LIGA NACIONAL DEFENSORA DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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La Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada por iniciativa de un grupo de seglares en marzo de 1925 en la ciudad de México, fue una agrupación inédita en la historia del catolicismo latinoamericano pues fue la primera ocasión en que seglares organizados saltaran a la plaza pública motivados a la participación cívico-política, no por ambiciones de orden material ni por utopías ideológicas, sino exclusivamente para defender su fe, la cual era constantemente agraviada por un gobierno sectario que incluso había pretendido generar un cisma en la Iglesia mexicana.

Los regímenes surgidos de la «revolución mexicana» fueron rabiosamente jacobinos, especialmente a partir de 1920 con la llegada al poder del grupo llamado «de los sonorenses» (Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta)[1] . La cabeza de este grupo era Obregón, quien desde su primera estadía en la ciudad de México en 1914 había hablado de «limpiar su caballo con el ayate de la imagen de la Virgen de Guadalupe»[2], plasmada milagrosamente en el tosco ayate de San Juan Diego.

Tras el «golpe de estado» que los sonorenses dieron al presidente Carranza mediante el «Plan de Aguaprieta» (23 de abril de 1920), Obregón quedó como Presidente de la República jurando el cargo el 1° de diciembre de ese año. Unos meses después, el 14 de noviembre de 1921, un empleado de la secretaría particular de la Presidencia llamado Luciano Pérez Carpio,[3]disfrazado de obrero puso una bomba de dinamita oculta en ramo de flores a los pies del ayate de la Virgen en la Basílica de Guadalupe. Aunque los fieles presentes en el Templo capturaron al culpable y éste fue llevado a las oficinas municipales, una llamada del presidente Obregón ordenó al agente del Ministerio Público: “Dé usted garantías al preso que acaban de detener. Yo mando por él”.[4]A las pocas horas fue dejado en libertad «por falta de méritos».

La indignación que ese sacrílego atentado produjo en el pueblo mexicano fue enorme, pero a las exigencias de justicia que le siguieron, el Procurador General de Justicia Eduardo Neri declaró -con enorme cinismo e hipocresía- que “el acto en sí mismo no favorece más que al elemento clerical: ya políticamente porque éste aparece desempeñando, como otras veces lo ha hecho, el papel de víctima para ganarse la conmiseración pública; ya religiosamente, porque se explota un nuevo milagro; ya pecuniariamente, porque han encontrado, y quién sabe si no provocado, los Caballeros de Colón adláteres, una nueva base para organizar romerías que de seguro les dejarán fuertes cantidades de dinero. Estimo que todas las creencias religiosas merecen un respeto absoluto, pero que es repugnante utilizarlas para fines innobles.”.[5]

La bomba en la Basílica fue como el trueno que en el horizonte anuncia una inminente tormenta. Muchos católicos comprendieron con toda claridad que para enfrentar la tormenta que amenazaba era indispensable organizarse. Pero faltaba el instrumento para lograrlo. Al atentado en la Basílica siguieron otros hechos de abierta hostilidad a la Iglesia, como la expulsión del Delegado Apostólico monseñor Ernesto Filippi por el «delito» de haber bendecido la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete en enero de 1923. “La «Asociación Anticlerical Mexicana» (creada y dirigida por la comunista española Belén Zárraga) pidió a la Secretaría de Gobernación la expulsión de Mons. Filippi por violaciones a la Constitución (su alegato era que la bendición fue un «acto de culto público» no permitido por las leyes), y esta orden fue librada por el Presidente Obregón, concediéndole a Mons. Filippi el plazo perentorio de tres días para abandonar el país.”[6]

