INDEPENDENCIAS LATINOAMERICANAS. El «largo siglo liberal»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El Siglo XIX; al margen de la medición aritmética del tiempo.

Cuando a comienzos del siglo XIX Iberoamérica se separó de las dos naciones peninsulares, su unanimidad católica era indiscutible. A finales de ese siglo el hecho apenas había sufrido una pequeña modificación. Seria así hasta mediados del siglo XX. En 1940, para una población de 126 millones, el número de cristianos no católicos era solamente de 600 mil (el 0.4 por ciento). Pero un proceso de «descatolización» había comenzado y se había desarrollado a lo largo de aquel siglo «liberal» por obra de las clases dirigentes, tanto las políticas como las intelectuales. Católica quedaba fundamentalmente todavía la gran masa popular, y quedaba católica gracias sobre todo al notable papel desarrollado por la mujer y por los abuelos como guardianes y transmisores de una tradición que había dejado marcadas sus huellas en el pueblo.

El siglo liberal iberoamericano comienza en el decenio de 1820 donde se consolidan las independencias de los pueblos hispanoamericanos y se establece el imperio del Brasil. Tal «siglo» penetra en profundidad todavía en el XX. A pesar de notables diferencias, se da en el Continente Euroamericano una cierta homogeneidad que se refleja en sus etapas históricas. La primera etapa, la claramente «liberal», se desarrolla a lo largo del siglo XIX. La segunda etapa corresponde a los primeros 40 años del siglo XX. Significativamente, casi como indicando las vertientes de las dos épocas, se sitúa el Concilio Plenario Latinoamericano, celebrado en 1899 y que tiene como mérito principal el haber cooperado a crear una conciencia unitaria en el episcopado latinoamericano que se desarrollará hasta nuestros días.

Las independencias de Iberoamérica se producen inicialmente con 20 unidades distintas, que responden “a los núcleos inflados de la época colonial”. El continente Iberoamericano conservaba una unidad muy marcada de fondo. Como escribe E. Cárdenas, “Fuera de este accidental factor histórico, debía de ser muy difícil a cualquier iberoamericano del siglo pasado definir o describir con exactitud en que consistía la identidad de su propia patria. Tal vez México por su vecindad y entrenamiento con los Estados Unidos, y el Brasil, a causa de su peculiar estatuto político, se podían sentir más identificables. También el Paraguay con su obsesión por permanecer independiente, ya no de España, sino de sus vecinos, desarrolla una conciencia más incisiva de nacionalidad”.

Con las independencias, Iberoamérica fragmentada no es una sino en el mapa. Con pasar de los años van apareciendo factores artificiales y negativos de definición nacionalista, como las numerosas guerras civiles que asolan las tierras latinoamericanas durante más de un siglo. El acontecimiento más sangriento y trágico fue la guerra de La Triple Alianza (1864-1870) de Brasil, Uruguay y Argentina contra el Paraguay que perdió, según cálculos moderados, medio millón de habitantes, o sea la mitad de la población total y nueve décimas partes de la población masculina.

La Guerra del Pacifico entre Chile, Perú y Bolivia, dio la victoria a Chile que le quitó a Bolivia la salida al mar. Lo único que indicaba su homogeneidad era la cultura indo-ibérica católica con sus filones afroamericanos. El elemento católico y el lingüístico constituían su unidad o cohesión. Sin embargo, lentamente, pero con fuerza, se impone en las c1ases dirigentes la mentalidad liberal y la positivista, con pretensiones mesiánicas y con la convicción de la necesidad de una progresiva descatolización y de una protestantización cultural del Continente.

La cultura liberal se instala en todos los espacios de la vida política, social económica y religiosa, aunque con énfasis distintos. Si bien varían las relaciones entre la Iglesia y los nuevos Estados liberales independientes a lo largo del siglo y de país a país, no cambian los intentos de fondo que son iguales en todas partes, porque beben de la misma matriz de pensamiento político y filosófico.

Tampoco el liberalismo decimonónico latinoamericano es univoco o igual en todas partes. En un primer momento «ser liberal» no equivale a «ser anticatólico». Frecuentemente convivían dicotómicamente en la misma persona los principios asimilados de la ilustración francesa o de la Revolución, y los que había mamado de sus madres de la tradición católica. Esta dicotomía se refleja en las actitudes políticas y en las decisiones legislativas.

A veces encontramos clerofobia y gestos de devoción popular en un mismo político como Gómez Farias y el mismo símbolo del liberalismo en México Benito Juárez. Cuenta el célebre arzobispo de Oaxaca Eulogio Gillow que siendo obispo de Puebla y visitando en 1877 el hogar del conocido masón grado 33 Alfredo Chavero y observando una imagen de la Virgen de Guadalupe con una lamparita encendida delante de ella, en lugar prominente, Gillow manifestó su extrañeza a Chavero, pero éste le dio una respuesta que es típica en esa c1ase de gente: “Alfredo Chavero en la vida pública es una cosa y en la santidad de su hogar es otra bien diferente”. Muchos políticos a veces eran una cosa en la vida pública y otra muy distinta en la familiar, como se ve en la vida del general Porfirio Diaz. Incluso algunos distinguían entre c1ericalismo y catolicismo, justificando su actitud anticlerical y reafirmando la católica.

