual no conoceríamos la Palabra divina, que se pronuncia interiormente y se «encarna» fuera por el sonido. Pero la Palabra que la sustenta, que es la Palabra infinita, es inmutable (aunque se «encarne» en el tiempo). Y esta Palabra es, ante todo, el mismo Cristo. Verbo del Padre, por quien y para quien todo ha sido hecho; en la creación, Dios dice y aparece lo creado. Cuando se revela al hombre, dice y su Palabra ingresa al tiempo y el Verbo permanece inmutable. Y en cuanto Él es el Verbo que a todo sustenta, su presencia es a mí más íntima que mi propia presencia.

Como dice el incomparable San Agustín: “Multo est ille (Dios) praesentior” (Obras, Tomo XIII). Vistas así las cosas, Dios mismo se-revela, ante todo en la creación cuyos signos a Él remiten si los sabemos leer; pero el Hijo, que es misiva por naturaleza, se revela en la historia de Israel; es decir, en el tiempo de preparación de la salvación del hombre. A Moisés le revela la inefabilidad de Sí mismo cuando le da a conocer su Nombre: “Yo soy el que soy” (Ex. 3, 14); obsérvese que digo la inefabilidad de Sí mismo, porque su mismo ser permanece en el misterio insondable. Pero su palabra ya ha penetrado en el tiempo, es decir, se ha hecho histórica, se ha «encarnado» en el tiempo: la Palabra ha sido dicha en el Silencio eterno y se ha "encarnado" y "resuenan" en el tiempo. Primero en el tiempo de la preparación; después cuando llega la “plenitud del tiempo” (Gal. 4, 4), la Revelación deja ya de tener intermediarios porque ahora la Revelación es el mismo Cristo, ya sea su propia Persona, ya sus propias palabras, ya en la Iglesia asistida por el Espíritu Santo hasta el fin del tiempo.

Cristo es la revelación misma de Dios (Mt. 16, 16), es el Reino y la salvación que anuncia, y esto lo pone a infinita distancia de toda otra religión que es solamente la transmisión de un mensaje estrictamente humano (como el taoísmo o el budismo), o la elaboración de mitos también humanos como los de las religiones precolombinas. Con Cristo, la historicidad de la Revelación que alcanza en Él su plenitud, se traduce en el lenguaje: es, primero, verbo interior (lenguaje interior y común a todos los hombres) y, luego, es verbo exterior (lenguaje exterior) que se diversifica en los hombres y en los pueblos. De ahí que el arameo del Señor, que era su lengua materna en el tiempo, era, por eso mismo, «encarnación» de la Palabra en el lenguaje temporal, que es el modo natural de comunicación entre los hombres. Semejante lenguaje, significado en los signos de la escritura, es el modo ineludible de transmisión y, en él, se asume la persona y la cultura del hombre y del pueblo que se expresa por ese lenguaje y por esa escritura. Maravilla, en verdad, este acuerdo profundísimo entre el mensaje sobrenatural de salvación (que radica en la eterna Palabra que es el Hijo) y la estructura natural del hombre, destinatario del mensaje.

Si lo vemos desde el hombre, la primera palabra suya es, como ya dije, la palabra del ser (o la verdad) que constituye su palabra interior y silenciosa; en cuanto temporal, éste debe encarnarse fuera, en el presente del tiempo, como palabra exterior generadora del lenguaje por cuyo medio los hombres se comunican entre sí. Cuando se trata de una conciencia humana en estado de simpatía con el todo (conciencia primitiva), la comunicación (que es transmisión) se efectúa por medio de los signos concretos de las cosas mismas (escritura pictográfica, ideográfica o fonética); cuando se trata de una conciencia (como la de los griegos o romanos) que ya han creado una distancia crítica con el todo, la comunicación se efectúa por medio de la abstracción propia de la escritura alfabética.

En uno y otro caso, el mensaje transmitido es el mismo. Se «encarna» en el tiempo a cuyo presente se convierten todo el pasado y todo el futuro; por eso, semejante «encarnación» de la Palabra ha de asumir todo el pretérito (humano y cultural), y todo el futuro que por la expectación se espera, en este concreto presente en el cual se manifiesta la Palabra. Por eso, el misionero, que es, si lo es de veras, otro Cristo (casi diría Cristo mismo), transmite el mensaje de salvación en el tiempo histórico presente, según el grado de la conciencia receptiva, sea primitiva, sea crítica. Semejante «encarnación» habrá de adoptar la totalidad propia e intransferible de la conciencia receptiva; por eso los misioneros españoles adoptaron la escritura pictográfica y las ideográficas como medio apto para comenzar la transmisión de la Palabra.

