INDEPENDENCIAS DE LOS PAISES LATINOAMERICANOS; una lectura de conjunto II

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Una primera fase de guerras civiles

Los procesos de independencia no fueron, salvo excepciones, grandes levantamientos de pueblos contra un poder colonial. Hubo españoles y americanos en ambos bandos, sobre todo muchos americanos en los ejércitos realistas. Y esto sucedió no sólo por el sistema practicado de reclutamientos forzosos en uno y otro bando. La crisis española se transformó en muchas partes en guerra civil, antes que en revolución de independencia. Oficiales españoles eran indios como Santa Cruz, que luchó por varios años contra los americanos insurrectos antes de plegarse a la lucha por la independencia. Del mismo modo, en los llanos venezolanos, o en Colombia, o entre los chilenos, peruanos y alto-peruanos, los españoles contaban con el apoyo de los sectores criollos más humildes. generales mestizos de la Hispanoamérica independiente habían alcanzado sus grados en filas realistas, como por ejemplo Castilla y Gamarra. Incluso cabe recordar que hubo también peninsulares liberales que combatieron junto a los patriotas alzados.

Los protagonistas de los movimientos juntistas y los combates por la independencia en Iberoamérica fueron, en general, las minorías criollas acaudaladas, sobre todo hacendados, comerciantes y «doctores». Los llamados criollos, por ser de descendencia española pero nacidos en América, a veces desde varias generaciones residentes en territorios americanos, constituían una oligarquía arraigada en tierras y sentimientos americanos. Se sentían desplazados del poder político por el casi-monopolio de las responsabilidades públicas en virreinatos, gobernaciones, capitanías generales y audiencias por parte de los peninsulares. Anhelaban romper los límites al libre comercio todavía existentes para multiplicar sus beneficios en relación directa con la expansión económica inglesa.

Estos criollos que tomaban orgullosamente conciencia de sí -tanto que amaban afirmar «yo no soy español, soy americano», como lo testimonia Von Humboldt durante sus viajes por tierras americanas-, sufrían la humillación de ver que los españoles peninsulares, acrecidos por una ola de inmigración de recién llegados de España, ocuparan todos los primeros puestos de la escena. Como escribió Humboldt: «El europeo más miserable, sin educación y sin cultivo intelectual, se cree superior a los blancos nacidos en el nuevo continente». Expresando dicha humillación y reivindicación de las oligarquías criollas, Simón Bolívar escribió en la Carta de Jamaica:[1]«Jamás éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos, pocas veces; diplomáticos, nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aún comerciantes ( ... )». En ese sentido, se podría afirmar que existía un embrionario patriotismo criollo, a modo de nueva identidad emergente, pero que, de ningún modo, significaba una conciencia madura de nacionalidad.

El primer lustro de la Revolución hispanoamericana, sobre todo en el norte de América del Sur, fue consumido por los intentos de las clases «mantuanas», de los patriciados aristocráticos, de librar una guerra de independencia sin pueblo.[2]Una larga primera fase de tales procesos se resolvió en verdaderas guerras civiles. Por una parte, sectores de la oligarquía criolla no acompañaron el proceso insurreccional, pues tenían muchos vínculos de parentesco y negocios, con mancomunados intereses, con autoridades peninsulares, y no estaban, además, dispuestos a abandonar fácilmente la protección del gobierno real ante la posibilidad de una revuelta de esclavos (cosa que los obsesionaba). Por otra parte, los poderes peninsulares en América movilizaron también a vastos sectores populares para combatir a los insurrectos.

Contra la fronda aristocrática, desataron la reacción de muchedumbres desheredadas. Ello fue particularmente evidente en la total derrota del segundo intento insurreccional de Bolívar por parte de las caballerías de los «llaneros»[3]en Venezuela -productos de la mestización, jinetes nómades que vivían de la ganadería en campos abiertos, orgullosamente independientes, más allá de toda ley-, preciosos aliados de los ejércitos realistas, bajo el liderazgo del caudillo Boves.[4]En muchas otras regiones del continente, los ejércitos realistas contaron con la participación de tales sectores populares: mestizos pobres, peones, zambos, mulatos y esclavos, todos ellos muy sospechosos y resistentes ante una insurrección de claro corte oligárquico.

A la bandera revolucionaria, el pueblo prefirió los estandartes reales. Además, en la reorganización de las milicias en América durante las reformas borbónicas, ya las elites criollas habían advertido con desdén y preocupación la incorporación de mestizos y mulatos pobres en sus filas. En numerosas oportunidades los líderes de la insurrección se lamentaron de que eran los propios hermanos americanos los que combatían su causa: «la sangre americana derramada por manos americanas». La «guerra a muerte» a los españoles en América, decretada por Bolívar, perdonando sólo a los americanos, en medio de gran ferocidad por parte de ambos bandos, tenía como objetivo principal separar neta y despiadadamente a americanos y españoles en el campo de la contienda, intentar crear una común conciencia americana y poner término al engrosamiento de las fuerzas realistas con nativos del continente.[5]Los sectores indígenas veían cómo se hostilizaban y hacían la guerra los «blancos», sin salir de su impasibilidad, sin establecer diferencias entre peninsulares y criollos. No obstante ello, hubo significativos sectores indígenas reclutados y combatientes en filas realistas.

En 1815, la revolución resultaba derrotada casi por doquier. En ese año desembarcó en Venezuela el poderoso ejército restaurador del general Murillo con la finalidad de reconquistar Colombia y Venezuela y fortalecer el centro virreinal del Perú. Sin embargo, España afrontaba graves problemas internos por la pobreza de sus recursos y la presencia de tendencias liberales en su ejército. Además, la Restauración española hizo que el gobierno británico, que hasta entonces había mantenido una cuidadosa ambigüedad, fuera mucho menos vigilante en cuanto a la provisión de voluntarios y armas para los ejércitos que combatían a los realistas. Por su parte, Estados Unidos, que terminaba con la Paz de Gante (1814) su segunda independencia, mantuvo una neutralidad oficial muy benévola con los patriotas, ayudando de variados modos a sus ejércitos.[6]

Pero, sobre todo, hubo un cambio sustancial de estrategia por parte de los grandes próceres de la independencia en sus grandes campañas americanas, comenzando por Simón Bolívar. Se incorporó a vastos sectores populares dentro de las filas de sus ejércitos y así, finalmente, el proceso de independencia adquirió más perfil de gesta de pueblos. San Martín constituyó su ejército del Sur reclutando mapuches, guaraníes, aimaras, negros libertos y cimarrones, formando un verdadero ejército de pueblo. No por casualidad, el tercer intento victorioso de Bolívar tuvo éxito cuando estableció sus bases revolucionarias bien adentro, en el hinterland, entre las grandes llanuras del Orinoco, logrando la alianza de los ejércitos «llaneros» y nombrando lugartenientes de sus milicias a diversos caudillos del mestizaje pobre. Además, Bolívar decretó la abolición de la esclavitud (como había prometido al presidente haitiano Pétion) y vinculó la emancipación de los esclavos con la conscripción en el servicio militar en sus filas.

El golpe liberal del general Riego en 1820 debilitó y confundió al poder militar realista en América. La restauración del absolutismo de Fernando VII en 1823 llegó demasiado tarde. El apoyo británico ya se había convertido en decisivo para acelerar el desenlace del conflicto, mientras que Estados Unidos, luego de la compra de la Florida española (1819), ya no tenía motivos para guardar cierta consideración respecto a la monarquía española y promulgaba la «Doctrina Monroe» como expresión oficial de la hostilidad norteamericana a cualquier empresa de reconquista en el continente.

Los diversos rostros de conservadores y liberales

La historiografía liberal americana de la segunda mitad del siglo XIX, en plena época de contraposición entre partidos conservadores y liberales y de afirmación de los nuevos Estados, destacó especialmente la interpretación de la independencia como combate de fuerzas de libertad contra el poder colonial y absolutista de España. La contraposición feroz de la «guerra a muerte» en los procesos emancipadores y los paradigmas de las oligarquías liberales post-independentistas, exaltaron las proclamas ideológicas contra un poder tachado de colonial, tiránico, atrasado y malvado, incluso retomando y relanzando la leyenda negra antiespañola propagada por las nuevas potencias emergentes durante la lucha por la hegemonía mundial.

No hay duda de que la Revolución iberoamericana se inscribió en la onda larga de la liquidación del «Ancien Régime» y de la pujanza de tendencias liberales que, tanto en la política como en la economía y la cultura, van imponiéndose con la emergencia del mundo burgués. Hubo una continuidad evidente entre el reformismo ilustrado de las monarquías absolutas y el liberalismo posrevolucionario: ambas quisieron «ilustrar» una sociedad llena de ignorancia, criticar muchas tradiciones a la luz de la razón, someter la Iglesia al Estado, promover la libertad de comercio, desamortizar la propiedad y disminuir la autonomía de los pueblos y las corporaciones.