Este confuso sincretismo ideológico y practico aparece en toda la geografía humano-política latinoamericana del XIX, especialmente en su primera parte. Tal confusión de ideas y de praxis explica el hecho de que estos liberales golpean con frecuencia a la Iglesia sin querer alejarse de ella. Pero encaminándose el siglo hacia su segunda etapa, presenciamos otra actitud creciente: el anticlericalismo se convierte en anticatolicismo. La hostilidad anticatólica se encuentra en la base de muchas de las decisiones de estos políticos, que pretenden desterrar a la Iglesia de la vida social y familiar.

LA POBLACIÓN.

Según Barón Castro las proporciones étnicas de la América española al tiempo de la emancipación eran de un 36 % indios, 27 % mestizos, 19 % blancos y 18 % negros. EI mismo autor hace notar que “los Estados numéricamente fuertes, situados en las zonas tropical e intertropical (de la que exceden únicamente el norte de México y la sección central y sur de Chile), son precisamente aquellos que contienen mayor porcentaje de masa indígena. Ello significa que los nacidos a la vida independiente con mejor dote de potencial humano son al propio tiempo, (con la única excepción de Chile), los que tienen un problema de carácter étnico por resolver La incorporación de la masa indígena a los modos de la civilización de Occidente... no ha terminado con la independencia y tiene todavía mucho camino por resolver”.

La población negra se hallaba concentrada en las Antillas y en las costas septentrionales del Pacifico de América del Sur. En las ciudades vivía un numero relevante de negros que servían en las casas o en los negocios de sus amos. En Brasil los blancos constituían una ínfima minoría. Otro núcleo de población importante, procedente sobre todo de Italia, España, Portugal y Alemania (sobre todo para Brasil), es la de los inmigrantes europeos que llega de manera aluvional entre 1870 y 1914, especialmente al sur de Brasil, Uruguay, Argentina y Chile. Se trata de unos diez u once millones de personas.

Estas composiciones determinan el nacimiento de diversas «Iberoaméricas»: la blanca en el cono sur; la india andina, guatemalteca y mexicana; la mestiza en Chile, Colombia, Venezuela; la negra y mulata antillana y en parte centro americana, costera y en Brasil. Se puede aplicar a la composición tan variada de la población lo que Methol Ferré refiere a la iglesia hasta la mitad del siglo XX, y de la evolución a una conciencia totalizante ulterior, capaz de abarcar en síntesis a la Iglesia latinoamericana «Una y múltiple».

Todavía a finales del siglo XIX nos encontramos que la escena iberoamericana está dominada por una clase media limitada y un proletariado embrionario, con Estados liberales y estructuras fuertemente conservadoras. EI liberalismo y el positivismo pretendían transformar la sociedad, pero las masas no se benefician gran cosa. Todo queda en una palabrería vacía e ideológica. EI siglo XIX latinoamericano es un siglo controlado por grupos minoritarios de terratenientes y de caudillos, de latifundismo y de burguesía criolla, de grupos de poder y de plutócratas de nueva creación.

Todos están dominados en gran parte por las ideas liberales, pero sus ideas sociales son reaccionarias. Viven en una verdadera alienación cultural del resto del pueblo. Son una minoría que controla todas las esferas del Estado y de la vida social. Escribe J. L. Romero que “las burguesías criollas, atadas a sus viejos esquemas iluministas, e indecisas ante la nueva sociedad que emergía, se trasmutaron en contacto con los nuevos grupos de poder que aparecieron, y de estos y de aquellos surgió el nuevo patriciado, entre urbano y rural, entre iluminista y romántico, entre progresista y conservador. A él le correspondió la tarea de dirigir el encabezamiento de la nueva sociedad dentro de los nuevos e inciertos estados y en rigor fue, en el ejercicio de esta tarea, come se constituyó”. En esta sociedad los negros y los indios continuaron estando al margen de todo.

Por ello es necesario tener en cuenta la variedad de composición de América Latina desde un punto de su población y de sus sensibilidades. “La llamada América Latina casi no es una sino en el mapa y poco más... Por eso la peligrosidad e inexactitud de las generalizaciones. Problemas planteados en base de estadísticas, sin matizaciones y soluciones de conjunto, no son aceptables sino con muchísima reserva.” Por ello, a lo largo del siglo XIX se delinean varias Ibero américas con perfiles diversos, de acuerdo con la composición predominante de su población.

El crecimiento demográfico y la composición de su población va a influir notablemente en la vida de la Iglesia. Tal crecimiento no es proporcional al aumento del clero ni a la creación de nuevas diócesis, por ejemplo. Las circunscripciones eclesiásticas pasan de 49 en 1810 a 113 en 1900, pero ocupan territorios inmensos que los obispos no pueden ni visitar ni conocer adecuadamente. Muchas regiones carecerán de sacerdotes durante largo tiempo. Como botón de muestra, todavía a principios del siglo XX Baja California contaba con un par de sacerdotes para todo el territorio, hasta que llegaron los misioneros combonianos a finales de 1940.

