FRANCISCANOS NOTABLES EN PERÚ; Siglos XVI y XVII

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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PADRE FRANCISCO DE MORALES (1547-1568)

No fue exclusivo de nadie el salir en defensa de los indios en las primeras décadas de la colonización. Es el caso del Padre Francisco de Morales, que llegó al Perú cuando tenía 30 años y trabajó aquí más de dos décadas, probablemente entre 1547 y 1568. La militancia de este franciscano en favor de los indios tuvo que ser muy apasionada para que en 1550 La Gasca, sin conocerlo personalmente, dijera al Rey que era hombre celoso “del servicio de Dios y descargo de la conciencia de Su Majestad y del buen tratamiento y conservación de los naturales y deseoso de su alumbramiento y conversión a nuestra fe católica”.[1]

Se conocen varios Memoriales del P. Francisco de Morales, todos en defensa del buen gobierno y trato de los indios. Uno está fechado en Lima, el 27 de abril de 1561. Está dirigido al Rey y se muestra dolorido, pues quiere que este Reino y su nueva Iglesia “vaya en aumento así en lo espiritual como en lo temporal”. Asimismo en Lima, en abril de 1562, el P. Morales firma el Memorial que los Provinciales de las tres Órdenes que trabajaban en el Perú envían al Rey, reclamando por los cambios ocurridos en la cúpula del aparato gubernativo del virreinato.[2]

Cinco años más tarde, en 1567, el presidente Licenciado Castro les planteó específicamente la cuestión del trabajo forzoso y de la mita. En respuesta colectiva que firma en segundo lugar el provincial franciscano Fr. Juan del Campo y otros dos franciscanos —Fr. Diego de Medellín y Fr. Juan de Vega- opinan que los indios son libres y no pueden ser compelidos a ningún trabajo, sino que se alquilen por su voluntad y por salario; en cuanto al trabajo en minas, deben guardarse las ordenanzas que lo regulan en favor de los indios.[3]

Pocos años después el virrey Toledo consultó también sobre esto al arzobispo y a los Superiores de las Ordenes, y pretendió después que estos habían aprobado el repartimiento forzado para las minas, pero los franciscanos -el Comisario General Fr. Jerónimo de Villacarrillo y el Provincial Fr. Juan del Campo- negaron en carta al Rey (Lima, 11 de marzo de 1575) que ellos hubieran consentido en que los indígenas fuesen obligados a dicho trabajo.[4]

Llegado al Perú, no tardó don Luis de Velasco hijo (1534-1617), virrey de Perú entre el 24 de julio de 1596 y el 18 de enero de 1604,[5]en tener que decidir sobre la extensión del repartimiento a las nuevas minas que era necesario poner en actividad. Se conocen las tres opiniones dadas al Virrey sobre este punto por los dominicos, franciscanos y jesuitas. Los franciscanos dieron por buenos los repartimientos que se hacían hasta entonces; pero ampliar este repartimiento a nuevas minas les parece que “sería cosa rigurosa y en alguna manera injusta”, y a la larga perjudicial para los dominios de su Majestad.[6]

En 1568, a poco de retornar a España, el Padre Morales elevó un Memorial sobre la situación del Perú a requerimiento del Consejo de Indias. Denuncia la reiteración de los errores y horrores de las nuevas conquistas, y suplica al Rey remediar los abusos más graves que padecían los indios. Para el franciscano el verdadero remedio consistía en la enmienda de los aparatos estatales coloniales, de sus hombres, pues “los que gobiernan en aquellas partes en nombre de vuestra alteza hay algunos que estorban por diversas vías... negocio ciertamente gravísimo y digno de gran castigo (…) porque es profunda la malicia de los ministros”.

Para el franciscano la verdadera hacienda para la Corona era el “buen tratamiento y conservación de estos naturales, y a que se tomen a multiplicar y crecer para reparo de lo que se han disminuido, formando muy gran pena y escrúpulo dello y para el remedio (Su Majestad) ha dado y cada día da muchas y rigorosas provisiones...”.

Este Memorial representa una de las posiciones más completas y articuladas del llamado «partido de los indios». Es cierto que no ofrece cosas nuevas sobre la situación del Perú, pero su valor radica en la exposición de conjunto reivindicando un destino justamente cristiano para los indios. El franciscano vuelve a protestar contra los abusos más graves que padecen los indios: echarlos a las minas, cargarlos como bestias, obligarlos a los servicios y alquileres, someterlos al cultivo y consumo de la coca; en el injusto tributo a los encomenderos...

De remediarse éstas faltas, el P. Morales proclama que los míseros indios “se habían de aficionar a las cosas de nuestra santa fe católica como cosa tan importante a su salvación”. Sigue insistiendo en la reforma temporal y espiritual de las Indias, pide restablecer las líneas legítimas de los señores naturales de la tierra en los casos donde fueron despojados del mando por los encomenderos y en cuanto a los eclesiásticos se designe a aquellos que se hayan ocupado “en la predicación de españoles y en la de indios en su lengua”, personas notables en vida, ciencia y larga experiencia “que han sido con el favor de Dios gran freno a los españoles y los indios han recibido y reciben gran bien para sus almas y conservación”.

