MÉXICO; Camino del nacimiento de un estado laico (X)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Una ley inicua produce el martirio y la matanza en un pueblo católico

El general Plutarco Elías Calles ocupaba la presidencia en 1924, y se propuso extinguir el catolicismo en México aplicando estrictamente los artículos de la Constitución de 1917, reglamentando en concreto el 130 y añadiendo al código penal federal otros delitos en materia religiosa y culto. Para ello se había hecho conceder plenos poderes para reformar el Código Penal.

La ley, aprobada el 14 de junio de 1926, fue promulgada el 2 de julio de 1926 y publicada en el «Diario Oficial». Esta ley conocida como « Ley Calles» contenía 33 artículos. Entraría en vigor el 31 de julio de 1926. Federico Gamboa escribía entonces en su Diario: “Hoy se publicó una ley contra la religión, el clero, la enseñanza y la dignidad humana, que avergonzaría a Zululandia”.[1]

Fue a partir de estas leyes claramente inicuas que el pueblo católico mexicano reaccionó en niveles y modalidades distintas, pidiendo el derecho humano fundamental de la libertad religiosa, negada por dichas leyes a la Jerarquía católica, a las asociaciones católicas, y al pueblo católico en general, que veía conculcado tal derecho. Agotados todos los recursos legales se vieron obligados a la lucha armada para obtener el reconocimiento de sus libertades. Señalamos los datos y aspectos de aquella legislación inicua y los distintos niveles de reacción en el mundo católico.

Los sacerdotes: obligados a la clandestinidad

La Constitución y las leyes emanadas por Calles para su aplicación ponían fuera de la ley a todo el pueblo católico de México. Convertían de hecho a los sacerdotes y a los fieles que las rechazaban en «forajidos»; el Estado respondía al rechazo comportándose con una dureza extrema y desalmada. Fue un verdadero holocausto de católicos, sacerdotes y seglares inocentes y convencidos de su fe, una especie de matanza ideológica-religiosa de católicos.[2]

Dada aquella persecución anticatólica, los sacerdotes se vieron obligados a esconderse dedicándose a la peligrosa asistencia clandestina de los fieles, sobre todo a partir del 31 de julio de 1926, cuando el Gobierno prohibió definitivamente el culto público. A partir de entonces las fuerzas del Gobierno empezaron una caza tenaz de los sacerdotes para encarcelarlos y asesinarlos.

Los sacerdotes y seglares mártires de esta prolongada y tozuda persecución en sentido estricto alcanzan cifras todavía no calculadas con exactitud. Los sacerdotes asesinados se cuentan en centenas y los seglares en miles. Entre ellos se encuentran: 22 sacerdotes y 3 seglares canonizados por Juan Pablo II el 21 de mayo de 2000, además de los beatos mártires P. Miguel Agustín Pro, jesuita, el P. Elías del Socorro Nieves, agustino, y 13 beatos (10 seglares y tres sacerdotes) beatificados durante el pontificado de Benedicto XVI en Guadalajara el 20 de noviembre de 2005. Uno de ellos, el joven adolescente José Sánchez del Río fue ya canonizado por el Papa Francisco el 16 de octubre de 2016.[3]

La variada reacción cristiana popular

Aquella situación legal creada a partir de la Constitución de 1917 contrastaba poderosamente con la realidad sociológica de México; «Querétaro» fue derrotado por la gente sencilla que continuó profesando la fe cristiana católica. Se repitieron a centenares los gestos conocidos de los católicos perseguidos durante las fases de la Convención y del Directorio de la Revolución francesa.[4]

En México, el nuevo Estado apoyado por las logias masónicas propulsó también la creación de una iglesia nacional cismática y de una religión de tinte naturalista. Todo lo que no estaba cobijado bajo aquel techo fue marcado con la etiqueta de «fanático». “Yo soy un liberal de espíritu amplio, dijo Calles en un discurso electoral en 1924, que dentro de mi cerebro me explico todas las creencias y las justifico, porque las considero buenas por el programa moral que encierran. Yo soy enemigo de la casta sacerdotal... Yo declaro que respeto todas las religiones, y todas las creencias, mientras los ministros del culto no se mezclen en nuestras contiendas políticas con desprecio de nuestras leyes.”[5].

¿Qué quería o qué pretendía aquel «neojacobinismo mexicano»[6]? Lo explicaba acertadamente el obispo de Huejutla en una carta pastoral de 1926: “El jacobinismo mexicano ha decretado dar muerte a la Iglesia Católica en nuestro país, arrancar de cuajo, si posible fuera, de la sociedad mexicana, toda idea católica”. Enrique Krauze escribe que: “el tirano [Calles] odia a Jesucristo: de ello se ufana [...]. Quiere raer del suelo mexicano el nombre de Cristo”.[7]

El presidente Álvaro Obregón, que no se opuso al asesinato del P. Miguel Agustín Pro, en un discurso pronunciado en Toluca el 27 de noviembre de 1927, cuatro días después del fusilamiento del mártir jesuita, habló de los “valores morales y espirituales de la Revolución” e invitaba a la vigilancia contra los enemigos de los mismos señalando a la Iglesia y al clero como tales. Concluía así:

“Cuando una hormiga nos pica, no buscamos a la hormiga para matarla; tomamos un cubo de agua hirviente y lo derramamos sobre el hormiguero. Cuando nos pica un escorpión no lo dejamos vivo; tomamos una linterna para buscarlo y si encontramos otro escorpión no lo dejamos vivo porque no ha sido el que nos ha mordido; lo matamos porque con su veneno puede envenenarnos”.[8]La referencia al caso del P. Pro y a la lógica de la persecución era clara. A los obispos mexicanos que habían intentado por todos los medios llegar a un arreglo amistoso, Calles les contestó el 21 de agosto de 1926 que sólo podían escoger entre la sumisión al Gobierno o el recurso a las armas.