También la llegada masiva de inmigrantes, como en Argentina, va a ser determinante en un proceso muy contradictorio: por una parte, se asiste a una descristianización creciente dada la frialdad religiosa o la ignorancia de muchos de estos inmigrantes que pierden sus raíces, y por otra serán campo fértil de vocaciones y por lo tanto determinarán una nueva composición de su clero que con frecuencia viene de las filas de estos nuevos «argentinos» procedentes de Italia o de España. Estos datos nos muestran cómo el proceso emancipador y la etapa liberal subsiguiente afectan gravemente a la Iglesia iberoamericana, especialmente en la parte hispana.

FRACTURAS Y CONTRADICCIONES

El continente comienza su camino independiente bajo el signo de una utopía soñada por algunos de sus hijos como Bolívar, que ven un continente iberoamericano unificado y concretizado en una serie de grandes estados como México, con sus entonces casi cuatro millones de kilómetros cuadrados; una América Central unida, una gran Colombia formada por Venezuela, Colombia y Ecuador; una república boliviano-peruana, y un gran Sur unificado; todo en una imponente federación de pueblos indo hispánicos : una gran democracia de estados más brillante que la misma de los insipientes Estados Unidos de Norteamérica. Desgraciadamente no fue así, y lo impidieron los celos y los intereses de los grupos oligárquicos de cada país, y sobre todo los intereses neocoloniales de los Estados Unidos, Inglaterra y más tarde Francia.

El continente, ya dividido por los intereses señalados, se encuentra también más incomunicado que en la época española. Escribe Mario Hernández que “como consecuencia de la escasa iniciativa gubernamental por la falta casi absoluta de capitales y la ausencia de una industria metalúrgica de base, el impulso ferrocarrilero fue muy tardío, insuficiente y en buena parte promovido por intereses extranjeros que tendían las líneas en razón de sus intereses. El gran momento del desarrollo ferrocarrilero iberoamericano se sitúa entre 1880-1914... en 1914 el conjunto iberoamericano posee 85.000 kilómetros de vías férreas y los Estados Unidos, para una superficie tres veces menor, tiene 420.000 kilómetros. En general existen enormes vacíos, lo cual paraliza, prácticamente el crecimiento de regiones enteras.”

Esta falta de comunicación incide también sobre la vida de la Iglesia. La década de 1830 el internuncio de Rio de Janeiro, Pietro Ostini, llegó a proponer que la sede de la representación pontificia se trasladara a Londres que sería más accesible a los obispos de Sudamérica que la misma capital del imperio brasileño. Cuando León XIII convoca el Concilio Plenario de 1899, dejó a los obispos designar la ciudad en que debería celebrarse, y la mayor parte prefirió Roma, entre otros motivos, porque resultaba más cómodo viajar de América a Roma que a cualquier otro punto del continente latinoamericano.

Por todo esto el siglo XIX es un siglo de dolorosas y traumáticas rupturas en todos los sentidos. Ante todo, se intenta borrar o romper con la historia anterior, lo que equivale querer eliminar de cuajo la tradición o las raíces católicas traídas también con la tradición católica hispana e injertadas en aquella india. EI fenómeno había dado lugar al mestizaje y al nacimiento de la tradición «indiana». Aguirre Elorriaga escribe: “la hispanofobia de la Enciclopedia con su puje de dicterios condiciona las mentes con la aceptación de la «leyenda Negra», como si el origen de las desventuras de Hispanoamérica radicase en su ancestro español y católico”.

Es vergüenza y desprecio de la hispanidad. Se acepta por lo tanto el liberalismo de matriz francesa o de matriz anglo-americana como fuente de progreso positivo. La nueva clase dirigente repudia lo católico y lo hispánico y se abre a la cultura liberal e ilustrada francesa o anglo-americana y adopta aquella actitud que muchos llaman «herodiana».

Esta clase dirigente criolla impone al pueblo estas rupturas legalmente y también por la fuerza. Es una autentica manipulación de la historia. La clase política intenta claramente imponer un régimen que perpetúe las mismas posiciones del antiguo Patronato Regio ibérico de control de la Iglesia. En este sentido es curioso verificar la existencia de una solapada tendencia «galicana» y regalista en versión latinoamericana. Así los gobiernos republicanos se aferran a un supuesto derecho en la designación de los obispos y otras pretensiones jurídicas del antiguo Patronato Regio como sus naturales sucesores jurídicos.

Se está muy lejos de la doctrina y de la praxis de los Estados Unidos de Norteamérica sobre la separación entre la Iglesia y el Estado. Se propugna y se codifica la teoría de la «soberanía del Estado» y se quiere llevarla hasta sus últimas consecuencias. Estos gobiernos se entrometen así en todas las esferas de la vida eclesial. Crean una barrera entre los obispos y la Sede Apostólica; insisten sobre el «nihil obstat» y el «exequatur» a las disposiciones pontificias. Se dan así continuas injerencias en todos los ámbitos de la vida eclesial, aún durante los periodos de liberalismo mitigado.