Otro hecho de hostilidad contra el pueblo católico fue el decreto firmado por Obregón el 9 de octubre de 1924 a raíz de la celebración del Primer Congreso Eucarístico Nacional. Decía ese decreto: “Lic. Enrique Colunga, Secretario de Gobernación. Presente. El ejecutivo de mi cargo, con fecha de hoy, ha consignado al Procurador General de la República, por el delito de violación a nuestras leyes de Reforma, a las personas que han hecho ostensibles manifestaciones de culto externo (adorno de las fachas de sus casas) y a los inspiradores de tal delito, y con esta fecha se ha servido acordar, además, que sean separados todos los empleados públicos que han incurrido en la misma falta, porque su actuación es incompatible con la protesta que otorgan al entrar al ejercicio de su empleo, de cumplir y hacer cumplir los preceptos de nuestra Carta Magna…”.[7]Obregón, que se había levantado en armas contra el Presidente Carranza y ordenado su muerte, consideraba «incompatible» con la ley que los empleados públicos adornaran sus casas con motivos religiosos.

El cisma de La Soledad

Obregón entregó el poder a Plutarco Elías Calles, su principal colaborador en el «Plan de Aguaprieta» que llevó a Carranza a la tumba y a los sonorenses al poder. Calles juró como Presidente el 1° de diciembre de 1924. De inmediato Calles y su Secretario de Industria y Comercio, el líder obrero Luis napoleón Morones, pusieron manos a la obra para crear una «iglesia» separada de Roma que canalizara la religiosidad de los mexicanos hacia la revolución. “Para ello había que encontrar un eclesiástico que se prestase a encabezar una iglesia cismática (…) Pese a las ofertas tentadoras hechas al clero, ningún sacerdote desertó. A los obispos nadie se atrevió a proponerles su apostasía, para honra de su tradicional integridad…”[8]

Pero los hombres de Morones encontraron en la Parroquia de Santa María la Ribera a un viejo sacerdote que en 1881 había ingresado a la masonería en la logia «Amigos de la Luz» de la ciudad de Oaxaca: Joaquín Pérez Budajar, quien se entusiasmó con el proyecto de Calles y Morones aceptando desempeñar el papel de «sumo pontífice» de la «Iglesia Católica Nacional». El 18 de febrero de 1925 publicó un manifiesto donde declaraba desconocer la autoridad de Roma. “Sin embargo, a duras penas logró sumar a su cisma en proyecto a un humilde sacerdote, el Pbro. Manuel L. Monge.”[9]

En la noche del 21 de febrero un centenar de hombres de la Confederación Revolucionaria de Obreros Mexicanos (CROM) bajo las órdenes del diputado Ricardo Treviño asaltaron la Parroquia de La Soledad en la ciudad de México, y apresaron al párroco Alejandro Silva y a sus vicarios. El Templo fue entregado al «Patriarca Pérez» y a su «vicario» Manuel Monge. El domingo siguiente, 23 de febrero, a las diez de la mañana las campanas de la Soledad llamaron a Misa y un gran número de parroquianos llenó el Templo. Los cismáticos pensaban que empezaban a tener un gran éxito en sus propósitos.

El primero en salir de la Sacristía revestido para la Misa hacia el Altar, fue el padre Manuel Monge, y en ese momento una mujer que se hallaba arrodillada a poca distancia brincó el barandal del presbiterio y cruzó el rostro de Monge con una bofetada. El sacerdote reaccionó y le detuvo la mano a la agresora, pero la mujer, enfurecida, le lanzó fuertes mordiscos. En forma inmediata, otros fieles se lanzaron contra Monge rompiéndole un cirio de cera en la cabeza y rasgándole las vestiduras; con dificultades pudo regresar a la sacristía y encerrarse en ella junto con el Patriarca Pérez.

“Antes de que la indignada multitud lograra abrirse paso, se presentó en la iglesia el comisario de la Segunda Demarcación de policía, acompañado de un piquete de gendarmería montada. No pudo, sin embargo, restablecer el orden en el interior del templo; el número de gente iba en aumento y a duras penas podía ya ser contenida por la policía montada. A las doce del día llegaron los bomberos, e introdujeron una manguera en el templo para desalojar a los fieles. Los que permanecían en la calle, indignados por el atropello, fuéronse acercando al curato donde se hablaban refugiados los cismáticos en compañía del grupo de asaltantes que los habían acompañado la víspera; y para evitar que fueran éstos fueran agredidos, los bomberos hicieron funcionar las mangueras.”[10]

