EVANGELIZACIÓN; interpretaciones

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Los ya más de quinientos años que nos separan de las jornadas de 1492, ofrecen al observa¬dor contemporáneo un material lo suficientemente extenso desde el punto de vista cronológico para poder referirnos a una estructura. Entiendo por tal la unidad de comprensión histórica. Las consecuencias que trajo consigo el descubrimiento de América son de una incisividad tan acusada que lo ocurrido el 12 de octubre señala el dioortium aquarum a partir de la cual se puede hablar de un antes y un después.

En el seno de dicha estructura se pueden distinguir dos coyunturas -situaciones históricas claves, que desempeñan una función a manera de bisagra entre dos realida¬des del pasado diversas- constituidas por el proceso de descubrimiento y conquista (1492-1573) y por el proceso de emancipación política (1775-1830).

Las coyunturas históricas marcan con frecuencia un cambio en la Weltanschauung (cosmovisión o visión del mundo). De ahí que considere pertinente exponer las diferentes interpretaciones de que ha sido objeto la evangelización haciendo referen¬cia a esas visiones generales del mundo y de la historia, la de la primera fase de la his¬toria de América post-colombina y la expresada por los promotores del cambio polí¬tico en los albores de la época contemporánea. Por último, haré una referencia a las interpretaciones actuales de la evangelización.

El Providencialismo como interpretación primera de la Evangelización

La evangelización de América no es un proceso aislado, que sólo se relaciona ac¬cidentalmente con la larga cadena de hechos políticos, sociales, económicos, científi¬cos y culturales que conforman los primeros pasos de la empresa americana. Bien al contrario. No son pocos los historiadores que, partiendo de diversos presupuestos ideológicos, consideran a la evangelización como el motor principal, o al menos uno de los factores decisivos de dicha empresa. Así, Bartolomé Benassar escribe que «la conquista de América no sólo se realiza bajo la perspectiva de una conquista política o de una explotación económica, sino que es realizada también desde una perspecti¬va de empresa misionera. Pensar que podía tratarse únicamente de un pretexto es no entender nada de la psicología colectiva del siglo XVI». Guillermo Lohmann Villena, por su parte, considera la obra cristianizadora como «el eje de toda la acción de Es¬paña en América».

¿En qué consiste esa «psicología colectiva del siglo XVI» a la que hace referencia Benassar? Alude a una cosmovisión cristiana del mundo y de la existencia humana, que ve a un Dios Providente que gobierna las cambiantes situaciones históricas. Dios es el Señor de la Historia, Él lleva el timón y decide su curso. Visión providencialista que no ha de equipararse al fatalismo de los antiguos, a la tyché estoica, al destino que literariamente se lo califica de ciego, implacable y frío. El Dios de los Cristianos -el de la sociedad española y portuguesa de los siglos XV y XVI- es un Dios que vela por la Iglesia y por la Monarquía Católica, y que a la vez espera de la correspon¬dencia libre de los hombres para llevar a cabo sus planes providenciales.

La confianza en la Providencia Divina, y la correlativa responsabilidad del cristia¬no de secundar los planes del cielo, cobran más realce en el proceso de evangeliza¬ción que en cualquiera de los otros aspectos que presenta la novedad americana. Realce lógico a la luz de la doctrina paulina que afirma que Dios quiere «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad». 3

Sin embargo, intentar separar radicalmente los operadores de la evangelización de los operadores de la conquista política y económica no ayudaría a comprender los primeros hechos americanos desde una perspectiva histórica con pretensiones de ob¬jetividad. El europeo que cruza el Atlántico -fraile o soldado, noble o campesino-¬es, ante todo, un cristiano. Habida cuenta de la formación doctrinal media que po¬seían los peninsulares en el siglo XVI, el que va a Indias será un cristiano conocedor de las exigencias que la fe comporta y consciente de la responsabilidad que Dios po¬ne sobre sus hombros, aunque no siempre sabrá traducir esas certezas vitales en obras de servicio y de amor.

