MÁRTIRES DEL CHACO; Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Primeros pasos evangelizadores en el Chaco La acción evangelizadora realizada por la Iglesia en los comienzos de la presencia misionera en el territorio del norte occidental de la actual República Argentina, entonces parte del Virreinato del Perú y dentro del mismo territorio de la gobernación del antiguo Tucumán, y en el comienzo de la fundación de las «reducciones» misioneras de indígenas de diversas naciones «indias», fue una empresa acompañada de notables dificultades de todo tipo, así como de una serie de testimonios de martirio sufridos por los misioneros y sus acompañantes indígenas. También la preparación de la entrada misional en aquellas regiones pobladas por aquellos grupos indígenas resultó ardua. Un caso particularmente significativo fue el comienzo de la misión en el Chaco por iniciativa del sacerdote secular don Pedro Ortiz de Zárate y de algunos jesuitas, como los padres Juan Antonio Solinas y Diego Ruiz. Ortíz de Zárate y Solinas fueron martirizados en los comienzos de esta misión. El gobernador del antiguo Tucumán ya había concedido el permiso necesario para la entrada de misioneros al territorio indígena del Chaco y había mandado a los intendentes de Salta y Jujuy que ofrecieran su asistencia. A los curas párrocos también se les había pedido su colaboración y, tanto el obispo como el rey, conocían y aprobaban el proyecto. Según las «Cartas anuas», antes de emprender su viaje al Chaco, el sacerdote diocesano don Pedro Ortiz de Zárate, reunió a sus fieles parroquianos de Jujuy para despedirse de ellos, con gran ternura y dulces lágrimas, pidiendo perdón por sus yerros en el oficio de pastor con estas palabras con las que concluye el provincial jesuita al mencionar la historia misional en el Chaco refiriéndose a él: “Donde calificaron de suerte sus obras lo apostólico de su Espíritu, que pudo servir de modelo para misioneros infervorosos, no perdonando a trabajo por más arduo e insuperable que pareciese”. Además, según el historiador Jarque, antes de partir Don Pedro renunció en manos de su obispo a los cargos eclesiásticos, que exigían su residencia en la ciudad de Jujuy. Según el libro de bautismos, consta que en octubre de 1682 había dos párrocos interi¬nos en San Salvador de Jujuy. Formación de la expedición misionera Desde Jujuy, don Pedro debió encaminarse hacia el norte, para encontrarse con los misioneros jesuitas cerca de Humahuaca. Según el detallado relato del padre Diego Ruiz, compañero del padre Juan Antonio Solinas, enviados a esta misión por el padre provincial, ellos partieron de Salta el 20 de abril de 1683 y llegaron al pueblo de Uquía, ya muy cerca de Humahuaca (actual provincia argentina de Jujuy), el 30 de ese mes. Después de diez jornadas de marcha se encontraron en aquel pueblo con don Pedro Ortiz de Zárate, que tanto había pedido esta ayuda de los misioneros jesuitas. Luego de un breve descanso, el día de la Cruz, que se celebraba el 3 de mayo, “nos cargamos con ella” –escribe dicho padre Ruiz- y a poco camino se reunieron con 24 españoles, 40 indios, más algunos muchachos, que en delante estarían para su defensa. De esta forma quedó compuesta la expedición misionera, integrada por casi setenta personas. Iniciada la marcha el 4 de mayo, anduvieron unas cinco leguas rumbo al este (25 Km), hasta llegar al lugar llamado Cianso, donde había una estancia pertene¬ciente a don Pedro, que ya había sido propietario de tierras antes de ser sacerdote. Al día siguiente caminaron otras dos leguas, siempre hacia el oriente, hasta alcanzar el pie de la sierra de Zenta, que es el límite natural con la región del Chaco. Por delante tenían un ascenso difícil y un descenso más arduo todavía, porque esta sierra