Sin embargo, dicha interpretación peca de mucha parcialidad. El liberalismo borbónico y después el liberalismo español de la Regencia y de las Cortes de Cádiz, demostraron un prepotente imperialismo hacia los reinos de ultramar, de hecho sujetos cada vez más a tutela colonial. Ya se ha dicho cómo el reformismo borbónico tuvo como objetivo abandonar la tradición pactista entre el conjunto de reinos unidos a la corona de Castilla [española] para centralizar el poder monárquico metropolitano del Estado español y sus posesiones de ultramar. Así se trataba de consolidar el pacto colonial, considerando sus posesiones americanas en función de los intereses peninsulares e intentando contrarrestar toda disgregación o posibles amenazas de potencias rivales. Ese mismo liberalismo estuvo en la base del resentimiento de los criollos americanos. Cierto es que la Junta Central de Sevilla quiso declarar explícitamente, como aclaración y gesto atractivo de benevolencia, que los territorios americanos constituían «una parte esencial e integrante de la monarquía española» y no «propiamente colonias o factorías como las de las otras naciones». Era el canto del cisne.

Las campañas de elección de diputados de las regiones americanas para la composición de esa Junta fue la primera experiencia de representación de sus pueblos en el centro peninsular, pero en los hechos se las siguió tratando como colonias, con escasa representación en comparación con la de las regiones peninsulares. A esta disparidad se unió la negación desde la Península y por parte de las fuerzas realistas, a reconocer la legitimidad de las Juntas de gobierno constituidas en los diversos reinos americanos. El Consejo de Regencia, que convocó a las Cortes de Cádiz para la nueva Constitución, estableció delegaciones americanas muy restringidas y en posición subalterna en comparación a las metropolitanas (28 diputados para América en relación a más de 200 peninsulares). Son muy significativas las discusiones en las Cortes sobre la cuestión americana. El resultado fue la disgregación del Imperio. El libro citado de Francois-Xavier Guerra es lo que mejor se ha escrito en esta materia.

La lucha entre «serviles» y liberales en España tuvo por cierto mucha influencia en los destinos de la emancipación hispanoamericana. Por una parte, los liberales no suscitaban mayores simpatías ni consensos, pues eran acusados de «afrancesados» y llenos de «impiedad». Los pueblos estaban arraigados en sus tradiciones y costumbres. Además, las regiones de mayor peso realista en América rechazaron radicalmente la Constitución liberal de Cádiz de 1812 y, después de la restauración del absolutismo de Fernando VII, también rechazaron la reimplantación liberal por el golpe del general Riego en 1820 y el «trienio liberal».

Tanto es así que México y Centroamérica se independizaron contra la revolución liberal española (e incluso cabe recordar que el mismo Morelos levantaba como objetivo de su movimiento popular la defensa de la religión católica, que consideraba amenazada por la ocupación francesa de España). Hay un dicho mexicano que dice que «la conquista fue hecha por los indios y la independencia por los españoles». Muchos sectores de las oligarquías criollas, por ejemplo en Perú, Alto Perú, Colombia y México, vieron con mucho temor y rechazo esos ímpetus liberales. Por otra parte, la reinstauración del absolutismo del deleznable Fernando VII y su proyecto de restauración colonial en América resultó odioso e insoportable y radicalizó los procesos de independencia. Los vaivenes de los combates entre conservadores y liberales en la Península dividieron y debilitaron íntimamente las fuerzas realistas en América y favorecieron la victoria final de las fuerzas patrióticas.

Emancipación y «balcanización»

La crisis del Imperio español lo llevó a su fragmentación. Apenas formadas las Juntas en América hispánica, comenzaron a desatarse todas las tendencias centrífugas a lo largo y a lo ancho del continente. Los patriciados criollos asumieron el control en todas las ciudades y regiones; tendieron a concentrarse en la defensa y promoción de sus intereses locales. La fragmentación política apareció bajo el manto del «federalismo» o de las satrapías locales. La situación más típica al respecto fue la de la «Patria boba» en Colombia, donde cada provincia, ciudad y aldea proclamó su junta independiente y soberana, se atrincheró dentro del radio de sus intereses y se invocó el federalismo como soberbia doctrina de la división y la impotencia. También en el sur, la política centralista de Buenos Aires no hizo más que provocar la segregación y separatismo de las Provincias unidas del Río de la Plata. «Yo considero el estado actual de la América -escribió Bolívar en su Carta de Jamaica-, como cuando desplomado el Imperio romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones (...)».

Al mismo tiempo, estuvieron presentes fuertes ideales de unidad hispano-americana. La primera Junta de Caracas, en abril de 1810, convocaba a «la obra magna de la confederación de todos los pueblos españoles de América». El chileno Juan Egaña[7]componía un Plan cuyo objetivo primordial era el de la formación del «Gran Estado de la América Meridional de los Reinos de Buenos Aires, Chile y Perú». Monteagudo escribirá desde Perú su Ensayo sobre la necesidad de una Federación general entre los Estados Hispanoamericanos.[8]

Sobre todo Simón Bolívar repetirá frecuentemente: «Unión, unión, o la anarquía nos devorará». «Para nosotros la Patria es América», afirmó el Libertador en 1814. Él creía que América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli y que quedaría en la orfandad, pero que había que crear titánicamente las condiciones para «formar en América la más grande nación del mundo». En su famosa Carta de Jamaica, escribe: «Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; más no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! ¡Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y la guerra!».

En 1818 proclamó a los habitantes del Río de la Plata «... que nuestra divisa sea Unidad en la América meridional…», y a Pueyrredón, director supremo de aquellas provincias,[9]expresaba que «... una sola debe ser .la patria de todos los americanos...», «Yo deseo más que otro alguno formar en América -escribió Bolívar en su Carta de Jamaica-la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas, que por su libertad y gloria»

En ese entonces, las reflexiones de Bolívar desde Jamaica podían parecer como los sueños nostálgicos e impotentes de un derrotado. Sin embargo, pocos años después, la gesta del Libertador forjó la Gran Colombia, entre Venezuela y Nueva Granada, a la que se incorporó después Ecuador. Intentó también unir el Alto Perú con Perú y Colombia. El designio de Bolívar buscaba crear condiciones de unidad como potencia nacional y viabilidad económica, imponiendo a la vez respeto a Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Detestaba lo que llamaba despectivamente «republiquetas» y «gobiernitos», «secciones», fragmentos que, aunque de grande extensión, no tenían ni la población ni los medios para afirmarse, ni podrían inspirar interés o seguridad a los que deseasen establecer relaciones con ellos. En 1822 declaraba: «El gran día de América no ha llegado. Hemos expulsado a nuestros opresores, roto las tablas de sus leyes tiránicas y fundado instituciones legítimas: más todavía nos falta poner el fundamento del pacto social, que debe formar de este mundo una nación de repúblicas». Para ello convocó en 1826 el Congreso de Panamá, para encaminarse hacia la confederación de los pueblos liberados del dominio español.

El Congreso de Panamá será saboteado por las oligarquías locales y la diplomacia inglesa. Cuatro años más tarde se desintegró la Gran Colombia, mientras tanto se iban disgregando las Provincias Unidas del Río de la Plata y la Unión Centroamericana. El designio bolivariano era, de hecho, una utopía que no podía construirse sólo con la espada o con instituciones políticas centralizadoras. Sobre la base de las divisiones administrativas españolas en América, prevalecieron las extensiones inmensas, la debilidad de comunicaciones, la ausencia de fuerzas productivas aglutinantes, la carencia de un centro económico y político que fuera foco centralizador. Prevalecieron los intereses locales y regionales de las oligarquías comerciales y terratenientes, que constituyeron sus propias «polis oligárquicas», asentado su poder en las ciudades capitales o ciudades puertos con vastos hinterlands, proyección de sus intereses. La emancipación se resolvió en «balcanización». Quedó una «nación inconclusa», al decir de Jorge Abelardo Ramos, en su Historia de la Nación Latinoamericana (1968).[10]Mientras se iban constituyendo los poderosos Estados Unidos de Norteamérica, nacieron los frágiles e impotentes Estados desunidos de Iberoamérica. Hoy, doscientos años después, lo peor que se podría celebrar es esa «balcanización».


La derrota de los grandes próceres y proyectos hispanoamericanos

No es por casualidad que los más grandes y preclaros hombres de la gesta americanista de emancipación murieran derrotados, perseguidos, exiliados o ejecutados. Artigas[11]vivió largos años, hasta su muerte, como refugiado en el Paraguay. San Martín, quien dejó el comando unitario de las fuerzas libertadoras bajo el mando de Bolívar, fue permanentemente hostigado por la oligarquía peruana, y no encontró ni en el Chile que había liberado ni en Argentina, su patria, un refugio tranquilo, pues sólo querían arrastrarlo en torbellinos de discordias políticas. San Martín se exilia en Francia, donde muere pobre y abandonado en Boulogne-sur-Mer, en 1850.[12]Morazán,[13]el héroe de la unidad centroamericana, es asesinado. También es asesinado el lugarteniente de Bolívar, el general Sucre,[14]luego de sufrir toda suerte tanto de halagos como de rechazos y amenazas, por parte de las oligarquías peruana y alto-peruana. Hidalgo[15]y Morelos[16]fueron ejecutados. A pesar de los homenajes pomposos y farisaicos, las clases «mantuanas» de Perú y del Alto Perú, de Colombia y Ecuador y los caudillos regionales de Venezuela, conspiraban contra el Libertador Bolívar,[17]promovían campañas de difamación tratándolo de «dictador», intentaban asesinarlo en numerosas ocasiones y lo iban desgastando con un sinfín de conspiraciones hasta su muerte en Santa Marta, a los cuarenta y siete años de edad. El héroe, tan venerado como detestado, fallece en diciembre de 1830, decepcionadamente convencido de «haber arado en el mar» y de no haber podido gobernar las fuerzas del caos y la anarquía.