Los feligreses cogieron piedras y las lanzaron a los bomberos; sonaron disparos y una persona quedó muerta en la calle, además de muchos heridos. Por una puerta lateral el comisario logró sacar al Patriarca Pérez y al padre Monge y subirlos a una camión policíaco. Al día siguiente Monge envió un telegrama al presidente Calles pidiendo «garantías» para permanecer en posesión del templo de La Soledad; Calles y Morones vieron frustrados sus planes porque como “una iglesia no se funda como un sindicato, (el intento cismático) fracasó rotundamente”.

Fundación de la Liga

El asalto a la Parroquia de la Soledad y el intento de crear una iglesia cismática hizo ver al Licenciado Miguel Palomar y Vizcarra que el tiempo se había agotado y ya no era posible aguardar mejores circunstancias, y tomando la iniciativa convocó a varios miembros representativos de las organizaciones católicas existentes, a formar una «Liga Cívica» para sumar esfuerzos y resistir la avalancha anticatólica que cada día daba mayores pasos.

Palomar y Vizacarra tenía experiencia en la participación social y política y en la conducción de grupos humanos, pues en 1911 había sido co-fundador del Partido Católico Nacional, además de que en esos momentos fungía como presidente de la Confederación Nacional Católica del Trabajo.

El 9 de marzo de ese 1925 Palomar y Vizcarra se reunió en el local de los Caballeros de Colón (calle de Ocampo N°3 de la ciudad de México) con René Capistrán Garza, Luis G. Rueda y su hermano Ramón de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM); el Dr. Del Valle y el Lic. José Esquivel, de la Federación Arquidiocesana del Trabajo; José G. Silva, el coronel José Rebollo y Reynaldo Manero, de la Adoración Nocturna; el Lic. Edelmiro Traslosheros, en representación de la Unión de Damas Católicas; el ing. Carlos L. Landero, Fernando Silva y Luis Bustos, de los Caballeros de Colón; Enrique Torroella, Francisco Palencia y el Lic. Rafael Capetillo, de la Congregación Mariana de Jóvenes.

Tomando como borrador un documento que bajo la dirección del padre Bernardo Bergöend S.J la ACJM había elaborado cinco años atrás, los concurrentes redactaron el proyecto de creación de la Liga. El 12 de marzo hubo una segunda reunión donde el documento fundacional fue aprobado y firmado por los asistentes, y en forma de manifiesto fue dado a conocer el día 16 de marzo a los miembros de los organismos católicos.

Distintas reacciones ante la aparición de la Liga

El 20 de marzo en los diarios Excelsior y Universal se publicó el manifiesto fundacional que daba a conocer a toda la población los propósitos y programa de la Liga; hojas mimeografiadas, volantes y carteles ayudaron a difundir la información. La respuesta del pueblo católico fue entusiasta; miles acudieron de inmediato a dar su nombre a la Liga y en pocos meses ésta tenía cerca de medio millón de afiliados.

La gran mayoría de los afiliados pertenecían a la clase media y media-baja que participaban activamente en movimientos juveniles, asociaciones piadosas, sociedades de beneficencia y sindicatos de trabajadores. “Las grandes, antiguas y ricas familias, se mantuvieron, salvo excepción, al margen de la Liga, que se quejaba de no encontrar ayuda alguna en los ricos católicos”. “La Liga reclutó multitudes inmensas (…) la adhesión se limitaba a dar una firma, a leer los boletines de prensa, a entregar una cotización mínima (…) En septiembre, la Liga contaba más de un millón de miembros.” La distribución geográfica de los afiliados también fue variada: la mayoría fueron habitantes de la Capital, el Occidente y el Centro de la República; pocos en el Norte y casi ninguno en el Sureste.