se eleva hasta 4.600 metros de altura, y que al padre Diego le pareció todavía mucho más alta. Superando mil dificultades, subieron esta elevada cadena de sierras. Al llegar a lo más alto, tuvieron la ilusión de observar el panorama de todo el ansiado Chaco que estaba a sus pies, pero un mar de nubes cubrió toda la visión que podían tener hacia abajo; un espeso nublado los envolvía y quizás también los ocultó a la vista de posibles espías. Para descender debieron atravesar esas espesas nubes a lo largo de tres leguas, casi sin poder verse unos a otros, y manteniendo a gritos el contacto entre ellos, hasta llegar a la parte llana completamente empapados. Después de descansar una jornada, al día siguiente, que era 8 de mayo, arribaron al Valle llamado propia¬mente Zenta. Este era el lugar donde los indios habían matado al padre merce¬dario Juan Lozano años atrás (1628). Desde allí caminaron varios días, a través de un valle angosto, soportando lluvias constantes. Salieron luego al sitio que denominan Fuerte Robado, atrave¬sando caminos malos y pantanosos, de manera que debieron pasar la noche junto al río que llaman San Martín. En dicho río se cayó Don Pedro, que pudo ser auxiliado por los acompañantes, salvándose así de una desgracia mayor. Por el 20 de mayo se encontraron en una amplia campiña, rodeada de bosques donde había estado el fuerte Ledesma. Largas y trabajosas jornadas habían trascurrido, andando la mayor parte del tiempo a pie, por muchos kilómetros y con la enorme carga que debían llevar consigo, en previsión de una fundación. Habían tenido que abrirse camino a través de una selva espesa, de cerros muy elevados y ríos creci¬dos, soportando las lluvias y la humedad, torturados por los mosquitos que desfiguraban la piel de sus rostros y sus manos. El costoso camino que recorrían no solamente les presentaba condiciones naturales adversas, sino que también les recordaba los anteriores esfuerzos de misioneros que habían intentado atravesar la región chaqueña, regándola con sudor y sangre. Como dice el relato del padre Ruiz, la dura travesía les traía la memo¬ria de los padres Juan Lozano (mercedario), Ignacio de Medina y Andrés Luján (Jesuitas), , y seguramente también las del padre también jesuita Gaspar Osorio. El obispo Maldonado de Saavedra, que había dirigido la vida en aquellas regiones por casi tres décadas (1634-1661), se lamentaba al poco de llegar por contar con sólo treinta sacerdotes, cuando hacían falta unos doscientos. Pocos eran los que querían venir a trabajar a aquellas regiones inhóspitas. Los naturales, a su vez, sufrían muchos padecimientos, carecían de amparo y de la necesaria protección, y vivían de manera primitiva. Por ese mismo tiempo, escribía el obispo Maldonado al provincial de los jesuitas, Diego de Boroa, alabando la tarea misionera de los suyos en el Tucumán, y rogando que enviara más sacerdotes de la Compañía de Jesús por la necesidad que tenían los indígenas recién convertidos y los demás aún paganos; lo mismo hacía escribiendo al rey. El obispo Maldonado promovió una misión entre los ocloyas, emparentados con los omaguacas en el norte de Jujuy. El obispo pidió ayuda a los franciscanos y luego a los jesuitas para esta misión, que entraron en conflicto entre ellos y que solo se resolvió por la intervención del obispo y del rey. En adelante los jesuitas condujeron la reducción, que años después fue invadida en dos ocasiones desde el Chaco por otros indios, que causaron la muerte de muchos naturales reducidos. En esta misión además participó el padre también jesuita Gaspar Osorio en tiempos del obispo Maldonado. Es en el proseguimiento de esta historia misionera donde se produce la misión del sacerdote secular Pedro Ortiz de Zárate y del jesuita Juan Antonio Solinas.