La respuesta de los obispos: suspenden el culto

Ante aquella situación sin aparente salida, el episcopado mexicano tomó una decisión singular y única en la historia contemporánea de la Iglesia: suspender el culto público en todas las diócesis de México. Algo semejante ya se había experimentado en Jalisco en julio de 1918, cuando las autoridades de aquel Estado habían querido reducir legalmente el número de sacerdotes y hacer depender del Estado el ejercicio del ministerio sacerdotal y controlar a cuantos lo ejercitasen (ley del 3 de julio de 1918). Después de una lograda huelga general de la población (incluso dos periódicos pro-gubernamentales tuvieron que suspender su publicación por fracaso en sus ventas) y ante la terquedad del Gobierno en sus intentos, el vicario general de la diócesis (el arzobispo Orozco y Jiménez se encontraba desterrado) había ordenado la suspensión de cultos. La medida logró eficazmente sus propósitos, pues el Gobierno del Estado tuvo que comerse su decisión y derogar aquellas disposiciones.

Otros ejemplos semejantes se habían dado en Durango en 1925 ante una ley del 15 de mayo de 1923. El Gobierno había establecido un número legal de 25 sacerdotes para todo aquel Estado. El arzobispo, tras el fracaso de todos sus intentos de que aquella ley fuese abrogada, decretó la suspensión pública del culto. La gente protestó contra el Gobierno y éste respondió a una multitudinaria manifestación del 31 de mayo de 1923 disolviéndola a tiros con un balance de siete muertos. Al fin el Gobierno se vio también obligado a suspender aquella ley estatal.[9]

Otro tanto había sucedido en Colima cuando el 24 de marzo de 1926, un decreto del Gobierno estatal limitaba a 20 los sacerdotes para todo el Estado. También aquí hubo fuertes manifestaciones en contra, disueltas a tiros por la policía dejando muertos a una decena de manifestantes. El obispo diocesano decretó la suspensión de cultos el 7 de abril de 1926, enlazándose así aquella situación con la general en el país tres meses después.

Se veía claro que los católicos no estaban dispuestos a sufrir calladamente aquellas leyes injustas que herían su acendrado amor a la Iglesia y a lo que para ellos era lo más querido, la celebración pública de la Eucaristía. Por ello los obispos contaban con el apoyo eficaz de la población católica y se decidieron por la suspensión general de cultos.

En su carta los obispos motivaban su grave decisión porque aquella «Ley Calles» hacía imposible el ministerio apostólico público y violaba los derechos de la Iglesia, los derechos del hombre y las mismas leyes constitucionales de México, por lo que los pastores de la Iglesia escriben: “Sería criminal. No podemos presentarnos ante el Juicio Divino llevando como única defensa la lamentación del profeta: ¡Ay de mí que fui silencioso!”.

La suspensión no era, según los obispos una pena canónica, sino la única medida de protesta que les quedaba ante el Gobierno por todo aquel cúmulo de leyes que negaban los más elementales derechos de la persona. Los obispos no se desanimaron ante la terquedad de Calles y de sus secuaces. No agotaron sus esperanzas ante el sesgo que tomaban las cosas. Hay que decir que había mucha gente, incluso en el Gobierno, que veía la necesidad de encontrar una salida para evitar caer un precipicio social.

El Lic. Eduardo Mestre, presidente entonces de la Beneficencia Pública, logró al final de varios intentos que Calles recibiese al arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores y al obispo de Tabasco, Pascual Díaz y Barreto, en su residencia de Chapultepec el sábado 21 de agosto de 1926. Un personaje bien enterado de aquella entrevista así la recuerda:

“El señor Díaz inició la conferencia dando las gracias al general Calles por haber facilitado aquella entrevista, e indicando que convenía desvanecer las predisposiciones nacidas del error de suponer que el clero mexicano predicaba la desobediencia a las autoridades incitando de paso a la rebelión […]. El general Calles contestó: “Una cosa son las palabras y otra muy diferente son los hechos. El Gobierno tiene perfecta información acerca de las actividades sediciosas de los católicos, y aun del clero, que intenta provocar motines dentro del país, y presión en los países extranjeros contra México […]. Por ejemplo, acaba de suceder en Yurécuaro algo muy serio. Se ha dado muerte a varios individuos de tropa y sabemos que los curas de ese pueblo fueron los instigadores de esos asesinatos. He dado orden de fusilarlos dondequiera que se les encuentre [...]. Ya puede avisárselo a su obispo”.[10]¡Dicho obispo era precisamente el arzobispo de Morelia allí presente!

Con una arrogancia soberbia Calles se cerró totalmente al diálogo y a escuchar o entender los argumentos de los obispos, que se mostraron incluso demasiado sumisos y humildes en su actitud. Incluso le ofrecieron una salida honrosa sin dar marcha atrás en sus medidas legislativas y ni siquiera que no las aplicara; sólo le pedían un acto de buena voluntad tolerante: que la inscripción de los sacerdotes y el aviso que debía hacerse estuviese a cargo de cada templo autorizado como medida administrativa. “Bastaría que [el Gobierno] declarara que el aviso de los sacerdotes es una medida puramente administrativa y que eso no quiere decir que el Gobierno intente mezclarse en asuntos del dogma y disciplina”.

Era en la práctica una rendición condicional; el agotamiento final de todos los recursos por parte de aquellos obispos (que serían luego los protagonistas eclesiásticos de los «acuerdos» verbales en 1929 para salvar lo salvable, según ellos. Pero Calles reafirmó que el Estado era como el propietario de una finca; y lo menos que podía pretender era saber quién la ocupaba.