Por otro lado, el hecho de que haya sido la Corona la impulsora directa del pri¬mer empeño misionero -según se colige de los términos expresados en las Bulas de 1493 de Alejandro VI- obliga a considerar la evangelización americana desde una perspectiva unificadora, aunque sin ceder a la tentación de visiones simplistas que nos llevarían a formulaciones propias de una cierta historiografía de tonos rosáceos o áureos.

Desde esta óptica, resulta oportuna esta precisión de Álvaro del Portillo: «Es indudable que se ha exagerado el afán misional de conquistadores, gobernantes y Reyes en las empresas españolas de América. No precisamente en su intensidad, si¬no al presentarlo como afán exclusivo. Pero también es indudable -y hay que afirmarlo más cuanto más se quiera escamotear esta verdad- que esa preocupación existió de un modo operante y vivo en toda la obra colonizadora, aunque sería iluso¬rio pedir que fueran los hombres de lucha quienes la mantuvieran de modo especial y quienes se atuvieran a ella rigurosamente en todas las coyunturas».

La Corona Castellana, en sus primeros juicios de valor sobre lo acaecido en 1492, dirige su mirada hacia el Señor de la Historia. En la instrucción que dan los Reyes Católicos al Almirante antes de que éste emprendiera el segundo viaje, es fácil consta¬tar esta visión providencialista, ya que, según se lee en dicho documento, no fue sim¬plemente casualidad o ingenio humano lo que llevó a Colón a las nuevas tierras, sino que «a Dios Nuestro Señor plugo por su alta misericordia descobrir las dichas islas e tierra firme ( ... ) Por ende sus altezas, deseando que nuestra santa fe católica sea au¬mentada y acrescentada, mandan y encargan al dicho almirante ... que por todas las vías que pudiere, procure e trabaje atraer a los moradores de dichas islas e tierra fir¬me a que se conviertan a nuestra santa fe católica».

En su carta anunciadora del Descubrimiento, el Almirante atribuye a Jesucristo el buen suceso del viaje, ya que «nuestro Redentor dio esta victoria a nuestros ilustrísimas Rey e Reina». Y si Colón fue fiel en transmitirnos lo que observó en el ánimo popular al llegar a las radas de Lisboa, nos dará otro elemento de juicio para valorar esa «psicología colectiva» cristiana y, en consecuencia, providencialista. En efecto, el genovés nos cuenta que en la capital portuguesa «todos davan infinitíssimas gracias a Nuestro Señor por tanto bien y acrecentamiento de la cristiandad que Nuestro Señor avia dado a los Reyes de Castilla, el cual dizque apropiavan porque Sus Altezas traba¬javan y exercitavan en el acrecentamiento de la religión de Cristo».

Los testimonios del propio Colón y de sus contemporáneos manifiestan a las cla¬ras cuál era la interpretación primera de los hechos: Dios había decidido mostrar la nueva tierra a los cristianos, para que éstos la evangelizaran. En parte es un premio para Castilla y sus reyes, en parte una responsabilidad. El capellán de Hernán Cortés y uno de los primeros historiadores de Indias, Francisco López de Gómara, parece advertir un plan providencial del cielo para los españoles. Con frase que hiere la sen¬sibilidad de los cristianos del siglo XX, pero que es perfectamente comprensible en un mundo donde aún no se habían generalizado los conceptos de diálogo racional y de respeto irrestricto a la conciencia ajena, escribe que «comenzaron las conquistas de indios acabadas las de moros, porque siempre guerreasen españoles contra infieles».

Este plan de Dios, ya lo hemos dicho, necesita de instrumentos humanos. Y pre¬cisamente esa conciencia de ser un instrumento en las manos de la Providencia Divi¬na es la que prevalece en muchos de los principales actores de esta historia. No me referiré a los evangelizadores sensu stricto -otros lo han hecho con particular acierto y profundidad científica- sino que procuraré espigar entre las Crónicas y las Historias Generales de Indias las visiones personales de los otros pro¬tagonistas del proceso que ahora nos ocupa.