El primer encuentro con los naturales El primer encuentro de los misioneros con los naturales se produjo en los últimos días de mayo, cuando algunos indios ojotáes y taños salieron a su encuentro, hablando un idioma gutural que apenas podían entender. Estos indios fueron a dar aviso a sus caciques y unos días después regresaron para llevar a los misioneros hasta donde ellos vivían, a unas pocas leguas. Allí fueron muy bien recibidos, con una alegre fiesta y mucha bebida, que los padres no pudieron aceptar. Pasadas muchas horas y con prolongada algarabía, los indios acompañaron de vuelta a los misioneros hasta su campamento, prometiendo defenderlos de los tobas, ya que ellos mismos habían sido atacados por los chiriguanos, que se llevaron cautivas a sus mujeres. El primero de junio (1683) se acercaron algunos indios taños, al parecer bastante temerosos, y también el curaca de los ojotaés que se mostró receloso y esquivo. Entonces los misioneros reunieron “a todos los infieles” y les explicaron que ellos no habían venido a “maloquearlos”, sino a enseñarles el camino del cielo y a vivir entre ellos. Por su parte, los indios mostraron su deseo de permanecer con los misioneros, porque en verdad tenían mucho miedo de los chiriguanos. Además, prometieron avisar a los tobas de la llegada de los padres, que en realidad deseaban entablar con ellos sinceras relaciones de paz. Después del 2 de junio, el padre Ruiz prosiguió su relato en una carta posterior, fechada el día 25 de junio de 1683. Según cuenta, llegaron unos indios taños, diciendo que no habían encontrado a los tobas, pero luego se volvieron a buscarlos y por fin llegaron con ellos en la víspera de San Juan. Pudieron así los misioneros hablar con indios de varias tribus, por medio de intérpretes; y el cacique toba expresó su contento por la llegada de los misioneros, ofreciendo persuadir a otros de su nación y también a los mocovíes, para establecer relaciones pacíficas. Se esperaba pues que este cacique, acompañado de algunos ojotáes, volviera llevando promesas de amistad y paz a sus gentes y a los mocovíes. Mucho habían sufrido estas naciones indias con el ataque de los chiriguanos, así como también habían temido el ingreso armado de españoles desde Jujuy. Por eso don Pedro había planeado, con gran ingenio, una nueva vía de acceso al Chaco, por el Valle de Zenta. De todas maneras, los padres misioneros y sus acompañantes esperaban la ayuda de algunos chiriguanos amigos, como también de otros españoles, venidos desde Salta y Jujuy, que probablemente ellos mismos habían pedido. Mientras tanto, el padre Ruiz tenía el propósito de llegar hasta los Vilelas en compañía de don Pedro, con el objetivo de llevar también a ese pueblo el Evangelio y la paz, y dejando al padre Solinas en la reducción que se fundara. Completando su relato, el padre Ruiz recomienda al padre provincial el envío de otro misionero jesuita, y al describir las cualidades que debía tener el ayudante solicitado, manifiesta abierta¬mente la grave situación que en esta misión afrontaban. Por su parte, el celo apostólico del padre Solinas lo impulsó a escribir también él al padre provincial, manifestando su decisión de encontrarse con tobas y mocovíes, “para intimarles la paz y su conversión, que son los motivos de nuestra venida”, y en estos términos muestra su alegría y su ambicioso proyecto: “El Padre Diego Ruiz y yo estamos contentísimos y deseosísimos de convertir todo este Chaco. Hánse agregado ya a Dios gracias algunas parcialidades, como son de los ojotaes y tañas, quienes dicen que, si los tobas nos admiten, ellos se han de poblar donde quisieren los tobas y si no admiten la paz, piden que se les conceda poblarse en Zenta, puesto muy húmedo y metido entre cerros con poca capacidad de pueblo, estancias y chacras, lo cual todo es tan necesario para una población”. Establecidas algunas buenas relaciones con varias tribus y perseverando en su propósito, los misioneros advirtieron que los campos de Ledesma no eran apropiados para permanecer allí por más tiempo. Con la conducción de don Pedro, buscaron entonces un sitio mejor y trasladaron el «real», es decir el campamento, a otro lugar, donde levantaron una capilla dedicada a San Rafael Arcángel y también construyeron una defensa o fuerte. Parecía logrado, pues, un numeroso y pacífico asentamiento de misioneros, ayudantes e indios, en un sitio más adecuado, y con la esperanza de seguir creciendo como poblado. No lejos hicieron una estacada tan capaz, que dentro pudiesen vivir los soldados españoles e indios, y la demás gente de servicio con sus chozas distintas. A la estacada arrimaron algún terrapleno para defensa bastante en caso que enemigos infieles quisiesen acometer. Se le llamó el Fuerte de San Rafael. Fuera de él, pero a su abrigo, se ranchearon los infieles hasta entonces agregados, y otros muchos ojotaes y taños, que después se agregaron con esperanzas que había de crecer con grandes aumentos la reducción, y fundarse otras muchas en adelante, pues se contaban casi cuatrocientas familias. Pero esta perspectiva tan positiva traía consigo una grave preocupación: debían abastecerse para el verano ya próximo, tiempo de copiosas lluvias y crecida de los ríos, que les impediría la comunicación con los demás pueblos del Tucumán. Por un lado, corrían el peligro de pasar hambre si no buscaban provisiones y, por otro, temían que los indios reunidos con tanto esfuerzo, se dispersasen.

