LIMPIEZA DE SANGRE Y NOBLEZA DE LOS INDIOS

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
(dif) ← Revisión anterior | Revisión actual (dif) | Revisión siguiente → (dif)
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

La cuestión de fondo en América: los derechos del indígena y la igualdad entre indios y españoles

En la historia de la presencia del mundo español llegado a América y el de los indoamericanos se dio de inmediato el llamado fenómeno del «mestizaje», o el «encuentro» tanto racial como cultural entre las dos estirpes, sin discriminación alguna, lo que dará lugar a la realidad que con el tiempo configurará el mundo hoy llamado «latinoamericano».

No fue un proceso fácil y en él jugaron papeles importantes la tradición legal vigente en la España católica de los siglos XV al XVIII, aplicada a los habitantes amerindios, miembros efectivos en todos los sentidos de los Reinos de las Españas con los fueros y bajo la debida tutela de sus Reyes, según el antiguo derecho de aquellos Reinos, con una base arraigada de su concepción católica de paridad y de derecho fundamental de todos los entonces llamados «súbditos» o «vecinos» de sus territorios o pueblas del Nuevo Mundo, incorporados a la Corona, algo desconocido en los ámbitos coloniales de matriz «protestantes» donde no cabía tal paridad.

Esta mentalidad se encuentra en las antípodas entre los mundos de matriz «católica» y «protestante». Los numerosos matrimonios entre los descendientes de ambos pueblos desde los comienzos, que generan un nuevo «pueblo», el mestizo, lo demuestra. Como escriben los Obispos latinoamericanos reunidos en Puebla: “La generación de pueblos y culturas es siempre dramática, envuelta en luces y sombras. La Evangelización, como tarea humana, está sometida a las vicisitudes históricas, pero siempre busca transfigurarlas con el fuego del Espíritu en el camino de Cristo, centro y sentido de la historia universal y de todos y cada uno de los hombres. Acicateada por todas las contradicciones desgarramientos de aquellos tiempos fundadores y en medio de un gigantesco proceso de dominaciones y cultura, aún no incluido, la Evangelización constituyente de América Latina es uno de los capítulos relevantes de la historia de la Iglesia”.[1]

La cuestión debe ser estudiada a la luz de la documentación existente desde los mismísimos comienzos del encuentro entre aquellos dos mundos y que ilustran centenares de casos prácticos. La cuestión de la «limpieza de sangre» en los Dominios de la Corona española en América no tiene que ver con la aplicada en la España de entonces, que era en relación a los conversos del islamismo y del judaísmo; en América se refiere a la demostración del linaje indígena, prescindiendo de su fe religiosa, para confirmar los derechos propios – prescindiendo de sus orígenes religiosos- y obtener así tales beneficios.

La «limpieza de sangre» en los debates de la España de los siglos XV al XIX

La cuestión sobre los prejuicios de la limpieza de sangre y sus controversias en la España moderna es un tema especialmente delicado. Un aspecto que salta las fronteras de la Península y puede iluminar el concepto de limpieza de sangre además de otras cuestiones entrelazadas, es la cuestión de la limpieza de sangre de los indios y sus consecuencias.

Los estatutos de limpieza de sangre fueron una serie de ordenanzas que adoptaron diversas instituciones de España entre los siglos XV y XIX a la hora del acceso a dichas instituciones, o para acceder a determinados cargos. La cuestión es más social que religiosa, con muchas implicaciones que para evitar caer fácilmente en simplificaciones y generalizaciones, se deben conocer qué fueron y por qué surgieron en España, y por qué pervivieron prácticamente desde el siglo XV al XIX.

Su conocimiento es importante para comprender la sociedad en la España de la edad moderna y en la América española de la misma edad, y para entender cómo se comportaba la sociedad con los conversos de origen judío y con sus descendientes. Los estatutos de limpieza de sangre nacieron como una práctica que se realizó en España con el objetivo a acreditar que se era «cristiano viejo», es decir, que no tenía antepasados «no cristianos», ni judíos o musulmanes. Por todo ello el sistema impropiamente se puede aplicar al mundo indígena o indio americano, donde los aborígenes o indios fueron considerados a todos los efectos legalmente desde los comienzos como «súbditos» equiparados a los demás de los Reinos españoles de la Península.

Sin embargo la mentalidad de querer certificar cumplidamente sus legítimos derechos y ascendientes estuvo muy viva en la América española a lo largo de su historia como se muestra en el caso aquí expuesto.

Un caso de «limpieza» en el Perú virreinal

Se trata de un expediente de limpieza de sangre que se encuentra en el fondo Compañía de Jesús del Archivo General de la Nación de Lima,[2]entre otros muchos expedientes de esta clase exigidos para la admisión a la Compañía. Su nombre llama la atención, pues indicaría que también los indios podían ser admitidos en la orden; esto modificaría la estricta norma seguida sobre exclusiones, entre ellas la de este grupo.

Pero no era un expediente de limpieza de sangre para el ingreso en el colegio de Caciques del Príncipe, a cargo de los religiosos de la Compañía de Jesús. Lo entabla Don Theodulo Canchaspillau, hijo y sucesor de Don Bernardo Urbano Canchaspillau, cacique principal y gobernador de los pueblos de Cabana, Huandovaly Pallasca, en la Provincia de Conchucos (hoy en el departamento de Ancash), en el Perú, como albacea de su padre y tutor y curador de la persona y bienes de su hermano Don Pablo Agapito, niño de diez años.