Todas estas repúblicas conceden la libertad de cultos y se presentan como religiosamente tolerantes; pero son ellas las que marcan los límites de tal libertad religiosa y tolerancia, casi como un derecho concedido a las personas o la Iglesia por e1 Poder estatal dentro de unos límites bien precisos marcados por él. Esta actitud es común en liberales radicales y en conservadores. Es la aplicación de la doctrina de la «soberanía nacional» en todos los campos. Se abren así periodos de persecuciones contra la Iglesia a la que con frecuencia privan de su libertad y de sus bienes. Sin embargo, como nota Jean Meyer, la Iglesia ganó en libertad y se fue volcando al pueblo, que continuó prestando su adhesión a la fe católica, con frecuencia de manera heroica.

Las expresiones ideológicas de esta ruptura son muchas, dirigidas casi siempre por la masonería de cada lugar, pero ordenadas desde sus respectivas «obediencias» situadas en Europa o los Estados Unidos. Escribe E. Cárdenas “la masonería se filtra desde nuestros preludios republicanos, y se fortalece en el proceso subsiguiente con su carga deísta y racionalista. Atrae y conquista los altos estratos plutocráticos, culturales y políticos. En el decenio de 1820 influyen en México merced al trabajo del embajador norteamericano Joel R. Poinsett y las logias yorquinas. El presbítero J.I. Víctor Eyzaguirre observó que en Argentina, Perú y Ecuador se asentaba con alardes efectistas de beneficencia y de filantropía. N. Auza cita un almanaque masón de 1876 según el cual existían en Iberoamérica 10.000 afiliados masones. En Venezuela se afianza durante los regímenes presididos por Guzmán Blanco (1870-1877).”

En Argentina la masonería se había infiltrado fuertemente en todas las clases dirigentes y profesionales del país. En 1877 su gran maestro José Fernández propuso un programa específico de emancipar al niño de la influencia «perniciosa de la superstición y el fanatismo», constituyendo un proyecto anticatólico y agresivo que abarcaba toda clase de tácticas y de pasos para descristianizar el país. En Brasilia masonería contaba incluso con muchos clérigos entre sus filas.

Por ello, en 1876 Pio IX se vio obligado a poner en guardia al Brasil y al resto de Iberoamérica con la encíclica «Exortae in ista ditione» (abril de 1876) para aclarar el equívoco de que no había movimientos masónicos que no chocaran con la conciencia católica. Escribe Cárdenas que “la eficacia del liberalismo anticatólico dependió sobre manera del equipo humano que lo adoptó como ideología y como programa. A diferencia de los Estados Unidos, la Iglesia cató1ica iberoamericana dependió de hombres políticos que determinaron su suerte...”.

En cada país podemos señalar a hombres bien precisos que han sido determinantes para la historia católica del país. Nos encontramos también con camarillas ideológicas que empujan a determinados «caudillos» a hostilizar a la Iglesia y que imponen un programa de descristianización de la gente. Nos hallamos también con clérigos saturados de ideas liberales y que, con frecuencia, incoherente pero eficazmente, son los más exaltados en tales programas. Cuando algunos se dan cuenta es ya muy tarde. En la segunda parte del siglo XIX el liberalismo toma un cariz tan radicalmente masón y anticatólico que la mayor parte de los clérigos se aleja tardíamente de su militancia masónica.

La raíz de tal confusión en el clero está en la falta de seminarios adecuados para su formación, muy descuidada en aquellos tiempos tan azarosos, y en la mala selección y preparación de los candidatos al sacerdocio. Ahora, aunque lentamente, los mismos obispos se mostraban más cautos en la selección de los candidatos al sacerdocio en la fundación de seminarios. No les es fácil ya que los gobiernos liberales habían incautado o suprimido la mayor parte de los antiguos seminarios, prohibido o restringido la erección de nuevos. Los obispos tampoco disponían de sacerdotes debidamente preparados para encargarse de la formación de sus sacerdotes. Tampoco las antiguas órdenes religiosas, en franca decadencia o suprimidas por los gobiernos, les podían dar una mano en la formación del clero. Nos encontramos con un panorama desolador. Por ello Pio IX funda en Roma el «Pontificio Colegio Latinoamericano».

En la segunda mitad del siglo la fisonomía política de los países latinoamericanos camina bajo la tutela del positivismo ideológico, importado de Francia. Son positivistas, todos, incluso los dictadores más enraizados como Porfirio Diaz en México. Son la expresión de la burguesía «afrancesada» o «americanizada». Se lee a Darwin, Spencer, Comte y se mira, como a un espejismo, a Francia, Inglaterra y Estados Unidos. La burguesía viaja a estos países, copia sus modas, su arquitectura, su estilo de vida, sus estructuras políticas. “El clericalismo es el cadáver del pasado y nosotros somos el espíritu liberal, es decir, el obrero del futuro”.

Este espíritu se refleja en la educación y en las leyes que quieren arrancar a la Iglesia todo influjo social y familiar. El siglo XIX es un siglo donde la nueva clase dirigente burguesa trabaja incansablemente por emancipar a la sociedad iberoamericana de sus raíces católicas recibidas de España o Portugal. Se trabaja por la laicización de todas las estructuras sociales. Algunos Estados se declaran todavía católicos o confesionales en sus constituciones, pero estas declaraciones no inciden sobre la vida social.