Por lo tanto, con la finalidad de conseguir recursos, el 19 de julio de 1683 partió el padre Diego Ruiz hacia Salta, escoltado por gente de experiencia en defensa de sus vidas, más unos pocos indios para ayudarles a cruzar los ríos. 

Mientras tanto, los misioneros Pedro Ortiz y Juan Antonio Solinas se quedaron predicando y catequizando a los indios congregados en San Rafael. Pero, no satisfecho su celo apostólico con este trabajo, se llegaron hasta los ríos Jujuy y Tarija a fin de ganar además la buena voluntad de los indios tobas, que en alguna medida consiguieron. Así lo contaba don Pedro Ortiz de Zárate en una carta al padre Ruiz: “No es decible el consuelo con que volvió de los ríos el padre Juan Antonio por la vista de los tobas, y más confiado y alentado que V. P. ni yo. Clama porque lo lleven a los vilelas, que desde allí con el olor o consuelo de acercarse a sus amadas reducciones del Paraguay pasará la vida con raíces o pescado, si lo hubiere”. Al poblado y fuerte de San Rafael siguieron llegando grupos numerosos de indios pertenecientes a diversas naciones, y los padres visitaban además otros poblados indígenas de los alrededores, siendo bien recibidos. En general, parecía haber buena voluntad; “que si hubieran entonces tenido el ánimo dañado, escribe Lozano que después concibieron por persuasión de los hechiceros, les hubieran quitado a su salvo las vidas”. Mientras los misioneros: “A todos proponían el fin de la ida a sus tierras, que era hacerlos hijos de Dios, y apartarles de los muchos y enormes pecados que continuamente cometían”. No encontraron, sin embargo, quien los guiara al encuentro de los vilelas. Pero con verdadero celo misionero y mucha paciencia, los padres siguieron estableciendo y extendiendo lazos de paz y amistad con varias naciones indígenas, y aún entre ellas mismas, ya que algunas eran temidas por otras y recelaban entre sí. Una breve carta del padre Solinas dirigida al padre provincial así lo describe, concluyendo que por aquel año no podrán emprender la deseada misión con los vilelas. Resulta pues evidente, por un lado, la motivación estrictamente evangelizadora de la expedición y los medios pacíficos empleados por los misioneros y sus acompañantes. Y por otro, la complejidad de la situación indígena, por diferentes razones: la diversidad de etnias y de lenguas indígenas, la hostilidad entre los mismos indios y de estos con los españoles, así como la experiencia no siempre buena que los nativos habían tenido con los conquistadores españoles. Entrega martirial Llegado a Salta, el padre Diego Ruiz consiguió las provisiones necesarias –con ayuda del gobernador Fernando de Mendoza Mate de Luna– y partió de vuelta a la misión del Chaco. Volvía para integrarse a la misión, acompañado por el sargento mayor Lorenzo Arias y algunos soldados encargados de la custodia y defensa de la caravana. Más de dos meses habían transcurrido desde su partida del fuerte de San Rafael y, enterados de su regreso, los padres misioneros salieron a su encuentro en una campiña llamada de Santa María, por una capilla que allí se había construido en honor de la Virgen. El lugar distaba unas seis leguas de dicho fuerte, probablemente hacia el norte, y allí se asentaron los padres acompañados por unas 23 personas, mientras todos los demás quedaron en la incipiente reducción de San Rafael Arcángel. Por prevención, don Pedro había mandado avisar al padre Ruiz, que no viniera por el camino ordinario siguiendo el río Colorado, sino más arriba, por otra senda que el mismo había abierto. Mientras esperaban en el paraje de Santa María, un cacique Mataguayo les trajo reservadamente la noticia de que se acercaba una “conjuración de los tobas y mocovíes infieles”. Y en efecto sucedió tal como la confidencia del cacique les había anunciado: “Al amanecer el día 27 de octubre vieron de repente salir de la espesura del bosque hasta ciento cincuenta tobas y cinco caciques mocovíes con toda su gente, que llegarían a quinientos indios, todos muy bien armados y embijados a su usanza”. Por su parte, don Pedro envió otro mensaje al padre Ruiz, avisando que de improviso se había encontrado rodeado de 150 indios tobas y 5 caciques mocovíes, y le pedía que se detuviera junto al río Colorado, hasta que los indios se retiraran. Al enterarse este padre jesuita de que don Pedro se hallaba en medio de esa muche¬dumbre “en el campo sin defensa alguna me dio un golpazo el corazón” –como escribió después– porque sospechaba realmente lo que podía suceder. El motivo para mandar a detener la llegada del padre Ruiz era comprensible: si los indios se enteraban que venían con una custodia importante podían sospechar que iban a darles muerte o cautivarlos; de esa manera se frustrarían los intentos pacíficos de la misión. Mientras tanto, los padres demorados en Santa María se disponían a recibir y a obsequiar a los indios recién llegados, para que se volvieran contentos a sus lugares habituales; y esperando, quizás, que algunos de ellos pudieran incorporarse luego a la reducción de San Rafael. Es probable que este intento haya durado apenas una jornada o dos. Sin embargo, las buenas intenciones y la generosidad de los padres distaba mucho de las insidias que traían los visitantes en sus corazones; habían venido simulando una falsa amistad, que quizás los misioneros no descubrieron de inmediato. Por eso, don Pedro y los suyos habían “dejado todas las armas, descui¬dados, como