Para comprender su significado hay remontarse a un hecho significativo que se produce al final del reinado de Carlos II: la real cédula de 26 de marzo de 1697 que declara la limpieza de sangre de los indios y su equiparación de rango y derechos con los demás vasallos de sus “dilatados dominios de la Europa”.[3]EI origen de la real cédula está en el memorial elevado al rey Carlos II, por el presbítero Don Juan Núñez Vela de Ribera, racionero de la catedral de Arequipa, mestizo descendiente de indios gentiles, primitivos cristianos del Reino del Perú, que el rey pasó a consulta al Real y Supremo Consejo de las Indias (25 de abril de I692).

El memorial de Don Juan Núñez Vela y Ribera

El memorial de Núñez Vela y su efecto en la consulta del Consejo de las Indias el 19 de diciembre de 1656 y la real cédula de 26 de enero de I697, es una muestra de la implantación de la teoría y práctica de la limpieza de sangre en la dinámica social del siglo XVII en América y la estrecha relación entre linaje, limpieza, honra y fidelidad.

El racionero arequipeño se presentaba como “mestizo descendiente de indios gentiles, primitivos cristianos del reyno del Perú y fidelíssimos hijos de la iglesia católica romana”. Se hace voz de todos los mestizos e indios de América. Es interesante advertir que rinde, como mestizo, toda la honra de su linaje en la ascendencia india y se haga voz de ese linaje procedente de la gentilidad, dejando a un lado su ascendencia española-castellana ¿expuesta quizás a sorpresas? Lo cierto es que, aunque no lo exprese, se declara un fiel cristiano viejo respecto de sus antepasados convertidos.

En cuanto a la honra que merece su linaje indio, la basa en el pacto entre los Reyes Católicos y los naturales de América al tiempo de la conquista, el llamado « Requerimiento». Se les ofreció, en caso de recibir el evangelio y ponerse bajo el real domino de S.M., honrarlos de la misma manera que a los demás vasallos de S.M. que habían entrado en la real corona por herencia.

Por añadidura cita textualmente una instrucción de los reyes a Colón en que le mandaban dar dádivas a los naturales de las mercadurías de sus altezas que llevaba para el trueque de géneros y “los honre mucho”. En cuanto a la limpieza de sangre, parte del supuesto de la unión entre linaje gentil, limpieza y honra. Dice:

“[...] el fundamento de toda honra ha de caer sobre pureza de sangre, y ésta la tienen los indios, con gran notoriedad y exceso, de tal suerte que, en el ámbito del mundo, no hay nación alguna que, en limpieza de sangre, las exceda por tener sus natales de gentiles idólatras, como todas las que oy professan la religión cathólica romana.”

La fidelidad al pacto demostrada por los descendientes de aquellos que lo aceptaron y de los que sentían solidarios, exigía la reciprocidad por parte de Carlos II como también solidario de sus progenitores a partir de los Reyes Católicos. Por ello, le recuerda su obligación, en conciencia, de ser fiel a la promesa empeñada. En su virtud, debía atender a la honra de los indios y defenderla, como monarca en lo secular y como patrono en lo eclesiástico.

Ahora bien, la honra para Núñez Vela consistía en el derecho a acceder, como los demás vasallos de S.M., a iguales dignidades, empleos y puestos honrosos y a todo lo que fuera del servicio de S.M. y exigiera limpieza de sangre. Núñez Vela pedía al rey, en consecuencia, que:

“se sirviera mandar establecer una ley inviolable de no obstar, ni ser estorbo, obstáculo ni óbice, la limpísima y noble sangre de los indios para obtener dignidades eclesiásticas hasta la del obispado, ni para ponerse hábitos de las tres órdenes militares de Castilla, ni se les estorbe, a los que tienen sangre de aquellos gentiles, a entrar en colegios, iglesias, cátedras, universidades, capellanías, puestos militares y todo cuanto sea del servicio de VM. Y en que pueda pedirse limpieza de sangre para su ingreso, pues esta es tan notoria en los indios fidelíssimos vasallos de VM”.[4]

Hecha esta exposición, el racionero arequipeño pedía y suplicaba al rey que ordenara establecer dicha ley y, para que se guardase «inviolablemente», expedir las cédulas convenientes, cargando, de nuevo la conciencia del rey y de sus superiores ministros (en lo cual no cabía la menor duda) de mirar por la honra de los indios, y defenderla de “todos los que quieren calumniar nuestra limpíssima sangre, más quando no hemos desmerecido de ninguna manera lo que V.M. nos prometió”.

Esta frase expresa claramente, por un lado, la afirmación de la fidelidad continuada de indios y mestizos al pacto originario y, por otro, la solidaridad del rey con sus progenitores, de modo que lo que ellos prometieron lo prometió el actual. No en vano la costumbre hacía que los reyes firmasen simplemente «El Rey»: el Rey promete, el Rey debe cumplir.

La Consulta del Consejo de Indias 1692-1696.[5]

EI rey pasó el memorial a la consulta del Consejo de Indiass, que juntó al memorial todas las órdenes dadas en favor de los indios y encargó a Don Lope de Sierra y Ossorio, ministro de la Cámara de Indias, con larga experiencia en Nueva España, que, a la vista de todo, diera su parecer por escrito y lo pasara al Fiscal del Consejo.