La lógica y el buen sentido nos obligan a comenzar por el Almirante. Colón, a medida que pasan los años y toma perspectivas de lo que ha llevado a cabo a lo largo de su vida, se torna cada vez más sobrenatural. «Del nuevo cielo y tierra que dezía Nuestro Señor por San Juan en el Apocalipsi, me hizo mensajero y amostró aquella parte».

Sus contemporáneos estuvieron de acuerdo en otorgarle a Colón un papel provi¬dencial. Mosén Ferrer le escribía desde Burgos en 1495: «Y, cierto, en esto que diré no pienso errar, que el oficio que vos, Señor, tenéis, vos pone en cuenta de apóstolo y ambaxador de Dios, mandado por su divinal juicio a fazer conoscer su sancto nom¬bre en partes de incógnita verdad ( ... ) y si d' este oficio vuestro glorioso, el ánima vuestra algunas vezes se alza en contemplación, aséntase a los pies del gran profeta, y con alta vos cantando al son de su arpa diga: non nobis domine non nobis sed nomini tuo da gloriam».

Y en la Historia de las Indias de Fray Bartolomé de Las Casas, el do¬minico no duda en calificar a Colón de «su ministro y apóstol primero destas In¬dias»; más adelante, en la misma obra, expresa su creencia de que Colón fue movido «por Dios, por los bienes espirituales y eternos y salud de los predestinados». Por úl-timo, Jerónimo de Mendieta, evangelizador de la Nueva España, sentencia: «escogió Dios por medio e instrumento a Colón para comenzar a descubrir y abrir el camino de este Nuevo Mundo, donde se quería manifestar y comunicar a tanta multitud de ánimas que no le conocían».

Un prolijo elenco de las interpretaciones providencialistas de cada uno de los ca¬pitanes de las empresas colonizadoras americanas nos llevaría demasiadas páginas. Por eso daremos sólo algunas pince¬ladas de las posturas adoptadas por los principales capitanes. Entre ellos cobra espe¬cial relieve el testimonio de Hernán Cortés, ya que fue en su Nueva España donde el Evangelio dio sus más tempranos y duraderos frutos.

El extremeño, en la carta memorial que dirige desde Valladolid el 3 de febrero de 1544 a Carlos V, cuando ya ha¬bían pasado suficientes años de la conquista de México y se podía constatar la exten¬sión y profundidad de la labor evangelizadora, escribe estas palabras: «De la parte que a Dios cupo de mis trabajos y vigilias, asaz estoy pagado, porque seyendo la obra suya, quiso tomarme por medio, y que las gentes me atribuyeran alguna parte, aun¬que quien conociera de mí lo que yo, verá claro que no sin causa la Divina Providen¬cia quiso que una obra tan grande se acabara por el más flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque a sólo Dios fuese el atributos.»

Jerónimo de Mendieta, quien no dudó en denunciar las injusticias perpetradas en los violentos procesos de conquista, avala la propia confesión cortesiana. Al narrar el humilde y sobrenatural recibimiento que tributa Cortés a los doce franciscanos lle¬gados a México para impulsar la obra evangelizadora, escribe que el Espíritu Santo se sirvió de «este celebérrimo acto» -«la mayor hazaña que Cortés hizo»- para fundamentar firmemente su divina palabra.

El sentido providencialista de la hueste de Pizarro es también claro tras una su¬perficial lectura de los documentos referidos a la conquista del Perú. El trujillano ani¬ma a sus soldados, antes de llegar a Cajamarca, explicando que «aunque los cristia¬nos fuesen menos, el socorro de nuestro Señor es suficiente para que ellos desba¬ratasen a los contrarios y los hacer venir en conoscimiento de nuestra santa fe cató-lica, como cada día se ha visto hacer nuestro Señor milagros en otras mayores ne¬cesidades».

