Diferencia entre revisiones de «LEGISLACIONES ECLESIÁSTICAS EN IBEROAMÉRICA»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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'''LUIS MARTÍNEZ FERRER'''
 
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©Fernando Armas Asín. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales.
 
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Revisión actual del 05:50 16 nov 2018

Para hacer frente a los grandes desafíos de la evangelización de los nuevos territorios, para defender a los indígenas en sus derechos, para llevar a cabo la pastoral con españoles, mestizos y negros, en la América virreinal se generó paulatinamente un riquísimo corpus eclesiástico, sólo en parte similar a la legislación europea.

En la América hispana, las complejas estructuras eclesiásticas permitieron la reunión de bastantes sínodos y concilios provinciales. En Brasil se reunieron algunos sínodos, pero no se conoce ningún concilio. En ambas regiones, diversos obispos emanaron importantes instrumentos legislativos.

LOS CONCILIOS PROVINCIALES DE HISPANOAMÉRICA.

Gracias a la creación de las primeras provincias eclesiásticas, en 1546 los diversos arzobispos pudieron convocar a sus sufragáneos para decidir conjuntamente las líneas preceptivas de la acción pastoral. El Concilio de Trento había decretado la celebración de concilios provinciales cada tres años, lo cual era, a todas luces, impracticable en América por las inmensas distancias.

De hecho Gregorio XIII amplió el plazo para Indias a siete años, y Pablo V a doce. Tampoco se consiguió llegar a esa periodicidad (como en el resto de la catolicidad), pero sí se llevaron a cabo quince concilios en la época virreinal.

1) Concilios de la provincia peruana.

Tras la constitución de la provincia peruana en 1546, el arzobispo de Lima Jerónimo de Loaysa (1541-1575), dominico, convocó y presidió el I Concilio Limense (1551-1552), al que no acudió ninguno de los prelados sufragáneos. La asamblea emanó 40 constituciones para los naturales y 82 para los españoles.

Los principales temas tratados fueron: uniformidad doctrinal en la catequesis; catecumenado mínimo de un mes; insistencia en el testimonio de vida de los misioneros; erradicación de los cultos idolátricos; modo de administrar el bautismo; atención religiosa a los españoles.[1]

Tras el Concilio de Trento, Loaysa convocó el II Concilio Limense (1567-1568), al que ya pudieron asistir los prelados de Charcas, Quito y La Imperial de Chile. Sus decretos, muy extensos, ocupan 132 constituciones acerca de los españoles y 122 acerca de los indios. Se trataba de asumir la legislación eclesiástica tridentina y aplicarla al territorio sudamericano, contando con la tradición legislativa existente. Se introdujeron algunas novedades en la pastoral sacramental.[2]La importancia fundamental de este concilio es ser la base de la siguiente asamblea conciliar.[3]

Tres meses después de entrar en Lima convocó para el año siguiente y presidió el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo (1580-1606) el magno III Concilio Limense (1582-1583). Asistieron los obispos de Quito, La Imperial de Chile, Cuzco, Tucumán, Charcas y La Plata. La asamblea realizó una síntesis de lo anteriormente legislado en el Perú y de las disposiciones tridentinas, insistiendo sobre el acceso de los naturales a los sacramentos (excepto la ordenación sacerdotal) y la preparación de los ministros.[4]

De gran importancia fueron los instrumentos pastorales del Concilio, obligatorios en toda la provincia: una «Doctrina cristiana»breve, un «Catecismo mayor» para los más capaces, un «Catecismo por sermones» muy útil para los predicadores, y un «Confesionario» para los curas de indios.

El concilio recibió las aprobaciones romana (1588) y civil (1591), y antes de acabar el siglo estaban publicados los decretos y todos estos instrumentos pastorales. Todo este «corpus limense» – de gran calidad jurídica, teológica y pastoral – fue, en la práctica, la guía pastoral de la Iglesia en Sudamérica hasta que, en 1899, los obispos se reunieron en Roma para celebrar un « Concilio Plenario Latinoamericano».