LA IGLESIA EN EL SIGLO LIBERAL

Una Iglesia desprevenida y también fragmentada

Las independencias sorprendieron a la Iglesia en una «profunda siesta» y desprevenida para enfrentarse con el proceso que hemos descrito a grandes rasgos. Muchos eclesiásticos no se dieron cuenta de la nueva época y otros pretendieron seguir en el carro del «antiguo régimen» que ya se había derrumbado.; no se percataron del cambio época ni de los retos que tenían delante. Las mismas órdenes religiosas se encontraban en claro declive: le faltaba un clero debidamente formado, que había perdido el ímpetu y el celo de los grandes evangelizadores de la primera hora; las diócesis y las parroquias van a sufrir largos periodos de «sede vacante».

Iberoamérica contaba a finales de siglo con 60 millones de católicos y 104 diócesis, mientras los Estados Unidos con sólo 10 millones de católicos tenían 62 diócesis. Las diócesis iberoamericanas eran todavía territorialmente muy grandes. En América Central los cató1icos eran unos dos millones en 1850 y tres millones y medio en 1900, esparcidos en casi 500.000 kilometros cuadrados distribuidos en cinco diócesis. Pero en Argentina, Colombia, Chile, México, y Perú las sedes episcopales se multiplican a lo largo del siglo. Algunos de estos países crecen demográficamente con la ayuda del aluvión de inmigrantes europeos, en gran parte descristianizados, como el Uruguay que solo en 1865 llega a tener un Obispo y se erige en diócesis en el tardío 1878.

En todas las nuevas naciones se da una terca hostilidad por parte de los gobiernos liberales contra la iglesia con leyes específicas, medidas de policía, continuas intromisiones en la vida de la Iglesia y en sus instituciones a las que desean controlar y con frecuencia eliminar. . Si bien algunos concordatos en algunos países, por cierto, muy limitados en su valor y duración legislativa, intentan poner unos límites a tal hostigamiento, éste no cesa.

Es la política de la «separación hostil» entre la Iglesia y el Estado. El siglo XIX es por ello un siglo de continuo forcejeo entre la mentalidad liberal y positivista del Estado, y la Iglesia para defender lo que cada cual cree que son sus derechos. Sin embargo, la masa popular conservó su fe católica, a veces en forma heroica, gracias sobre todo a las madres y a los abuelos (la población joven masculina de este siglo es vive en constante movilización debido a las continuas guerras). Pero esta masa carece de una verdadera catequesis y de una asistencia pastoral adecuada, por lo que a veces incluso aquella grande fe se ve como envilecida y se profesa dicotómicamente.

En la segunda mitad del siglo, con la violencia de las sacudidas, se va despertando el catolicismo iberoamericano en sus obispos, sacerdotes y laicos. Comienza un tímido catolicismo combativo (casi inexistente en el anquilosado catolicismo de Brasil, que aparecerá mucho más tarde, hasta el siglo XX.

La fragmentación influye también durante este tiempo en la suerte de la Iglesia. Su destino depende en parte de los diversos gobiernos de cada país. Durante la época virreinal la movilidad de los obispos y de los misioneros y sacerdotes era grande en todos los sentidos, ahora todos se encuentran como presos de unas fronteras hostiles y del estatuto que les impone su pasaporte, sin poder salir a otros lugares o recibir sacerdotes u obispos de otros países.

CUADRO GENERAL DE LA IGLESIA

La Iglesia fue sorprendida demasiado impreparada para enfrentarse con el proceso que hemos descrito a grandes rasgos. Los católicos se hallaban divididos y confundidos; la misma estructura de la Iglesia era demasiado dependiente del Antiguo Régimen, sufría grandes desajustes; le faltaba un clero debidamente formado que había perdido el ímpetu y el celo de los grandes evangelizadores de la primera hora, con diócesis que sufrían largos periodos de «sede vacante». Estos factores pusieron a la comunidad eclesial en una situación desfavorable e incapaz de enfrentarse con los problemas.

Sólo lentamente, a partir de mediados de ese siglo, y no siempre con igual intensidad en los distintos lugares, la Iglesia se fue despertando de la «larga siesta». Para entonces la clase política y la intelectual habían dejado ya a la Iglesia., Esta clase estaba saturada de las ideas que oponían fe y razón, fe católica y progreso civil. Al máximo toleraban o permitían la fe para una edad infantil o para una clase «mujeril» de la sociedad, como algunos decían.

Diócesis y obispos

En el momento de la independencia hispanoamericana, la Iglesia estaba estructurada en siete archidiócesis metropolitanas y 34 diócesis sufragáneas. Aquellas eran las de México, Guatemala, Caracas, Santa Fe de Bogotá, Lima, Charcas y Santo domingo. Cuando se creó el imperio de Brasil, las circunscripciones brasileñas eran seis. En 1810 solamente unas pocas diócesis estaban vacantes. Los obispos no eran grandes figuras, pero todos estaban preocupados por conservar la fe, moralmente a la altura de su ministerio, caritativos, preocupados por la formación de su clero poco preparado teológicamente y que con frecuencia les procuraba disgustos e impertinencias.