“Nacida de una reacción de defensa, La Liga se convirtió inmediatamente en un movimiento político, llevada por los acontecimientos y embriagada por un crecimiento prodigioso. Agrupando la generación del catolicismo social, del Partido Católico Nacional y de la juventud combativa de la ACJM, y hallándose rápidamente a la cabeza de una inmensa tropa allegada con demasiada facilidad, pasó de la defensiva a la ofensiva…”

Por su parte los obispos vieron inicialmente con desconfianza a la Liga pues esta surgía al margen de su iniciativa y autoridad, pero involucraba a asociaciones que si pertenecían al ámbito de su responsabilidad pastoral. Esa desconfianza tuvo diferente grado y duración en cada obispo. Por ejemplo, Mons. Luis María Martínez, obispo auxiliar de Morelia redactó un escrito reprobando la formación de la Liga, pero cuando estaba por mandarlo a la imprenta platicó con uno de los fundadores, don Luis G. Bustos, quien le explicó que el programa de la Liga se ajustaba a las enseñanzas pontificias y los principios de la doctrina católica; Mons. Martínez revocó su orden.

En un principio el gobierno callista no dio mayor importancia a la Liga; pronto cambió y empezó una sangrienta persecución contra sus miembros. Es representativo de esto la actitud del gobernador de Jalisco José Guadalupe Zuno, jacobino radical, a quien Manuel Velázquez, uno de los jefes de la Liga, le advirtió en un telegrama que la Liga “inicia campaña en su contra por cobarde e injusta persecución Iglesia Católica”, telegrama al que Zuno contestó: “usted y su campaña me tienen sin cuidado, pues los conozco suficientemente como cobardes”. A esto le refutó Velázquez: “Cobarde no es pueblo inerme, sino usurpadores que lo insultan y vejan validos apoyo bayonetas; individualmente son incapaces hasta enfrentarse mujeres.”

Dirección y Estructura de la Liga

La Liga estaba encabezada por un Comité Directivo, cuyo Presidente fue el Lic. Rafael Ceniceros y Villarreal, y dos Vicepresidentes: el Lic. Miguel Palomar y Vizcarra, y el Arq. José González Pacheco, que fue también el Secretario del Comité, y varios Vocales. Del Comité Directivo dependían los Delegados Regionales y un Comité Especial (responsable de la acción directa) dirigido por el Ing. Luis Segura Vilchis. El Comité Directivo fue apresado por el Gobierno en agosto de 1926; restablecido empezó a trabajar en la clandestinidad.

“Juristas, ingenieros, doctores, funcionarios, hombres de Iglesia o vinculados a la Iglesia, tales eran los jefes de la Liga, ayudados por algunos militares del antiguo ejército federal, y por jóvenes estudiantes que, militantes de la ACJM, participaban en la dirección del movimiento del que controlaban todas las instancias medias e inferiores. Entre todos los dirigentes, sólo había un hombre de negocios, Bartolomeo Ontiveros, propietario de la fábrica de tequila la «Herradura»…”

Decía una circular de la ACJM: “La Liga Nacional de Defensa Religiosa no es una confederación de asociaciones, sino una organización distinta con fines concretos, fomentada, sostenida y propagada por estas. En tal virtud, la ACJM, sumando su esfuerzo al de otras instituciones existentes, se propone cooperar intensamente al éxito de empresa tan importante y oportuna…” Y siendo la ACJM la asociación con más miembros, además de bien organizada, y la más extensa pues tenía «comités» en casi todo el país, resultó lógico que se convirtiera en la columna vertebral de la Liga. También resultó lógico el nombramiento del Presidente de la ACJM René Capistrán Garza como “primer general en jefe nombrado por la Liga.”

Primeras estrategias de acción

Una vez que el presidente Calles fracasó su intento de destruir a la Iglesia mediante un cisma, cambió a una estrategia más frontal y el 2 de julio de 1926 envió al Congreso una «iniciativa de ley» para incluir como delitos «penales» las violaciones a los artículos antirreligiosos de la Constitución. El primer gran reto que tuvo la Liga fue luchar contra la aprobación de la desde entonces llamada «Ley Calles».

La Liga buscó impedir la aprobación de esa ley inicua por medios legales, y sus miembros se dedicaron a recabar firmas para respaldar un memorándum pidiendo a los diputados que rechazaran esa ley contraria al pueblo. Firmaron más de dos millones de mexicanos, pero el Congreso se negó incluso a recibirlo. La Liga decretó entonces un «boicot» económico que encontró una gran acogida entre la mayoría de la población del centro y occidente del país.

Aunque el boicot afectó las finanzas públicas, el presidente Calles se negó a modificar una coma a su Ley. Por ello las logias masónicas a través del gran comendador del rito escocés Luis Manuel Rojas, le entregó al Presidente la medalla al «mérito masónico» en una ceremonia llevada a cabo en el salón verde del Palacio Nacional.

“En 1925 y 1926, la Liga lleva un combate legal y no violento, inspirado en el Kulturkampf (lucha cultural) alemán… y en la lucha de Gandhi contra los ingleses. Pero Calles no era Bismarck y no se inclinó ante la opinión pública.” Aprobada la ley el 21 de junio, señalaba que entraría en vigor el 31 de julio de 1925; y entonces se precipitaron los acontecimientos.

Las condiciones que establecía la Ley Calles hacía imposible que la Iglesia pudiera celebrar el culto «público», por lo que el Comité Episcopal publicó el 25 de julio una «Carta Pastoral Colectiva» que indicaba: “…tras haber consultado a nuestro Santo Padre Pío XI, ordenamos que a partir del 31 de julio… todo acto de culto público que exija la intervención de un sacerdote quede suspendido en todas las iglesias de la República”

La Liga en la Cristiada

Desde su entrada en vigor la Ley Calles y aún antes, la intensificación de la persecución sistemática se empezó a sentir. El 29 de julio José García Farfán, propietario de una sencilla miscelánea en la ciudad de Puebla, fue asesinado por el Comandante militar de Puebla Gral. Juan G. Amaya por negarse a retirar de la vitrina de su negocio un cartel con la leyenda ¡Viva Cristo Rey!

El 15 de agosto en la pequeña población de Chalchihuites, Zacatecas, fueron asesinados por fuerzas del Ejército federal su párroco Luis Bátiz y tres jóvenes de la ACJM: Manuel Morales, Salvador Lara y David Roldán. La indignación de Pedro Quintanar, un ranchero vecino a Chalchihuites, le llevó a levantarse en armas acompañado por un centenar de hombres; era el primer grupo de «cristeros». El 29 de agosto, Quintanar y sus hombres capturaban la población de Huejuquilla El Alto, Jalisco. Era la primera acción militar de la Cristiada. Parecidas circunstancias hicieron que otros grupos de cristeros surgieran espontáneamente -principalmente en el Bajío y los Altos de Jalisco-; pero sin plan ni coordinación alguna entre ellos.

Aunque la Liga había considerado -teóricamente- la posibilidad del recurso de las armas, no tenía los medios para ello, ni había preparado acción alguna en ese sentido. Por eso “La guerra constituyó una divina sorpresa para la Liga, organización católica que vio entonces el poder a su alcance. La guerra fue una sorpresa para el Estado, que consideraba la religión como cosa de mujeres (…) La guerra fue también una sorpresa para la Iglesia.”

Aunque la Liga no fue en momento alguno un organismo militar, jugó un papel fundamental en la guerra cristera. Fueron tres las acciones en este sentido: obtener que el movimiento tuviera unidad y coordinación; ayudar a proveer a los combatientes de material y municiones; y dar a conocer internacionalmente la lucha que el pueblo mexicano estaba emprendiendo por su libertad religiosa. Para dar unidad y coordinación a los esfuerzos bélicos de los grupos, la Liga consiguió que el general Enrique Gorostieta, militar retirado, aceptara dirigirlos. Gorostieta formó con los grupos alzados la «Guardia Nacional», que en poco tiempo logró triunfos importantes sobre las fuerzas federales.

Es importante no confundir la Guardia Nacional con la Liga; fueron organismos relacionados y afines, pero distintos. Para 1929 la «Guardia Nacional» tenía más de 50 mil hombres en armas. Muchos jóvenes de la ACJM aceptaron remontarse a las montañas para participar como mandos intermedios en las distintas agrupaciones de la «Guardia Nacional».

Mientras el movimiento cristero se extendía, los abogados de la Liga redactaron una Constitución que sustituyera a la de 1917, causa de la persecución, y con la cual se pudiera instaurar un sistema político que en justicia conciliara las libertades políticas, sociales, económicas y religiosas de los mexicanos.

Por lo que se refiere al apoyo logístico, la Liga obtenía municiones de los mismos oficiales del ejército que se las vendían, pues la corrupción dentro de la oficialidad era tan grande que se enriquecían “además de la paga y de la alimentación de soldados y de caballos inexistentes. El tráfico del material militar llegaba hasta la venta de municiones a los rebeldes.”

La Liga recaudaba dinero en las ciudades para comprar las municiones, las que después con gran riesgo eran trasladadas al campo por las muchachas de las «Brigadas Juana de Arco», que fue de hecho la sección femenina de la Liga. También las «Brigadas Juana de Arco» obtenían -o fabricaban- ropa, calzado, alimentos y material de curación, y montaban «hospitales de campaña».

El Comité Directivo de la Liga valoró la importancia de que el mundo conociera lo que realmente estaba ocurriendo en México, pues el gobierno negaba que hubiera persecución, y minimizaba los acontecimientos catalogándolos como actos sin importancia de «rebeldes». Por ello la Liga formó un organismo llamado «VITA-México», dependiente directamente del Comité Directivo.

Con distinto éxito y poco apoyo material pero mucho espiritual, VITA-México logró en muchos países y en distintos ambientes internacionales se conociera el drama que se vivía en México. Por ejemplo, en el Senado de Irlanda se llegó a decir que “La persecución en México era de una gravedad tal que era imposible entrar en detalles…descartó la posibilidad de intervenir militarmente y recurrió a la alternativa de movilizar la opinión pública, con el propósito de armar de autoridad moral a un representante del Estado libre (de Irlanda) en Washington.” De entre muchos otros ejemplos está el de los estudiantes chilenos: “El 1° de agosto se reunió en Santiago la «Juventud católica» una grandiosa asamblea que llenó el teatro de los Padres Franceses. Allí se pronunciaron siete fogosos discursos sobre la persecución mexicana y se tomaron resoluciones que inmediatamente fueron puestos en práctica (…) Terminada la asamblea se organizó un desfile hasta la Legación de México, para poner en manos del Ministro las conclusiones aprobadas, quien no las aceptó…”

La Liga durante los «arreglos»

Desde 1928 y conforme la Cristiada se fortalecía, Obregón y Calles hicieron llegar a algunos obispos vagas e inaceptables propuestas para llegar a un posible «arreglo» con la Iglesia. Informada la Santa Sede, S.S. Pío XI dio instrucciones claras y precisas para que los obispos mexicanos pudieran entablar una negociación con el gobierno de México que llevara a un arreglo justo del conflicto religioso. Entre esas instrucciones decía que se pidiera a la Liga y a los demás obispos su dictamen por escrito de las proposiciones; que se enviara a la Santa Sede las proposiciones y los dictámenes de la Liga y los de cada obispo; y que se esperara la resolución del Papa.

El asesinato de Obregón en julio de 1928 retrasó los acercamientos, hasta que el embajador de los Estados Unidos D.W. Morrow los llevó a cabo en junio de 1929, pero exclusivamente con dos obispos: Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz y Flores, quienes hicieron a un lado todas las instrucciones de Pío XI. Ni siquiera consultaron a los demás obispos, mucho menos a los dirigentes de la Liga. El desencanto de todos fue mayúsculo pero, como el crucifijo del atentado en la Basílica en 1921, prefirieron doblarse y obedecer antes que romper con la Iglesia.

Aquellos «arreglos» (si «arreglos» pueden llamarse) fueron papel mojado sin valor jurídico alguno; a lo sumo se trataba de una especie de «pacto entre caballeros» que fueron un pacto entre dos caballeros eclesiásticos en total buena fe, y unos rufianes sin palabra. Publicados los «arreglos» por la prensa al día siguiente de su concreción verbal pues nunca se pusieron por escrito, se reanudó el culto público el domingo 30 de junio.

Ante los hechos consumados, el presidente de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, Rafael Ceniceros y Villareal, y el vicepresidente de la misma, Miguel Palomar y Vizcarra, en común acuerdo con el jefe supremo de la Guardia Nacional, general Jesús Degollado Guízar, que había sustituido a Gorostieta caído en combate unos días antes, acordaron licenciar (no rendir) a la Guardia Nacional.

Extinción de la Liga

Desde los primeros días los «arreglos» fueron violados por el gobierno que dio inició a una nueva estrategia persecutoria: eliminar a todos aquellos que hubieran ejercido algún mando. “…comenzaba el asesinato sistemático y premeditado de todos los jefes cristeros…” Esta estrategia, empleada frecuentemente desde entonces, también se usó contra la Liga. En 1932 fue asesinado el Arq. José González Pacheco, vicepresidente de la Liga y que, de hecho, fue su más activo dirigente desde que el Comité Directivo tuvo que trabajar en la clandestinidad.

El 29 de septiembre de 1932 el Papa Pío XI daba a conocer una nueva encíclica llamada «Acerba Animi» sobre la situación de la Iglesia en México; en ella denunciaba: “... violadas abiertamente las condiciones estipuladas en la conciliación, se levantó una nueva persecución cruel …” Ante esta renovada persecución, algunos antiguos cristeros y miembros de la Liga, se lanzaron nuevamente a las montañas a lo que se conoce como «la segunda» Cristiada, que en sus mejores momentos no llegó a sobrepasar los siete mil combatientes.

En febrero de 1931, Mons. Ruiz y Flores lanzó una pastoral condenando todo recurso a la violencia; en mayo, junio, julio y agosto, la mayoría de los obispos publicaron pastorales prohibiendo a los sacerdotes y a los fieles apoyar y mantener relaciones con el nuevo movimiento armado, lo que no impidió que el mismo Mons. Leopoldo Ruiz y Flores que había llevado a cabo los «arreglos» en 1929, fuera nuevamente expulsado del país.

La Liga se vio obligada a modificar su nombre eliminando de él la palabra «religiosa» para quedar simplemente como «Liga Nacional Defensora de la Libertad». Carente de todo apoyo, incluso moral, la «segunda» no tuvo trascendencia y murió de inanición. En 1940 los últimos jefes de la Liga acordaron su disolución.

NOTAS

  1. Al grupo se sumaron otros revolucionarios nacidos en otros lugares, como Lázaro Cárdenas, Francisco J. Mújica, y Pascual Ortíz Rubio que eran de Michoacán.
  2. Cfr. Antonio Rius Facius. México Cristero. Vol. I. Ed. APC, 2 ed. Guadalajara, 1966 p.180-182, y Aquiles P. Moctezuma, El conflicto religioso de 1926. Tomo I, segunda edición, JUS, México, 1960, p.282
  3. En la Basílica de Guadalupe se encuentra una urna con el Crucifijo de bronce que la explosión de la bomba dobló; junto a la urna hay cédula explicativa que atribuye el atentado a “manos anónimas”; considero que esta afirmación obedece más bien a un espíritu de caridad para con la familia del autor del atentado. Probablemente éste quiso ocultar su participación y cambió su nombre, pues algunas reseñas posteriores dan el nombre de Juan Esponda como el autor de ese acto sacrílego.
  4. Antonio Rius Facius. Ob.Cit, p.181
  5. Rius Fascius, Ob cit., p.182
  6. Aquiles P. Moctezuma, Ob.Cit., p.284
  7. Ibídem, p. 293-294
  8. Rius Fascius, ob.cit, p. 244
  9. Ibídem
  10. Ibídem, pp. 246-247