Décadas después, estos próceres derrotados y difamados serán exaltados y venerados como héroes nacionales dentro de los confines de las patrias chicas, en tiempos de «balcanización», íconos propuestos para ayudar a cimentar la frágil unidad e identidad de los nuevos Estados, reducidos sus perfiles históricos y latinoamericanos en pos de tal finalidad.

¿Sólo la independencia a costa de todo lo demás?

En enero de 1830, cuatro meses antes de presentar su dimisión, Bolívar señalaba con amargura en el Congreso colombiano: «Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás». Tal afirmación podría también traducirse como el no haber sabido ni podido crear las condiciones de una auténtica independencia. ¿A costa de qué se adquirió la independencia? ¿Cuáles fueron esos costos en las décadas siguientes a la independencia? A la luz de sus resultados, los viejos límites tajantes entre historia colonial e historias independientes se esfuman en gran medida.

A costa de las condiciones de subdesarrollo

La independencia fue conseguida, en primer lugar, a costa de una devastación de la economía de las diversas regiones provocada por guerras de larga duración en toda la geografía hispanoamericana. La fuerza de trabajo quedó más que diezmada, las haciendas saqueadas y abandonadas, las minas inundadas, escasearon los capitales, la deuda pública requirió continuos empréstitos de bancos ingleses, estando siempre al borde de la bancarrota.

La revolución liquidó los últimos vestigios del monopolio bajo la reivindicación e implantación del dogma del libre comercio. Imperaba Adam Smith [1723-1790: An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations - Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones-; el padre del liberalismo económico]. Se beneficiaron los comerciantes, sobre todo los importadores. En efecto, hasta mediados de siglo, salvo la excepción de las tierras atlánticas del azúcar, no fueron los frutos de la agricultura y ganadería hispanoamericanas los que interesaron a los nuevos dueños del mercado. Los de la minería, si bien más atractivos, no lo fueron tanto pues requerían grandes inversiones. Toda la parte más rica, prestigiosa y lucrativa del comercio de importación y del comercio local quedó en manos inglesas. Sólo desde mediados de siglo los terratenientes comenzaron a beneficiarse mucho con el alza de precios y más amplios mercados para los productos tropicales, ganaderos y mineros.

Las provincias del interior de las nuevas repúblicas sufrieron por doquier una grave recesión; las artesanías que habían crecido en mercados locales y regionales protegidos, ya no podían competir, en mercados abiertos, con la invasión de la producción industrial europea. Quedaba impedida desde su raíz toda posibilidad de industrialización. Fue lo exacto contrario a la política de fuerte proteccionismo industrial de Alejandro Hamilton, amigo de George Washington, en los comienzos de la historia moderna de Estados Unidos.

Después de las primeras décadas post-independentistas -que Halperín Donghi califica en su libro Hispanoamérica después de la independencia[18]como «pasaje en el desierto», no ya en sentido de purificación sino de tiempo árido y perdido-, las nuevas repúblicas reorganizarán sus economías sobre bases agropecuarias, mineras y de plantaciones en función exportadora, crecerán las inversiones extranjeras y se configurará un nuevo orden institucional adecuado a la incorporación en el mercado mundial del capitalismo en expansión. Cada país tenderá a depender de su monocultivo de exportación: el trigo y los nitratos de Chile, el tabaco de Colombia, la carne y la lana de Argentina, el azúcar de Cuba, el café del Brasil, el cacao venezolano, el guano del Perú. Tal será su lugar marginal en la desigual división internacional del trabajo en tiempos de propagación de la primera fase de la Revolución industrial.

Además, las economías de las nuevas repúblicas quedaron casi incomunicadas entre sí, dependientes de las economías europeas y fundamentalmente de la economía inglesa. Podría decirse que se asentaron las premisas del propio subdesarrollo.

A costa de la dependencia neocolonial

La Independencia tuvo como costo la nueva dependencia; esta vez en condiciones «neocoloniales», bajo dominio del Imperio inglés. Liberada de su alianza anti-napoleónica con España, especialmente a partir de 1815, Inglaterra colaboró activamente, con la protección de su marina militar e incluso con cuerpos de veteranos de las guerras europeas, para sostener el proceso de la independencia. Ya desde hacía décadas, Portugal estaba reducido a ser una especie de «protectorado» de Inglaterra, cosa que aún se profundizó con el traslado y la política de la monarquía portuguesa a Río de Janeiro.

Inglaterra ya no aspiraba más a una dominación política. El interés primordial del Imperio inglés fue el de afirmar por doquier el dogma del libre comercio, para hacer desembocar las exportaciones metropolitanas en las diversas regiones, controlando sus transportes y sus circuitos de intermediación, por lo que Inglaterra sustituyó de facto al monopolio español y se convirtió en la principal fuente de importaciones y exportaciones con los países latinoamericanos. Fue, a la vez, la fuente de sus empréstitos, del control de circuitos comerciales y bancarios, de la política del «divide e impera», de las influencias prepotentes y determinantes sobre los gobiernos frágiles de las jóvenes repúblicas. Léase al respecto La política británica y la independencia de la América Latina de William W. Kaufman.[19]

Esta situación de dominio neocolonial, que se consolidó y desarrolló aún más durante la segunda mitad del siglo XIX, se prolongó después de la Primera Guerra Mundial bajo hegemonía estadounidense.

A costa de la «balcanización»

La independencia tuvo como tremendo costo, en la ruptura con el vínculo unificador de la monarquía española en decadencia, y la impotencia y derrota de los sueños de una confederación de Estados hispanoamericanos -o de una «nación de repúblicas», como decía Bolívar-, el nacimiento de una veintena de Estados «parroquiales», separados e incomunicados, cada vez más ignorantes de su historia común, muchos de ellos inviables como potencial político y como mercado, todos ellos condenados a una posición subalterna y dependiente en el concierto mundial.

Tiene razón Pedro Morandé[20]cuando escribe que «aun cuando las potencias hegemónicas de entonces lo hubieran permitido, hipótesis altamente improbable, [me] parece que hubiese sido insostenible un Estado continental para una sociedad agraria, de escasa concentración urbana, de población mayoritariamente analfabeta, de líderes poco ilustrados, con fuerzas armadas no profesionalizadas y que se enfrenta, de pronto, y en cierto sentido, por sorpresa, a un gran vacío de poder, lo que fue el detonante de nuestra independencia». Eso era lo factible que sucediera, tanto es así que Ricaurte Soler, en Idea y cuestión nacional latinoamericanas, recorre las diversas iniciativas frustradas de integración después de la independencia y de la constitución de los nuevos Estados.[21]

A costa del empeoramiento de la situación de los sectores indígenas

Con la Independencia se empeoraron las condiciones de vida de los mayoritarios sectores de pobres y desheredados de los pueblos. Hubo un indigenismo de los patriciados criollos en función de la independencia. Su precursor fue Miranda, quien en 1798 escribió al inglés Pitt y al norteamericano John Adams sugiriendo prever para la independencia de las regiones hispanoamericanas «un jefe hereditario del Poder Ejecutivo bajo el nombre de Inca (...) tomado de la misma familia dinástica». Su apogeo se alcanzó en el Congreso de Tucumán en 1816 con la iniciativa de Belgrano de reestablecer en el trono a los Incas y la capital en Cuzco, contando incluso con el apoyo de San Martín. Pero se trataba de un indigenismo de fachada.

En efecto, quienes más vieron empeorar su condición fueron los indígenas: no sólo la independencia no cambió su situación, sino que ésta «empeoró brutalmente», escribe Pierre Chaunu en L'Amérique et les Amériques (1963).[22]Las proclamas, e incluso leyes, que exigían abandonar toda referencia a «indios» o «indígenas» para referirse a ellos, igual que a todos los demás, como «ciudadanos», hicieron perder a los indígenas las protecciones especiales de «casta» que había establecido la legislación española. En efecto, ya las primeras legislaciones de Indias expresaban, éstas sí, un efectivo «indigenismo», promovido por monarcas y algunos funcionarios reales en Indias, pero sobre todo por la «Escuela de Salamanca» y una legión de misioneros; los mismos obispos firmaban con el título «defensores de indios».