El Patronato que en estos momentos obedecía al más rígido de los regalismos había politizado de manera clara el ministerio episcopal. La Corona escogía a los obispos que se convertían así en funcionarios reales. Esta situación fue desastrosa durante los primeros años de la emancipación. Se comprende el problema de conciencia o de oportunidad en muchos obispos, cogidos entre la espada y la pared de dos lealtades imposibles de compaginar: al Rey o a su grey en las nuevas Repúblicas. En 1810, los obispos criollos eran seis.

El rey de España presentó entre 1800 y 1820 54 sacerdotes para obispos en Hispanoamérica, todos ellos súbditos incondicionales del Rey; de ellos solo 18 eran nacidos en la misma. La postura de este episcopado es muy diversa y discutible. Unos pocos eran realistas convencidos; otros se movían en la indecisión; otros se decidieron por el abandono de su diócesis ante el cariz que tomaban los acontecimientos; un reducido número de obispos españoles y criollos acogió la nueva situación, permaneció en sus puestos y fueron leales a las nuevas repúblicas.

Entre estos están: Lasso de la Vega obispo de Mérida de Venezuela; Jiménez de Enciso, de Popayán (Colombia); Goyeneche, de Arequipa (Perú); Calixto de Orihuela de Cusco (Perú), que se adhieren a la causa republicana y que constituirán el puente entre Roma y las nuevas republicas hispanoamericanas; otros, que en un primer momento se habían mostrado realistas, pero que más tarde comprendieron la situación y aceptaron las independencias fueron maltratados por Bolívar, Sucre, por el gobierno chileno o por el dictador Francia.

Esta compleja situación contribuye al desbarajuste de la Iglesia jerárquica hispanoamericana. En 1829 no quedaba un solo obispo en las 10 diócesis mexicanas. EI regalista arzobispo de México se había marchado a España por lo que esta arquidiócesis quedó sin arzobispo desde 1823 a 1839. Los ordenandos tenían que ir hasta la Luisiana para recibir la ordenación. En Centroamérica la diócesis de León de Nicaragua quedó sin obispo desde 1825 a 1849, la de Comayagua (Honduras) desde 1817 a 1844, la arquidiócesis de Guatemala desde 1829 a 1843, la de Santa Fe de Bogotá desde 1804 a 1827 (salvo unos pocos meses), la de Cartagena de Colombia desde 1812 a 183 l (excepto un breve periodo). Sus pocos candidatos al sacerdocio tenían que ir a Caracas para la ordenaci6n.

En Ecuador, Cuenca estuvo sin obispo desde 1813 a 1837; en Perú sus cinco diócesis quedaron sin obispo prácticamente desde 1816 a 1835; una, la de Santa Cruz de la Sierra estuvo vacante durante 25 años. Los candidatos al sacerdocio tenían que correr mil peripecias para ordenarse lejos de su patria, y alguno no podían permitirse el coste del viaje, como dice una carta enviada a León XII en 1826. En las regiones del Plata en 1819 ya no quedaba ningún obispo. El primero llegará en 1830; pero la diócesis de Salta no lo tendrá hasta 1861 (lo había tenido solamente durante dos años, de 1836 a 1838).

Estos datos son un botón de muestra de la penosa situación de la Iglesia durante el primer periodo después de las emancipaciones. Ello sumió a la Iglesia en un estado de anarquía eclesiástico. Lo mismo se puede decir de las parroquias, que quedan vacantes, los seminarios vacíos, las ordenaciones imposibles, la rapiñas de los bienes eclesiásticos continuas, los tesoros artísticos de iglesias y conventos y las ricas bibliotecas perdidos o robados o malvendidos y perdidos para siempre; el clero dividido y sin pastor, los gobiernos que se entrometen continuamente en la vida interna de las Iglesias locales. Tal era el panorama desolador que mostraba la Iglesia hispanoamericana en aparente estado de disolución.

Pero, a pesar de todo, las dos décadas dramáticas que van desde 1803 a 1831 son decisivas en la configuración de la futura América Latina. Se trata también de un periodo de «balcanización» durante el cual la independencia de los nuevos países es letra muerta en los textos constitucionales de las nuevas repúblicas. Estas se convierten de hecho en propiedad de oligarquías de terratenientes o de burguesías comerciales, fundidas en una sólida unidad, los patriciados latinoamericanos, que se independizan del Imperio español para pasar a construir las haciendas agrícolas de Inglaterra.

“El capitalismo industrial británico se convierte en el dueño de nuestras dependientes economías agrarias. Esencialmente nada había cambiado en relación al periodo colonial.” Se continuaba la misma cosa con otra cara y otro estilo, quizá con mayor dureza hacia las masas populares que pierden todas aquellas protecciones erigidas, de manera más o menos eficaz, durante el ciclo de la Cristiandad Indiana. La sociedad indiana era más estatuaria que contractual, pero la ruptura del sistema y la subsiguiente preeminencia del contrato no tuvieron el mismo significado que en Europa.

Aquí, en vez de abrazar a las corporaciones y a los artesanados en la dinámica industrial, los abandonó a sí mismos, dado que las industrias se hallaban en el ultramar europeo. Nace así la política de las clientelas y el «caudillismo» como expresión de una vida social desajustada y sin salida. La «siesta colonial» se transformó en un reino de «pronunciamientos», no menos colonial.