El Inca Garcilaso de la Vega, auténtico paradigma del encuentro de dos mundos por su condición mestiza, al narrar los fracasos de las huestes españolas que intenta¬ban la conquista de la Florida, confiesa que «mi principal intento de este mi trabajo (es que los españoles) se esfuercen y animen a ganar y poblar un reino tan grande y tan fértil, lo principal, por el aumento de la Fe Católica ( ... ) A la cual predicación es¬tán obligados los españoles más que otras naciones católicas, pues Dios, por su mise¬ricordia los eligió para que predicasen su evangelio en el nuevo mundo». Una interpretación providencialista de los hechos, similar a las citadas, se puede encontrar en los testimonios de Gonzalo Jiménez de Quesada, Pedro Sancho de la Hoz, Ruy Díaz de Guzmán, entre otros.

La visión providencialista de los europeos de fines del siglo XV y principios del XVI, y su conciencia de ser instrumentos de esos planes divinos, no se tradujeron ne¬cesariamente en hechos históricos santos e inmaculados. Los instrumentos eran hu¬manos, limitados, y las pasiones personales tuvieron su voz, con frecuencia protagóni¬ca, en los acontecimientos. Pero estos hechos -irrefutables e históricamente com-probados- no empañan en nada la existencia de dicha visión. Otros se referirán a la fuerte tendencia crítica que suscitó la conquista en España: a la so¬ciedad cristiana le remordía la conciencia. Y una conciencia que remuerde es, ante todo, eso: una conciencia del plan de Dios sobre la Historia y de la correspondencia más o menos generosa -en ocasiones, generosidad heroica, en otras, avara mez¬quindad- de los instrumentos libres que Dios quiso utilizar para llevar a cabo sus planes.

El liberalismo como primera interpretación ideologizada de la Evangelización

Hacíamos referencia, párrafos atrás, al cambio de Weltanschauung (cosmovisión) que suele coin¬cidir con una coyuntura histórica. El período 1775-1830 es una época de profundo cambio, manifestado en las mutaciones del sistema político, de las categorías econó¬micas y de la estructura social. En la base de esta transformación general (las histo¬riografías anglo-sajona y francesa hablan de una «Revolución Atlántica» que actúa en ambas orillas del océano) hay un proceso ideológico nuevo, que servirá de justifica¬ción teórica a las alteraciones sufridas en la superficie del proceso histórico.

En el mundo latinoamericano el proceso de emancipación es, antes que nada, un cambio de estructuras e instituciones políticas. Las sociedades coloniales y sus rela¬ciones económicas ciertamente se transforman, pero esta transformación es menos profunda y extensa que la operada en el ámbito estrictamente político. De formar parte de un Imperio Universal que aún alienta ilusiones de unidad política y religiosa, se pasa prácticamente sin etapas intermedias, a la creación de repúblicas representa¬tivas cortadas según el molde del Nuevo Régimen.

Este cambio se fundamenta en una nueva filosofía política, el liberalismo, que a su vez es heredera de un movimiento de ideas previo, que rebasa los intereses exclu¬sivamente políticos: la ilustración. Los ilustrados del siglo XVIII no forman un con¬junto monolítico de pensamiento. Sin embargo, es dable encontrar las características definitorias de su especificidad como movimiento de ideas: la revalorización del pa¬pel de la razón, erigida en árbitro último de toda realidad dada, con la consecuente devaluación de la fe como criterio de verdad y principio estructurante de la vida so¬cial, y una confianza ingenua en el Progreso, que vendría dado por la extensión de las «luces» a todo el ámbito de la vida humana.

La ilustración, en cuanto movimiento de ideas, tiene un origen religioso. El deís¬mo inglés, importado al continente europeo por los enciclopedistas, operó en tal mo¬do que la visión del mundo de los cenáculos intelectuales del siglo XVIII -que heredaron las generaciones de las primeras décadas del siglo XIX- se configura en un modo radicalmente diverso al que hemos expuesto como cosmovisión (Weltanschauung) propia del siglo XVI.