Ingreso de la escritura aborigen a la naturaleza de la escritura alfabética

El lenguaje temporal, vehículo de la «encarnación» de la Palabra, se expresa en la escritura pre-alfabética de las culturas amerindias. Y esto es así porque la conciencia primitiva, en virtud de su estado de inmediatez con lo otro, está orientada hacia el singular. El Padre Borges que ha dedicado un capítulo de una de sus obras a la psicología india, muestra cómo, el entendimiento indígena "estaba estructurado para captar lo real, lo singular, sin aptitud para las abstracciones y rebelde a toda composición y complicación mental".[1]

Este originario sentido de lo concreto-inmediato, requería aquella total sencillez de los primeros catecismos y explica perfectamente porqué los misioneros equiparaban (como lo hubiese hecho Vico) la mentalidad indígena con la mentalidad infantil. Lo importante es percibir que esta calificación no implica (al menos no debía implicar) el menor menosprecio, sino la objetiva explicación de un «estado».

Este originario e inicial sentido de lo singular-concreto, lleno de la riqueza inmediata que ofrece lo individual, exige la representación directa de la cosa singular y de ahí la escritura «por pinturas», es decir, de la escritura pictográfica. Trátase, pues, como puede verse en los catecismos pictográficos que los esforzados misioneros inventaron sobre las pictografías más antiguas, de la directa «pintura material» de los objetos.

Sin embargo, el dibujo que sugiere el «nombre» de la cosa (ideografía), representa un gran adelanto hacia la abstracción (que ya ha comenzado) el dibujo que sugiere el nombre de la cosa (ideografía); y la distancia crítica que apenas comienza con la representación del hombre, se hace posible con la significación de los «fonemas» (escritura fonética).

Tanto Toribio de Benavente (Motolinía) como Francisco Javier Clavijero hacen referencia a los «libros» de los mexicanos, compuestos de “caracteres y figuras, que ésta era su escritura a causa de no tener letras, sino caracteres.”[2]No otra cosa testimonia fray Bernardino de Sahagún cuando afirma que “esta gente no tenía letras ni caracteres algunos, ni sabían leer ni escribir, comunicábanse por imágenes y pinturas, y todas las antiguallas suyas y libros que tenían de ellas estaban pintados con figuras e imágenes”.[3]

Lo anterior explica por qué en el Calmécac,[4]los aztecas enseñaran sus tradiciones "por medio del aprendizaje de memoria" por falta de escritura como la nuestra.[5]Algunos han observado que la pictografía azteca "estaba llegando a la etapa de la fonética silábica, que es una parte importante de la escritura jeroglífica de Egipto".[6]Sea como fuere, sin alfabeto, no había tomado aquella distancia crítica y abstracta con el objeto y tendía a expresar la unión simpática con el todo. El lenguaje temporal expresaba, pues, el estadio propio de la conciencia indígena y en él había de «encarnarse» el Verbo, «habitar» y hacerse indio. Solamente así había de desmitificar su mundo y, asumiéndolo, transfigurarlo en su nuevo ser cristiano.

El misionero, que se expresaba en un lenguaje temporal alfabético desde hacía milenios, tenía ante sí un doble cometido: debía aprender el lenguaje pre-alfabético del indio y, al mismo tiempo, con el propósito de fijar la doctrina, debía «encarnar», verter, traducir el mensaje en la propia lengua indígena. Sobre todo este último propósito produjo un fenómeno extraordinario e irreversible sobre el cual no se ha llamado suficientemente la atención: hizo ingresar casi de golpe la lengua indígena al estadio alfabético.

En realidad, una vez que los misioneros aprendieron las lenguas indígenas, como lo dice tan bien el Padre Juan Guillermo Durán, "las transportaron de inmediato -con maestría de verdaderos peritos- al conjunto de signos o caracteres fonéticos del alfabeto latino (fonemas), dando origen de este modo al fonetismo completo de las milenarias escrituras precolombinas.”[7]

La inmediatez de la conciencia primitiva respecto de la naturaleza, creaba la necesidad de apelar siempre a las imágenes, a las pinturas y a los colores para expresar las representaciones de las cosas; sin embargo, nuevamente con el Padre Durán, "las lenguas indígenas cuyos fonemas pudieron ser traducidos sin mayores dificultades a la escritura alfabética, pronto abandonaron la jeroglífica prehispánica imperfecta y complicada".[8]

El obispo de Tlaxcala Fray Julián Garcés, señalaba que análogo fenómeno se había dado con los iberos, en tiempos de Sertorio, cuando aquéllos aprendieron de los romanos el alfabeto griego y latino.[9]Solamente después, a medida que las lenguas indígenas comenzaron a ser aprehendidas por la mentalidad hispánica, se escribieron vocabularios en base a caracteres latinos, y se pudieron construir las primeras «gramáticas».