Después de la independencia, se eliminaron los resguardos indígenas, perdieron sus tierras comunales (que habían sido inalienables), perdieron protecciones laborales específicas y se los forzó -¡pura abstracción!- a entrar en el mercado competitivo exaltado por los liberales decimonónicos. No tuvieron más «posibilidades de apelación, ni protectores, ni frailes, ni Audiencias, ni el Consejo de Indias» -escribe Salvador de Madariaga en el libro citado-, a los cuales recurrir contra los abusos de los colonizadores y las oligarquías criollas.

El tributo indígena pasó a ser en Perú y Bolivia una fuente de recursos más importante que en tiempos coloniales. Y allí donde fue abolido, no se crearon las condiciones para incorporar a los indígenas en nuevas formas de producción y convivencia. Les fueron reconocidos sólo minifundios en tierras escasamente productivas, desintegrando en gran medida a sus comunidades y sus «cajas comunes de seguridad». Terminaron convertidos, por una parte, en una gleba anónima e irredenta de peones adscritos a las grandes haciendas, o de arrendatarios sujetos a toda forma de usura y explotación, y, por otra parte, en comunidades empobrecidas y desplazadas forzosamente a las zonas de alta montaña, a la selva tropical o al sur helado. En muchos casos, sufrieron campañas de verdadero exterminio. De allí procede sobre todo la tremenda miseria que ha arrastrado la condición indígena hasta nuestros días.

Poco mejor fue la situación de los afroamericanos Las primeras declaraciones de abolición de la esclavitud o de manumisión de los esclavos se dieron durante las guerras de emancipación, muchas veces en relación a la conscripción de los ex esclavos en los ejércitos. Si bien los nuevos Estados se mostraron remisos a abolirla (prefirieron soluciones de compromiso, que incluyeron la abolición de la trata y la libertad de los futuros hijos de esclavos), la disciplina de la mano de obra esclava fue perdiendo significación económica y social, sea por el alto precio de los esclavos, sea por las guerras que obligan a manumisiones cada vez más amplias, sea por la pronta abolición de la esclavitud en algunos países hispanoamericanos. El tráfico de esclavos para la mano de obra de las grandes plantaciones continuó en gran escala hacia Brasil hasta 1850 y hacia Cuba hasta 1865. Brasil fue el último país americano en abolir la esclavitud hacia finales del siglo XIX [ley del 13 de mayo de 1888]. Mientras la esclavitud iba siendo abolida en los demás Estados latinoamericanos, la escasez de mano de obra se compensaba con demasiada frecuencia con modalidades de «trata» de colonos -como los culíes chinos en Cuba, Panamá y Perú- muy similares a nuevas formas de esclavitud.

Gauchos[23]y llaneros encontraron su modalidad de supervivencia y expresión en las milicias irregulares de los diferentes caudillos. Terminaron siendo considerados vagabundos peligrosos y gradualmente obligados a alistarse en los ejércitos, a trabajar en las obras públicas, enviados por la fuerza al servicio en las fronteras, o a convertirse en peones adscritos y regimentados en las haciendas o estancias «capitalistas». Esta situación aparece descrita en la poesía gauchesca de mediados del siglo XIX y, en especial, en el Martín Fierro.[24]

Pardos, zambos, mulatos, productos de intensos y complejos procesos de mestización, el más numeroso y dinámico sector de las sociedades, despreciado como «castas infames» por las oligarquías criollas, pero necesarios en las gestas militares de emancipación, tuvieron la posibilidad de la promoción militar en los cuadros medios de los ejércitos (Iturbide –en México-, Santa Cruz – Bolivia- y Gamarra –Paraguay-, por ejemplo, proceden de familias criollas muy humildes, y pardos son varios de los lugartenientes de Bolívar). Vastos sectores populares quedaron vinculados al trabajo de la tierra en variadas formas de servidumbre e inquilinaje, Las políticas de inmigración de las dirigencias de las nuevas repúblicas soñaron con la venida de los rubios civilizados del Norte para poder sustituir a la «barbarie» de las masas nativas. Para las grandes mayorías de nuestros pueblos -concluye Octavio Paz en su libro El laberinto de la soledad (1950)- la independencia ofreció sólo la ilusión de un cambio.

A costa de la constitución de polis oligárquicas

La independencia no tuvo como consecuencia la implantación de la libertad y la democracia. Se consiguió bajo el costo de la constitución de «polis oligárquicas» -feliz concepto acuñado por Pedro Morandé-, donde una minoría de comerciantes y hacendados acaudalados, junto con sus «doctores», concentrados en las ciudades capitales o ciudades puertos, cultivaron sus propios intereses, promulgando constituciones censitarias que dejaban fuera de toda participación en la vida pública a las grandes mayorías de los nuevos países. Sin embargo, hasta mediados del siglo XX primó una total anarquía, pues la militarización de la vida social sobrevivió a las guerras de independencia. Nutridos cuerpos de oficiales en ejércitos irregulares, aún sin disciplina ni profesionalización, manifestaron todo tipo de ambiciones y aventuras. Había grupos armados por doquier, desde montoneras caudillistas hasta las más diversas formas de bandidaje. A los sectores populares del interior de las repúblicas no les quedaba otra alternativa que enrolarse en milicias irregulares, de conducción caudillista, a veces vinculadas a formas de bandidaje, que ponían continuamente en jaque el «orden» constitucional y derribaban gobiernos.

De allí procede la «tradición» de la concepción patrimonial del Estado, del predominio y prepotencia de los propios intereses económicos sobre el bien común, y, a su vez, de la inestabilidad en condiciones de fuerte turbulencia política. De allí procede también la «tradición» de gobiernos autoritarios, el escaso respeto a la ley, la fragilidad de la continuidad y autoridad de las instituciones. Desde la independencia hasta la guerra de 1914, en los países hispanoamericanos se contaron 115 revoluciones triunfantes, pero fueron muchísimas más las revoluciones fracasadas. México tuvo un promedio de un presidente por año en el curso de los treinta y seis años que siguieron a la caída del Imperio de Iturbide en 1823. En Venezuela se produjeron 52 insurrecciones en cien años. Bolivia tuvo 60 insurrecciones. Y no se cuentan las sucesivas Constituciones promulgadas en los países hispanoamericanos.

La inestabilidad tan aguda y crítica de las primeras décadas fue después en cierta medida, moderada por la concentración de poder de dictaduras, la profesionalización de las Fuerzas Armadas y el nuevo orden económico de la producción y de las inversiones a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

A costa del desmantelamiento eclesiástico y de la crisis de la cristiandad indiana

La independencia tuvo también graves consecuencias para la tradición cristiana de los pueblos iberoamericanos, y para la presencia y misión de la Iglesia católica en ellos. La revolución iberoamericana no tuvo las tendencias anticlericales e incluso antirreligiosas que caracterizaron la Revolución francesa. No hay asomo de estas tendencias en las proclamas y programas de los próceres de la independencia hispanoamericana y brasileña.

Los pueblos iberoamericanos vivían en cristiandades muy arraigadas gracias a la epopeya de una primera evangelización muy extendida, profundamente inculturada, convertida en factor determinante de su identidad. Después de décadas de intensa y extensa presencia misionera en los nuevos pueblos en gestación, se había ido asentando una vasta cristiandad indiana, en tiempos del barroco. Sus prolegómenos críticos se hicieron presentes con la ilustración y la política borbónicas, y se manifestaron dramáticamente con la expulsión de los jesuitas, en 1759 en los dominios portugueses y en 1767 en los españoles, quienes eran la vanguardia mayor de una nueva fase de revitalización misionera americana, acontecimiento que provocó repudio general por parte de las elites y los pueblos iberoamericanos.

Sin embargo, cualquier referencia a los pensadores ilustrados o a la Revolución francesa fue despojada en Iberoamérica de todo atisbo de irreligiosidad, pues en ellas había muy fuertes y difundidas resistencias a todo lo que podía manifestarse como causas de «impiedad». «Somos más religiosos que los europeos», afirmaba el cura Morelos, al frente de una revuelta de campesinos e indígenas, bajo el estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe.

Sin embargo, las consecuencias de las guerras de emancipación tuvieron también grandes costos religiosos. El clero estuvo generalmente dividido entre la causa realista y la causa patriótica. Gran parte de los obispos, españoles peninsulares, escogidos por la monarquía y sujetos al patronato regio, sostuvieron la causa realista en América, mientras que algunos otros obispos, así como muchos sacerdotes y religiosos, acompañaron las huestes revolucionarias. A veces fueron sus grandes líderes, como Hidalgo y Morelos [el Dr Josè María Cos y Pérez, compañero de Morelos, y Mariano Matamoros en México], dado la autoridad que los pueblos les reconocían y la confianza que depositaban en ellos. Hubo numerosos clérigos que fueron miembros de los Congresos Constituyentes, capellanes de las huestes revolucionarias y secretarios-intelectuales de muchos jefes de la Revolución. Las diversas alternativas de la guerra -con sus consecuencias de fusilamientos, exilios y secularizaciones del personal eclesiástico de uno u otro bando- provocaron una disminución muy sensible de la presencia de clérigos en tierras americanas.