quienes se consideran entre amigos”, según escribe el cronista. Y con esa actitud de confianza, primero celebró el padre Pedro la santa misa, y luego el padre Juan Antonio “con su acostumbrada ternura”. Pero los recién llegados, que sólo aparentaban actitudes de paz, de pronto mostraron sus fatales intenciones: “Ellos viendo indefensos a los ministros de Dios, incitados del demonio y de sus ministros los hechiceros, cerrando los oídos a los misterios de nuestra santa Fe que les proponían, mas abrasados en sus almas que los bárbaros en odio de la ley de Dios y sus predicadores, les acometieron con suma gritería, y les quitaron las vidas con sus dardos y macanas, cuando intentaban darles a ellos la del alma”. Completando la horrible matanza de los padres misioneros, también dieron muerte atroz a otras 18 personas, de diversa edad y condición, que los acompañaban en el paraje de Santa María. A continuación, desnudaron a todos, les cortaron la cabeza, y en cada cuerpo clavaron un dardo. Con los cráneos arrancados de los cuerpos festejaron –como ellos acostumbran– bebiendo hasta embriagarse. Pronto nomás partieron, temiendo la llegada de los soldados españoles que venían con el sar¬gento Lorenzo Arias y el padre Ruiz, o de los indios que se habían congregado en San Rafael. Pero enviaron a algunos de los suyos, para que salieran al encuentro del padre Ruiz y le dieran muerte, aunque este –advertido por los indios– cambió de rumbo. Este padre contó pocos días después, que la misma noche del 28 de octubre volvió el chasque que él había enviado, “lleno de lágrimas” y diciendo “como toda la gente que estaba con don Pedro estaba alrededor de la Capilla, sin cabezas, y que Don Pedro y mi compañero no los había visto ni reparado en ello porque la turbación fue muy grande”. Este resulta ser el primer testimonio escrito, a solo cuatro días del trágico suceso. El historiador Lozano escribió luego que el sacer¬dote jesuita Diego Ruiz se lamentaba de no haber sido coronado también él con la palma del martirio. De quienes habían llegado al paraje de Santa María con los misioneros, sólo se salvaron los mensajeros enviados por don Pedro y un muchacho que había ido a media legua de distancia para buscar un caballo. Dios ha querido, pues, que el 27 de octubre de 1683, el presbítero Pedro Ortiz de Zárate entregara su vida por el Evangelio a los 57 años de edad, junto con el padre jesuita Juan Antonio Solinas, de 40 años. Uno de los relatos añade: “Los indios ojotáes y taños con el indio intérprete chiriguaná, hicieron gran sentimiento del caso, y lloraron la muerte de Don Pedro y del padre”. El 29 de octubre llegó al fuerte de San Rafael el padre Diego Ruiz con su comitiva, que había ido a buscar recursos a Salta; pero ya no hallaron a nadie allí, porque cuantos se habían congregado en torno a los misioneros, algunos ojotáes, taños y demás indios, se habían retirado ya al Valle de Zenta, regresando a sus naciones y huyendo de la maldad de tobas y mocovíes. Sin embargo, estos indíge¬nas congregados en San Rafael, nada se habían llevado consigo de aquel lugar; una prueba de su honestidad y de su amistad con los fundadores de la incipiente reducción. Debido a lo sucedido, el sargento Lorenzo Arias quiso perseguir a los atacantes, pero el padre Diego se lo impidió, diciendo que “él había ido con sus compañeros a convertir infieles y no a pelear o debelarlos”. Luego se llegaron hasta el sitio llamado Santa María, donde ocurrió la matanza, y allí encontraron el cadáver de don Pedro en la puerta de la capilla, aun reconocible, y otros restos humanos de los acompañantes ya comidos por las aves de rapiña. El cuerpo exánime del padre Juan Antonio estaba un poco más retirado, y pudo ser identificado por su rosario, una gorra manchada con sangre, sus libros y la última carta que había recibido del padre Ruiz. La carta anua del provincial Donvidas, ya citada, describe así aquella triste jornada: “Llegó el padre Diego Ruiz al fuerte víspera de Todos Santos y el día siguiente lo gastó en sepultar los cadáveres los cuales estaban casi todos comidos de pájaros, ya su compañero no lo hubiera conocido a no haber hallado entre sus huesos la última carta que le escribió, y acomodando su cuerpo en una capa se volvió con la tristeza, y el desconsuelo que ya se deja de considerar, así por ver frustrada tan en breve una empresa tan gloriosa, y de tantas esperanzas, como por no haberle cabido la suerte de su dichoso compañero”. De esta manera se cumplió aquello que –como dice el antiguo relato– preveía don Pedro respondiendo con valor a unos catecúmenos en la reducción de San Rafael, cuando le advirtieron que tobas y mocovíes querían matarlo: “¿Por qué han de quitamos la vida, sabiendo que nosotros, sin haberles jamás hecho daño alguno, sólo pretendemos sus mayores bienes? Pero yo no tengo de desistir, de procurarles con todas mis fuerzas la vida eterna de sus almas, aunque pierda la del cuerpo”. El historiador Lozano concluye su relato con una interesante consideración sobre la real condición de mártires, que con razón atribuye a estos dos misioneros. De parte de los padres, el autor menciona su intención exclusivamente misionera y pacífica, como también su disposición valiente y generosa de entregar la vida; y de parte de los enemigos, recuerda que ellos carecían por completo de argumentos justi¬ficados para atacarlos y que más bien estaban bajo la influencia de sus hechiceros.