Frente al Providencialismo divino, que contempla a Dios como Padre y Señor de la Historia, se levanta ahora la imagen de un mundo perfectamente racio¬nal, que no encierra ningún misterio -o no lo encerrará en el futuro-, para las lu¬ces de la razón humana. Dios se aleja de la Historia: es Creador, a lo sumo será Juez, pero es un Ser lo suficientemente distante para no entrometerse en el curso de la Historia humana.

Los prohombres de la emancipación americana bebieron en gran medida en las fuentes de este racionalismo ilustrado. No es de extrañar, por tanto, que ya sea en sus opiniones privadas como en sus funciones públicas interpreten al Cristianismo y su kerigma salvífica según este nuevo prisma ideológico. Por otro lado no se debe soslayar la difícil situación histórica de la Iglesia Católica, que veía derrumbarse una estructura histórica de siglos -I'Ancien Régúne- con la que estaba comprometida en lo humano por innumerables lazos y ataduras.

Esta situación histórica particular en nada ayudó a comprender la distinción entre el depósito inmutable de la fe y las variantes circunstancias histórico-humanas por las que atravesó la Iglesia. Distinción ésta que no supieron hacer los liberales, pero que, a veces, tampoco algunos eclesiásticos atinaron a esta¬blecerla con la suficiente claridad, demasiado comprometidos con los intereses del momento.

Los primeros gobiernos patrios, en su política religiosa, intentaron por todos los medios perpetuar el sometimiento político de la Iglesia al Estado. La razón de esta actitud no hay por qué encontrarla exclusivamente en la impiedad o en el sectarismo. A los nuevos criterios ideológicos se debe sumar «una cerrada concepción de las fun¬ciones del Estado frente a la Iglesia, fruto principalmente de haber vivido casi tres¬cientos años en un régimen de regalismo cerrado».

Al peso secular de la mentalidad regalista, manifestado en esta insistencia en el sometimiento político de la Iglesia por parte del Estado, se añade una desconfianza creciente de los primeros gobiernos independientes con respecto a la Sede Apostóli¬ca. La titubeante política de León XII y sus compromisos con la Santa Alianza, la exacerbación del sentimiento nacional y las prerrogativas de los nacientes poderes políticos, hacían aparecer a la figura del Papa no ya como el Pastor Supremo de la Iglesia, sino como el representante de un poder extranjero.

Las frecuentes referencias a «la corte del Tíber», las insinuaciones -tímidas, pero reales- de la conveniencia de crear Iglesias nacionales, en definitiva, la aparición de un «galicanismo» de matriz hispanoamericana, fueron consecuencia de esta desconfianza ante la Santa Sede, si bien con el paso de los años, sobre todo a partir del pontificado de Gregorio XVI, tendió a disminuir, aunque no a desaparecer por completo.

Si estos aspectos de la vida de la Iglesia en la coyuntura independentista se rela¬cionan con el ámbito más restringido de las relaciones Iglesia-Estado, se pueden constatar en los documentos del período elementos de tipo doctrinal que evidencian con qué fuerza la ideología liberal había penetrado en la mentalidad de las clases dirigentes latinoamericanas. La esfera religiosa tiende a considerarse exclusivamente co¬mo formando parte del ámbito privado del individuo.

Para decirlo con el primer civil hispanoamericano que logró terminar su período constitucional de gobierno, la reli¬gión es un «sentimiento interior» con el cual cada hombre se relaciona con la Divini¬dad. La crítica a la religiosidad meramente exterior, unida a la consideración de algu¬nas manifestaciones de fe como expresiones de superstición, fanatismo y atraso men¬tal atávico, llevan a una conceptualización del Cristianismo como una forma de moral interior -considerada en muchos casos como la más sublime que se ha dado en la Historia- cuyo aspecto dogmático y disciplinar pasa a ocupar un puesto meramente secundario.

Esta interpretación liberal del Cristianismo, de raíz protestante, acarrea como consecuencia lógica una marcada secularización de la sociedad que intentará alcanzar sus formas jurídicas típicas: ley de amortización, secularización de los cementerios, ley de matrimonio civil, educación pública obligatoria, tolerancia religiosa sustentada ideológicamente no tanto en la libertad religiosa defendida por el Magisterio sino en un vaporoso indiferentismo.

Los agentes históricos principales de la evangelización en América, esto es, las ór¬denes religiosas, deberán soportar los más duros embates de la nueva corriente ideo¬lógica. Consideradas como resabios de un mundo gótico oscurantista, no aptas para convivir en una sociedad -según la denominación decimonónica- «tolerante y li¬beral», serán objeto de cortapisas jurídicas importantes que les impedirán ejercer con libertad su labor evangelizadora, hasta llegar, en los casos más extremos, a la clausura de los conventos y a las expulsiones compulsivas.

Los mismos fines sobrenaturales de la Iglesia, según esta interpretación liberal, se secularizan, ya que se reducen a la asistencia social en asilos, hospitales y casas de huérfanos, y a la custodia del orden público mediante la moralización de las cos¬tumbres. Como exposición suscinta y clarificadora de esta nueva interpretación de signo liberal, considero oportuno citar textualmente un párrafo del Mensaje que el Presidente Rocafuerte dirigió al Congreso ecuatoriano en 1839. Dice así:

“nuestro siglo es eminentemente liberal y cristiano, porque es sumamente industrioso y trabajador; la industria crea, renueva y aumenta todos los recursos del entendimiento y estímulos de la voluntad; el trabajo introduciendo hábitos de orden y de regularidad, afianza la virtud y esta hija favorita del cielo, arraigándose en la tierra por el cultivo de la inteli¬gencia humana, tomó el nombre de libertad, y excita en los pechos generosos el no¬ble entusiasmo que su misteriosa palabra produce en todos los climas y puntos del globo. Si en nuestros días se han debilitado algunas persuasiones religiosas, también se han acrisolado las ideas morales; se cree menos en las ficciones que la superstición inventó en las tinieblas de la Edad Media, y hay más fe en las máximas del Evangelio y en la lectura de los libros sagrados. Esta tendencia de nuestra época al ilustrado cristianismo, es un objeto de tan alta consideración, que nunca lo deben perder de vista los Congresos de América. Toca a los Legisladores fijar tanto más su atención en tan delicada materia, cuanto que las reformas políticas que han adelantado los ver¬daderos intereses del pueblo, han sido siempre precedidas por las religiosas. Numa Pompilio levantó en Roma un templo a la probidad, y estableció el culto a Júpiter. Los americanos del Norte, por medio de la tolerancia religiosa, han entrelazado dies¬tramente el cristianismo al sistema político de independencia y de libertad que los ha elevado al grado de gloria en que se hallan. La Francia, en el delirio de su frenético jacobinismo, excluyó de sus instituciones el principio religioso, le sustituyó el culto de la razón y muy pronto fue víctima de sus impíos errores y envuelta en los furores de las más sangrientas pasiones. Las reformas del clero, como precursoras de las políti¬cas, deben llamar vuestra atención”.

Al concretar las medidas que se deben adoptar para esta reforma religiosa, destacan la fijación por parte del Estado del número de sacerdotes seculares, la progresiva desaparición de los conventos y la disminución de las rentas al clero.

El liberalismo hispanoamericano como ideología dominante del siglo XIX, dejó marcada una profunda huella en las categorías de pensamiento populares. La consi¬deración de la fe cristiana como superstición o al menos como actitud espiritual de personas poco ilustradas, la secularización de los ámbitos propios de la evangeliza¬ción más incisiva -familia, educación- constituyeron obstáculos importantes, no sólo teóricos sino de práctica pastoral, para la Iglesia latinoamericana del pasado siglo.

Las interpretaciones contemporáneas

La interpretación liberal decimonónica que acabamos de exponer sucintamente, tiene ante sus ojos el cristianismo americano de principios del siglo pasado, y pro¬cura, desde sus categorías mentales, un aggiornamento de la fe y las prácticas religiosas concorde con la nueva marcha de la sociedad. La hermenéutica de la evangelización contemporánea tiende a echar la mirada a un horizonte histórico más lejano, el del si¬glo XVI, para extraer de allí instrumentos válidos para una nueva evangelización.

Una de las corrientes interpretativas contemporáneas de mayor caudal historio¬gráfico vuelve a presentar al providencialismo como un elemento definitorio del pro¬ceso de cristianización latinoamericano. La acción evangelizadora fue un fruto de una sociedad cristiana madura, consciente de su responsabilidad apostólica, que rea¬lizó su labor «entre luces y sombras, más luces que sombras, si pensamos en los fru¬tos duraderos de fe y de vida cristiana en el Continente», aplicando las verdades eter¬nas de la Revelación a la circunstancia americana concreta, facilitando así la incultura¬ción de la novedad evangélica en las tierras recién descubiertas. Manifestación pal¬maria de la vitalidad de esta corriente hermenéutica es la aparición de la «Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas» dirigida por Pedro Borges Morán, y que cuenta con la colaboración de numerosos historiadores de reconocido prestigio.

Las otras corrientes interpretativas presentan modelos que podemos denominar «ideológicos» o «utópicos». La primera de estas vertientes se centra fundamental¬mente en la primera evangelización de la Nueva España. Es la propia de la historio¬grafía anglo-sajona y francesa. Autores como Phelan, Bataillon, Baudot, creen encon¬trar en los evangelizadores franciscanos de México un bagaje espiritual de corte utó¬pico, heredero del espíritu milenarista del calabrés Joaquín de Fiore, al que se uni¬rían elementos importantes del humanismo renacentista. Este «espíritu utópico» se¬ría el motor principal del afán apostólico de los evangelizadores novohispanos.

La segunda vertiente de carácter «ideológico» se enmarca dentro de los límites de la teología de la liberación. Para algunos autores, la evangelización enmascaró ob¬jetivos predominantemente políticos y económicos. En este encuadre ideológico se lleva a cabo una identificación del español con el conquistador y el evangelizador -clase dominante y opresora- y del indígena con el conquistado y evangelizado -clase oprimida y reprimida-. Esta relectura del entero proceso de evangelización conduce a visiones del pasa¬do de corte maniqueo.

La aplicación de estas categorías de análisis social al campo restringido de la Historia de la Teología americana lleva a distinguir netamente entre una teología «profética» y otra «académica». La primera, según la entiende Enrique Düssel, se centraría en la denuncia de las estructuras socio-políticas injustas, mientras que la «académica», de matriz europea, se ocupa in abstracto de los temas referentes a la fe.

A partir de esta distinción, es fácil considerar a Bartolomé de Las Casas como el profeta que denuncia las injusticias partiendo de la situación de alienación concreta del indio, encarnación de la opresión y el despojo. En cambio, la escuela de Salaman¬ca es considerada como la productora de una teología europea abstracta, que no ha entrado en los problemas reales de opresión y miseria de las masas indígenas.

En palabras de Gustavo Gutiérrez, «desde el inicio de la presencia del Evangelio en las In¬dias tenemos frente a frente dos maneras de entender a Cristo y su obra. De un lado, se halla la justificación teológica de la presencia europea; ella se basa en lo que se considera la función providencial de las riquezas de las Indias. Del otro, está una perspectiva cristológica centrada en el Evangelio, que arranca históricamente de los pobres de estas tierras, los indios, y que denuncia como idolatría la primera posición».

Este afán por encontrar un origen «latinoamericano» a la Evangelización y a su consecuente reflexión teológica, lleva a afirmaciones que, por lo menos, sorprenden al lector más o menos familiarizado con las verdades de la fe católica. En una publicación de Leonardo Boff se leen los siguientes asertos, que pondrían al brasile¬ño en una relación teórica inesperada con el galicanismo hispanoamericano decimo¬nónico: «En América Latina, más que evangelización hubo expansión del sistema eclesiástico y bélico. Se trasplantó a América Latina el estilo de Iglesia, de diócesis y de parroquias, de santos, de fiestas, de costumbres que se implantaron y se extendie¬ron allá (... ) Aquí, en Occidente, se ha generado este tipo de cristianismo que es ro¬mano-católico. ¿Por qué, en América latina, no tenemos el mismo derecho de crear un cristianismo latinoamericano?».

La aplicación de la denuncia de estructuras injustas socio-políticas de la realidad latinoamericana se presenta en esta línea hermenéutica como el instrumento privile¬giado de la nueva evangelización. Considero oportuno hacer notar que, a pesar de las eritreas que los autores recién citados dirigen al origen europeo de la justificación teórica de la conquista, sin embargo, en el seno mismo de esta corriente se pueden encontrar conceptos propios de una ideología de tradición europea -el análisis mar¬xista de los fenómenos sociales-, como también es europea la tradición filosófica a la que responde en sus planteamientos el dominico Las Casas: las posturas de extre¬ma valentía llevadas a cabo por Fray Bartolomé en defensa del indio eran deudoras del tomismo, que le dio los instrumentos metafísicos necesarios para sostener teóricamente sus actuaciones.

Por último, existe otra corriente hermenéutica, enmarcada dentro del ámbito et¬nográfico y antropológico, que considera el proceso de implantación de la fe como la destrucción violenta de las religiones autóctonas. La actitud europea en América res¬pondería a un «etnocentrismo» -considerar la propia cultura como patrón de medi¬da y enjuiciar las demás culturas a la luz de la propia-. Los movimientos indigenis¬tas extremos, en su afán por reencontrar su identidad nacional, rechazan el Cristia¬nismo como elemento extraño a su idiosincrasia.

Se evidencia en esta postura teórica una concepción estática de las culturas, que no advierte que el paso de los siglos transforma los elementos constitutivos de una nación. Paralelamente a esta posición a-histórica, se manifiesta en esta actitud inter¬pretativa la supervivencia de una visión utópica de las sociedades precolombinas, que parece ignorar la existencia de elementos lesivos a la dignidad de la persona humana en las religiones indígenas americanas.

Por último, no reconocen que en el kerigma salvífico, los evangelizadores -transitando por la vía paulina de la predicación a los atenienses del Deus ignotus-, aprovecharon todos los elementos válidos de las teogo¬nías aborígenes -en particular, la concepción de la naturaleza como teofanía- para una más eficaz implantación de la nueva fe.

Después de haber echado un coup d'ceil a las principales interpretaciones de la evangelización que se realizaron a lo largo de cinco siglos de historia americana, se nos presenta en nuestro horizonte inmediato el desafío de la nueva evangelización. La historia no nos dará una respuesta definitiva a la pregunta por los medios para lle¬varla a cabo. Pero sí nos puede señalar algunas pautas de acción. El Santo Padre San Juan Pablo II pro¬ponía en 1984, desde Santo Domingo, un camino claro y exigente: seguir a los pri¬meros misioneros de América Latina «en su entrega total a Cristo».

Profundizar en la visión providencialista de los evangelizadores del siglo XVI, con lo que implica de confianza en Dios y fe reciamente sobrenatural, alejándose de ideologías que no sal¬van, puede ser un camino de acercamiento a la entrega de esos primeros apóstoles americanos. Providencialismo propio de la cosmovisión de su época, pero que por ser una actitud enraizada en la Buena Nueva es siempre actual. El Señor de la His¬toria sigue siendo el mismo, y como pregunta el mismo Señor en la Sagrada Escri¬tura, numquzd manus Domini abbreviata estr, ¿acaso el poder de Dios se ha empeque¬ñecido?


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