En 1591 Santo Toribio celebró el IV Concilio Limense, al que acudió sólo el prelado de Cuzco. Más adelante presidió el V Concilio Limense (1601), con la asistencia de los prelados de Quito y Panamá. Estas dos asambleas, muy poco importantes en comparación con el III Limense, recomendaron la ejecución de lo establecido en Trento y en el Tercero limense.

Hay que esperar al último tercio del siglo XVIII hasta un nuevo concilio. En 1772 el arzobispo Diego de Parada (1762-1779) presidía el VI Concilio Limense, de sabor fuertemente regalista y antijesuita. Asistieron los obispos de Concepción y de Santiago de Chile, Cuzco y Huamanga. Se trataba de obedecer al monarca Carlos III que, en el «Tomo regio» de 1769, prescribía la celebración de concilios provinciales en América.

Los temas principales fueron el régimen de los seminarios, donde los prelados eran favorables a la presencia de indios, mestizos y mulatos; la vida de las monjas en los conventos y las doctrinas morales probabilistas. Tras la clausura del concilio, algunas tensiones con la corte de Madrid primero, y la difícil coyuntura para el Papado después, hicieron que nunca fuera aprobada la asamblea.[5]

2) Concilios de la provincia mexicana.

A partir de 1555 inicia la serie de cuatro concilios de la época española. El I Concilio Mexicano (1555) fue convocado y presidido por el arzobispo Alonso de Montúfar (1553-1572), dominico. Asistieron también los prelados de Michoacán, Tlaxcala, Chiapas y Oaxaca.

El fruto del concilio son 93 capítulos que se ocupan de una amplia temática pastoral, tanto de españoles como de naturales. Respecto a los curas de indios, se dispone que deben conocer sus lenguas, no exigir salarios abusivos ni entrometerse sin necesidad en sus poblaciones. Los naturales, mestizos o mulatos no pueden recibir el orden sacerdotal. Sí se prevé que algunos indígenas instruidos puedan enseñar la doctrina a sus congéneres, en ausencia de ministros.

Respecto a las costumbres de los indios, prescribe la vigilancia sobre sus bailes, para evitar resabios idolátricos, y recomienda la reducción de los naturales en poblados, con el fin de civilizarlos y catequizarlos más fácilmente. Además, para facilitar el ministerio de los sacerdotes, el concilio promovió la impresión de un «Manual de sacramentos» (1556).[6]

También bajo el arzobispo Montúfar se celebró el II Mexicano (1565), para aplicar en Nueva España el recién concluido Concilio de Trento. Asistieron los sufragáneos de Chiapas, Tlaxcala, Yucatán, Guadalajara y Oaxaca. Se ratificaron las constituciones del Primero Mexicano, salvo en algunos puntos de derecho matrimonial renovados en Trento.

Se prestó atención a la formación personal de los sacerdotes y se trató de defender a los indios de algunos abusos. En el Concilio se hicieron públicos siete breves del Papa Pío IV sobre privilegios a los naturales y otras materias.[7]

Con todo, la asamblea eclesiástica más importante en México durante el período hispano es el III Concilio Mexicano (1585). Presidido por el arzobispo Pedro Moya de Contreras (1573-1591), contó con la presencia de los obispos de Guatemala, Michoacán, Tlaxcala, Yucatán, Guadalajara y Oaxaca. Sus decretos se articulan en cinco libros y suponen un corpus legislativo muy completo y estructurado, pues integra una serie de concilios americanos y europeos, muchos de los cuales habían ya aplicado el Concilio de Trento.