A pesar de todo, paulatinamente durante este periodo desastroso, la Iglesia hace un notable esfuerzo por reconstruir sus estructuras jerárquicas en medio de infinitas dificultades. Pudo hacerlo gracias al arraigado espíritu cristiano de los pueblos. La reorganización eclesiástica se llevó a término a partir de los pontificados de León XII, pero sobre todo de Pio VIII y Gregorio XVI que dotarán a las diócesis vacantes de obispos superando graves dificultades diplomáticas y jurídicas con Madrid, y adaptándose a las nuevas situaciones republicanas. El criterio pastoral acabó por imponerse a las conveniencias diplomáticas. Entre 1830 y 1900 se erigieron 10 nuevas sedes metropolitanas y 57 sedes sufragáneas con algunos territorios misionales en Argentina, Colombia y Ecuador.

Si bien los gobiernos estaban a veces interesados en que se erigiesen nuevas diócesis, ello se debía a motivos de prestigio. Con frecuencia pretendían ejercitar los derechos del antiguo Patronato o Padroado en los nombramientos de cargos eclesiásticos y con controles inaceptables para la Santa Sede. Por ello se tarda en la formación de nuevas diócesis y por ello se explica la geografía de las macrodiócesis y parroquias.

En la vigilia del Concilio Plenario de 1899 el continente iberoamericano contaba con 60.000.000 de católicos y las diócesis se habían multiplicado. Las jurisdicciones eran 104: 19 sedes metropolitanas y 85 diócesis. México contaba con o arquidiócesis y 21 diócesis, Brasil con 2 arquidiócesis y 9 diócesis. El resto de los países contaba solamente con una provincia eclesiástica cada uno, menos América Central donde las 5 repúblicas constituían una sola provincia eclesiástica. Destacaban Colombia con la arquidiócesis y la diócesis, seguida por Argentina y Perú. Pero en el mismo periodo Estados Unidos contaba con 13 arzobispados y 62 diócesis. El motivo de esta lentitud hay que buscarla en las trabas y en las fuertes hostilidades de los gobiernos liberales a las que hemos aludido.

El episcopado latinoamericano tampoco contaba con grandes figuras episcopales. En todo el Siglo XIX América Latina no contará con algún cardenal. Pio IX había designado para el capelo al obispo de Michoacán Juan Cayetano Portugal, acérrimo defensor de los derechos de la Iglesia; cuando llegó a México la noticia, el designado ya había muerto. EI gobierno de Perú pidió en 1861 el capelo para el arzobispo de Lima, Goyeneche, pero solamente en 1905 Pio X crear un cardenal iberoamericano y será un brasileño, don Joaquim Arcoverde, arzobispo de Rio de Janeiro.

El clero secular

La situación del clero tampoco era buena. Sin embargo, sin su presencia no se puede entender el entramado social y religioso iberoamericano en todos sus componentes. Forman parte de todas las iniciativas importantes, incluso políticas, y los encontramos en las más altas esferas de la vida pública. Los hay ejemplares, los hay llenos de sombras. El presbítero Víctor Eyzaguirre, que visita México a mitad del siglo, encontró que la formaci6n del clero dejaba mucho que desear. En su relación «Los intereses católicos en América» se muestra impresionado por el servilismo de muchos sacerdotes y su falta de preparación.

El mismo juicio lo da Averardi, delegado apostólico en México en los tiempos de Porfirio Diaz, cuyo juicio sobre el clero es bastante severo; lo juzga “sumamente inmoral e indisciplinado, que quizá, o sin quizá, también ha sido causante de las negativas leyes civiles que ahora están en vigor”. Los mismos juicios los encontramos en las relaciones de los nuncios de Brasil y de otros delegados apostólicos como Gaetano Baluddi, Lorenzo Barili y Mieceslao Ledóchowski (que vivieron en Colombia entre 1838 y 1861). Roma interviene con los obispos para que remedien el estado deplorable del clero, tanto secular como regular.

Pero los mismos obispos imploran la ayuda de Roma en este sentido viendo sacerdotes comprometidos con una vida desarreglada o con gobiernos irreligiosos. Deploran que a veces se catequiza poco y que sus sacerdotes lleven una vida mundana o que sean ignorantes, aunque también subrayan que la mayor parte de los sacerdotes conducen una vida digna. Por ello, en la segunda mitad del siglo los obispos comienzan a solicitar la ayuda de sacerdotes y religiosos extranjeros para la formación de su clero. Con su llegada se empieza a notar la mejoría, como en Colombia con la llegada de los eudistas franceses.

Algunos obispos, sacerdotes y frailes militan con los liberales y otros con los conservadores. Hay de todo. Algunos se hallan enzarzados en la política provinciana del caciquismo. Sin embargo, muchos clérigos y frailes dieron una aportación positiva en las asambleas legislativas. Pero ello no quita la ambigüedad de muchas situaciones y el partidismo político que acarreaba consigo. Con el correr del siglo buena parte de los eclesiásticos se alinea con los conservadores, dando así a veces ocasión para ataques y persecuciones de los liberales contra la Iglesia.