Pero significaba un verdadero ingreso de la lengua pre-alfabética a la escritura alfabética; es decir, se trata de un acto de entrar, de penetrar in vivo al estadio alfabético, y semejante acto fue posible por el castellano que le donó su propia estructura. Salváronse así las lenguas indígenas y comenzaron a fijar la memoria de los actos y los hechos, y se enriqueció el castellano con la novedad de la savia indígena originaria.

Tratábase, pues, de un «ingreso» que al mismo tiempo, constituía un salto inconmensurable, cualitativo. Los indios, al ponerse en contacto con el castellano, comenzaron a usar el alfabeto latino, lo cual hizo posible la conservación de documentos tan importantes como por ejemplo, el «Popol Vuh». Como dice su editor Adrián Recinos, los indios, usando el alfabeto latino, no solamente compusieron frases en el nuevo idioma, sino que les sirvió "para transcribir las palabras y los textos de las lenguas indígenas".

Y esto era un verdadero «mestizaje cultural», como se pone de manifiesto en aquel libro "escrito pocos años después de la conquista española, en la lengua quiché, «con auxilio del alfabeto castellano»".[10]

Existe, pues, un ingreso y un ascenso, una articulación gramatical y una asunción de la lengua y la escritura primitiva a la lengua y a la escritura alfabética. Este salto cualitativo es irreversible y gracias a él, hoy podemos comprobar, en ediciones bilingües por ejemplo, el mutuo enriquecimiento de la lengua castellana y de la lengua indígena. Pero jamás hubiese sido posible sin la fecundación vital del espíritu hispánico. Se corrobora que España es la fundadora del Nuevo Mundo.

NOTAS

  1. Pedro Borges, O.F.M., Métodos misionales en la cristianización de América, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1960, p.78
  2. Toribio de Benavente, Historia de los Indios de la Nueva España, p.2; Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México, p. 530 y ss.
  3. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, Libro X, Relación del autor digna de ser notada, n° 31 (p. 583), siempre en la 6 edición del P. Ángel María Garibay.
  4. En el México prehispánico, el Calmecac fue la escuela donde se formaban los hijos de los nobles o de los sacerdotes.
  5. Miguel León-Portilla, La Filosofía Náhuatl, Ed. UNAM, México 1983, p.9
  6. George C. Vaillant, La civilización azteca, versión española de Samuel Vasconcelos, FCEM, 4 ed. México, 1966, p.193
  7. Juan Guillermo Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana. I “Los catecismos pictográficos”, p. 95
  8. Ibídem, p. 125
  9. Carta al Papa Paulo III, en Guillermo López de Lara, Ideas tempranas de la política social en Indias, JUS, México, 1977, p.345
  10. Introducción al Popol-Vuh. Las antiguas historias del Quiché. Traducidas del texto original con introducción y notas de Adrián Recinos, FCE México, 4 ed. 1960, p. 9

BIBLIOGRAFÍA

Benavente Toribio de, Historia de los Indios de la Nueva España, Ed. Castalia, Madrid, 1985

Borges Pedro, O.F.M., Métodos misionales en la cristianización de América, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1960

Clavijero Francisco Javier, Historia antigua de México. Ed. Porrúa, Colección Sepan cuantos, N° 29 México

Durán Juan Guillermo, Monumenta Catechetica Hispanoamericana. (Siglos XVI-XVIII) UCA, Buenos Aires 1984

León-Portilla Miguel, La Filosofía Náhuatl, Ed. UNAM, México 1983

López de Lara Guillermo, Ideas tempranas de la política social en Indias, JUS, México, 1977

Recinos Adrián Introducción al Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché. FCE México, 4 ed. 1960

Sahagún Bernardino de, Historia general de las cosas de la Nueva España, Ed. Porrúa, México. 6 edición

Vaillant George C., La civilización azteca, versión española de Samuel Vasconcelos, FCEM, 4 ed. México, 1966


ALBERTO CATURELLI