Ambos estudiaron el memorial, las órdenes pertinentes de S.M.,, lo prevenido en la «Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias», la opinión de los diversos tratadistas sobre la materia, así como los buenos efectos que podían esperarse de verse los indios favorecidos y honrados por el rey, pues con este consuelo, procurarían merecer en el servicio de S.M. y, los aún no cristianos, venir, con más facilidad, al conocimiento de la Santa Fe y al servicio de S.M.

El Consejo de las Indias, a la vista de estos informes, en su consulta al rey de 19 de diciembre de 1696, reconocía que todo cuanto solicitaba el racionero arequipeño en nombre de los indios y mestizos de América estaba conforme con la legislación vigente y, al mismo tiempo, era consciente de que su no uso apoyaba la pretensión de los indios de que se hiciera una ley general en que se les reconociera todos sus derechos.

Por lo tanto, el nuevo despacho que debía emitirse debía ser una sobre carta de lo prevenido en las leyes 6 y 7, del título 7, del libro I de la «Recopilación» a favor de los naturales de las Indias, así como de las demás órdenes anteriores.

Las órdenes relativas para conseguir la equiparación con los demás vasallos de S.M. y la integración plena en la sociedad, pasaba por el aprendizaje de la lengua española,[6]como vehículo de comunicación necesario para obtener los llamados «oficios de república» (es decir, los cargos electivos municipales y provinciales), por lo que el Consejo recordaba tanto las reales cédulas relativas a las escuelas para la enseñanza de esta lengua a los indios, a fin de que pudieran obtener tales empleos, como la relativa a la fundación de un colegio-seminario en México con la obligación de destinar a los hijos de caciques la cuarta parte de las becas, así como en todos los demás que se fundaran posteriormente en las Indias.

Esta medida suponía la convivencia de los indios con los colegiales españoles (léase criollos y peninsulares), donde por lo general se exigía para su ingreso, limpieza de sangre. La dedicación en estos colegios-seminarios a los estudios jurídicos y eclesiásticos, suponía el acceso de los indios a la toga y al sacerdocio. Estas medidas mostraban el programa de la Corona de la tutela y promoción del indio para su integración plena en la vida cristiana y política y en el servicio a S.M. con la recompensa consiguiente.

Así lo especificaba el Consejo de las Indias: se debía reiterar la promesa regia de atender y premiar siempre a los descendientes de indios gentiles de todos los Reinos de las Indias, poniéndolos bajo su real amparo y patrocinio, por medio de los Prelados y de los otros ministros del santo Evangelio, como de los Virreyes y demás autoridades seculares de aquellos Reinos. El fin de esta tutela era:

“para que los aconsejen, gobiernen y encaminen al bien principal de conocimiento de nuestra Santa Fee cathólica, su observanzia y vida política y a que se apliquen para emplearse en el seruicio de V. Magestad. y gozar la remuneración que en él correspondiere al mérito y calidad de cada uno, según y como los demás vasallos de V. Magestad en sus dilatados Dominios de la Europa con quienes han de ser iguales en el todo los de una y otra América.”[7]

Con esto, el Consejo urgía la igualdad de los indios con los españoles proclamada desde el principio por la Reina Católica Isabel, lo mismo que todas las otras leyes relativas al buen tratamiento. En cuanto a las representaciones de méritos y servicios que podían presentar los indios, los Prelados, Virreyes y demás autoridades eclesiásticas y seculares de los Reinos de Indias debían darles curso e informar a S.M. La consulta expresaba su propósito:

“para que poniendo todo lo que constare de ellos en la consideración de V.M., lo remunere con las honras de lustre, empleos y conueniencias con que premia y favorece a los vasallos de los Reynos de las Españas, sin que para ello obste a los de las Indias la dezendenzia de la gentilidad y para que aquellos naturales se hallen desde luego con el consuelo que la benignidad de VM. les franquea y puedan también solizitar y pretender los honores y benefizios ofrezidos a sus méritos estando justificados”.[8]

Esta última afirmación zanjaba cualquier duda que pudiera haberse planteado en cuanto a la posible asimilación de los indios, como neófitos, a los cristianos nuevos, descendientes de judíos y mahometanos españoles convertidos ( moriscos), cosa que se había hecho a los pocos años de la evangelización americana respecto a la ordenación sacerdotal, pero a lo que ya no había lugar después de pasados tantos años.

De la impureza de sangre, proveniente de una condena de la Inquisición no había lugar ya que los indios estaban exentos de su jurisdicción. En cuestión de limpieza aún sería más categórica la real cédula al hablar de la limpieza de sangre de los indios no pertenecientes a la nobleza, asimilados a los plebeyos.

La Real Cédula de 26 de Marzo de 1697

Carlos II, con su resolución - «como parece» - dio paso a la expedición de la real cédula general propuesta por la consulta del Consejo, lo que se hizo el 26 de marzo de 1697, introduciendo todo lo contenido en la consulta. Exponía cuanto los reyes sus progenitores y él mismo habían ordenado por leyes y cédulas relativas al “buen tratamiento, amparo, protección y defensa de los indios naturales de la América”, y a que fueran “atendidos, mantenidos, favorecidos y honrados” como todos los demás vasallos de su Corona.

Reconocía que, con el transcurso del tiempo, se había detenido la práctica y uso de las referidas leyes y cédulas, por lo que era conveniente su puntual cumplimiento “al bien público y utilidad de los indios y al servicio de Dios y mío”. En primer lugar, citaba expresamente la ley 7, tít. 7 del libro Primero de la «Recopilación» por la que se encargaba a los obispos que ordenasen de sacerdote a los «indios mestizos», “concurriendo las calidades y circunstancias que en ella se disponían” y la admisión de las mestizas a la profesión religiosa en los monasterios de las diversas órdenes.

Omitía toda referencia a la ley del mismo título y libro, citada por la consulta, pero de tenor general que no trataba expresamente de indios ni mestizos. En cuanto a la ordenación de indios, no se mencionaba, pero entraba en la política de Carlos II. La había aprobado y promovido, en el caso de la educación de los hijos de caciques en Chile llevada a cabo por el gobernador y capitán general Don Joseph de Garro.

Por las reales cédulas (Aranjuez, 27 de abril de 1692) dirigidas una al Presidente y oidores de la Audiencia y otra particular al propio presidente, Don Thomás Martín de Poveda, en su calidad de Gobernador y Capitán General, alababa la política educativa de su predecesor que, a su costa, se había ocupado de la instrucción y educación de los hijos de los caciques en la vida religiosa y política.

Los había pedido a sus padres y había tenido algunos en su casa doctrinándolos y ejercitándolos también en la latinidad. A otros los había puesto en el colegio dela Compañía de Jesús. Como resultado, uno de los hijos del cacique más principal se había ordenado de sacerdote y celebrado la primera misa y predicado en su pueblo con admiración de sus padres y parientes.

Por otro lado, había casado a algunas hijas de caciques con españoles a los que había dado cargos en la milicia. El rey mandaba a Martín de Poveda y a sus sucesores seguir las diligencias de su predecesor Garro en la educación de los indios que había dado el primer fruto de “policía, cristiandad y amor a los españoles”.[9]

En segundo lugar la Real Cédula de 1697, abordaba los empleos eclesiásticos o seculares gubernativos, políticos y militares que exigían limpieza de sangre y, por estamento, la calidad de nobles, a todos los cuales podían acceder los indios. El rey, como lo había hecho el fiscal del Consejo en su informe, distinguía entre indios y mestizos y entre descendientes de los indios principales o caciques y menos principales o tributarios que, en su gentilidad, estuvieron sometidos a vasallaje.

A los primeros y a sus descendientes se les debían “todas las preeminencias y honores, así en lo eclesiástico como en lo secular, que se acostumbra conferir a los nobles Hijosdalgo de Castilla” y podían pertenecer a cualesquiera comunidades que, por estatuto, exigiera nobleza, pues era constante que, en su gentilismo, eran nobles y señores de vasallos de quienes recibían tributo. La real cédula afirmaba que siempre se les había reconocido su nobleza y que, aun entonces, se les conservaba y consideraba, respetándoles, en lo posible, sus antiguos fueros y privilegios, incluso el señorío con el nombre de cacicazgo, transmisible, de mayor en mayor, a sus descendientes.

De igual modo, se inhibían sus causas de las justicias ordinarias con privativo conocimiento de las Audiencias y así se hacía con las demás cosas tocantes a ellos, como se declaraba en las leyes sobre caciques que ocupan todo el título 7 del libro 6 de la «Recopilación».

La insistencia en punto de nobleza, pudiera desviara atención de la cuestión central del memorial de Núñez Vela: que no fuera “estorbo, obstáculo ni óbice la limpieza de sangre [...] de los indios”, por eso la calidad de pureza de sangre aparece con toda su fuerza al tratar de los indios «menos principales» que no gozaban del estatuto de nobleza: a todos estos y a sus descendientes se les reconocía “la pureza de sangre como descendientes de la gentilidad, sin mezcla de infección u otra secta reprobada”, y se les reputaba acreedores de todas las prerrogativas, dignidades y honras que gozaban en España los limpios de sangre del llamado estado general.

Con esta Real Cédula, Carlos II confirmaba, en la práctica, su política hacia la total integración de los indios y sus descendientes en el sistema estamental de la Corona de Castilla [España], implantado con sus diversos matices en tierras americanas, del que parte esencial era la lengua como medio de comunicación de unos con otros. Por lo que, como proponía la consulta del Consejo, relacionaba cuanto acababa de exponer en favor de los indios con su cédula del 30 de mayo de 1691 ordenando a los virreyes poner escuelas en las ciudades, villas y lugares del Perú y Nueva España:

“para enseñar a los indios la lengua castellana, previniendo […] que no puedan sin saberla tener oficio alguno de República, y por no perjudicarles en este honor, y conveniencia, se diesen quatro años de término a los que estando en alguna de ellas no supiesen la lengua para que la aprehendiesen”.[10]

De igual modo mencionaba la resolución tomada, en consulta del Consejo de las Indias, de 12 de julio del mismo año 1691 de fundar un colegio-seminario en la ciudad de México, y de aplicar en éste y en los otros colegios-seminarios que se fundaran en las Indias, la cuarta parte de sus becas a los hijos de los caciques, con lo que se les ofrecía una educación superior en compañía de los demás colegiales españoles, americanos o peninsulares.

Con estos presupuestos, la Cédula argumentaba la conveniencia de que los indios reconocieran el interés con que, como vasallos suyos, el rey atendía a su consuelo, por lo que deseando “la más puntual observancia de las órdenes y leyes citadas”, resolvía despachar la presente carta, ordenando a todas las autoridades seculares y eclesiásticas de América su guarda, cumplimiento y ejecución “precisa e inviolablemente”.

Nótese este término que es el utilizado en el memorial: «ley inviolable» que se «observe inviolablemente». Del mismo modo, siguiendo la consulta, declaraba, de nuevo, que atendería y premiaría siempre “a los descendientes de Indios Gentiles de unos, y otros Reynos de las Indias” prometiéndoles su Real amparo y patrocinio por medio de los prelados eclesiásticos y ministros del evangelio, virreyes y demás autoridades de aquellos reinos.

Insistía en el bien principal que se pretendía señalado por la consulta: el conocimiento de la fe católica y el real servicio, y prometía la remuneración correspondiente a la calidad y mérito de cada uno “según y como los demás vasallos míos en mis dilatados Dominios de la Europa con quienes han de ser iguales en todo los de una y otra América”, esto es, los virreinatos peruano y novohispano. En consecuencia, mandaba que tuvieran «uso y execución» todas las leyes y cédulas mencionadas, para lo cual daba licencia a

“qualquiera de mis vasallos de los Reynos de las Indias que hallándose con méritos de calidad en su persona por su descendencia, y los hechos en reverencia y servicio de la Santa Iglesia, ocasiones en que lo ayan solicitado, y también el de mi Corona, en cualquiera manera, lo representen, y justifiquen ante los Virreyes, Audiencias, y Governadores de las dichas Indias, según la distancia y más inmediata y de fácil recurso para cada uno.”[11]

Y para que tuviera este derecho inmediato cumplimiento, ordenaba a las autoridades seculares y eclesiásticas mencionadas que dieran curso a las representaciones y las enviaran por conducto del Consejo de las Indias, para que las pusieran a su consideración con el fin de atenderlas y remunerar los servicios de los solicitantes “con las honras de lustre y empleos y conveniencias con que premio y favorezco a mis vassallos de los Reynos de las Españas, sin que para ello obste a los de las Indias su descendencia de la gentilidad”.

Finalmente para que llegara a noticia de todos y pudieran solicitar y pretender los honores y beneficios ofrecidos a sus méritos justificados, mandaba a las autoridades seculares y eclesiásticas publicar este despacho en el distrito y jurisdicción de su gobierno o diócesis y dar cuenta de su ejecución.

En Perú, al contrario que en Nueva España, ni se publicó la real cédula ni se dio cuenta de su recibo, aunque llegó a conocimiento de los interesados. Ante la resistencia de las autoridades virreinales a darle cumplimiento y las quejas a la corte de los naturales perjudicados, Felipe V dio nueva sobrecarta (Buen Retiro, 28 de febrero de 1725) incluyendo, como era de rigor, la Real Cédula de 1697.

Este es el contexto en que se produce, años después, el expediente de limpieza de sangre y la solicitud de beca para el Colegio de caciques del Príncipe del Cercado de Lima, entablado por el cacique y gobernador de Cabana, Huandoval y Pallasca, Don Theodulo Canchaspillau a favor de su hermano Pablo Agapito, en lo cual ejercía su derecho reconocido en las leyes y ordenanzas del reino.

Expediente de Don Pablo Agapito Canchaspillau

El expediente consta de tres piezas, en orden inverso al cronológico:

1ª. Solicitud de beca para el Real Colegio de Caciques del Cercado de Lima, dirigida al Virrey, por el cacique y gobernador Don Theodulo Canchaspillau en nombre de su hermano Pablo Agapito, con los informes del Rector del Real Colegio, del Fiscal Protector General y del Fiscal de la Real Audiencia y la resolución del virrey de conferir la beca a Pablo Agapito.

2ª Certificación de la partida de bautismo de Pablo Agapito Canchaspillau.

3ª. Expediente de limpieza de sangre con la solicitud del cacique al corregidor de la provincia de Conchucos de recibir la partida de bautismo y la información de testigos sobre su contenido; la aceptación, por parte del corregidor, de los documentos; su mandato de hacer la información pedida y la recepción de las declaraciones de cuatro testigos presentados por el cacique.

En cuanto al Cercado, era un antiguo pueblo de indios que, con el crecimiento de la ciudad, se convirtió en un arrabal. A la llegada de la Compañía de Jesús en 1568, se le asignó la doctrina, o parroquia de indios, bajo el patrocinio de Santiago, donde fundaron iglesia y, posteriormente, escuela de primeras letras para los niños pobres del arrabal donde se habían ido avecindando españoles, criollos y mestizos (todos incluidos bajo el concepto de españoles), generalmente pobres.

El Real Colegio de Caciques de Santiago del Cercado,[12]era llamado «del Príncipe» por su fundador el virrey del Perú, Príncipe de Esquilache, don Francisco de Borja, nieto del santo del mismo nombre. E1 18 de julio de 1618, el Real Acuerdo daba su aprobación al proyecto del virrey y el rey Felipe III erigía el colegio por Real Cédula de 17 de marzo del año siguiente.

A1 colegio podían ingresar los hijos de los caciques cuyos cacicazgos se encontraran en la jurisdicción del arzobispado de Lima y obispado de Trujillo. Se habilitó como edificio el hospital de indios de la doctrina y, para la manutención de los colegiales, se le aplicaron bienes del Real erario, de cuyo fondo se pagaban anualmente las pensiones de los colegiales.

Según el tenor de las reales cédulas de erección de los colegios del Cercado y de San Borja del Cuzco (marzo de 1620), encargados a la Compañía de Jesús, dichos colegios se habían fundado “para que los hijos de Caciques, que han de gobernar a los Indios sean desde niños instruidos en nuestra santa Fe Católica”.

Este aspecto cobraba mayor interés, pues la ocasión había sido la visita de la idolatría, por lo que el colegio se destinaba a fundamentar en la fe y vida cristiana a la clase dirigente. Dada su importancia, el rey mandaba a los virreyes tener estos colegios muy encomendados, procurar su conservación y aumento, y fundar y dotar otros en las principales ciudades de los virreinatos de Perú y Nueva España “donde sean llevados los hijos de Caciques de pequeña edad, y encargados a personas religiosas y diligentes, que los enseñen, y doctrinen en Christiandad, buenas costumbres, política y lengua Castellana, y se les consigne renta competente a su crianza y educación”.

Ambas cédulas, de idéntico tenor, pasaron a formar parte de la «Recopilación»: la primera formaba la ley 18, título I del libro 6; la segunda, la ley II, tít. 23, lib. X. De acuerdo con las Constituciones del colegio del Príncipe, los colegiales debían ser mayorazgos o herederos más cercanos del cacicazgo y, en segundo lugar, los otros hijos de caciques cuya manutención debía correr a costa de sus padres, aunque luego la Corona arbitró becas también para éstos.

La edad de admisión en el colegio eran los diez años cumplidos y estaban educándose hasta los diez y seis. En el Cercado se les instruía en la doctrina cristiana y se les enseñaba a leer, escribir y contar, la música y el canto, la lengua castellana, sin olvidar la misión principal a lo que toda enseñanza debía estar orientada en estos colegios: la educación del príncipe cristiano. Juan Solórzano Pereira, oidor de la Audiencia de Lima, en su «Política Indiana», señala la conveniencia de fundar y dotar estos colegios de caciques, y de que se entregara su cuidado a la Compañía de Jesús, resumiendo así su función:

“[Colegios de caciques] donde sus hijos desde sus tiernos años, sean instruidos con mucha enseñanza y fundamento en nuestra Santa Fe Católica y en costumbres políticas, la lengua Española y comunicación con españoles, para que así salgan, y sean quando grandes, mejores cristianos, entendidos, y nos cobren afición, y voluntad, y puedan enseñar, persuadir, y ordenar después a sus sujetos, todo esto con mejor disposición y mayor suficiencia.”[13]

Importa esta alusión a la comunicación con los españoles, cuyo vehículo era la lengua española, lo que se deduce también de la fundación de estos colegios, no en los pueblos de indios o aledaños, sino en las principales ciudades de ambos virreinatos. En concreto, los colegiales del Cercado acudían a la escuela fundada en el arrabal para hijos de españoles, mientras en el Cuzco, eran los españoles e indios plebeyos los que frecuentaban la escuela del colegio de caciques. Lo cual muestra que se seguía la norma de las Constituciones de la Compañía de Jesús para sus colegios: escuelas gratuitas abiertas a todos. La Compañía de Jesús no buscaba las élites, las creaba de todos los grupos sociales.

En cuanto al estudio del documento, siguiendo el orden cronológico: partida de bautismo, información de limpieza, solicitud de ingreso y beca.

Certificación de la partida de bautismo de Pablo Agapito Canchaspillau

Pablo Agapito nació en Santiago de Cabana el 26 de enero de 1734, hijo legítimo de legítimo matrimonio de Don Bernardo Urbano Canchaspillau, cacique y gobernador de Cabana (de donde era natural) y de Doña Magdalena Rosa Inga, india principal de Pallasca. Fue bautizado en caso de necesidad por Don Miguel de Cuba, cura interino del beneficio de Santiago de Cabana, quien el 3 de febrero del mismo año, a los ocho días de nacido, le administró, en dicha iglesia, el óleo y el crisma. Sus padrinos fueron Don Juan de la Zerna [sic] y su mujer Doña Josepha Canchaspillau, siendo testigos Don Martín Albino, indio original y mayordomo de dicha Iglesia, y Don Juan de Cabrera, español.

Diez años más tarde, Don Bernardo había muerto y le había sucedido su hijo mayor Don Theodulo Canchaspillau en los cacicazgos y gobernación de Cabana, Huandoval y Pallasca. Aun vivía la madre y varios hermanos. Como albacea y tenedor de bienes de su padre y tutor y curador de la persona y bienes de su hermano Pablo Agapito, de 10 años de edad, quiso darle una educación cristiana apropiada en el Real Colegio de Caciques de Lima, lo que le movió a entablar, en nombre de su hermano, un expediente de limpieza de sangre exigido para ello.

Las probanzas de limpieza debían realizarse sobre su ascendencia caciquil que, en sí misma, inc1uía esa cualidad por su descendencia de la gentilidad, por lo que bastaba una certificación de su partida de bautismo y el testimonio de cuatro testigos idóneos que confirmaran, bajo juramento, la verdad de lo contenido en la partida, es decir, la filiación legítima de Pablo Agapito y que éste era la persona de que se trataba en la información. Don Theodulo no quería ni favores ni posibles recelos o trabas, sino sólo su derecho, por lo que tomaba la vía de la justicia basada en las reales cédulas que le facultaban para ello. El 21 de enero de 1744, entregaba al Corregidor de la provincia de Conchucos, el general Don Felipe Ossorio de los Ríos, la certificación de la partida de bautismo de su hermano Pablo Agapito, para su examen y su petición de que se le recibiera, de testigos idóneos.

Las informaciones de limpieza de sangre. En la solicitud exponía su posesión del cacicazgo como heredero y albacea de su padre difunto y, como tutor y curador de su hermano Pablo Agapito, su propósito de ponerle en el colegio de caciques del Cercado en la Ciudad de los Reyes. Invocaba su derecho fundado en las Reales Ordenanzas de aquel reino y reales cédulas sobre que los hijos de los caciques propietarios y con legítimo título podían y debían ser admitidos en los colegios, por lo que suplicaba que, «atenta Justicia », le admitiese el corregidor «la plena información de la realidad y calidad y derecho legítimo de la sangre real que me compete», por ser su derecho y expresa orden de Su Majestad.

Pedía, pues, que admitiera la certificación de la partida de bautismo de su hermano, devolviéndose la original para su conveniencia, y recibiera las informaciones necesarias de testigos y, una vez hechas, le diera el testimonio en forma auténtica que necesitaba para el efecto expresado en la Ciudad de los Reyes.

El Corregidor tuvo por presentada la solicitud, en cuanto había lugar en derecho, y la certificación de la partida de bautismo, que llevaba fecha de 18 de enero, y recibió la declaración de los cuatro testigos idóneos presentados por el cacique, exigiéndoles previamente el juramento de rigor que hicieron por Dios y una señal de la cruz.

Los testigos fueron: Don Marcos Carbajal, de 43 años de edad, Don Francisco Thimoteo de 42, el capitán Don Joseph de Ágreda, vecino de Santo Domingo de Tauca, de 50 años más o menos, y Don Phelipe de la Cruz Nonaguacachi indio principal del pueblo de Cabana, de 47. A excepción de la edad no se dan más datos sobre origen o vecindad de los testigos, a excepción del tercero y cuarto.

Los tres primeros lo mismo podían ser españoles peninsulares que criollos o incluso mestizos. Por el uso del «Don» todos poseían cierta clase de nobleza y se supone que estuvieran avecindados en la provincia. Las declaraciones van firmadas por cada declarante junto con el corregidor y dos testigos, Juan Joseph de Padilla y P. S. Ruiz Dávila, a falta de escribano público y real.

Solicitud de ingreso y de beca para el Real Colegio de Caciques del Cercado

Con estos documentos, Don Theodulo presentó, en nombre de su hermano, una súplica dirigida al Virrey, Don José Antonio de Mendoza. En su exposición, el cacique, como tutor y curador de su hermano Pablo Agapito, expresaba su obligación de cuidar que recibiera la “ cristiana y acertada educación con que se instruyen los alumnos del mencionado colegio», cosa que no podía conseguirse en la provincia de Conchucos por falta de cultura y de personas que se dedicaran a ese ministerio.

Refería su recurso al corregidor para que “se le recibiese información de testigo cerca de la limpieza de sangre de que goza el referido Don Pablo Agapito” e invocaba a la “Real Cédula de S.M., que Dios guarde, en cuyo tenor se dignó de impartir el privilegio y merced a los hijos de los caciques propietarios para que puedan ser admitidos en los colegios”, y señalando el destino de la erección del Real Colegio del Cercado: para “los de la nación índica en quienes concurrieren las calidades justificadas en la información”, por lo que le correspondía, en justicia, su pretensión.

En virtud de todo lo expuesto, pedía y suplicaba al virrey que tuviera por presentada la información de testigos con la partida de bautismo donde se justificaba la filiación legítima de Pablo Agapito de Don Bernardo Urbano Canchaspillau, cacique y gobernador de los pueblos de Cabana y Huandova1 y repartimiento de Pallascay, en consecuencia, se sirviera conferirle la gracia de una de las becas vacantes.

La solicitud, junto con los instrumentos presentados, se pasó al informe del rector del colegio, el limeño P. Manuel Segundo, del Fiscal Protector General de Naturales, el también limeño Don García José Lasso de la Vega e Híjar y Mendoza, conde de Villanueva del Soto,y del Fiscal de lo civil de la Real Audiencia el vizcaíno Don Lorenzo Antonio de la Puente Larrea, Marqués de Villafuerte.[14]

El padre rector del colegio certificaba, el 3 de septiembre de 1744, la existencia de becas vacantes, por lo que el virrey podía nombrar para una de ellas a Don Pablo Agapito. El 7 del mismo mes, el Fiscal Protector General, respondía que, por la fe de bautismo y la información, constaba la filiación legítima de Don Pablo Agapito de Don Bernardo Urbano Canchaspillau y de Doña Magdalena Inga y, por el informe del Rector del colegio, que había beca vacante de las destinadas a hijos de caciques, por lo que el Virrey podía hacerle merced a Don Pablo Agapito de la beca.

Finalmente, diez meses más tarde, el 23 de julio de I745, el virrey anotaba al margen de la súplica su resolución a la vista del informe del rector y de lo que pedían, en sus respectivas respuestas, el Fiscal y el Fiscal Protector General: hacía merced a “Don Pablo Agapito de una de las Vecas del colegio del Sercado para que la goze en la conformidad de los demás colegiales deel.”

Ciñéndonos al tema se pueden observar tres puntos fundamentales: Primero, la conciencia americana del valor del estatuto de limpieza de sangre como medio de acceder a los honores y a los órganos rectores de la sociedad. Segundo, la exaltación del origen indígena sobre el español, por no caber en el primero disputa alguna sobre la posibilidad de recaer en él la mácula moral que inficionaba al cristiano nuevo de origen judío o musulmán, ni la proveniente de condena inquisitorial. Tercero, la interdependencia de los conceptos de linaje, limpieza y honra y de la fidelidad a la iglesia y al soberano como exigencia de reciprocidad para el goce de honores y empleos honrosos en ambos estamentos propios de los limpios de sangre.

Por parte de la Corona, encuentra en el reconocimiento de la limpieza de sangre y de la igualdad con los demás vasallos, un medio de robustecer la fidelidad de la población indígena y llevar a cabo el propio programa de su integración en la sociedad a todos los niveles. Uno de cuyos medios es la elevación cultural de los caciques y el conocimiento de la lengua castellana, para poder acceder a los cargos públicos municipales o provinciales.

En el caso de Don Pablo Agapito Canchaspillau, la limpieza de sangre se corresponde con el linaje noble y su derecho a una educación especializada restringida a su estamento social, y el derecho a optar por una beca en el colegio donde se imparte. Es interesante observar que en la súplica al Corregidor, la información aparece como información de nobleza “plena información de la realidad y calidad y derecho legítimo de la sangre real que me compete”.

Sin embargo, en la súplica al virrey, se refiere al mismo documento como “información de testigos cerca de la limpieza de sangre que goza el referido Don Pablo Agapito”, en cuyo caso, se corresponden nobleza y limpieza, cosa que no ocurre en los Reinos de España. La sangre real que le compete a Don Theodulo es sangre limpia por derecho, como descendiente de la gentilidad.

Lo mismo que insinúa el racionero de la catedral de Arequipa Don Juan Núñez Vela “la limpísima y noble sangre de los indios”. Aunque no todos son nobles, todos son limpios, lo que tampoco ocurre con los vasallos de los reinos de España. Por otro lado, conviene notar la íntima relación de la familia Canchaspillau con los españoles de origen hidalgo (dado el uso del «Don») residentes en la región: eran españoles (fueran mestizos, criollos o peninsulares) uno de los dos testigos de bautismo de Pable Agapito y tres de los cuatro testigos de las informaciones de limpieza de sangre.

NOTAS

  1. Documentos de la III Conferencia del CELAM, Puebla 1979, n. 2.
  2. Archivo General de la Nación [AGN], Lima: Compañía de Jesús, Varios s/s (3) 72.
  3. Sobre este memorial y la documentación que generó: Antonio Muro Orejón, «La igualdad entre indios y españoles: la real cédula de 1697», Estudios de política indigenista española en América. Simposio conmemorativo del V centenario del Padre Las Casas, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1977, pp. 365-386.
  4. A. Muro Orejón, «La igualdad entre indios y españoles», art. cit., p.366.
  5. Cf. este asunto, en el contexto de la lengua, en Medina B.M., El conflicto en torno a la lengua de la evangelización y sus implicaciones en el Virreinato del Perú (siglo XVll), en Il Cristianesimo nel Mondo Atlantico nel secolo XVll. Atteggiamenti dei cristiani nei confronti dei popoli e delle culture indigeni. Atti della Tavola rotonda tenuta a Montréal (marted7 29 agosto í995) al XVIII Congresso Internazionale di Scienze Storiche, Cittá del Vaticano, Librería Editrice Vaticana, p. 127-176, 169-174.
  6. Para la problemática que encierran estas reales cédulas, puede consultarse el estudio de Francisco de Borja Medina: El conflicto en torno a la lengua de la evangelización, op. cit., pp. 159-166.
  7. A. Muro Orejón, «La igualdad entre indios y españoles», art. cit., p. 378.
  8. Ibid., p. 378.
  9. Richard Konetzke, Colección de Documentos para la Historia de la formación social de Hispanoamérica 1493-1810, Madrid, 1956-1962, 3Vol. III/1, p18-22.Véase Francisco de Borja Medina, «El conflicto en torno a la lengua de la evangelización », art. cit., p. 166-169.
  10. A. Muro Orejón, «La igualdad entre indios y españoles», art. cit., p. 379-381.
  11. Ibid., p. 381.
  12. Sobre los colegios de caciques y sus vicisitudes, véase Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía de Jesús en el Perú (1621-1699), Burgos, Imprenta de Aldecoa, 1942, t. 2, p. 222-227. Para un estudio más amplio, véase Monique Alaperrine Bouyer, «Enseñanza y pedagogía de los jesuitas en los colegios para hijos de caciques», en Manuel Marzal y Luis Bacigalupo (dir.), Los Jesuitas y la Modernidad en Iberoamérica 1549-173, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2007, pp. 270-298.
  13. Juan Solórzano Pereyra, Política indiana, Madrid, Oficina de Diego Díaz de la Carera, 1647, Lib. 2, cap. 27.
  14. Natural de Trucios (Vizcaya, España), marqués consorte por su matrimonio con la limeña Doña Ana Nicolasa de Castro y Urdanegui, lV marquesa de Villafuerte y Sotomayor. Lohmann Villena, Los ministros de la audiencia de Lima, op. cit., p. 108-110.

DOCUMENTOS EN ARCHIVOS

Archivo General de la Nación [AGN], Lima

Compañía de Jesús, Varios s/s (3) 72 [I. Solicitud de ingreso y beca en el colegio del Cercado] Los documentos referidos han sido publicados por Francisco de Borja Medina, S.J., IHSI-P.U. Gregoriana, en R. Carrasco, A. Moliné, B. Pérez (dir.), La pureté de sang en Espagna. Du lignage à la «race», PUPS, http//pups.paris-sorbonne.fr.


FRANCISCO DE BORJA MEDINA S.J.

©IHSI-P. U. Gregoriana