Los decretos apuntan a la creación de un clero secular bien seleccionado y bien preparado, unido al propio obispo y conocedor de las lenguas indígenas, caso de ejercer ministerio entre indígenas. Los obispos son urgidos a activar una intensa vida de piedad personal, y ser celosos cumplidores de los decretos tridentinos.[8]La pastoral con los indígenas recoge lo legislado anteriormente por el Primero Mexicano, con una gran novedad: se abre la puerta a la ordenación sacerdotal de indios, mestizos y mulatos, aunque “con gran cuidado”.[9]

Muy importantes son los diversos instrumentos pastorales ideados por el Tercero Mexicano, en la línea de lo dispuesto también en el Tercero Limense. Se redactó un «Directorio para confesores y penitentes», cuyo autor principal es el jesuita Juan de la Plaza (1527-1602), un «Catecismo mayor» y otro «menor», y un ritual.[10]

El último concilio mexicano del período virreinal fue el IV Mexicano (1771). Presidido por el arzobispo Antonio Lorenzana y Butrón (1766-1771), acudieron los prelados de Oaxaca, Yucatán, Puebla y Durango. Se trata de uno de los concilios regalistas originados por el ya citado «Tomo regio» (1769) de Carlos III.

A pesar de su fuerte sabor antijesuítico (el concilio escribe al Papa pidiendo la supresión de la Compañía de Jesús) y regalista, el IV Concilio planteó una legislación eclesiástica muy rica, basada en la renovación del III Concilio Mexicano.[11]Sin embargo, jamás fue aprobado ni por la Santa Sede ni por la Corona española, de forma que la provincia eclesiástica mexicana llegó a la Independencia con el cuerpo legal del III Concilio de 1585.[12]

3) Concilio de Santo Domingo

Se trata del único concilio celebrado en la provincia dominicana (1622-1623). Convocado y presidido por el arzobispo Pedro de Oviedo Falconi (1621-1628), con la asistencia de los obispos de Puerto Rico y Coro. Además de incorporar la legislación de Trento a la provincia, los decretos se detienen en lo referente a la evangelización de los esclavos negros (abundantes en la región) y de los indios de Venezuela.

Se prescribe una absoluta prohibición a la ordenación de indios, negros y mulatos. Por otra parte, se explicitan diversas medidas pastorales para suavizar las exigencias eclesiásticas de los negros, y se procura defender a indios y africanos de abusos. Se llega también a valorar positivamente algunos usos matrimoniales de los indígenas. Aunque hubo una aprobación de la Corona, la Santa Sede nunca aprobó este concilio.[13]

4) Concilios de la provincia de Santa Fe de Bogotá.

A pesar de que ya en 1576 el arzobispo Luis Zapata de Cárdenas había intentado convocar un concilio, éste no fue una realidad hasta que en 1625 el arzobispo Hernando Arias de Ugarte (1617-1625) presidió el I Concilio de Santa Fe de Bogotá. De los sufragáneos asistió solamente el obispo de Santa Marta.

Se ocuparon de la evangelización de los indios en las minas y telares, y se dictaron medidas para las visitas pastorales. Se dispuso que se publicara un catecismo para toda la provincia, traducido a las diversas lenguas indígenas, siguiendo el Concilio de Trento. Los decretos no fueron operativos, al no recibir la sanción pontificia.

En plena época regalista, el arzobispo Agustín Manuel Camacho (1770-1774) convocó un concilio provincial para 1774, al que no llegó a asistir ningún sufragáneo, ni el propio arzobispo por muerte.

5) Concilios de la provincia de Charcas - La Plata.

En 1629 Hernando Arias de Ugarte, que venía de la sede novogranadina de Santa Fe, presidió como arzobispo de Charcas (1626-1628) el I Concilio Provincial de Charcas (1629). Asistieron los sufragáneos de Santa Cruz de la Sierra, Asunción del Paraguay y Buenos Aires.

Respecto a la catequesis con los naturales, se hizo hincapié en el dogma de la creación y en la expresa reprobación de la idolatría. Toma partido en la defensa de los indígenas frente a las expediciones punitivas contra ellos. Hay diversas referencias a los concilios II y III de Lima y III de México. En lo referente a la legislación general no específica de América, sigue de cerca el Concilio de Trento. Por desgracia, tampoco en esta ocasión se consiguió la aprobación romana del concilio.