El P. Morales requiere que los aparatos estatales se recompongan en la forma: los virreyes deben ser buenos cristianos y se les debe dejar «morir allá», los oidores de las audiencias tienen que ser “buenos cristianos temerosos de Dios y no se dejaría de acertar en que algunos de ellos fuesen letrados que allá están”. Asimismo reclama trasladar el Consejo de Indias a las propias Indias, como lo había pedido hace años el difunto virrey Antonio de Mendoza (1495-1552),[7]y además debía conformarse con personas de España y de las Indias. Retomó también el anhelo de introducir en su seno al Protector de Indios.[8]

PADRE LUIS JERÓNIMO DE ORE (1598)

Este ilustre franciscano nacido en Ayacucho es uno de los misioneros de la primera hora. Viajó mucho, pues estuvo en Europa, en Cuba, en la Florida y en Chile. Pero ante todo fue un misionero que se preocupó por la suerte de los naturales con quienes le tocó trabajar, como los habitantes de los valles de Jauja y del Colca, y en las zonas del Cuzco y Potosí. Para ayudar a mejor cristianizar a sus neófitos y para los doctrineros, escribió dos memorables obras catequéticas, en los principales idiomas indígenas del Perú, que fueron muy bien aceptadas en su tiempo. En ellas no sólo se contienen las verdades de la fe cristiana, sino acertadas disposiciones pastorales y catequéticas para la buena marcha de las doctrinas franciscanas.

En el «Symbolo Catholico Indiano» se lamenta (párrafo IX) del “increíble dolor y sentimiento” de los indios, de los religiosos y de los españoles por haber hecho degollar públicamente en la plaza del Cuzco el virrey Toledo al último inca, Túpac Amaru (24 setiembre de 1572); pero enseguida elogia a este virrey “por haber hecho las reducciones de muchos poblezuelos juntándoles en uno, por lo cual hay mejor comodidad para doctrinarlos... y asistir el cura de ordinario con ellos, para con su presencia y asistencia deshacer lo natural de sus inclinaciones, porque son muy dados a borracheras y vicios, y aunque hasta ahora han sido muy inclinados a la idolatría de sus guacas [o huacas] y del sol y de la luna, ya esto se va perdiendo y reina sólo el nombre de Cristo en toda esta tierra, donde habrá cien años y aún menos de ochenta que la tenía toda poseída y tiranizada el demonio. Y al fin es todavía muy grande esta mies de cristianos mal convertidos, y no hay poco que hacer en las doctrinas, si los curas de ellos atienden a la obligación de su oficio y vocación”.

El párrafo VI termina con estas palabras: “Dichosos y bienaventurados los que libres y desviados de las tinieblas de la muerte, van ya camino del cielo y dan pasos para la vida eterna, guiados de la luz clarísima del conocimiento de Dios. Desdichados por el contrario los que habitan en esta región de la sombra de la muerte en estas Indias Occidentales, donde principalmente se mira y echa el ojo ya para el lance y anzuelo tal interés, más que a la pesca y ganancia de las almas redimidas por la sangre del Cordero sin mancilla, Jesucristo. Desdichados los naturales, infeliz condición servil de los indios, que entre otros impedimentos que tienen para su salvación, más para sentir, que para escribir o decir, es uno: la falta de pastores y guardas cuales Cristo quiere que sean los de sus ovejas... Testigo de esto es la misma tibieza que vemos en los indios, pues las cosas de su conversión las tienen por accesorias, y acuden, como si fuera más principal, a las continuas ocupaciones, trabajos, mitas y servicios personales en los caminos y en las ciudades y lugares, en los fletes y trajines de diferentes géneros en que nunca paran en todo el año y en toda la vida, y con grande disminución de esta nación de los indios”.[9]

PADRE MIGUEL DE AGÍA

El P. Agía era natural de Valencia (España), donde tomó el hábito franciscano. Pasa a México en 1563 y es destinado a Guatemala, donde llega a ser nombrado Guardián [prior] y Definidor [consejero]. En 1594 viaja a España, donde es nombrado Secretario del Comisario General del Perú, visitando en calidad de tal gran parte de los países de América del Sur. Pero donde más tiempo reside es en Lima, donde prepara sus escritos y hace de Lector [maestro] de Teología. Finalmente también muere en esta ciudad.

En 1604 el P. Miguel de Agía escribía en Lima su tratado «Servidumbres personales de indios», en el que estudia la Cédula real de 1601, con la que Felipe III intentó abolir por completo el trabajo forzado y toda clase de servicios personales (Valladolid, 24 de noviembre de 1601). El libro del Padre Agía mereció los más favorables elogios y fue impreso en Lima en 1604.[10]

El virrey Luis de Velasco recibió el poder adicional para suspender la Cédula, lo que de hecho ejecutó, después de haber escuchado la opinión de las consabidas “personas graves de conciencia y experiencia”. Entre estas figuró el franciscano P. Miguel de Agía. En abril de 1603 el P. Agía dio al virrey tres pareceres donde examinaba: 1) el contenido de la real cédula de 1601 y el alcance de sus disposiciones; 2) si dicha cédula era conforme a justicia; y 3) qué facultades se le concedían al virrey en la ejecución de la misma.

El autor firma cada uno de sus tres pareceres titulándose lector de Teología; el segundo lleva, además, la ratificación del propio Comisario General Fr. Juan Venido —futuro Comisario General de Indias y obispo de Orense- y de los padres Fr. Benito de Huertas, Fr. Juan de Montemayor, ex Comisario General del Perú, y Fr. Jerónimo Valera, lector de Teología, los cuales expresan que aprueban la opinión afirmativa del P. Agía “con las condiciones arriba dichas, con que se justificaba la labor de las minas”.

Entre las aprobaciones de la obra para su impresión figuran las de los padres Huerta y Montemayor. La primera nada ofrece de particular, pero la de Montemayor merece especial atención, por ser una de las que el citado Comisario General Fr. Juan Venido recomendó que se pidiesen por tratarse de materias “gravísimas y dificultísimas y que han causado escrúpulos a varones doctos y temerosos de Dios y de conciencia, así en España como en las Indias”. El P. Montemayor aprobó sin reservas las conclusiones de Agía, y lo mismo hizo el provincial franciscano Fr. Diego de Pineda.

Cabría decir que Agía expresó, en lo fundamental, la opinión común de los franciscanos del Perú. Tal opinión podría condensarse en las palabras del primer «Parecer» de que “no prohíbe su Majestad absolutamente los repartimientos de indios, sino solamente en la forma y como hasta agora se han acostumbrado”. También perduraba, según el P. Agía, el repartimiento para las minas, sementeras y obrajes, y ello por ser indispensable a la conservación de las Indias.

Clarificando ideas, explica la diferencia entre los «servicios personales» -que sí considera prohibidos por la cédula de 1601- y el repartimiento o mita: los primeros eran perpetuos y sin paga, el segundo temporal y con paga, aquellos para utilidad de particulares, éste para el bien común de la república. Sigue examinando otras falsas nociones -según él- que se habían llevado siniestramente hasta la Corona y dieron origen a la Cédula de 1601. El problema que demuestra del problema concreto que en el Perú estaba discutiéndose parece extraordinario, aunque sus juicios sobre los indios, sin ser en manera algunos duros, difieren mucho de los de otros escritores.

Admite incluso que se puede ampliar el repartimiento para atender a las minas nuevas que se crean necesarias, aunque esto debería ser en “cantidad moderada”. La única cosa que el P. Agía juzga debe prohibirse en absoluto es el trabajo de los indios en la mina nueva o de San Jacinto, en Huancavelica, que había visitado en mayo de 1603 quedando horrorizado de las condiciones de insalubridad y peligro que allí se daban. Pero no todas fueron aprobaciones para los pareceres del P. Agía, pues también hubo algunas censuras, y entre ellas no faltó la de algún franciscano. Lo cual prueba, una vez más, que no existía una doctrina oficial de la Orden, como no la tuvo en realidad Orden alguna.


PADRE JUAN DE SILVA (1613)

En 1609 se daba otra cédula real sobre servicios personales y repartimientos de indios. Fue enviada a Méjico y al Perú, que entonces gobernaba el virrey Montesclaros.[11]Entre otros dan su parecer el P. Juan de Silva, misionero en la Florida (1595) y que participó en los viajes a las Islas del Pacífico. Antes de vestir el hábito franciscano había servido en los tercios y armadas de Felipe II. En su contacto con los problemas de América, escribió numerosos Memoriales a las cortes de Madrid y Roma, proponiendo el envío de «centenares» de misioneros a las regiones australes, con planes de evangelización pacífica.[12]

Después de trabajar más de 20 años en América, vuelve a España y reside en Madrid, en donde publica en 1621 un volumen sobre la predicación pacífica y sobre los servicios personales de los indios. En sus escritos se muestra ferviente partidario de los derechos de los indios y de su buen trato, todo lo cual no siempre lo cumplían los gobernantes y funcionarios del Nuevo Mundo. Aunque no residió en el Perú, estaba suficientemente enterado de sus problemas por los frailes con quienes trató como para poder opinar, como efectivamente lo hizo.

Hay en el Perú, dice, dos tipos de repartos: unos, para las minas, como las de Potosí y Huancavelica; y otros, para el servicio de las mismas personas, casas o granjerías de los españoles. Este último no es injusto, si se cumplen las condiciones de la cédula del repartimiento. De hecho, le informan, es tal la necesidad que tienen los españoles del servicio de los indios que porque no se les vayan les dan un tratamiento tan cristiano y benigno que “más parecen los españoles sus siervos y tributarios, que no lo contrario”; luego es muy lícito y cristiano, pues es «in bonum fidei». Y para ello puede permitirse “alguna cristiana y moderada compulsión, esto es, que no sea fuerza servil, sino filial, como de padre a hijos”.

Pero el repartimiento y servicios personales de las minas “en el modo y forma que hasta agora se ha ejecutado y de presente se usa en todo el Perú y Nueva España es, sin excepción ninguna, tiránico, cruel, injusto y directamente contra la ley evangélica y las demás leyes humanas”. Expone a continuación los repartimientos tal como se hacen en el Perú; relata los malos tratos que reciben y cómo se opone a la ley natural; cita abundantes textos bíblicos, autoridades de teólogos y expone los daños que de ellos se siguen “para que, lo uno y lo otro, muevan a Su Majestad y a su Real Consejo a la aceleración y presteza del remedio”.

¿Cuál puede ser el remedio? Antes de contestar, el P. Silva aclara dos cosas: 1) que el mal es remediable, y 2) culpables de que aún no se hayan remediado tales males, han de ser o el Rey, por no haberlo mandado, o los gobernantes de Indias, por no haberlo obedecido. No son los reyes, porque abundan las reales cédulas prohibiéndolos. Luego “la han tenido y la tienen los ministros que Vuestra Majestad tiene y ha enviado a los reinos de Indias, los cuales, siendo tan cristianos... hacen gran dificultad averiguar la causa de tan gran remisión y dilación y de haber atropellado los mandamientos de Dios, de los Sumos Pontífices, los fueros de las leyes divinas y humanas...”. Estos, dice, “no tienen excusa posible... todos ellos han pecado y pecan gravísimamente, y están obligados cada uno in «solidum», a la restitución y reparo de todos ellos”.

Pasa el P. Silva a exponer los remedios: El primero, una vez conocida la causa del mal (que es la gran codicia) será elegir unos ministros que sepan posponer sus intereses particulares a la honra de Dios y servicio de Su Majestad y que cumplan las reales cédulas. El segundo remedio, dice que ya se le había expuesto por escrito al Conde de Lemos;[13]y podría implantarse poco a poco. Se comenzaría por las minas, para que sirva de ejemplo. De hecho en casi todas las minas de Nueva España los indios trabajan voluntariamente, “no hay un solo indio de repartimiento”.

Para los servicios de casa de los españoles, los caciques ayudados por eclesiásticos, “se junten y, en cuerpo de comunidad, ordenen entre sí de ayudar y servir a los españoles voluntariamente”; para lo cual se juntarán “un día a la semana en la plaza o en el patio del convento o iglesia para alquilarse voluntariamente con los españoles”. El P. Silva no adopta una postura radical contra los repartimientos, sino más bien moderada, apoyándose en el ejemplo de Chile, en la doctrina aristotélica de la servidumbre natural, y por su experiencia en Méjico, donde los indios, según él, se sentían atraídos por el trabajo en las minas.

Por último, aporta un tercer remedio: que mande su Majestad a los gobernantes de las Indias que hagan juntas con prelados y letrados, “sin participación de ningún secular interesado”, para que viendo el expreso mandato de su Majestad de quitar el servicio, arbitren el modo de quitarlos y poner lo que fuese más a propósito, pues ellos “como más experimentados y que tienen las cosas presentes, podrán arbitrar”.[14]

PADRE GREGORIO BOLÍVAR (1626)

Este misionero franciscano después de haber intentado la conversión de los indios Panataguas en la región de Huánuco, volvió a internarse entre los indios de la actual Bolivia, desapareciendo para siempre en 1631. Como perfecto conocedor de las necesidades de las misiones y dolorido porque en el Perú no encontraba eco en las autoridades eclesiásticas y civiles, emprende un viaje a Europa para presentar a las Cortes de Madrid y Roma sus planes de reforma de las misiones y doctrinas.

Estos proyectos eran de tal magnitud que, según él, sólo la suprema autoridad del Papa podía llevarla a cabo. En Roma movió todos los resortes ante la recién creada Congregación de Propaganda Fide, lo que era una novedad entre las relaciones entre la Corona de España y Roma. Su viaje a Europa no fue infructuoso, pues consiguió doce misioneros franciscanos para conducirlos al Perú. Sin embargo, después de tanto esfuerzo, no tuvo éxito en sus empresas misionales, por lo menos aparentemente.

Aquí nos interesa hacer resaltar sus propuestas de reforma, que también fueron consideradas como muy ambiciosas por la misma Congregación de Propaganda Fide. «Descuidadísimos» llama a los Prelados, y a los religiosos y clérigos les echa en cara su “avarienta codicia y otras malas semillas que el desvarío ha sembrado” en ellos. El P. Bolívar está convencido de que la renovación del apostolado misional es inseparable de la reforma del gobierno eclesiástico de las Indias.

De los 24 puntos en que sintetiza sus «Advertencias», las tres cuartas partes están directamente relacionadas con la reforma del clero, tanto de los obispos como de los curas doctrineros, lo mismo de los sacerdotes diocesanos que de los religiosos. En varias se refiere a los abusos e injusticias que comete el clero con los indígenas. En el número once demanda que “a los curas y jueces se les prohíba sacar los indios forzados fuera de sus provincias para trajines y contrataciones”.

El misionero reclama con energía que los clérigos no negocien con bebidas alcohólicas entre los indios; que no les compren para esclavos ni los vendan a los que pagan tributo. Solicita que se prepare un personal misionero idóneo y que los religiosos destinados de España para las misiones sean efectivamente enviados a las misiones vivas, pues “muchos religiosos que eran enviados en calidad de misioneros, se quedaban sin ver la cara a ningún infiel”.[15]

PADRE BERNARDINO DE CÁRDENAS (1639)

En la historia misionera de este insigne franciscano podemos distinguir claramente dos etapas; la de misionero y la de obispo. Aquí solamente nos importa ver su actuación misionera y cómo salió siempre en defensa de la dignidad individual y social de los indios según lo vemos en su vida y en sus escritos. Su actuación como obispo y sus pleitos con los jesuitas es lo que ha hecho correr más tinta, mas no es del caso tratarlo aquí, que por otra parte no siempre ha sido juzgado sin apasionamiento.

Con el inicio del siglo XVII van apareciendo entre los franciscanos del Perú varias figuras ya nacidos y formados en ambientes criollos. Es el caso del P. Bernardino de Cárdenas, nacido en La Paz (Bolivia) en 1562. Pronto se distinguió por su preparación teológica y misional, insigne predicador y buen conocedor de los idiomas indígenas, como el quechua y el aymara. Misionero en las conversiones [misiones] de La Paz, entra en 1622. En 1629 se le nombraba, por encargo del Concilio Provincial de Argentina, para la extirpación de la idolatría en esas regiones.

En 1637 se hallaba de Visitador de la provincia de Caylloma (Valle del Colca), diócesis de Arequipa, lugar donde se hallaban unas importantes minas y doctrinas a cargo de los franciscanos. No había acabado de visitar esta región y era nombrado obispo de la Asunción, en Paraguay; que tantos sinsabores le traería. En Caylloma firmaba su informe el 1 de octubre de 1639. Este «Auto» o Provisión, prohibiendo so pena de excomunión vender vino ni chicha a los indios.[16]

En él tiene palabras duras contra los abusos y expone las razones para no vender vino a los indios. “La una es porque el mucho vino que beben los indios y las más veces nuevo y malo, sin que lo vaya nadie a la mano, les causa ordinarios tabardillos y dolores de costado, de que mueren innumerables lastimosamente, como se ve cada día”. La segunda, porque “en el trajín de vino los corregidores, tenientes y muchos españoles, que tienen este trato por ser de tanta ganancia de plata, aunque de lastimosa pérdida de almas, ocupan gran suma de indios, sacándolos de sus pueblos y aún escanjaldados de la mita de Potosí, y como son de tierras muy frías los indios y entran por el vino en valles calidísimos y enfermos, mueren innumerables cada año, hartos más que en la mita de Potosí.

Lo tercero, porque en sus borracheras muy de ordinario se matan los indios unos a otros y sus mujeres, y luego los jueces ahorcan a los matadores castigando al homicida, y nunca la causa de tantos, y así vienen a morir a dos manos muchos indios”.

La opinión sobre este misionero fue sumamente favorable, y así el P. Córdova Salinas, que le debió conocer, se expresa así: “A quien Dios ha comunicado el don de lenguas generales de los indios, con tan conocido fruto, que no ha habido ministro alguno en estos reinos que lo haya hecho mayor en estos tiempos, ni a quien los indios hayan tenido tan singular amor y reverencia, siguiéndolo a millares, llamándole padre de los pobres, predicador apostólico y ángel de su Guarda, con que obligó a todos los prelados, arzobispos, obispos y padres del Concilio Provincial Argentino, que se celebró el año 1629, a que le nombrasen por su legado, para la extirpación de la idolatría de su arzobispado y sufragáneos: en cuya ejecución no dejó pueblo, estancia, quebrada, ni retiro de indios, por inaccesible que fuese, donde no se publicase el reino de Dios. Llévales la luz del Evangelio en partes donde jamás había llegado; extirpando maravillosamente las idolatrías, desterrando ritos gentílicos; derribándoles más de doce mil ídolos, predicando casi todos los días dos y tres sermones a españoles y a indios, en las dos lenguas generales del Perú; siendo innumerable el concurso que le seguía, saliendo los indios de sus cuevas, cimas y retiros a buscarle y a oírle, con que han sido innumerables las almas que ha ganado para Dios”.

Apóstol de raigambre evangélica, penetró en los ambientes más recónditos y peligrosos del país con la sola arma de la pobreza y de la confianza en Dios; demostró a sus paisanos aborígenes que era posible la paz con el respeto a la dignidad de cada persona y abrió rutas de convivencia en lugares que parecían imposibles. En fin, su vida de lucha y pasión estuvo al servicio de la Iglesia y de la redención de los naturales americanos.[17]

PADRE GONZALO TENORIO (1602-1682)

Es otro de los importantes frailes criollos del Perú de mediados del siglo XVII, fecundo escritor y teólogo, fue un gran defensor del misterio do la Inmaculada Concepción. Fue un hombre de mucho valer y por eso el arzobispo de Lima le recomendaba al rey de España para obispo. Antes de ingresar a la Orden franciscana se había graduado de Bachiller en Teología y Artes en la Universidad de San Marcos, en la que fue catedrático, como lo fue después en la Orden franciscana. Desempeñó varios cargos, como Custodio, Provincial y Comisario General interino. Por orden del virrey intervino en la composición de las tierras de indios en Moquegua, en el Perú meridional, en lo que procedió “con mucho ajustamiento”, dice el arzobispo.[18]

Como religioso de la Provincia de los Doce Apóstoles tenía experiencia misionera en el Perú, y por lo tanto era consciente de los defectos de la tarea misional. Bastante pesimista en cuanto a la España de su tiempo, insinuó el P. Tenorio la posibilidad de que Dios repudiara a España si no corregía su política indiana. Lo que el P. Tenorio parece decir, pero nunca lo dice explícitamente, es que las Indias reemplazarían a la España decadente. El reino del Perú sería el baluarte de la Iglesia Indiana.

Aunque la doctrina de la Inmaculada Concepción gozó de honda devoción a fines del siglo XVII en España e Hispanoamérica, sin embargo, el hecho de haberla envuelto el P. Tenorio en un marco apocalíptico y mesiánico, le atrajo muy serias críticas contra sus escritos en los ambientes teológicos. También pretendió haber recibido numerosas revelaciones divinas; su providencialismo era tan exagerado que llegó a considerar su propio libro como una parte integrante de los planes de la Providencia. Le faltó modestia y ello dañó su imagen, pues decía que Dios elegía a los humildes (criollos) de este mundo (indiano) para confundir a los sabios (de España). El P. Tenorio se defendió con vigor contra sus críticos teológicos. Cuando en 1663 viaja a España, los acusó de tenerle prejuicios por ser criollo; y ello trajo consigo que las autoridades no permitieran publicar sus enormes 16 volúmenes, conservados hoy en un convento franciscano de Andalucía.

En sus escritos se lamenta de la situación de los indios a causa de las guerras y dice: “Estos hombres venidos de otras tierras en naves, os subyugarán y vilipendiarán más que si fuerais esclavos, obligándoos en vuestras propias tierras a trabajar sobre vuestras fuerzas y entonces abrazaréis por fuerza la fe, que voluntariamente despreciasteis en un principio. Así lo ha comprobado la experiencia, porque tan mísera servidumbre como la que vemos en estos hombres, sumamente desgraciados, nunca hemos leído haya existido desde el principio del mundo.... Sufren, no obstante, pacientemente esta pena, comentando entre sí la conminación del Apóstol; pues muchas veces les he oído en su idioma «huchaymi», que en latín significa «juste patimur», nuestra es la culpa, porque nuestros padres desecharon la verdad. Con esto ciérrese la boca a los herejes blasfemos y aún a algunos católicos enemigos de la corona de España, que proclaman poseer nuestros Reyes aquellos vastísimos reinos con tiranía y violencia”.

A él mismo le habían encargado las autoridades que hiciera de “desagraviador de indios en las ventas y composiciones de tierras”, pues nunca -decían- se ha oído quejas de él. Y remarcaba más el P. Tenorio: “Sobre las demás injurias me abstengo (de comentarlas); Dios sabe el motivo y razón y nadie lo ignora”.

Es un decidido partidario de la tercera fase de la Evangelización de las Indias, la de la «hora undécima», trasladada a América, puerta es la devoción a la Virgen María, teme por Roma, “más como la Iglesia Romana no ha de perecer, cabe dudar cuál será el lugar donde se refugiará el Pontífice en su fuga. El lugar reservado sólo Dios lo sabe; mientras tanto es libre a cada uno desear para su patria tanta distinción y honor...

Por todo ello, si Roma ha de ser destruida, España infestada y Francia sepultada en el olvido, como está anunciado para este séptimo milenio, nada tiene de extraño que anhele que esta fuga de la mujer sea hacia estas regiones de América”.

PADRE BUENAVENTURA SALINAS Y CÓRDOVA (1630)

Fue este franciscano hermano del cronista Diego Córdova Salinas,[19]y ambos constituyen figuras importantes de la defensa de los valores propios de los criollos en la segunda mitad del siglo XVII. La obra principal del P. Buenaventura fue el «Memorial de las historias del Nuevo Mundo», editada en Lima en 1630.[20]Esta obra es una exaltación de la ciudad de Lima, de los criollos y de la acción evangelizadora en el Perú: “las grandezas sagradas de su imperio... los argumentos de la fe, la honra de los santos”.

El objetivo último de los dos hermanos era el de mostrar, aduciendo pruebas, que su ciudad era, por lo menos, igual que las más prestigiosas ciudades del viejo continente. Pero es la última parte la que nos interesa resaltar, pues constituye un alegato en favor del pueblo indio, tema que aparentemente no debía tocar de acuerdo al título de la obra, que son los «Méritos y excelencias de la ciudad de Lima». Conocía de primera mano la situación del indígena, pues había recorrido Huamanga, Castrovirreyna, Huancavelica, Tarma, Chinchaicocha, Jauja y el Cuzco.

La última parte del Memorial que ha llegado hasta nosotros se dedica por entero a una encendida defensa del pueblo indio, en la cual el P. Salinas no es por nadie superado en el Perú y sólo igualado por Fray Bartolomé de las Casas para el resto de América. Escribe estas páginas “para ver si puede mover sus duros corazones”. Apela ya no sólo a la compasión, a los más elementales sentimientos de humanidad, sino a las conveniencias económicas y a las políticas. Hace ver cómo se halla en peligro de perderse para España esta opulenta región, “la mayor y más rica parte del universo”.

Cita en confirmación de cuanto dice la autoridad del Protector de Naturales doctor Domingo de Luna y su asesor el doctor Juan del Campo, quienes en una célebre carta al monarca, apoyando a los indios de Huancavelica que se oponen a trabajar en las minas de mercurio, relata esta dolorosa escena mil veces repetida: “Al tiempo de las mitas es lástima ver traer a los indios de cincuenta en cincuenta y de cien en cien, ensartados como malhechores, en ramales y argolleras de hierro, y las mujeres y los hijuelos y parientes se despiden de los templos, dejan tapiadas sus casas y los van siguiendo, dando alaridos al cielo, y desgreñados los cabellos, cantando en su lengua endechas tristes y lamentaciones lúgubres, despidiéndose de ellos, sin esperanza de volverlos a cobrar, porque allí se quedan y mueren infelizmente en los socavones y laberintos de Guancavelica [Huancavelica]”.

Le debió impresionar tan profundamente a este franciscano que, sin medir las consecuencias, llevado de su exaltación, estampó estos atrevidísimos párrafos que habían de impedir, a la postre, la circulación de su libro. A la letra dicen:

“Sin reparar que el Rey que duerme o se echa a dormir descuidado con los que le asisten, es sueño tan malo, que la muerte no lo quiere por hermano y le niega el parentesco; deudo tiene con la perdición y el infierno. Reinar es velar. Quien duerme no reina (dijo otra voz más valiente que la mía); y Rey que cierra los ojos, da la guarda de sus ovejas a los lobos. Y el ministro que guarda el sueño a su Rey lo entierra vivo, no lo sirve porque lo infama, no le descansa, porque cuando le guarda el sueño, le pierde la honra y la conciencia; y estas dos cosas traen apresuradamente su penitencia, con la ruina y desolación de los reinos. Rey que duerme (dijo un gran político) gobierna entre sueños y cuando mejor le va sueña que gobierna... Y si los de acá velan con los ojos cerrados, la noche y la confusión serán dueños del Perú, y no llegarán allá con tiempo las advertencias que importan”.

Nadie tuvo, pues, el coraje del Padre Salinas para denunciar la indiferencia, que es peor que el sueño del Soberano español; informado estaba de cómo no se cumplían sus reales órdenes. Habla con unción de la «patria», y llega a definirla así: “Es la Patria un Dios segundo y primer pariente. Ella nos cría, nos enseña y nos honra; ella se encarga de mil cuidados porque descansemos nosotros; castiga los malos porque no dejan vivir en paz; premia los buenos porque todos lo sean y heroicamente se inflamen y sigan la virtud... y oblíganos con esto a que la amemos, honremos y sirvamos”.


NOTAS

  1. Revista Histórica, Lima, vol. IX, n. 1 (1985) 97.
  2. LEVILLIER, Organización de la Iglesia y de las Órdenes religiosas en el Virreinato del Perú en el siglo XVI. Madrid, 1919, I, 53-60; GÓMEZ CAÑEDO, Evangelización y conquista, p. 132.
  3. LEVILLIER, Organización, 1,49; VARGAS UGARTE, Historia de la Iglesia en el Perú, II, 529- 38.
  4. GÓMEZ CAÑEDO, Lino. Evangelización y conquista, experiencia franciscana en Hispanoamérica. México, 1977, p. 132.
  5. Era hijo del segundo virrey de Nueva España del mismo nombre; él mismo llegó a ser el octavo virrey de Nueva España, gobernando desde el 27 de enero de 1590 al 4 de noviembre de 1595, y luego desde 2l 2 de julio de 1607 al 10 de junio de 1611.
  6. LEVILLIER, Organización, I, 627-631.
  7. Había sido el primer virrey de Nueva España (noviembre 1535-noviembre 1550) y tercer virrey de Perú: 23 de septiembre de 1551 hasta su muerte el 21 de julio de 1552.
  8. Revista Histórica, Lima, vol. IX, n. 1 (1985) 97; LISSON, II, 187; IV, 217; VI, 211; VII, 271; CÓRDOVA SALINAS, Crónica (ed. G. CAÑEDO), p. 312-17. El Protector de los Indios era responsable de atender el bienestar de las poblaciones nativas, institución que comienza a partir de 1516 en la América española.
  9. LUIS JERÓNIMO DE ORE, Symbolo Catholico Indiano. Ed. facsm. Prol. de J. HERAS, Lima, 1992; M. ERRASTI, América franciscana, Santiago de Chile, 1986; J. HERAS, Los franciscanos en el valle del Coica (1540-1790), Arequipa, 1990; Simposio sobre la evangelización de Huamanga en los siglos XVI, XVII y XVIII, Ayacucho, 1992.
  10. Hay edición moderna a cargo de JAVIER DE AYALA, Sevilla, 1946; GÓMEZ CAÑEDO, Evangelización, p. 133-134; P. CASTAÑEDA Los Memoriales del P. Silva sobre la predicación pacífica y los repartimientos, Madrid, 1983, p. 188-193; VARGAS UGARTE, Pareceres jurídicos en asuntos de Indias (1601-1718), Lima, 1951.
  11. Juan de Mendoza y Luna, (Guadalajara, España, Enero de 1571-Madrid, 9 de octubre de 1628) de la Casa de los Mendoza, III marqués de Montesclaros y administrador de las provincias españolas en América, fue sucesivamente el undécimo Virrey de Nueva España (1603-1607) y del Perú (1607-1615).
  12. C. KELLY, The Memorial of the Fr. Juan de Silva, en The Americas, XVII, 1961, 277-291.
  13. Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal, (* Madrid, 1632 - † Lima, 1672); X conde de Lemos, y XIX virrey del Perú de 1667 a 1672. Justiciero inflexible, se preocupó por la pureza de prácticas religiosas. Dio impulso a la construcción de edificaciones en Lima, y fundó algunas instituciones públicas en Lima, como un hospital para indios convalecientes y un hospicio para mujeres arrepentidas: la Casa de las Amparadas.
  14. CASTAÑEDA, Los Memoriales del P. Silva, Madrid, 1983.
  15. Crónicas de los Padres DIEGO CÓRDOVA SALINAS y DIEGO DE MENDOZA: DIEDMA, La conquista franciscana del Alto Ucayali, Intr. de A. TIBESAR y J. HIERAS. Lima, 1989; GÓMEZ CAÑEDO, Evangelización, p. 85; ERRASTI, América franciscana, II, 195-210; MAURTUA, VII, 204-243; VIII, 171-250; P, GATO, Informe del P. Bolívar, en Actas del III Congreso Franciscano, La Rábida, 1989, p. 493-548.
  16. CÓRDOVA SALINAS, Crónica, 200-203; Archivo de la Comisaría de Bolivia. La Paz, 1917, 92 ss.; LEJARZA, Borracheras y conversiones, en AIA, I, 1941; M. CASTRO, Manuscritos franciscanos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Valencia, 1973, p. 190; M. CIVEZZA, Saggio di bibliografía francés cañe. Prato, 1879, p. 81; HERAS, en Diccionario histórico y biográfico del Perú de MILLA BATRES, art. Cárdenas, Bernardino de.
  17. P. ANASAGASTI, Los franciscanos en Bolivia. La Paz, 1992, p. 353.
  18. Archivo San Francisco, Lima, Registro 19, n.42; EGUILUZ, Father Gonzalo Tenorio, en The Americas, XVI (1960) 329-56; Ídem, en Missionalia Hispánica, Madrid, XVI, n. 48 (1960) 257-322; J.L. PHELAN, El Reino Milenario de los franciscanos en el Nuevo Mundo, México, 1972, p. 169-173; CÓRDOVA SALINAS, Crónica, 460, 1003.
  19. Diego de Salinas y Córdoba, Lima (Perú), 1591 – Perú, 1684, cronista franciscano (OFM), nacido en seno de una importante familia limeña, fue nieto de los conquistadores Lope de Salinas y Diego Fernández de Córdoba y hermano de otro importante cronista franciscano, Buenaventura de Salinas y Córdoba.
  20. CÓRDOVA SALINAS, Memorial de las historias del Nuevo Mundo, Perú. Lima, 1630. Ed. de LUIS E. VALCÁRCEL. Lima, 1957.; J.T. MEDINA, Biblioteca Hispanoamericana, II, 407- 409; Ídem, La imprenta en Lima, I, 273-275.

BIBLIOGRAFÍA

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CASTAÑEDA P. Los Memoriales del Padre Silva sobre la predicación pacífica y los repartimientos, Madrid, 1983

CASTRO, M. Manuscritos franciscanos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Valencia, 1973

CÓRDOVA SALINAS, D. Memorial de las historias del Nuevo Mundo, Ed. de LUIS E. VALCÁRCEL. Lima, 1957

GÓMEZ CAÑEDO, L. Evangelización y conquista, experiencia franciscana en Hispanoamérica. México, 1977.

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VARGAS UGARTE, R. Pareceres jurídicos en asuntos de Indias (1601-1718), Lima, 1951.


JULIÁN HERAS, O.F.M.

©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 3 (1994) 145-164