“La Ley está sobre todo, y la Iglesia sólo pretende que le reconozcan los derechos que la misma ley les niega”, añadió cínicamente Calles. “Yo no puedo permitir, concluyó Calles, que la soberanía nacional esté sometida a un poder extraño, como el del Papa”. Calles dio así por terminada la entrevista. Calles les echó fuera de su oficina a cajas destempladas añadiendo desdeñosamente: “Ya saben ustedes: no tienen más caminos que las leyes o las armas”. El obispo Díaz le dijo entonces:

“Nos alegramos, señor Presidente, de que diga usted esto. La Iglesia no quiere defender sus derechos con la violencia, cuyos triunfos son efímeros. La Iglesia quiere algo más sólido, más duradero y por lo mismo prefiere siempre medios legales y pacíficos[11].

Parece ser que Calles habría enviado luego a los citados prelados al Lic. Mestre con la embajada de que estaba dispuesto a acceder a sus peticiones en el sentido por ellos presentado de que reanudarían los cultos si el presidente Calles declaraba que el aviso que debían dar a los encargados de los templos era sólo una medida administrativa, y que el Gobierno no quería entrometerse en cuestiones internas de la Iglesia, de religión y de dogma.

Sin embargo, Calles dio marcha atrás, apareciendo el 23 de agosto en la prensa declaraciones suyas en sentido totalmente contrario: “al reanudarse el culto, los sacerdotes tendrían que someterse a la ley”. Se cerraba así toda posibilidad de acuerdo bajo Calles.[12]

Los obispos mexicanos según cuanto otorgaba el artículo 9 de la Constitución de 1917, mandaron un memorial al Congreso. La Cámara de Diputados lo rechazó con 160 votos en contra y sólo 1 a favor. Motivaban el rechazo de acogida del memorial porque según ellos “habían perdido el derecho de ciudadanía, y por consiguiente el derecho de petición”, en cuanto estaban comprometidos ante un poder extranjero, el del Papa.[13]Un segundo memorial enviado éste por la Liga a la Cámara con la misma petición firmada por casi dos millones de mexicanos tampoco fue acogido en la Cámara.[14]

Un grupo de prestigiosos profesionistas mexicanos hizo otro tanto. Su petición fue totalmente ignorada. Sólo quedaba la alternativa que con cinismo había presentado el arrogante Calles a los dos obispos: «las leyes o las armas». La primera condujo a muchos al martirio; otros, con todo el derecho natural a su favor, optaron por la segunda.

Los católicos ante el dilema de los derechos hollados: ¿las catacumbas o la protesta armada?

La Carta Pastoral Colectiva de los obispos causó una inmensa conmoción en la gente. Miles de personas hacían colas interminables para poder confesarse, asistir a las últimas misas y comulgar, llevar a bautizar a sus hijos, a casarse por la Iglesia… en todos los rincones del país. Este recuerdo-testimonio de una buena mujer sobre la última misa pública en el pequeño pueblo de San Julián en Jalisco es elocuente:

“Terminada la misa se dio como despedida la bendición con el Santísimo Sacramento quedando todo a oscuras. ¡Dios mío! ¿Cómo describir esa tremenda hora? Se crisparon mis nervios y mi mano tiembla al escribir lo que se veía, lo que se oía. Acababa de retirarse el Padre de sus hijos, éramos huérfanos. Quedó aquel santo lugar hecho un mar de lágrimas, en medio de tinieblas salía la gente […] repercutiendo en las bóvedas todos los ayes de dolor que salían de todas las bocas”.[15]

Escribe uno de los que vivieron aquellos momentos refiriéndose al caso de Jalisco donde convergieron la Liga Nacional Defensora de la Libertad y la Unión Popular dirigida por Anacleto González Flores:

“Cuando la Liga se organizó, el Maestro [Anacleto González Flores] se dio cuenta de las posibles colisiones de derecho que indudablemente surgirían entre ambas instituciones. La Unión Popular mantenía unidos en haz a los católicos de la vasta región occidental y los preparaba para resistir las acometidas del enemigo antiguo. La Liga acababa de aparecer pujante, enrolando en sus filas, ya directamente, ya a través de los organismos que le dieron vida, a los católicos de todo el país. En acuerdo común, la Unión de Damas Católicas Mexicanas, los Caballeros de Colón, la Conferencia Nacional Católica del trabajo, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y algunas otras uniones y federaciones ya nacionales, regionales o simplemente locales, hicieron solemnemente pacto de constituirse en organismo único y protestaron imponer a sus miembros la obligación de una obediencia rigurosa a la autoridad que debía regir aquella alianza. Por ese solo hecho, la Liga alcanzaba un poder universal que había de trascender a todas las regiones del país”.[16]

Anacleto procuró unir a los católicos jaliscienses en aquellos momentos particularmente difíciles. Tras algún tiempo en el que se fueron aclarando los diversos puntos debatidos en el mismo seno de aquellas organizaciones católicas, Anacleto incorporó la U.P. a la Liga, que a su vez le nombró como responsable regional en Jalisco. Las dos organizaciones optaron en aquella Región el nombre de «Unión Popular de Jalisco – LNDLR».

No fue fácil la fusión, ya que Anacleto y sus inmediatos colaboradores se mostraron siempre contrarios a la opción por todo lo que fuese uso de la fuerza, mientras algunos en la Liga pensaban en la lucha armada, ya como única salida lícita en aquel callejón del que no se sabía cómo salir con vida.[17]La Liga promovió en aquel entonces una resistencia pacífica, similar a la utilizada en Jalisco en 1918. La Unión Popular acogió la propuesta.

Se trataba de un boicot económico total que implicaba una austeridad en la vida, una intensa vida de oración, y una pasividad en las actividades económicas. Era en la práctica la promoción de una especie de huelga general muy peculiar. En 1925 Anacleto había invitado a los jóvenes de la A.C.J.M. en todo el Estado de Jalisco a entrar en la Unión Popular; ahora en 1926 formó con ellos el «Cuerpo de Oradores de la Unión Popular» para impulsar el boicot.

En la ciudad se tenían cada día unas 20 conferencias, de las cuales Anacleto llegó a dar hasta 10. Otro grupo de jóvenes conferencistas recorrieron el Estado para difundir el boicot. Se mantenían con lo que la gente les daba. Para reemplazar a los jóvenes que había enviado, formó la «Cruzada Femenina por la Libertad»; eran unas cincuenta muchachas divididas en grupos de placas, prensa, vehículos, espectáculos y compras. Como vestían de negro, la gente las llamaba «La langosta negra».

Las jóvenes se apostaban a la entrada de los grandes almacenes y de los cines para invitar al boicot. Anacleto las exhortaba incluso a dejar a sus novios, si éstos no daban prueba de sí, por ejemplo, sin temer incluso los sinsabores de la detención y de la cárcel por la causa católica. Parece que aquel consejo surtió sus efectos en muchos casos.

A muchos temerosos no les parecía bien que «señoritas tan decentes» fomentaran el boicot. Anacleto respondía a tales críticas invitando a no temer a los que podían matar el cuerpo, sino a los que podían asesinar el alma. Igualmente, su discurso pacifista tachaba el idealismo violento, llamando a sus partidarios «hombres de las montañas azules». Se acercaban todavía días más duros en los que algunos pensaban que la resistencia pacífica habría agotado sus recursos sin lograr el objetivo de la libertad buscada.

Anacleto, -testifica el ingeniero Miguel Francisco Saavedra Sáenz, de la ACJM, de 24 años en 1926 y amigo de Anacleto-, siempre aconsejó el derecho, la paz y el respeto a la Iglesia. Mienten totalmente quienes dicen que participó en la lucha armada. Propugnó siempre por la no-violencia”.[18]Y otro de los testigos del Proceso de martirio de Anacleto declaraba “en los tiempos difíciles trató de ocultarse prudentemente, nunca fue agresivo ni impulsaba la lucha armada”.[19]

El dilema continuaba dolorosamente en pie

Aquel dilema no tenía entonces una fácil respuesta y agobiaba las conciencias de muchos. Por ello esta historia ha marcado profundamente al país y a la Iglesia católica mexicana; su historia de fidelidad al Papa, su vivacidad y su fuerza misionera. Tocamos uno de los temas más complejos de la historia del catolicismo mexicano de la primera parte del siglo XX. Sobre el asunto han corrido ríos de tinta, y hay opiniones para todos los gustos. Lo que queda claro es que los católicos mexicanos, humillados, vilipendiados y oprimidos optaron por caminos diversos ante tanta opresión.

A nadie se le escapa el derecho a la protesta y a la rebelión ante la injusticia armada y pertinaz de un poder que, por ello mismo, se auto excluye del derecho. Por otra parte están los apóstoles de la no violencia que frecuentemente pagan con su vida su actitud evangélica, y luego están los mártires que han constituido desde siempre el corazón de la experiencia cristiana.

Las protestas de los ambientes católicos ante la «Ley Calles» fueron muchas y continuas en el terreno pacífico: los memorándums y luego el boicot de carácter económico, que comienza el 14 de julio de 1926. Aquella huelga general obtuvo un éxito notable. De hecho, puso de rodillas a muchos sectores de la economía mexicana sea en las ventas de productos, pérdidas en los bancos, y en el Gobierno con la recaudación de impuestos.[20]

La policía callista fue dura y violenta con cuantos apoyaban el boicot. Ya entonces la prensa europea hablaba de aquella represión; así se conoció el hecho de un niño de doce años asesinado en Guadalajara cuando la policía lo atrapó mientras repartía hojas volantes invitando al boicot. Lo azotaron hasta dejarlo medio muerto. Querían saber de dónde venían aquellas hojas, pero el niño no abría sus labios. Acudió su madre al cuartel de la policía y como la madre de los Macabeos invitó a su hijo a no hablar. “Entre gritos entrecortados del niño resonaban los angustiosos de la madre: «¡No digas, hijo, no digas!». La escena se repitió varias veces, hasta que viéndose vencidos por un niño y una mujer, le quebraron los brazos a éste”.[21]El niño morirá a consecuencia de tales torturas.

Calles por su parte endureció cada día más su postura en la medida en que crecían los mártires y la protesta católica. “Entonces empezó a ser criterio oficial que todos los católicos eran rebeldes y que había que tratarlos fuera de la ley”.[22]

La represión se extendió también al culto católico privado: “El Secretario de Gobernación por sí y ante sí, declaró que el culto privado debía someterse a las mismas leyes que el culto público. Los mismos atropellos y las mismas violaciones a todas las garantías individuales que se cometieron contra los propagandistas del boicot, se repitieron […] contra todos los católicos por el delito de practicar el culto privado”.[23]Fue en este ambiente en el que los obispos llegaron a dictaminar su decisión sobre la suspensión de cultos con su carta ya nombrada del 25 de julio de 1926.