En 1774 el arzobispo Pedro de Argandoña convocó y presidió, en cumplimiento de lo establecido en el «Tomo regio», el II Concilio Provincial de Charcas, con la asistencia de cuatro sufragáneos: La Paz, Santa Cruz de la Sierra, Tucumán y Buenos Aires.

Como en otros concilios regalistas, se trató, por un lado, de renovar la legislación eclesiástica general; y por otro, se combatió decididamente cualquier rasgo de “laxitud moral” en la praxis del confesionario, supuesta herencia de la Compañía de Jesús, expulsada en 1767. Tampoco en este caso Roma aprobó el texto conciliar.[14]

Debido a que sólo los concilios Terceros de Lima y México obtuvieron la doble aprobación pontifica y romana, son éstos los que, en la práctica, marcaron las pautas legislativas de la Iglesia hispanoamericana.

6. La legislación eclesiástica en Brasil

La modesta articulación diocesana del Brasil portugués no dio lugar a una gran producción legislativa. Los primeros ordenamientos canónicos que se aplicaron fueron las «Constituciones del obispado de Funchal» (creado en Madera en 1514), redactadas y publicadas por el primer obispo Diego Pinheiro.

Cuando Funchal llegó a ser archidiócesis, su primer prelado Martín de Portugal (1534-1547) emanó también unas constituciones para todo el arzobispado, que fueron la base legislativa en Brasil hasta que en 1551 se erigió el obispado de Bahía.

La diócesis de Bahía dependió hasta 1676 de la sede de Lisboa. Así desde 1551 recibió el importante corpus de las «Constituciones diocesanas del arzobispado de Lisboa», promulgadas en 1536 por el arzobispo cardenal infante Don Alfonso. Posteriormente, estas normas fueron ampliadas y mejoradas por los arzobispos lisboetas cardenal don Enrique (1564-1574) y Don Miguel de Castro (1588).

Concretamente, el obispo Castro, fiel ejecutor de las normas tridentinas, realizó una serie de iniciativas que encontrarían eco en el territorio brasileño: «Instrucción de curas» (1588), «II Concilio Provincial de Lisboa» (1589), «Ordo Missae» (1589), «Ceremonial» (1589), «Catecismo» (1590). Se trataban de óptimas normas jurídicas, pastorales y litúrgicas, pero no específicas para el mundo americano.

En Brasil, a falta de una provincia eclesiástica, algunos obispos dictaron normas particulares. Aunque no se conservan las actas, sabemos que Pedro Leitão, segundo obispo de Bahía (1559-1573), convocó un sínodo y elaboró unas constituciones. Otro tanto realizó el también prelado de Bahía Constantino Barradas (1603-1618). También el primer prelado de Río de Janeiro, Bartolomé Simões Pereira (1577-1591), emanó unas constituciones, ampliadas posteriormente por Mateo da Costa Aborim (1606).

Tras la creación de la provincia eclesiástica de Bahía en 1676, hubo un intento, en 1707, de convocar un concilio provincial, promovido por el arzobispo Sebastián Monteiro da Vida (1702-1722). Desgraciadamente, por falta de asistencia de sufragáneos, la reunión se convirtió en un sínodo diocesano, que emanó, a pesar de todo, unas «Constituições Primeiras do Arcebispado da Bahia» (1707). Este cuerpo legal fue posteriormente incorporado en la restantes diócesis, convirtiéndose en la base canónica brasileña hasta la Independencia.[15]

ESTRUCTURAS DE LAS ÓRDENES MISIONERAS EN HISPANOAMÉRICA.[16]

FRANCISCANOS OBSERVANTES.