Primeras noticias del hecho y sepultura de los mártires La noticia de lo sucedido llegó pronto a Humahuaca, seguramente por el indio que había escapado a la matanza, y desde allí se difundió de inmediato. Una carta –ya citada– del padre jesuita Cipriano Calatayud escrita en Salta, pocas semanas después del hecho, cuenta en detalle todo lo ocurrido en aquel momento, como lo harán luego los historiadores. El aviso llegó primero al cura párroco Antonio de Godoy en Humahuaca, quien de inmediato lo hizo saber al gobernador Mendoza Mate de Luna en Salta, en la madrugada del 1° de noviembre. Según la mencionada carta, después de asistir a misa y comulgar, el mismo gobernador organizó de inmediato una expedición con más de cien hombres para salir en apoyo del sargento Lorenzo Arias, que con el padre Diego Ruiz había partido diez días antes de regreso hacia la misión. Mientras tanto, un grupo de españoles e indios con el dicho párroco partía de Humahuaca por la vía de Zenta para enterrar a los muertos; y otro de cuarenta hombres lo hacía desde Jujuy, al mando del teniente Martín de Argañarás. El gobernador permaneció en el paso del Pongo, en defensa de las ciudades vecinas, y mandó que cuarenta y cinco españoles siguieran adelante con el sargento Diego Díaz. En aquel lugar recibió carta de Lorenzo Arias, datada el 31 de octubre, desde el fuerte de San Rafael adonde ya había llegado. La carta mencionada del padre Calatayud relata a continuación el hecho del martirio, como lo supo del mismo padre Diego Ruiz, por su breve escrito del 31 de octubre, y seguramente por haber conversado con él sobre todo lo que había visto y oído luego de su regreso a Salta. Así pudo informar este padre al padre provincial Tomás de Baeza de todo lo sucedido. Ambas cartas son de gran valor, por constituir el primer testimonio del martirio puesto por escrito en las semanas siguientes de la cruel matanza. Según se ha escrito, este martirio fue conocido asimismo por una visión prodigiosa, desde muy lejos y al mismo tiempo que sucedía. Un fraile capuchino del convento de Bitti en Cerdeña y compatriota del padre Solinas, llamado Salvador, y apodado el «Silencioso» por guardar siempre un religioso silencio, pidió permiso al superior aquel día para hacer un brindis. Ante el asombro de todos, que nunca habían escuchado su voz, exclamó: “Yo mando mis congratulaciones a mi coterráneo, el padre Juan Antonino Solinas, misionero de la Compañía de Jesús, que en este momento sufre el más cruel martirio por manos de los salvajes de la América Meridional. Justo en este momento ha sido apresado por una horda de antropófagos, que le han despedazado el abdomen y el pecho, le han extirpado el corazón y el hígado, para devorarlos lo más calientes y sangrantes [...]