Opciones sufridas: el caso sintomático de Anacleto González Flores

En aquellos momentos de difícil esperanza muchos optaron por las catacumbas y el martirio sin más; otros. - y les asistía plenamente el derecho-, por la protesta y la defensa armadas de sus derechos inalienables a la libertad. Aquella situación pesaba sobre todos los dirigentes católicos, eclesiásticos y seglares. Los obispos en general tenían serias dudas sobre el asunto y, a excepción de pocos, se mantuvieron totalmente al margen de la solución de protesta armada.[24]

Los dirigentes de los movimientos católicos también tenían sus dudas sobre la licitud o la oportunidad de la respuesta armada. Anacleto González Flores era el centro de las miradas de todos y el punto de mira del Gobierno. De hecho, ya a comienzos de octubre de 1926 cuando la situación se había vuelto ya insostenible, le aconsejaron que se escondiera, pues “aunque la campaña no había trascendido el marco puramente civil, se pensaba -las autoridades, sobre todo- que era el preludio de la armada”.[25]

Y acertaban, como dice luego Gómez Robledo: “Sucedía, además, que los expedicionarios del boicot recibían, ignorándolo el Maestro, instrucciones secretas para preparar el alzamiento en los pueblos. Los «hombres de las montañas azules» maniobraban en la sombra, y torcida pero fundamentalmente se atribuía al Jefe lo que se disponía a sus espaldas”. Esto significa que muchos jóvenes de la ACJM se inclinaban por la respuesta armada.

Por esos días el comandante militar, que habría de asesinarlo, se presentó delante de Anacleto y amenazó con fusilarlo. Anacleto será luego detenido; fue puesto luego en libertad. Pero al ser cada día más insostenible la situación tuvo que esconderse de las autoridades policiales que le daban de nuevo caza.

Por aquel entonces el arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, también tuvo que esconderse en las barrancas y en las sierras de su diócesis porque el Gobierno le estaba dando caza; lo querían muerto o fuera del país. Desde sus escondites seguía los acontecimientos de su diócesis.

Cuenta Camberos Vizcaíno que después del 25 de octubre de 1926, cuando el arzobispo Orozco se ocultó, le pidió Silvestre Arias (el consejero de la Unión Popular en funciones de presidente desde que Anacleto tuvo que esconderse) que tratara de convencer a Anacleto de unir la Unión Popular a la Liga; esto con el fin de lograr la unidad de acción en el país, “respetando las últimas instrucciones recibidas del Sr. Arzobispo”. A la propuesta se negó Anacleto argumentando: “Yo sé lo que hago”.

En la Convención de la «Unión Popular», realizada inmediatamente después del encuentro entre Anacleto y Camberos, se había impuesto la vía pacífica sostenida por González Flores. Pero un mes y medio más tarde se supo que éste asumía la Jefatura de la causa cristera en Jalisco, como Delegado Regional de la Liga. Miguel Gómez Loza salía hacia los Altos para ocuparse de la administración y de la atención a los combatientes. Según Gómez Robledo, en la última reunión con los jefes de la Unión Popular (la Convención de la que habló Camberos Vizcaíno), se hizo fugazmente presente Anacleto y “enarboló en su verbo postrero su bandera de la resistencia civil. Si la había arriado ante la disciplina, la conservaba enhiesta como devoción y legado. Y desapareció con la misma celeridad”.[26]Gómez Robledo supone que a esas alturas ya se había optado por las armas y que Anacleto la había aceptado por disciplina, pero que seguía prefiriendo la resistencia pacífica.[27]

Alguien ha pensado que Anacleto habría cambiado su actitud pacifista y aceptado la solución armada ante todos los intentos fracasados e inútiles de encontrar una salida pacífica en la lucha por los derechos cívicos conculcados por el Gobierno. En los protagonistas católicos se manifestaba la voluntad clara de sacrificar incluso la propia vida con tal de mantener la libertad y la fe.

En este sentido Anacleto fue convencido impulsor de esta actitud martirial; también los obispos invitaban a estar dispuestos a dar la vida por la causa de Cristo. Con todo, no deja de ser problemática su posición práctica en aquel complejo momento de decisiones y adhesiones: o a la vía exclusiva de la resistencia pacífica a costa de la propia vida –y esto será lo que le sucederá a Anacleto-, o la lucha armada, que será la opción de cuantos participaron en la «Cristiada».

¿Qué empujó a Anacleto a tomar sus decisiones, en la víspera de su mismo martirio? ¿Su obediencia a toda prueba a las autoridades del movimiento católico al que pertenecía? ¿La convicción de que se había agotado la resistencia pacífica? ¿La convicción de que era necesario mantener la unidad de los católicos por encima de todo y a cualquier precio? Algunos piensan que tal vez las tres cosas al mismo tiempo.[28]

Vicente Camberos Vizcaíno piensa que le habrían hecho creer a Anacleto que el arzobispo Orozco Jiménez apoyaba la solución de la protesta armada, por lo que Anacleto habría simplemente, y quizá a su pesar, obedecido a tal posición[29]. Sin embargo, el arzobispo Francisco Orozco y Jiménez no estaba de acuerdo con el movimiento armado, si bien nunca lo condenó públicamente. Así escribirá el prelado:

“Estando yo ya escondido había notificado por escrito al Presidente de la Unión Popular de Guadalajara, que no debía por motivo alguno mezclar esa Asociación en un movimiento armado, le prohibía se fuera a prestar a ello, una vez que el fin de la Unión Popular no era ese sino puramente de acción social. Sin embargo, mi disposición no fue acatada porque el Centro Directivo de México dio otras instrucciones; y yo lejos y escondido no pude ejercer una influencia más importante”[30].