Llegaron al Nuevo Mundo en 1493, y se convirtieron en la Orden de mayor extensión y profundidad en el territorio americano.[17]En un nivel regional el conjunto de cabeceras se organizaron primero en las llamadas «Custodias», regidas por un custodio, que podían ser estructuras que con el tiempo se convertían en Provincias, o sencillamente quedaban como custodias misioneras autónomas.

Así existieron las Provincias de Santa Cruz de la Española (1505), Santo Evangelio de México (1535), Doce Apóstoles del Perú (1553), San José de Yucatán (1564), San Antonio de Charcas (1565), Santa Fe del Nuevo Reino de Granada (1565), Santísima Trinidad de Chile (1565), San Pedro y San Pablo de Michoacán (1565), San Francisco de Quito (1565), Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala (1565), San Jorge de Nicaragua (1565), Santa Cruz de Caracas (1587), San Francisco de Zacatecas (1603), Santiago de Jalisco (1606), Santa Elena de Florida (1609) y Asunción del Río de la Plata (1612).

Las Custodias misioneras autónomas fueron: San Carlos de Campeche (1549), San José de Tucumán (1565), San Salvador de Tampico (1569), Pánuco (1580), Conversión de San Pablo de Nuevo México (1616), Santa Catalina de Rioverde (1621), San Antonio del Parral (1714), Concepción de Nuevo México (1783), San Carlos de Sonora (1783), San Gabriel de California (1783), San Antonio de Nueva Vizcaya (1783), y Chiloé-Valdivia (1784).

DOMINICOS.

Llegaron a Santo Domingo en 1510. Los conventos dominicos americanos, gobernados por un prior, dependieron al inicio de un vicario o delegado de la Provincia de España hasta 1518. Después de esa fecha pasaron a tener como superior un delegado de la Provincia Bética. A partir de 1530 se constituyeron las Provincias americanas independientes entre sí y sujetas al Maestro General, residente en Roma.

A lo largo del período hispano se constituyeron diez Provincias: Santa Cruz de las Antillas (1530), Santiago de México (1532), San Juan Bautista del Perú (1539), San Vicente de Chiapas y Guatemala (1551), San Antonino del Nuevo Reino de Granada (1551), Santa Catalina Mártir de Quito (1584), San Lorenzo Mártir de Chile, Tucumán y Río de la Plata (1588), San Hipólito Mártir de Oaxaca (1592), San Miguel y Santos Ángeles de Puebla (1656) y San Agustín del Río de la Plata (1724).

MERCEDARIOS.[18]

Los religiosos de la Merced llegaron al Nuevo Mundo en 1493, aunque no se asentaron definitivamente hasta 1514. En un principio dependían de la Provincia española de Castilla, hasta que en 1563 se decidió la creación de cuatro Provincias americanas, dependientes del Maestro General de la Orden: Cuzco, con los territorios de Cuzco, Charcas, y Río de la Plata; Lima, con las casas de los territorios de Lima, Quito, Popayán, Nuevo Reino de Granada y Panamá; Chile, con los conventos ya existentes y los por fundar hacia el sur; y Guatemala, con las casas de Guatemala, Chiapas, Honduras, El Salvador, Nicaragua y, temporalmente, México.

Más adelante se crearon las Provincias de Tucumán (1592), Santo Domingo (1607) México (1615) y Quito (1615).

AGUSTINOS.

Llamados hasta 1959 «Ermitaños de San Agustín», llegaron a México en 1533. Cada convento venía gobernado por un prior, y cada Provincia por un Prior provincial.

Las Provincias agustinas en América fueron seis: Santísimo Nombre de Jesús de México (1543), San Agustín del Perú (1551), San Miguel de Quito (1579), San Nicolás de Tolentino de Michoacán (1602), Nuestra Señora de Gracia del Nuevo Reino de Granada (1603) y San Agustín de Chile (1611).

JESUITAS.

Aunque en Brasil estaban ya presentes desde 1549, en la América española sólo llegaron en 1566 a Florida, debido a la fuerte resistencia de la Corona de admitir nuevas órdenes en Indias. Hasta 1767, año de la expulsión, se extendieron por toda la geografía hispanoamericana.