Si se tiene en cuenta que la casi totalidad de los habitantes en tierras iberoamericanas habían sido bautizados en la Iglesia católica, en condiciones de cristiandad, es obvio señalar que hubo cristianos en ambos bandos opuestos durante las guerras de la independencia. La organización de la Iglesia quedó desmantelada en las diócesis, parroquias, conventos e instituciones de enseñanza, y debilitada en muchas de sus obras de catequesis y caridad.

Los dirigentes de las nuevas Repúblicas se consideraron herederos del Patronato Regio y, muchos de ellos, de ilustración liberal y ecléctica, impusieron serias restricciones y limitaciones a las instituciones eclesiásticas. Incluso se intentó la constitución de una «Iglesia nacional», como ocurrió con Rivadavia[25]en Argentina y como también sucedió en Paraguay, en Centroamérica y en otros países. También hubo experiencias cismáticas, como la de José Matías Delgado en El Salvador.[26]Las tierras eclesiásticas, así como las tierras de las comunidades indígenas -que en muchas partes fueron sostén efectivo de las necesidades de los sectores populares- fueron asaltadas por las oligarquías criollas, interesadas por ampliar sus latifundios. La apropiación de los bienes eclesiásticos, la persecución de las órdenes religiosas y el control del episcopado y su relación con Roma, fueron los tres temas cruciales y conflictivos promovidos por las «reformas eclesiásticas» emprendidas por casi todos los gobiernos de los nuevos países. Por eso, hubo caudillos como Facundo,[27]en el interior de Argentina, que se sublevaron bajo el lema: «Religión o muerte».

Hay que recordar que el siglo que va desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX es el de mayor invertebración histórica de la Iglesia católica, manifestada en el máximo abatimiento del Papado como su centro unificador. Con el Concordato de 1753, el Estado centralizado de los Borbones llegaba al mayor control posible de la Iglesia en España. Carlos III prohibió los libros de Suárez [neo-escolástico jesuita], que destacaban el origen popular de la autoridad. El «regalismo» imperaba como nunca. Menéndez y Pelayo habló de una «herejía administrativa», donde no sólo se afirmaba el total control de la Iglesia nacional-peninsular y americana- por parte del Estado, sino también su potestad de imponer reformas en el seno mismo de la Iglesia.

Con Carlos III se impuso la teoría del «Vicariato regio». Este regalismo se conjugaba con el «episcopalismo» para disociar lo más posible las iglesias locales de Roma. Con los textos de Van Espen y Febronio (jansenistas, regalistas, contra el Papado) se formó la mayor parte de los clérigos en tiempos de la independencia. Por eso, las tendencias del clero secular fueron más bien regalistas, mientras que las órdenes y congregaciones religiosas -en proliferación desproporcionada y espiritualmente empobrecida- estuvieron más vinculadas al Papado. La «cristiandad indiana», que fue sobre todo una «iglesia conventual», sufrió especialmente la agonía de no pocas de las antiguas órdenes religiosas. Por eso también la presión de las monarquías «católicas» de los distintos países europeos habían impuesto al Papado la supresión de la Compañía de Jesús, la más importante de las congregaciones, ligada al Papa por el cuarto voto de obediencia a sus designios. El Papado quedó así de muchos modos aislado y prisionero, en situación de extrema fragilidad.

Fue una de las horas más sombrías de su historia. Sometido a las presiones de la monarquía española y la Santa Alianza, el papa Pío VII [1800-1823], poco después de ser liberado de su prisión durante la ocupación de Roma por las tropas napoleónicas, escribió la encíclica Etsi longissimo terrarum (30 de enero1816), exhortando a los americanos a la lealtad a Fernando VII. Y en 1824, cuando la guerra está ya casi concluida a favor de los patriotas americanos, León XII [1823-1829] publicó un breve, Etsi iam diu, en el que nuevamente se condenaba la rebelión y se exhortaba a la obediencia del más que lamentable Fernando VII. Pedro de Leturia tiene páginas excelentes para situar la compleja contextualización de dichos documentos.[28]La exigencia de liberarse de su arraigo en el Antiguo Régimen y de discernir los nuevos «signos de los tiempos» costará a la Iglesia una larga y dramática transición.

Sin embargo, todos los grandes jefes de la independencia, comenzando por Simón Bolívar, siempre estuvieron interesados en establecer contactos directos con la Santa Sede a través de numerosas delegaciones y de los más variados emisarios, y trataron de informarla de sus propios puntos de vista y de restablecer relaciones oficiales con ella. Esto permitió que la Santa Sede fuera consultada y se ocupara directamente de América Latina, lo que había sido considerado imposible y rechazado por las monarquías que usufructuaban la concesión del Patronato Regio. Sólo en 1807 había llegado al Brasil el primer nuncio de Roma, junto con la corte portuguesa exiliada.

Especialmente significativa al respecto fue la misión del nuncio Mons. Juan Muzzi en Chile, en 1824, acompañado por el joven canónigo Mastai (que será después el papa Pío IX), que terminará con un fracaso pero que será signo promisorio de nuevas relaciones de los países independientes con Roma.[29]Poco a poco, el Papado se irá convirtiendo en el factor unificador y animador de la reconstrucción eclesiástica en América Latina, comenzando con la reconstitución gradual del episcopado. Simón Bolívar, que al principio de su vida pública fue deísta y más bien hostil a la jerarquía, fue evolucionando hacia una franca revalorización de la Iglesia católica, quizás por haber ido entrando más en sintonía con la fe de su pueblo, quizás por el vínculo unificador y cohesivo que la Iglesia podía ofrecer ante la tan temida anarquía.

Cuando en 1827 el Papa nombró obispos para Bogotá, Caracas, Santa Marta, Antioquia, Cuenca y Quito, suscitando la violenta protesta de Fernando VII, el «brindis» de Bolívar en Bogotá fue sumamente expresivo: «La causa más grande que nos une en este día, el bien de la Iglesia y el bien de Colombia. Una cadena sólida y más brillante que el firmamento nos liga nuevamente a la Iglesia romana, que es la puerta del cielo. Los descendientes de San Pedro han sido siempre nuestros padres, pero la guerra nos había dejado huérfanos (...). Estos Pastores dignos de la Iglesia y la República (…) son nuestros vínculos sagrados con el cielo y la tierra…».

Fue sobre todo en el pontificado de Gregorio XVI [1831-1846] en el que se procedió al nombramiento de nuevos obispos residenciales en toda América, contra el parecer de España, haciendo primar el criterio pastoral sobre las conveniencias diplomáticas. Sólo desde el centro romano, que va afianzando su libertad ante los poderes estatales en la segunda mitad del siglo XIX, se pudo proceder a reconstruir y revitalizar la presencia de la Iglesia en los pueblos latinoamericanos. De todos modos, la cristiandad americana sobrevivió a las condiciones críticas sufridas durante las guerras de la independencia. Las primeras constituciones de los nuevos países establecieron la religión católica como religión oficial del Estado, reconociendo tiempo después la libertad de cultos y procediendo, ya entrado el siglo XX, a la separación entre la Iglesia y el Estado.

La tradición cristiana continuó fuertemente arraigada en los más vastos sectores populares, no obstante una secularización propulsada por poderosos sectores de las oligarquías liberales. Esta tradición siguió siendo transmitida de madres a hijos, expresada y alimentada por las más variadas formas de « piedad popular». Sin embargo, ésta quedó necesariamente erosionada y empobrecida, sea por el desprecio de su barroquismo por parte de la Ilustración católica, de tonos jansenistas, moralistas, sea por un déficit de cuidado pastoral, actualización catequética y referencia sacramental (teniendo en cuenta que multitudes de bautizados quedaron sin la presencia y compañía de sacerdotes durante muchas décadas).

A costa del cisma entre elites y pueblos

Fue también consecuencia de la independencia el ahondamiento de la brecha, no sólo política, económica y social, sino también cultural, entre elites y pueblos en América Latina. Ya durante las guerras de la independencia pero más aún en las décadas subsiguientes, se hizo evidente y se profundizó ese cisma. Por una parte, las elites estuvieron deslumbradas por un creciente europeísmo, mirando a Francia e Inglaterra como modelos políticos y culturales, adecuándose imitativamente a las corrientes ideológicas cada vez más secularizadas en boga en los países metropolitanos; por otra parte, los pueblos siguieron arraigados en el humus del sustrato cultural católico, barroco, de la tradición iberoamericana.