Un paisano de Anacleto explica que su convicción pacifista se vino abajo “ante una realidad cruda y descarnada”; su adhesión al movimiento armado fue una “participación forzada que, por disciplina, tuvo que aceptar en la defensa armada dictada por la Liga”,[31]pero su herencia pacifista renacería en el sinarquismo.[32]Según Joseph Schlarman, el poco éxito de los métodos pacíficos convenció a González Flores de su inutilidad, justo en el momento en que el pueblo optaba por la guerrilla;[33]prefirió, pues, secundar la causa e “invitó a los que sentían el celo de la defensa de los derechos dados al hombre por Dios, a remontarse a los Altos de Jalisco, y así fue como empezó la guerra de guerrillas, en Enero de 1927.

Para Antonio Ríus Facius, Anacleto consideró que debía apoyar el movimiento porque no quedaba otra opción, si quería ser fiel a su fe: “La situación había alcanzado el límite en que la paciencia se convierte en colaboracionismo, cuando no en traición, y el maestro [Anacleto González Flores] comprendió que su lugar estaba, una vez más, a la vanguardia del peligro y del ejemplo”.[34]

¿Se decidió Anacleto por el pacifismo sin más o aceptó la lucha armada como única salida?

Así resumía la posición de Anacleto el Padre Ignacio Gómez Robledo, S.J., profundo conocedor de aquellos momentos y de sus protagonistas, en su deposición en el Proceso de Martirio, y que había conocido a Anacleto en 1925. Tras recordar la historia de los diversos movimientos católicos surgidos en México a comienzos de siglo y referirse a la experiencia de Anacleto y a su movimiento llamado «gironda», decía:

“La gironda la menciona mi hermano en su biografía de Anacleto. Tenía algo de semejante al grupo de la A.C.J.M., el grupo de jóvenes, a los girondinos de Francia que eran los que luchaban por la libertad de los valores humanos y los valores cristianaos ante el positivismo de la revolución francesa y de todas las secuelas que de ahí vinieron.

La Liga Nacional de defensa de la Libertad Religiosa surgió en México, D.F., fundada por el Sr. Landeros, y dada la mentalidad de mucho centralismo que había entonces, lo que la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa mandaba, había que cumplirlo en toda la República. Y como comenzaron ellos con la lucha armada en el Ajusco, quisieron imponer la lucha armada a todos los Estados, a todas las organizaciones de la Iglesia católica.

Anacleto estaba en contra de la lucha armada, quería siempre la resistencia pacífica, la presión que se debía hacer al Gobierno para que cediera y no a la lucha armada [...]. Anacleto dijo: «Yo no estoy a favor de la lucha armada, pero la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa me impone que yo por disciplina no hable en contra de ella». Nunca hizo propaganda, solamente dejó de hablar en contra de la lucha armada por disciplina.”[35]

La profesora Berta Castañeda Silva, nacida en 1908, recuerda aquellos años así: “Conocí a Anacleto en 1926, cuando inició la persecución religiosa y venía éste a platicar con el señor cura Vicente Camacho que estaba en la parroquia de San Miguel del Espíritu Santo, después obispo de Tabasco. Llegué a escucharlo en la parroquia del Santuario; sus pláticas estaban llenas de amor a Dios y a la patria, incluso hasta llegar a dar la vida. Se le veía comulgando diariamente en la Capilla de Jesús. Lo admiré por todo lo que hacía. Nunca habló de violencia: «Se puede ganar sin balas cualquier batalla». Esto se descubre por su pensamiento expresado en su libro que escribió «Tu serás rey».

A mi hermana Consuelo la tomaron presa porque andaba repartiendo propaganda del boicot en el jardín de San José; ella tendría unos catorce años de edad. Con esta ocasión, mi mamá me mandó a preguntar por ella y fui a casa de Anacleto, hablé con él, me recibió muy amablemente y me preguntó por el nombre de mi hermana, pero él me dijo: «No se apure, ella está muy contenta, está hasta cantando» [...] Anacleto decía: «Acabamos con el Gobierno no por las armas sino por el boicot»”.[36]

En este asunto, tan delicado y discutido, los testigos del Proceso de Martirio de Anacleto son unánimes en su declaración sobre la actitud tomada por él. La resumimos en la de uno de ellos: “Anacleto siempre se opuso a la lucha armada y buscaba la resistencia pasiva para lo que se realizó el boicot que golpeó duramente al Gobierno y dejó los cines y tiendas vacías por la labor de convencimiento que hacía. Al final, en una reunión de la Unión Popular se votó y la mayoría optó por la lucha armada y Anacleto se disciplinó”.[37]

Es necesario tener en cuenta el rumbo terrible que la persecución tomaba en aquellos momentos y el sembrado de víctimas que dejaba a su paso. Muchos líderes católicos se llenaban de coraje ante tanta crueldad y se llenaban de un dolor extremado ante un pueblo que el poder gubernamental desollaba impunemente. Así declaraba el padre Ignacio Gómez Robledo, ya citado y que por aquel entonces era un adolescente y pudo tratar a Anacleto en la ACJM:

“El Papa Pío XI al terminar el año 25, que fue año santo, estableció la fiesta de Cristo Rey. La primera fiesta de Cristo Rey que tenía que celebrarse en el domingo anterior a la fiesta de Todos los Santos, coincidió en el año 26 con el día 31 de octubre. Ese día 31 de octubre ya no la pudimos celebrar porque la persecución había comenzado el 31 de julio de 1926. Recuerdo que fuimos a la catedral, llenamos los católicos la catedral e hicimos lo que ahora llamaríamos una paraliturgia, leímos los textos de la misa de Cristo Rey, cantamos a Cristo Rey, desahogamos nuestra represión por la persecución, aprovechando la fiesta de Cristo Rey.

Por eso, como estaba tan actual en México el reinado de Cristo, por eso vinieron los cristeros con el grito de: «¡Viva Cristo Rey!». Hay que hacer constar que ya desde antes se había erigido el monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, centro geográfico de México, cerca de Guanajuato, donde se encuentra actualmente este monumento majestuoso. El Gobierno había mandado destruirlo y un aviador de apellido Fierro lanzó bombas contra ese monumento. Esto para hacer constar la actualidad en aquel momento y entusiasmo que había en el servicio a Cristo Rey.

El tiempo de la persecución violenta fue el 31 de julio de 1926 al 29 de junio de 1929. Esa persecución se fue preparando por varios elementos: tuvimos el atentado contra la imagen de la Virgen de Guadalupe en abril de 1921; un congreso eucarístico el año 25 en que el Gobierno impidió varios actos. Vino el año 26 con la expulsión de Mons. Filippi, Delegado Apostólico.

El año de 1926, siendo presidente Plutarco Elías Calles que había tomado la presidencia el 1 de diciembre de 1924, quien preparó una reglamentación del artículo 130 que pasó a la historia como la «ley Calles»; en esa reglamentación él no solamente exige que se cumpla el registro de los ministros de culto ante el Gobierno para que el Gobierno dictamine quiénes y cuándo y cómo ejerzan su ministerio, sino que sancionó con penas muy graves de encarcelamiento, multa y pena de muerte incluso, a los ministros de culto que siguieran ejerciendo si no estaban registrados. Esta implementación de la ley dio la base para la persecución religiosa.

Entonces los obispos [...] dijeron: «No podemos aceptar esas condiciones y nosotros decretamos ausentarnos de los templos». La Iglesia abandonó los templos en protesta contra esa injusticia de querer sojuzgar a todos los ministros de culto. Después hubo mayores violencias: cierre de templos, batallas, incluso una aquí en el Santuario para evitar que el Gobierno se posesionara del templo. Los católicos salieron a defenderlos.

Éste es el tiempo de los mártires, recientemente beatificados (canonizados en mayo del 2000), el período de esos tres años. Se dijo que para el 1 de abril de 1927 iba a haber un levantamiento en armas aquí en Guadalajara. Por lo que yo sabía por mi hermano, no había tal preparación para ese levantamiento, más aún, el 1 de abril fue viernes primero y el lunes de esa semana Anacleto fue a mi casa a hablar a más de 300 personas que nos congregamos en una huerta que había detrás de mi casa. No se habló nada de levantamiento de armas. Anacleto volvió a insistir en la resistencia pasiva, en el boicot, en la protesta, en andar de luto, en privarnos de gastos extraordinarios.

Anacleto era una figura tan relevante en esa lucha de la Iglesia por recobrar su libertad que lo tenían en la mira los del Gobierno y andaban buscando pretexto para agarrarlo por lo que tuvo que esconderse. Por ejemplo, cuando llegó a mi casa se fue él a pasar la noche con otra familia y siempre andaba de un lado para otro.[38]

La documentación es lo suficientemente elocuente para que el lector saque las consecuencias.


NOTAS

  1. GAMBOA, Diario [1882-1939], Siglo XXI, México 1977; cit. en GONZÁLEZ MORFÍN, La Guerra Cristera y su licitud moral, [Tesis de doctorado, P.U. S. Cruz], Roma 2004, 166.
  2. El término “una especie de genocidio religioso” se usa aquí en sentido figurado ya que esta terminología no se puede aplicar estrictamente a nuestro caso en cuanto que “genocidio” es el exterminio de una raza, etnia o pueblo; los genocidios por antonomasia en el siglo XX fueron los llevados a cabo contra el pueblo armenio, el ucranio y otros grupos étnicos, como los gitanos, grupos humanos considerados por los nazis como inferiores, como los eslavos en Polonia o sociales como los homosexuales, los afectados por alguna situación considerada como minusvalía física; pero el genocidio en su expresión máxima de iniquidad contra la ley natural fue sobre todo el llevado a cabo sistemáticamente contra el pueblo hebreo (la Shoah) por obra de los nazis.
    En México este fenómeno en sentido amplió no se dio, pero se luchó contra el clero católico en cuanto tal con fuertes medidas restrictivas y luego contra los levantados cristeros, con un propósito de su exterminio con la legislación y las medidas extremas puestas en marcha ya precedentemente. Se quería arrancar de cuajo la tradición católica en sus raíces como un mal social para construir otro proyecto de nación sobre bases ideológicas diferentes.
  3. Cf. CONGREGATIO DE CAUSIS SANCTORUM, Positiones super martyrio Darii Acosta Zurita; Christofori Magallanes et XIV Sociorum ; Michaëlis Augustini Pro; Eliae a Succursu Nieves; Anacleti González Flores et VII Sociorum ; Iosephi a Trinitate Range Montañol, Andreae Solá Molist CMF et Leonardi Pérez Larios; Iosephi Sánchez del Río.
  4. La persecución anticatólica durante la Revolución francesa (1789-1815) fue especialmente dura durante la llamada Convención (septiembre de 1792-octubre de 1795) y el Directorio (1795-1799). Tras una serie de leyes para crear una Iglesia cismática nacional, se pasa al asalto directo del Papado. La Convención quiso abolir la religión católica y sustituirla con una religión natural y el culto de la Razón y del Ser Supremo; el Directorio sigue con las mismas pautas y el proyecto de crear un nuevo culto religioso llamado “teofilantropía” o deísmo naturalista; en ambas fases el Estado crea fiestas, un calendario nuevo y pretende imponer estos cultos por la fuerza.
  5. Citado en: Positio Michaëlis Augustini, Cittá del Vaticano 1989.
  6. Jacobinismo: término que indica el partido jacobino, nacido en tiempos de la Convención y el Terror bajo la guía de Robespierre, que se reunía en un antiguo exconvento incautado llamado de los Jacobins, sus ideas y sus métodos revolucionarios radicales y extremistas.
  7. Testimonios citados en: Positiones Christophori Magallanes et XXIV Sociorum.
  8. Texto en: Positio Michaëlis Augustini, 89.
  9. GALLEGOS, Historia de la Iglesia en Durango, JUS, México 1969, 283.
  10. MUÑOZ, “Última entrevista de los prelados con Calles”, en ACEVEDO, David VII, 239-240.
  11. Texto de la entrevista en Ignacio MUÑOZ, “Última entrevista de los prelados con Calles”, en ACEVEDO, David VII, 239-243; citado en GONZÁLEZ MORFÍN, La Guerra Cristera y su licitud moral, 179-181.
  12. GONZÁLEZ MORFÍN, La Guerra Cristera y su licitud moral, 180-181.
  13. AQUILES MOCTEZUMA [Eduardo Iglesias], El Conflicto de 1926. Sus Orígenes. Su Desarrollo. Su Solución, (sin editorial) México 1929, 323; ZILIANI, Messico Martire, Societá Edirice S. Alessandro, Bergano 1934 (décima ed.), 330-331.
  14. Los votantes mexicanos en las elecciones presidenciales de 1939 según los datos oficiales no alcanzaron los dos millones; SKIRIUS, José Vasconcelos y la cruzada de 1929, Siglo XXI, México 1978, 166; en GONZÁLEZ MORFÍN, La Guerra Cristera y su licitud moral, 181.
  15. MEYER, La Cristiada, vol. 2, 97.
  16. NAVARRETE, Por Dios y por la patria, Ed. JUS, México 1961; este libro recoge las memorias del autor, escritas en 1939. Navarrete había sido un joven muy ligado a Anacleto González Flores y a la Unión Popular. En estas memorias, escritas a poco más de 10 años del martirio de Anacleto, el Autor aclara la posición del mismo en relación a la resistencia activa de los católicos. La cita puede verse en: Positiones Anacleti et VII Sociorum…, Summ., Doc. IX, 545.
  17. Ibidem, 547.
  18. Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A., test. I, 5, n. 7; en el mismo sentido: test. XXV, 63, n. 163; test. XXVII, 71, n. 181 ; test. IX, 28, n. 65.
  19. Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A., test. III, 15, n. 31; también: test. XXVIII, 73, n. 186.
  20. Datos en AQUILES MOCTEZUMA, El conflicto religioso de 1926, 323; LUIGI ZULIANI, México Martire, 66; GONZÁLEZ MORFÍN, La Guerra Cristera y su licitud moral, 168-171. Hablan de un 75% de disminución en las ventas.
  21. COSTANTINO BAYLE, Méjico, “La era de los mártires”, en Razón y Fe, 26, IV (1926), 430.
  22. A. MOCTEZUMA, El conflicto religioso de 1926, 324.
  23. Ibidem, 325.
  24. Cf. GONZÁLEZ OROZCO, Anacleto González Flores y el conflicto religioso de 1926-1928, Disertación de licenciatura en Historia Eclesiástica en la Pontificia Universidad Gregoriana, bajo la dirección del Prof. Fidel González Fernández, Roma 2000.
  25. GÓMEZ ROBLEDO, Anacleto González Flores. El Maestro, 171.
  26. Ibidem, 179.
  27. Tal postura coincide con la opinión personal de Gómez Robledo, quien justificó la lucha, pero hubiera preferido la resistencia civil en cuanto “más conforme al fin con los consejos evangélicos y menos orillada a excesos de todo género que no faltaron desgraciadamente”. Ibidem, 10.
  28. Esta es la opinión de GONZÁLEZ OROZCO, EN Anacleto González Flores y el conflicto religioso de 1926-1928, Roma 2000.
  29. CAMBEROS VIZCAÍNO, Francisco el Grande, II, 196-198.
  30. OROZCO y JIMÉNEZ, Memorial, 473-474.
  31. RIVERA GONZÁLEZ, Semblanza de Anacleto González Flores, 220.
  32. El sinarquismo fue un movimiento político, social y cultural mexicano, fundado en 1937 en la ciudad mexicana de León, Guanajuato; tuvo su mayor auge durante los años conflictivos de aquellas décadas. El sinarquismo retomó de Anacleto González Flores la ideología pacifista. Cf. GONZÁLEZ-LEAL, Retoños de España en la Nueva Galicia. Estudio histórico, antropológico, genealógico y biográfico I, Jesús Padilla Muñoz (ed.), (sin lugar) 21985, 215; cf. JEAN MEYER, El Sinarquismo, el Cardenismo y la Iglesia 1937–1947, México 2003.
  33. SCHLARMAN, México tierra de volcanes, 605 y 606. Sin embargo, el movimiento cristero había empezado al menos casi un par de años antes.
  34. RÍUS FACIUS, Méjico Cristero. Historia de la A.C.J.M. 1925 a 1931, Patria, México 1960, 171.
  35. Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A., test. XXV, 63, n. 163.
  36. Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A., test. VII, 24, nn. 56-57.
  37. Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A., test. XXIV, 60, n. 154; test. XIV, 41, n. 107 ; test. III, 13-14, n. 25; test. VI, 22, n. 51; test. VII, 24, n. 57.
  38. Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Testimonios orales, Test. XXV, 63-65.

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

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ZILIANI LUIGI Messico Martire, Societá Edirice S. Alessandro, Bergano 1934 (décima ed.)


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