. Pero la cosa que más urge hacer conocer para gloria de Dios y que trae a mi corazón una inefable consolación es que su alma ha volado directamente al cielo entre los beatos que ven a Dios cara a cara”. Los cadáveres de los sacerdotes mártires fueron sacados del Chaco por el párroco de Humahuaca y sus acompañantes. Los cuerpos de los dieciocho laicos fueron enterrados en el lugar del martirio. A Salta llevaron el cadáver del padre Juan Antonio y a Jujuy el de don Pedro. Los restos del padre Solinas se inhumaron en la iglesia del colegio de la Compañía de Jesús en Salta. En el caso de don Pedro, según el testimonio del párroco de San Salvador de Jujuy, don Urbano Franco de Oliva, los “huesos” –como él afirma– de don Pedro Ortiz de Zárate, “a quien mataron los bárbaros de la provincia del Chaco estando en la empresa de convertirlos a la fe”, fueron sepultados el día 23 de noviembre de 1683 en la iglesia parroquial, “en la urna del colateral, que está al lado del Evangelio del altar mayor”. En esa iglesia se celebraron sus exequias, “si con lágrimas, por haber perdido tal pastor, con más gozoso afecto considerándole intercesión [sic] en el Cielo y a su tierra con el lustre de un hijo coronado por el laurel del martirio”. En su testamento don Pedro había dispuesto que lo enterraran en la iglesia matriz o donde muriera, sin pompa y con entierro menor, siendo cargado por los indios y negros de las cofradías. Vergara ha formulado una hipótesis sobre el itinerario que siguieron sus restos mortales, a lo largo de unos 20 días, hasta llegar a la parroquia de Jujuy. Venerados los restos de don Pedro durante mucho tiempo en la iglesia matriz de Jujuy, fueron exhumados a mediados del siglo XIX y vueltos a sepultar en secreto, para evitar un culto indebido. Se ha dicho también que la tumba quedó oculta, por desconocer u olvidar el valor de aquellos preciosos despojos, cuando se debió reparar o reconstruir el mencionado templo. La iglesia del siglo XVII sufrió un sismo en 1692 y la construida después fue dañada por otro terremoto más fuerte en 1863. De manera que, para los fieles de hoy, no ha quedado señal alguna del sitio en el cual fueron finalmente sepultados sus restos mortales. En conclusión, varios documentos auténticos y cercanos a los hechos atestiguan la heroica muerte de estos dos misioneros mártires entre los indígenas del Chaco. De los años siguientes, se mencionan algunas campañas para contener los ataques indígenas y hacer la paz con ellos.

Al relatar una operación contra los indios, realizada en 1685 por iniciativa de la Gobernación, se cuenta que hallaron en manos de los indios algunos objetos pertenecientes a los sacerdotes asesinados por ellos. En cambio, las principales pertenencias de don Pedro habían sido llevadas enseguida desde el Chaco a Jujuy, por el capitán Pascual de Salazar, como consta en el inventario que se confeccionó en noviembre de ese año (1683), a pedido de su hijo Diego Ortiz de Zárate.


NOTAS

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

Archivo del Arzobispado de Córdoba

Archivo General de Indias

Archivo Histórico de Jujuy

Archivo Histórico de la Prelatura Humahuaca

Archivum Romanum Societatis Iesu

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CONGREGATIO DE CAUSIS SANCTORUM: «Novoraniensis, Beatificationis seu Declarationis Martyrii Servorum Dei Pedro Ortiz De Zárate Sacerdotis diocesani – Juan Antonio Solinas, Sacerdotis Professi Societatis Iesu. In odium Fidei, uti fertur, interfectorum. (+27.10.1683)». Postuladores y Colaboradores Hna. Isabel Fernández, hefcr, y Mons. José María Arancibia. Compilador F. González F., de la C.C.S.