Sectores políticos e intelectuales de los dirigentes de los nuevos países plantearon la necesidad de una total ruptura con el pasado, considerando esa herencia como el mayor obstáculo a todo progreso y a una real independencia intelectual. Las elites dirigentes fueron asumiendo de tal modo la lectura ideológica propagada desde el siglo XVII por las potencias emergentes competitivas -Francia, Inglaterra, Holanda- contra el Imperio español, a modo de «leyenda negra», de cuya génesis, recursos ideológicos y difusión, William Maltaby ofrece un panorama muy claro en su libro La leyenda negra en Inglaterra.[30]

Para combatir y derrotar al enemigo se lo cargaba con todo tipo de maldad e ignominia. Aquella España del Siglo de Oro, de la reforma católica y de la epopeya evangelizadora, de la lucha por la dignidad y defensa de los indígenas contra la explotación de los colonizadores, del jus gentium, de sus Leyes de Indias y de su vasta obra educativa, pasa a ser, sin más, el pavoroso fantasma de la Inquisición, las fuerzas oscuras del fraile ignorante y del soberbio jesuita, el desprecio por la ciencia y la destrucción de las Indias. Incluso los textos apasionados de Bartolomé de Las Casas, que tanto conmovieron a la monarquía española, fueron utilizados en dicha campaña.

No fue ni es buena defensa, por cierto, la de una hispanidad retórica, vestida de ropajes de cruzada espiritual y que ignora o atenúa el caudal de injusticias, violencias y muertes sufridas durante los procesos de la conquista y colonización. Sin embargo, ¿cómo no tener en cuenta la grandeza que animó a los mejores hombres de España, en medio de agudos dramas de conciencia, en la gestación de los nuevos pueblos americanos, en la organización de nuevas sociedades en medio de enormes dificultades y en la elaboración y aplicación de la legislación de Indias, más preocupados por defender a los indígenas de los propios colonizadores que de procurar la mejor explotación de los nativos?

Por otra parte, quien reduce la propagación del evangelio de Dios en el Nuevo Mundo a mero barniz ideológico de la explotación, no sólo muestra prejuicios anticristianos que impiden una lectura de la realidad a la luz de todos sus factores, sino que insulta a pueblos enteros arraigados en el bautismo recibido. ¿Cómo olvidar, además, que fueron los jesuitas criollos expulsados de su tierra natal en 1767, exiliados en tierras europeas, los primeros en dotar de expresión cultural al americanismo, precursores combativos y pregoneros literarios del nacionalismo americano? (cuya extraordinaria obra de civilización y progreso que habían sido las «reducciones» indo-jesuíticas en los vastos y diversos ámbitos fronterizos entre el Imperio español y el Imperio portugués en el Nuevo Mundo fue principio y germen de realización ante litteram).

Borrar y condenar todo el pasado impide una valorización más seria y verdadera de las propias raíces y la propia historia. La «leyenda negra» que retoman tales elites -sudario de dependientes y derrotados- afirma que algunos factores concatenados están en la base del atraso e incluso de la «barbarie» en América Latina: su pasado hispánico denigrado en bloque, sus raíces indígenas despreciadas, su sustrato cultural católico tachado de pre-moderno y «oscurantista», sus aborrecidas masas populares, mestizadas y «coloridas», generadas y crecidas en ese contexto cultural. Por eso, opusieron la «civilización» (el progreso de los países metropolitanos) a la «barbarie» (el atraso del propio pueblo y de sus matrices culturales), planteamiento ideológico ya rechazado por el sabio prusiano Alejandro de Humboldt,[31]que en los viajes que realizó por tierras americanas, a comienzos de 1800, afirmaba explícitamente su contrariedad respecto «a toda distinción perentoria entre naciones bárbaras y naciones civilizadas» y manifestaba su asombro ante la vida intelectual y social de la que fue testigo.

Desde entonces se fueron sucediendo generaciones de «modernizadores» iluminados e interesados, siempre dependientes de los modelos ideológicos de los países metropolitanos, con mentalidad neo colonial, de espaldas al propio pueblo, despreciativos de su cultura, dispuestos a educar y civilizar a los «bárbaros». España misma quedó envuelta en esa leyenda negra que acompaña siempre a los vencidos. Éstos confunden y leen en modos deformes la propia historia. La formación de las repúblicas latinoamericanas coincide con la máxima postración de España. Fue sólo la «generación del 98», como profundo interrogarse sobre esa crisis y los fundamentos de la reconstrucción, lo que permitió un reanudar positivo de vínculos entre España y América.

Hoy la leyenda negra ya no apunta contra España, sino contra la Iglesia católica y contra una América Latina capaz de integrarse desde sí misma, desde su autoafirmación histórica como sujeto. «La leyenda negra -escribía Methol Ferré[32]en la conclusión del año 1992, conmemorando el V Centenario- nos deja con las raíces podridas. Somos hijos de perra. Nuestra historia no vale la pena. Es la mera historia de una infamia. ¿Qué somos? ¿Qué podemos ser con tal nacimiento? Nadie, sencillamente nadie. Quedamos divididos con nosotros mismos, ni indígenas, ni criollos, ni mestizos, nada. Y de la nada, ¿qué puede ser? Sólo un nuevo destino colonial».

Un verdadero saber de las raíces indígenas, un verdadero saber de España y Portugal y, sobre todo, un verdadero saber de la Iglesia católica -que es lo más inclusivo de gentes y mundos latinoamericanos-, más allá de toda leyenda, mitología o ideología, resulta fundamental como ingrediente de una auténtica conciencia latinoamericana.

Tareas históricas pendientes

Escribir sobre la historia de las independencias o celebrar su memoria exige, a la luz de muchos estudios historiográficos, aproximarse con seriedad a la verdad de los acontecimientos históricos que desembocan en la independencia de los países iberoamericanos, más allá de mitologías o lecturas ideológicas, superando las limitaciones y distorsiones de la historiografía liberal que fue por muchas décadas la referencia oficial, académica y escolástica dominante, y que en buena medida conserva aún su persistencia y vigencia.

Esta recapitulación histórica también requiere superar la memoria romántica y presuntamente «patriótica» que reviste los procesos de independencia con un halo elegíaco y ejemplar, sin tener presente todos sus grandes fracasos y costos. Celebrar con seriedad dos siglos de independencias es afrontar las grandes tareas históricas pendientes que aquel legado plantea a nuestra actualidad. Ya lo decía José Martí hacia finales del siglo XIX: «Lo que Bolívar no ha hecho, ha de hacerse todavía». Se trata de crear las condiciones de una «segunda independencia» -más determinada por la propia tradición, por los propios recursos humanos y materiales, por las propias políticas, por los propios intereses e ideales, que por las potencias que dominan el escenario internacional-, por obra de una nueva gesta patriótica en América Latina, en el contexto de los actuales procesos de mundialización, que son de interdependencias múltiples.

¿Cuáles son, sintéticamente, esas grandes tareas históricas pendientes que tienen que enfrentarse en las condiciones actuales? Promover un desarrollo económico sólido y persistente. Si la segunda mitad del siglo XIX fue la de la incorporación y consolidación de las economías latinoamericanas en el mercado mundial del capitalismo industrial, en formas marginales y subalternas, y el siglo XX estuvo marcado por la conciencia del subdesarrollo latinoamericano, hoy día a América Latina se le plantea el reto de un crecimiento auto-sostenido, persistente, sin las alternancias sobresaltadas entre euforias y depresiones.

Para ello hay que aprovechar en modo inteligente los cuantiosos recursos que la Providencia de Dios ha puesto en nuestras tierras, incorporando sapientemente las impresionantes innovaciones de la Revolución tecnológica actual y formando e invirtiendo en ese banco de trabajo común el capital humano y social latinoamericano, sus mejores talentos de sabiduría, laboriosidad, sacrificio, solidaridad y esperanza; promover la reforma del Estado, actor fundamental; invertir en el capital humano y social; afrontar la cuestión social de la equidad; reconstruir el tejido familiar y social; construir auténticas democracias en condiciones que hoy son propicias para una nueva independencia; desbloquear y relanzar los procesos de integración, construyendo una paz entre hermanos y ahondando cimientos y manteniendo vivos ideales de independencia espiritual, todo ello constituye una nueva gesta patriótica.[33]

NOTAS

  1. La Carta de Jamaica es un texto escrito por Simón Bolívar el 6 de septiembre de 1815 en Kingston, capital de la colonia británica de Jamaica, en respuesta a una misiva de Henry Cullen, un comerciante jamaiquino de origen inglés residente en Falmouth, cerca de Montego Bay, donde expone las razones que provocaron la caída de la Segunda República en el contexto de la independencia de Venezuela. La carta, cuyo título era Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta Isla, pretendía atraer a Gran Bretaña y al resto de potencias europeas hacia la causa de los independentistas americanos. La edición en inglés de la carta tuvo el título de A friend y en castellano, Un caballero de esta isla. El original más antiguo que se conocía es el manuscrito borrador de la versión inglesa conservado en el Archivo Nacional de Colombia (Bogotá), en el fondo Secretaría de Guerra y Marina, volumen 323. La primera publicación conocida de la Carta en castellano apareció impresa en 1833, en el volumen XXI, Apéndice, de la Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador, compilada por Francisco Javier Yánez y Cristóbal Mendoza. No se había podido localizar el manuscrito original castellano, ni se conocía copia alguna entre 1815 y 1883, salvo las dos publicadas en inglés, de 1818 y 1825, hasta que, en noviembre de 2014, se informó del hallazgo, en un archivo ubicado en Ecuador, del manuscrito original del documento. (n.d.r.).
  2. “Mantuano” es una denominación con la que se conoció, primero en Caracas y luego en el resto de Venezuela, al blanco criollo perteneciente a la aristocracia local. El vocablo estuvo en uso desde el siglo XVIII hasta buena parte del siglo XIX. (n.d.r.).
  3. “Llaneros”: el término se refiere a las personas originarias de los Llanos, las sabanas de las zonas intertropicales de la parte norte de la cuenca del Orinoco que comprende regiones venezolanas y colombianas. En Colombia se llama: Llanos Orientales; en Venezuela: Región de los Llanos, que comprende los estados de Apure, Barinas, Cojedes, Guáiro, Anzoategui, Monagas, Portuguesa y Yaracuy (n.d.r.).
  4. José Tomás de Boves y de la Iglesia (Oviedo, 18 de septiembre de 1782 - Urica, estado Anzoátegui, 5 de diciembre de 1814), también conocido como el León de los Llanos, el Urogallo, la Bestia a caballo o simplemente Taita, fue un militar español, comandante del Ejército Real de Barlovento (también llamada la Legión Infernal) y caudillo de los llaneros en el transcurso de la Guerra de Independencia de Venezuela durante la llamada Segunda República (1813-1814) tras el fracaso del primer intento de independencia. Caudillo muy popular entre los llaneros, su liderazgo de Boves constituyó una causa fundamental para la caída de la Segunda República. Sin embargo, nunca llegó a gobernar el país ya que, al mando de los realistas en la crucial batalla de Urica, perdió la vida (n.d.r.).
  5. Hay que recordar que el fenómeno se dio desgraciadamente en otras partes de Hispanoamérica, como en México, donde Hidalgo ordenó fusilar y degollar a grupos de españoles inocentes; lo mismo se le achaca a Morelos, también en matanzas injustificadas, de las que serían acusados en sus respectivos juicios y de las que ellos mismos se lamentarían. (n.d.r.).
  6. El Tratado de Gante, firmado el 24 de diciembre de 1814 en Gante (en Bélgica, en la actualidad), fue la paz que dio fin a la guerra anglo-estadounidense de 1812 entre los Estados Unidos y el Reino Unido. (n.d.r.).
  7. Juan Egaña Risco (Lima, 31 de octubre de 1769 - Santiago, 20 de abril de 1836) fue un político, jurista y escritor chileno-peruano de gran prestigio en los primeros años de la República de Chile, redactor de la Constitución de 1823. (n.d.r.).
  8. Bernardo Monteagudo (1785-1825), Ensayo. Sobre la necesidad de una Federación General entre los estados Hispano-americanos y plan de su organización, en Escritos políticos. Recopilados y ordenados por Mariano A. Pelliza, Buenos Aires, La Cultura Argentina – Avenida de Mayo 646, 1916; en Biblioteca Digital Argentina (n.d.r.)
  9. Juan Martín de Pueyrredón y O'Dogan (Buenos Aires, 18 de diciembre de 1777-id., 13 de marzo de 1850) fue uno de los defensores de Buenos Aires contra los intentos de invasión inglesa en 1806; luego como militar y político argentino que se desempeñó como Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. (n.d.r.).
  10. Jorge Abelardo Ramos Gurtman (Buenos Aires, 1921-1994) fue un político, historiador y escritor argentino, creador de la corriente política e ideológica llamada la Izquierda Nacional, con influencia intelectual en Argentina, Uruguay, Bolivia y Chile. Fue embajador argentino en México entre 1989 y 1992. De vuelta en su país se dedicó a la creación de un Área Cultural del Mercosur hasta su fallecimiento. (n.d.r.).
  11. José Gervasio Artigas (Montevideo, 19 de junio de 1764-Asunción, 23 de septiembre de 1850): militar, político y héroe nacional uruguayo, recibió el título de “Jefe de los Orientales” y “Protector de los Pueblos Libres”. Fue uno de los protagonistas de la Revolución del Río de la Plata, motivo por el que es también honrado en Argentina por su contribución a la independencia y a la federación de este país latinoamericano. (n.d.r.).
  12. José Francisco de San Martín (Reducción de Yapeyú, Virreinato del Río de la Plata, 25 de febrero de 1778, actual Provincia de Corrientes, Yapeyú, Argentina -Boulogne-sur-Mer, Francia, 17 de agosto de 1850) fue un militar cuyas campañas fueron decisivas para las independencias de la Argentina, Chile y Perú. (n.d.r.).
  13. Francisco Morazán Quesada (Tegucigalpa, 3 de octubre de 1792 – San José de Costa Rica, 15 de septiembre de 1842) fue un militar y político hondureño que gobernó a la República Federal de Centro América durante el turbulento periodo de1827 a 1838. Se hace famoso tras su victoria en la Batalla de La Trinidad, el 11 de noviembre de 1827. Desde entonces, y hasta su muerte en 1842, Morazán dominó la escena política y militar de Centroamérica. (n.d.r.).
  14. Antonio José Francisco de Sucre y Alcalá (Cumaná, C. G. de Venezuela; actual estado Sucre, Venezuela; 3 de febrero de 1795 – Montañas de Berruecos, La Unión; Colombia, 4 de junio de 1830) fue un político, diplomático, estadista y militar venezolano, prócer de la independencia americana, así como presidente de Bolivia, Gobernador del Perú, General en Jefe del Ejército de la Gran Colombia, Comandante del Ejército del Sur y Gran Mariscal de Ayacucho. Era hijo de una familia acomodada de tradición militar, siendo su padre coronel del Ejército Patriota. Es considerado como uno de los militares más completos entre los próceres de la independencia sudamericana. Sucre lo logró la independencia de la actual Bolivia contra el parecer de otros próceres. Caído el régimen bolivariano en 1827, debió renunciar al cargo de presidente vitalicio de Bolivia y exiliarse en Ecuador. Desde allí luchó con los colombianos contra Perú y, tras vencerlos, estableció la paz de Piura. Ecuador lo eligió como su representante en el congreso general de Colombia reunido en Bogotá en 1830. Ese mismo año, mientras se dirigía a Quito para impedir la culminación de la independencia de Ecuador fue asesinado el 4 de junio. Según algunos por orden de José María Obando, jefe militar de la zona de Berruecos. Sucre dejó tras de sí un amplio legado como excelente militar y defensor de la emancipación de Hispanoamérica. (n.d.r.)
  15. Miguel Hidalgo y Costilla, también llamado “El cura Hidalgo”, (San Diego Corralejo, Guanajuato, 1753 - Chihuahua, 1811); es considerado el iniciador de la lucha por la independencia de México. Cura culto e ilustrado que había trabajado, desde su parroquia en la población de Dolores (diócesis entonces de Michoacán), por mejorar las condiciones de vida de los feligreses, Miguel Hidalgo se integró activamente en los círculos que cuestionaban el estatus virreinal y conspiraban para derrocar al virrey en coincidencia con la invasión napoleónica de España. Descubierta la conjura en que participaba, llama a tomar las armas (el llamado Grito de Dolores, el 16 de septiembre de 1810) logrando en sus comienzos a reunir muchos seguidores en Guanajuato y Regiones vecinas. Fracasado su intento de ocupar México, dirige su campaña hacia el Occidente, siendo al final derrotado, juzgado (21 de mayo de 1811) en un doble proceso eclesiástico y civil, condenado a muerte y fusilado, por las autoridades españolas de México, entonces en obediencia a la Junta de Cádiz, el 30 de julio de 1811 (n.d.r.).
  16. José María Teclo Morelos Pérez y Pavón (Valladolid (hoy Morelia), Michoacán, 30 de septiembre de 1765 - Ecatepec, Estado de México, 22 de diciembre de 1815), fue sacerdote, discípulo de Hidalgo y su continuador en la lucha por la independencia de México, que organizó táctica y políticamente, siendo el artífice de la segunda etapa (1811-1815) de la guerra de Independencia de México, que alcanzará Agustín de Iturbide, antiguo general realista, en 1821. El 5 de noviembre de 1815, Morelos fue capturado en Tezmalaca, Puebla, por las tropas realistas. Llevado a México donde fue juzgado (14-23 de noviembre de 1814). La principal acusación contra él fue la de haber incurrido en el delito de alta traición al rey, a la patria y a Dios, sabotaje del virreinato y provocar muertes y destrozos. En su contestación, Morelos respondió diciendo "En España ya no había rey, se fue a su casa de Francia, pero si bien regresó, volvió al trono como un déspota contaminado de irreligiosidad". Fue degradado como sacerdote por una Inquisición, ya sin derecho, de manera muy discutible, condenado a muerte por alta traición y fusilado el viernes 22 de diciembre de 1815. Morelos es considerado por una buena mayoría de los historiadores, como un sacerdote muy consciente de su ministerio, a pesar de sus lacras, y como uno de los próceres de las independencias más rectos, a pesar de errores cometidos. (n.d.r.).
  17. Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios de Aguirre, Ponte-Andrade y Blanco, (Caracas, 24 julio 1783 –Santa Marta, 17 diciembre 1830), llamado el Libertador; Caracas, Venezuela, 1783 - Santa Marta, Colombia, 1830) Caudillo de la independencia hispanoamericana. Nacido en una familia de origen vasco de la hidalguía criolla venezolana, Simón Bolívar se formó leyendo a los pensadores de la Ilustración (Locke, Rousseau, Voltaire, Montesquieu) y viajando por Europa. En 1810, aprovechando que la metrópoli se hallaba ocupada por el ejército francés, se unió a la revolución independentista que estalló en Venezuela, dirigida por Francisco de Miranda. El fracaso de aquella intentona obligó a Bolívar a huir del país en 1812; tomó entonces las riendas del movimiento, lanzando desde Cartagena de Indias un manifiesto que incitaba de nuevo a la rebelión, corrigiendo los errores cometidos en el pasado (1812). Bolívar, presidente ya de Colombia (1819-30), lo fue también de Perú (1824-26) y de Bolivia (1825-26), implantando en estas dos últimas Repúblicas un modelo constitucional llamado «monocrático», con un presidente vitalicio y hereditario. Sin embargo, los éxitos militares de Bolívar no fueron acompañados por logros políticos comparables. Su tendencia a ejercer el poder de forma dictatorial despertó muchas reticencias; y el ambicioso proyecto de una gran Hispanoamérica unida chocó con los sentimientos particularistas de los antiguos virreinatos, audiencias y capitanías generales del imperio español, cuyas oligarquías locales acabaron buscando la independencia política por separado. Bolívar fue considerado como El hombre de América. Morirá retirado en una hacienda de un amigo cerca de Santa Marta (Colombia) el 17 de diciembre de 1830. En los últimos momentos de lucidez dictó su testamento y un proclama en el que deseaba que al menos su muerte sirviese para consolidar la unidad y superar las facciones existentes. (n.d.r.).
  18. Tulio HALPERÍN DONGHI, Hispanoamérica después de la independencia: consecuencias sociales y económicas de la emancipación. Paidós, Buenos Aires 1972. (n.d.r.).
  19. William W. KAUFMAN, La política británica y la independencia de la América Latina. 1804-1828, Universidad Central de Venezuela 1963. Cf. Sir Charles KINGSLEY WEBSTER , Gran Bretaña y la Independencia de la América Latina: 1812-1830 : documentos escogidos de los Archivos del Foreign Office. 1944. (n.d.r.).
  20. Pedro MORANDÉ [filósofo e historiador chileno], Cultura y Modernización en América Latina, Instituto de Sociología, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1984 [Resumen: Publicado por alonsolaborda Apr, 19, 2014] (n.d.r.).
  21. Ricaurte SOLER, Idea y cuestión nacional latinoamericanas de la independencia a la emergencia del imperialismo. Siglo XXI, Nuestra América, México 1980 (1987³). ISBN 968-23-1007-5.
  22. Pierre CHAUNU, L'Amérique et les Amériques, Libraire Armand Colin, 1963.
  23. “Gauchos” son los vaqueros a caballo que recorren las pampas del Cono Sur de América Latina: Argentina, departamento de Tarija en Bolivia, sur del Brasil, Paraguay, Uruguay y Chile (aquí les llaman huasos) para seguir y cuidar del ganado. Es una figura ya legendaria y típica en la historia de las pampas suramericanas. (n.d.r.).
  24. El gaucho Martín Fierro: es un poema narrativo argentino, escrito en verso por José Hernández en 1872, obra literaria considerada ejemplar del género gauchesco en Argentina, Uruguay y Río Grande del Sur (estado más meridional de Brasil). Debido a que tiene una continuación, La vuelta de Martín Fierro, escrita en 1879, este libro es también conocido como «La Ida». Ambos libros han sido considerados como libro nacional de la Argentina, bajo el título genérico de «El Martín Fierro».
  25. Bernardino de la Trinidad González Rivadavia y Rivadavia (Buenos Aires, 20 de mayo 1780 –Cádiz, 2 de septiembre 1845), político argentino y primer presidente elegido del país desde el 8 de febrero de 1826 y 7 de julio de 1827. Fuertemente centralista combatió a los federalistas. Tuvo que enfrentarse con el Brasil para controlar el territorio de Uruguay. Combatido por los federalistas y por numerosas revueltas provinciales, decidió dimitir el 29 de junio de 1827. Le sucede Vicente López y Planes. En 1829 abandona Argentina y se exilia en España, volviendo al país en 1834, esperando retomar el poder, pero fue expulsado a Brasil. Vuelve a España y muere en Cádiz en 1845, dejando como su última voluntad que su cuerpo nunca fuese repatriado a Buenos Aires. (n.d.r.).
  26. José Matías Delgado y de León (San Salvador, 24 de febrero de 1767 - ibídem,12 de noviembre de 1832), criollo, sacerdote y párroco, Doctor en Cánones por la Pontificia Universidad de Guatemala, es considerado uno de los prohombres de la independencia de El Salvador a partir de 1811 y uno de los firmantes el año 1821 del Acta de independencia centroamericana. Posteriormente fue investido, pero no consagrado, como Obispo de la Diócesis de San Salvador inválidamente creada por el gobierno de su país (27.IV.1824), basados sobre los privilegios del antiguo Patronato. (n.d.r.).
  27. Juan Facundo Quiroga (1788-1835), hijo de campesinos ganaderos, nacido en La Rioja, caudillo argentino que apoyó el federalismo cuando el país se estaba todavía formando como estado independiente. Entrará de lleno en la política en su región de La Rioja en 1820 como su gobernador federalista y combatirá los unitarios de Rivadavia. En una cadena de levantamientos y guerras civiles entre federalistas y unitarios. Será asesinado en estas circunstancias produciendo una grave crisis en la Confederación y dando lugar al comienzo del gobierno de Rosas. En 1845 Domingo F. SARMIENTO escribe: Facundo o Civilización y Barbarie. Trata sobre el caudillo riojano y las diferencias entre los federales y unitarios. Es una descripción de la vida social y política del país que tiene alcances sociológicos e históricos, pues ofrece en él una explicación sociológica del país fundada en el conflicto entre la «civilización» y la «barbarie», personificadas respectivamente en los medios urbano y rural. En su crítica entra también el régimen de Rosas. (n.d.r.).
  28. Pedro de Leturia (1891-1955), jesuita vasco-español, iniciador de la Facultad de Historia Eclesiástica en la Pontificia Universidad Gregoriana, es considerado como un máximo exponente de la historiografía relativa a la posición de la Santa Sede ante las independencias latinoamericanas. Su obra fundamental es: Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, 1493-1835, 3 Vols, Analecta Gregoriana, 101-103, P. Universidad Gregoriana 1959; Publ. De la Sociedad Bolivariana de Venezuela, Roma-Caracas 1959-1960. Cf. Carlos OVIEDO CAVADA, Padres Pedro de Leturia y Miguel Batllori, S.I.: La Primera Misión Pontificia a Hispanoamérica 1823-1825, en Historia, n. 4, Santiago 1965, 322-324. (n.d.r.)
  29. Cf. Miguel BATLLORI, S.I., La primera misión pontificia a Hispanoamérica, 1823-1825. Relación oficial de Mons. Giovanni Muzi (Studi e Testi, 229). Città del Vaticano 1963; Giacomo MARTINA S.I., La prima missione pontificia nell’America Latina, en Archivum Historiae Pontificiae, Vol. 30; G. TANZI, Documenti sulla missione pontificia al Cile e al sudamerica di mons. Giovanni Muzzi rinvenuti a Città di Castello, en Arch. Hist. Pontificae, 20 (1982) 252-336. (n.d.r.).
  30. William S. MATALBY, The Black Legend in England. Duke University Press, Durham 1968 y 1971.
  31. Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander Freiherr von Humboldt [Alejandro de Humboldt] (Berlín, Alemania, 14 de septiembre de 1769-6 de mayo de 1859), geógrafo, astrónomo, humanista, naturalista y explorador alemán, hermano menor del lingüista y ministro Wilhelm von Humboldt, considerado «padre de la Geografía Moderna Universal», fue un naturalista polivalente. Los viajes de exploración le llevaron de Europa a América del Sur, parte del actual territorio de México, Estados Unidos, Canarias y a Asia Central. (n.d.r.).
  32. Alberto René Methol Ferré (Montevideo, 31 de marzo de 1929 - 15 de noviembre de 2009), escritor, periodista, historiador y filósofo es considerado uno de los intelectuales latinoamericanos más fecundos por su producción y más originales por su pensamiento. (n.d.r.).
  33. Temas desarrollados en: Guzmán CARRIQUIRY, El Bicentenario de la Independencia de los Países Latinoamericanos. Prólogo del cardenal Jorge Mario Bergoglio, E. Encuentro, Madrid 2011, 84-129. (n.d.r.).

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