La estructura de las circunscripciones fue siempre más sencilla que las de los otros religiosos. Enseguida se constituían provincias que dependían directamente del Prepósito General de Roma. Existían también Vice-Provincias que dependían de una Provincia matriz. Estas son las estructuras de los jesuitas durante la época virreinal:

Provincia de Perú (1568), Provincia de México (1572), Vice-Provincia de Quito y del Nuevo Reino (1606), Provincia del Paraguay (1606), Vice-Provincia de Chile (1624), Provincia de Quito (1696), Provincia del Nuevo Reino de Granada (1696).

CAPUCHINOS.

Llegaron al Nuevo Mundo en la región del Darién en 1647, y más establemente en Venezuela en 1647. Al contrario de las otras órdenes, la unidad básica de los capuchinos no fue el convento urbano, sino las residencias misionales.

Estas residencias se estructuraban regionalmente no formando Provincias sino «Misiones», autónomas entre sí y gobernadas por un Prefecto, que dependía de un Comisario General de Indias residente en Sevilla, que hacía de puente con el Ministro General, residente en Roma.

Los capuchinos crearon las siguientes Misiones en América. Fuera de Venezuela las circunscripciones fueron Urabá-Darién-Chocó (1647-1672), y Luisiana (1772). Y en Venezuela, principal campo de acción: Cumaná (1657), Llanos de Caracas (1658), Trinidad y Guayana (1682).[19]

En 1694 se creó la Misión de Santa Marta-Rioacha-Maracaibo, que en 1749 se desdobló en Maracaibo-Mérida-La Grita, y en Santa Marta-La Goajira-Riohacha. La última misión venezolana fue la de Alto Orinoco-Río Negro, creada en 1763 y suprimida en 1772.


ESTRUCTURAS DE LAS ÓRDENES MISIONERAS EN BRASIL

JESUITAS.

Llegaron en 1549 a Salvador de Bahía con el gobernador general Tomé de Sousa. Sin duda fue la Orden religiosa más importante en tierras brasileñas. La estructura local se componía de colegios, generalmente en el litoral; aldeas, en el interior, compuestas de indios (o de negros, que recibían el nombre de quilombos); y haciendas. En 1553 quedó constituida la Provincia jesuítica del Brasil. En 1615 se fundó la Vice-Provincia del Marañón, al inicio dependiente de la Provincia de Brasil y, a partir de 1727, Provincia independiente. Los jesuitas fueron expulsados de Portugal y de las posesiones ultramarinas de Brasil en 1759.

CARMELITAS DE LA OBSERVANCIA.

Llegaron en 1580, y en 1584 inauguraron el convento del Carmen en Olinda. Siguieron también el sistema tripartito de conventos, aldeas y haciendas. Con casas en São Paulo, Río de Janeiro y Paraíba, en 1595 se constituyó la vicaría independiente de la orden en Brasil.


FRANCISCANOS DE LA OBSERVANCIA.

Aunque la primera Misa en Brasil la celebró el 26 de abril de 1500 el minorita Enrique Alvares de Coimbra, los franciscanos no se establecieron institucionalmente hasta 1585, en Olinda.

Siguieron la estructura de conventos, aldeas y haciendas. Dependientes en un principio de la Provincia de San Antonio de Portugal, ya antes de acabar el siglo XVI estaba constituida la Custodia de San Antonio de Brasil. Tras la expulsión de los jesuitas ocuparon sus puestos de misión.[20]


CONCLUSIONES

Para efectuar una valoración del proceso de institucionalización eclesiástico en América es necesario, en primer lugar, distinguir el ámbito español del portugués.

AMÉRICA HISPANA: al final del Concilio de Trento la vida eclesiástica en Hispanoamérica, estructurada en cuatro provincias eclesiásticas (Santo Domingo, México, Perú, Santa Fé de Bogotá) y con diversos concilios provinciales celebrados, demostraba una enorme vitalidad institucional, que se continuó en los primeros decenios del siglo XVII.