La intervención del clero en la vida política se comprende, dado el nivel medio de su formación sobre el resto de la población; pero frecuentemente su intervención fue excesiva y anormal. El citado Víctor Eyzaguirre deplora a veces la confusión que puede producir en la gente el sacerdote dado a la política. Otras veces reconoce los méritos de algunos eclesiásticos que han participado en la vida política y pondera su contribución positiva; algunos eclesiásticos fueron encumbrados hasta los máximos cargos del Estado y no pocos participaron activamente a la lucha por la emancipación. Los casos más célebres de Hidalgo y Morelos en México no constituyen una excepción. Incluso algunos sacerdotes consideraban que debían entrar en política para defender los derechos de las personas y de la Iglesia, frecuentemente conculcados por los nuevos gobiernos.

El siglo XIX registra una disminución de sacerdotes en las distintas regiones iberoamericanas y consecuentemente una desproporción cada vez mayor entre sacerdotes y habitantes. Si en 1810 se contaban 4229 sacerdotes diocesanos en Iberoamérica, en 1850 eran 3232 y en 1910 eran 4460.

Su formación dejaba mucho que desear. En Brasil era quizá la más deficiente e improvisada, dando lugar a ordenaciones precipitadas de candidatos poco preparados e inadecuados para el sacerdocio, lo que dará lugar a no pocas infidelidades. Los gobiernos liberales suprimen seminarios, incautan edificios, destruyen, dispersan o se apoderan de sus bibliotecas como las de México y Puebla de valor inigualable.

Esta situación afecta también a las parroquias. EI «Orbis Terrarum Catholicus» de Werner (Friburgo 1890) nos da una reseña de 80 diócesis de las 104 existentes en Iberoamérica en los últimos 10 años del siglo XIX. Estas 80 diócesis contaban con 5522 parroquias, por lo que se puede calcular que las parroquias de todas las diócesis podrían llegar al máximo a un total de unas 5900. En México eran 1072 en 1821, y sólo 1331 en 1893. En Colombia unas 500 en 1820 y 930 en 1900. Se calcula que el número medio de habitantes por parroquia en 1899 era de unas 10.000 almas; las desproporciones territoriales a veces eran inmensas.

Pese a todos los límites señalados los sacerdotes iberoamericanos no constituían un cuerpo degradado. La gente estimaba altamente al sacerdote y se fiaba de él. Frecuentemente nos encontramos con levantamientos populares contra los gobiernos liberales que vejan a los sacerdotes, como en México, Guatemala y Colombia. Mariano Cuevas nos da un juicio positivo sobre el clero de México. Cuando llegó el momento de la persecución, la mayor parte del clero en todas las nuevas Repúblicas dio fiel testimonio de fidelidad y comunión con sus obispos.

Muchos, a pesar de su mediocridad intelectual, desafiaron las leyes injustas y permanecieron fieles a su ministerio sacerdotal entre la gente más humilde arriesgando su misma vida. Lo testimonia el mismo Eyzaguirre afirmando la abnegaci6n de muchos sacerdotes en parroquias miserables, en climas pestíferos y en condiciones inhumanas. La misma observación la encontramos en algunos delegados apostólicos como el de Centroamérica, Giovanni Cagliero en 1910, y en las relaciones de muchos obispos que reafirman la lealtad, hasta el heroísmo, de muchos sacerdotes siempre junto al pueblo desamparado de todos los que vociferaban las nuevas ideologías políticas. En Colombia, de este clero, salieron 17 obispos que sufrieron la cárcel y el destierro por la de las persecuciones de la primera mitad del siglo XX.

Los religiosos

Otro capítulo aparte merecería los religiosos, todos pertenecientes a antiguas Ordenes, que como sus hermanos europeos frecuentemente sufrieron crisis profundas con una deplorable repercusión en Iberoamérica. No hay que olvidar que la Iglesia hispanoamericana fue en sus orígenes fundamentalmente una Iglesia «conventual» y el papel que ejercieron en esta historia evangelizadora los franciscanos, dominicos, agustinos, mercedarios y jesuitas. De menor importancia son otras órdenes como los capuchinos, camilos, oratorianos y betlemitas, u otras órdenes hospitalarias llegadas más tarde o que tuvieron un menor impacto. Las independencias encontraron a estas familias religiosas muy debilitadas y vulnerables como sus hermanos europeos. Los jesuitas habían sido expulsados de Iberoamérica en 1759 (Brasil), 1767 (Territorios españoles) y luego suprimidos 1773.

Por todo ello se da en Iberoamérica un verdadero proceso de agonía y extinción de las antiguas Órdenes, por factores tanto internos a las mismas como externos (acciones de los gobiernos liberales). Se recuperarán más tarde y llegarán refuerzos de Europa o nuevos institutos religiosos fundados en el siglo XIX, acogidos generalmente con amplia benevolencia y veneración por la gente, y con rabia por los liberales masones más radicales que como el peruano Manuel González Prada, que cita los nuevos institutos llegados a Lima como una invasión pestífera.

Traen un nuevo estilo y se dedican a las misiones, a la educación y a la caridad con los más necesitados. Se inauguraba con esta nueva llegada de institutos una nueva y esperanzada fase histórica, pero al mismo tiempo se daba en Iberoamérica un nuevo fenómeno: el nacimiento y fundación de numerosos institutos religiosos en México, Perú y Colombia.

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