Como eventos estelares podemos señalar los concilios provinciales III de Lima (1582-1583) y de México (1585), verdaderos «iconos» de lo que fue la vida institucional americana: conectados con la tradición eclesiástica universal, celosos cumplidores de la legislación tridentina, supieron aportar la originalidad de la atención pastoral de las comunidades indígenas, los europeos y los grupos marginados (negros y castas).

Sus legislaciones fueron los puntos de referencia fundamentales en todo el período virreinal. Del siglo XVIII lo más destacable institucionalmente es quizás la obra de los colegios franciscanos de Propaganda Fide, que supusieron la renovación del impulso misional, entonces en cierta decadencia.

BRASIL: el desarrollo institucional en el ámbito lusitano-americano es enormemente simple si lo comparamos con el español: de una parte, hasta mediados del siglo XVIII, la población estaba afincada casi exclusivamente en la costa, lo que suponía un volumen de población poco elevado. Los monarcas portugueses (con el agravante del período de unión con la corona española de 1580 a 1640) tardaron mucho en prestar atención a los territorios brasileños, ocupados en atender un imperio colonial extraordinariamente desperdigado a lo largo de tres continentes. Sólo a fines del siglo XVII Brasil empieza a conocer un cierto desarrollo institucional.

En ambas coronas, el sistema patronal, clave para entender la acción de la Iglesia en América, desplegó sus potencialidades y mostró sus límites: hizo posible el armazón institucional con el apoyo económico y logístico, pero dificultó las relaciones directas entre América y la Santa Sede.

NOTAS

  1. Martínez Ferrer y Alejos Grau, 1999: 118-130
  2. Los indios bautizados debían recibir la confirmación. El confesor de indios debía conocer las lenguas de sus feligreses, rechazando el recurso al intérprete como praxis habitual. Los indios no debían recibir la ordenación sacerdotal. (Ya algunos mestizos habían recibido la ordenación). Los matrimonios entre hermanos no eran legítimos, pero sí los celebrados entre parientes de segundo grado.
  3. Saranyana y Alejos Grau, 1999: 141-143
  4. Luque Alcaide y Saranyana, 1992: 189-197
  5. Egaña, 1966: 826-830
  6. Martínez Ferrer y Alejos Grau, 1999: 112-113
  7. Saranyana y Alejos Grau, 1999: 137-140
  8. Martínez Ferrer, 1999: 181-203
  9. En realidad, los prelados mexicanos habían dispuesto que los no españoles no debían recibir la ordenación sacerdotal. Sin embargo, al llegar a Roma la documentación del concilio, se pidió que no se cerrara la puerta a las ordenaciones de indios, mestizos y mulatos. A partir de la publicación de los decretos del Tercer Mexicano en 1622, «la ordenación sacerdotal de los indios comenzó a no ser tan rara» (Olaechea Labayen, 1992: 269).
  10. Durán, 1992: 317-352; Martínez Ferrer, 1998: 262-264
  11. También emanó un Catecismo, basado en el del III Mexicano.
  12. Zahino Peñafort, 1999
  13. Seguramente la Congregación del Concilio habría suavizado las prescripciones tan restrictivas del concilio sobre la ordenación de indios, negros y mulatos, como hizo en el III Mexicano. (Martínez Ferrer, 1999: 208-212).
  14. Egaña, 1966: 904
  15. Rubert, 1992: 44-47
  16. Borges, 1992
  17. Vázquez Janeiro, 1992: 156-163
  18. Aparicio Quispe, 1992: 239-244
  19. En 1714, con la pérdida de la soberanía española en la isla, acabó la presencia capuchina.
  20. Morales Padrón, 1988: 506-509; Rubert, 1992: 111-116; Villegas, 1992: 257

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LUIS MARTÍNEZ FERRER ©Fernando Armas Asín. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales.