ECUADOR: El clero en el proceso de independencia

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Influjo de la nueva etapa de los Borbones en la América española

Mientras en España se abre la era borbónica, en sus Indias se abre su edad más determinada políticamente por las ideas de la ilustración moderna. Algunas coyunturas históricas íntimamente entrelazadas entre sí, tienen un peso notable en el proceso de independencia de los territorios españoles en América. Algunos Estados juegan un papel predominante en el ajedrez político de Europa: Francia, El Sacro Romano Imperio Germánico (Austria-Alemania), Inglaterra y España.

Francia vive todavía en el cenit su sol de hegemonía, mientras que España, todavía una potencia importante, comienza a dar síntomas de una crisis que en el siglo siguiente la sumirá en el ocaso de su imperio ultramarino y en una cadena de guerras civiles internas intermitentes. En el siglo XVIII aún cuenta con las Indias americanas, a las cuales Inglaterra mira con ojos de pirata.

Europa, que, acortadas las distancias por la moderna navegación influirá más ahora. Al pretender colocarse Inglaterra al frente del mundo moderno, con su espíritu mercantilista, implanta el individualismo económico, la diferencia de clases y el colonialismo de signo pragmatista. Muchas ideas de pensadores ingleses pasan a Francia donde ya el racionalismo de los enciclopedistas ilustrados como Voltaire, Diderot, Montesquieu y un crecido número de intelectuales, marcan las pautas del pensamiento filosófico, social y político.

En lo religioso, el mundo protestante anglosajón y alemán y en el católico de Francia, la fe cristiana, y más específicamente en ciertos círculos del mundo intelectual francés (el del mundo racionalista ilustrado), se extiende un deísmo amorfo, contra todo signo sobrenatural de la revelación cristiana. En el campo ético-moral se abre paso un relativismo y un nihilismo que impone la ética de la utilidad subjetiva.

En lo político, si antes había predominado el absolutismo de los reyes y la concepción de origen divino de su poder, teorías expuestas por el rey Jacobo Estuardo I de Inglaterra, y extendida en la Francia de Luis XIV, fundando así su control del Derecho y de la Religión, ahora ya en pleno «siglo de las luces» prima el absolutismo más enraizado y el regalismo político. Dios queda en un segundo plano al colocar al individuo como «medida de todas las cosas».

Una de sus consecuencias es la reducción de la religión a puro subjetivismo, la negación de una Revelación sobrenatural, y por lo tanto reducción de la Iglesia a una institución meramente «política» al servicio del Estado absoluto y autárquico.

España al terminar la guerra de sucesión (1714), verdadera primera guerra «europea» y prácticamente «mundial», se siente sometida a los criterios de la política de «equilibrio» entre las Potencias, criterio ya establecido en la paz de Westfalia (1647) tras la guerra de los Treinta Años. En tal paz sellada en Westfalia los criterios religiosos fueron totalmente excluidos en las relaciones internacionales, impuesto el criterio ya establecido en el siglo anterior con motivo de las guerras de religión en el centro de Europa entre católicos y protestantes, del “cuius regnum et illius et religio” (el poder estatal establece que tipo de confesión religiosa sería o protegido o permitido o tolerado en cada Estado), introduciéndose el principio de la tolerancia religiosa para las minorías religiosas permitidas en cada Estado.

Los nuevos criterios propuestos eran de exclusivo carácter político y económico mercantilista. Estos criterios fueron aplicados literalmente tras la Guerra de Sucesión al Trono español, colocando a la casa francesa de los Borbones al frente de la Monarquía española. Una de las consecuencias de aquellos principios fue la repartición de los dominios de la Monarquía Española, entregando a las Potencias que habían participado en la Guerra de Sucesión, diversos territorios europeos extra peninsulares de la Casa de los Austrias, reinante en España desde el siglo XVI y ahora extinguida tras la muerte del rey Carlos II.

La Monarquía española ahora en manos de los Borbones conservaba, además de la España peninsular, los territorios Americanos y las Filipinas. Felipe V de Borbón se vio así en el centro de un mundo que se perdía y otro que iba a nacer. A partir de él la Casa de Borbón española imprimirá su sello distintivo a la fisonomía política y al gobierno administrativo, tanto en la Península como en las Américas.

En la América española continua fundamentalmente el régimen antiguo, aunque a lo largo del siglo XVIII se verá profundamente cambiado por las reformas estructurales y administrativas introducidas por los Borbones, especialmente por Carlos III; reformas que también estableció en España, donde los influjos del pensamiento ilustrado europeo llegaron y se afianzaron en los círculos más selectos de su mundo intelectual. Hay que notar que en la España del siglo XVIII nace y crece una ilustración típica española, reformista convencida, pero no racionalista o agnóstica.

Andando el tiempo este pensamiento reformista pasará a la América española y tendrá un notable influjo en el proceso de sus independencias desde el punto de vista ideológico, a través de personalidades como el benedictino Dom Benito Feijoo, el marqués de Campomanes, Mayans, Melchor de Jovellanos y otros personajes de primer orden que en España ocuparon las más altas esferas del Estado, como los ministros italianos de Carlos III, Esquilache y Grimaldi, y los españoles Aranda, Floridablanca, Manuel de Roda, Francisco Cabarrús (afrancesado y ministro del rey usurpador José I).

Estos fenómenos y este pensamiento ilustrado reformista influirán tanto de la España peninsular como de la América hispana, donde a nivel popular, e incluso entre parte de su clero, se conservan los lazos de su tradición y de su ser hispánico, con todo el legado impreso por las dos centurias precedentes. Pero con el tiempo se darán serias contraposiciones y luchas enconadas entre tendencias opuestas, con dolorosas consecuencias en el mismo clero, con frecuencia dramáticamente dividido en los procesos de las Independencias.

En el siglo XVIII, tanto en la España peninsular como en la América hispana, comenzarán a echar sus raíces aquellos fenómenos que darán origen al profundo antagonismo, globalmente hablando, entre las dos Españas: la tradicional y la reformista, la tradicional-conservadora y la liberal-reformista. Pero además estas divisiones y tendencias se agudizan con características propias en la América española, donde se asiste a un llamado «afrancesamiento» del mundo intelectual, compuesto en gran mayoría por clérigos, mientras, otro sector se aferra a un tradicionalismo a veces pesadamente arcaico.

Con el cambio de dinastía y las reformas introducidas por los Borbones se da una mayor centralización administrativa y un férreo control por parte de la administración regia, rompiendo la plurisecular tradición histórica española de los derechos forales de sus territorios y de la concepción plurisecular de la monarquía; se comienza a introducir de manera siempre más precisa y radical una visión de los territorios Americanos bastante diferente a como los consideraba la antigua tradición jurídica y administrativa española desde los tiempos de los Reyes Católicos y luego bajo sus sucesores de la Casa de los Austrias.

Ahora, en las Indias se implanta un sistema fundamentalmente mercantilista, según las teorías económicas imperante en la Europa de ese tiempo, que ve aquellos territorios como una fuente económica casi de tipo colonial, y que ya habían inaugurado los colonos ingleses y holandeses en sus colonias americanas y asiáticas (en este caso los holandeses) con sus poderosas Compañías Comerciales de las Indias Occidentales y Orientales, y con la trata atlántica de esclavos impulsada y alargada ya desde el siglo XVII.

En las Indias Americanas españolas se pone ahora un mayor control, por personas casi todas nacidas en la metrópoli o educadas en la misma, que van engrosando la creciente burocracia, nutrida de miembros de una clase de raíces aristocráticas, pero también de una clase comercial media y alta emergente.

Esta burocracia «burguesa» se pondrá a dirigir la cosa pública en suelo americano, considerado ya no como provincias o reinos de «las Españas» (título que ostentaban los Reyes españoles para indicar la pluralidad de su composición en igualdad de derechos y deberes), sino en la práctica como territorios «coloniales» en el concepto definido por Montesquieu de territorios, “que hay que explotarlos como rentables”, razón única del colonialismo.

La concepción economista vino a concretarse en la institución de las «Intendencias», nacidas ya en Francia como ideas administrativas económicas. Este régimen contribuyó a estrechar el cerco fiscal en las Indias. ya consideradas en la práctica como colonias productivas.


La Iglesia hispana bajo el regalismo borbónico

La Iglesia se vio envuelta en las corrientes centralistas de la época bajo las ideas regalistas, que predominando en otros lugares de Europa también calaron en parte en las Españas del momento, teniendo además presente que el regalismo borbónico quiso controlar la vida de la Iglesia en la gestión incluso mínima de sus estructuras, como el nombramiento de obispos y otros cargos eclesiásticos, con un notable peso, que se verá de modo particular en los momentos de las independencias americanas, incluso con fuertes cargos de conciencia por parte de sus obispos que habían jurado fidelidad al Rey.

Eso se ve en el regalismo que en el siglo XVIII toma un tono cada vez más secular, con una mínima conexión con el Papa, al que no se le niega su primacía. En la práctica, en el mundo hispano se expresa en una fiel obediencia a la Monarquía católica de los Borbones españoles, obediencia que no llegó a los excesos del galicanismo eclesiástico y político en Francia, o del jurisdiccionalismo borbónico napolitano, o al más radical josefinismo austriaco, o del semi-heterodoxo febronianismo alemán.

Carlos III, que expulsó a la Compañía de Jesús de todos los territorios del Imperio español, y que influirá de manera determinante en su total supresión a nivel universal bajo Clemente XIV, es exponente máximo de esta mentalidad y praxis bajo sus ministros reformistas Campomanes, Aranda, Floridablanca, Roda y otros ministros, por otra parte, de notable nivel intelectual ilustrado.

Las ideas de Carlos III querían alcanzar todos los niveles no sólo de la vida administrativa, política y comercial de las Españas, sino también de las Españas eclesiásticas, como la reforma de los seminarios, de las órdenes religiosas y de todas las instituciones eclesiásticas. En este sentido Carlos III podría bien ser comparado, aunque en menor medida a su contemporáneo el emperador del Imperio Romano Germánico (Austria), José II.[1]

EL EPISCOPADO Y CLERO EN LA AUDIENCIA DE QUITO EN ACCIÓN

José de Cuero y Caicedo,[2]criollo de Cali, alumno del Seminario de Popayán y después del Seminario de San Luis de Quito, fue preconizado obispo de esta ciudad en 1801, cuando le aguardaban los azarosos días de la revolución emancipatoria. Todo tiene lugar tras la invasión de España por Napoleón Bonaparte, las «abdicaciones de Bayona», y la imposición por parte de Napoleón como rey de España a su hermano, José Bonaparte.

Ello suscita de inmediato el 2 de mayo de 1808 la sublevación en cadena del pueblo llano español en la llamada « guerra de independencia» contra los franceses, que combatirá a través de una ininterrumpida guerra de guerrillas (término acuñado precisamente entonces), la constitución de varias Juntas de Regencia y de Defensa, la reunión en Cádiz de los representantes de todos los Reinos españoles, incluidos los americanos, y la elaboración y promulgación de la primera Constitución liberal de la época moderna europea en 1812.

No se puede negar que, en este contexto de lucha y sublevaciones contra el invasor francés, hubo algunos sectores de las clases altas españolas que sufrieron la fascinación de las ideas llegadas de Francia; fueron los despectivamente llamados «afrancesados» y que cooperaron con el invasor francés. En este contexto beligerante y sumamente complejo, se encuadran las diferentes sublevaciones en el mundo Hispano-americano, con frecuencia en nombre de la religión católica, hollada por el invasor francés, y de los legítimos derechos del monarca prisionero Fernando VII.

Luego se llegarán inexorablemente a las declaraciones de las independencias en los diversos territorios hispanoamericanos. En cada uno de estos el clero jugará un papel determinante, dándose también aquí fuertes contraposiciones y divisiones en el mismo, ante aquella situación inédita.

Efectivamente, ya en diciembre de 1808, en el día de Navidad, se reunieron en el obraje de Chillo, bajo la presidencia del marqués de Selva Alegre, unos cuantos descontentos de la situación; delatados, fueron presos algunos el 9 de marzo de 1809. Este gesto excitó otro levantamiento, que obligó al presidente, Conde Ruiz de Castilla, a entregar el mando. Para sustituirlo se nombró una «Junta Soberana», cuya presidencia se adjudicó al dicho marqués de Selva Alegre, y la vicepresidencia al obispo Cuero.

Su instauración se realizó el 16 de agosto de 1809, pero el obispo se negó a asistir a la primera reunión y a las otras subsiguientes, que se iniciaban con el señuelo de conservar intacta la fe católica y la obediencia a Fernando VII y el bien y la felicidad de la Patria, o como proclamaba el ministerio de Gracia y de Justicia de la Junta, doctor Manuel Rodríguez de Quiroga: “La sacrosanta Ley de Jesucristo y el imperio de Fernando VII, perseguido y desterrado de la Península, han fijado su augusta mansión en Quito, que eran precisamente los ideales de su prelado”.[3]

Diferencias internas nacidas en la misma Junta y la intervención realista de Lima y Santa Fe de Bogotá, obligaron a los junteros a resignar el gobierno en el marqués de Selva Alegre, quién celebró un pacto con el presidente Ruiz de Castilla, al cual se le entregó el poder real el 25 de octubre de 1809. Este, en contra de lo pactado, encarceló a los miembros de la Junta e inició su proceso, a cuyas resultas, el 2 de agosto de 1810 el pueblo se amotinó y asaltó los cuarteles reales; los soldados asesinaron a los alzados, llamados insurgentes, que estaban recluidos en los calabozos y se lanzaron a la calle a vengar la muerte de los realistas. Allí murió el primer eclesiástico independentista, el cura, don José Riofrío, uno de los conjurados en Chillo.

Más graves acontecimientos hubieran ocurrido de no haberse ofrecido el obispo a intervenir, consiguiendo que el presidente Ruiz de Castilla sobreseyera lo ocurrido el 2 de agosto de 1810. Mas el obispo llegó a recriminar al dicho presidente su falta de palabra, causa que había motivado la revolución del 2 de agosto. En estas circunstancias llegó el comisionado de la Junta de Regencia, Carlos Montúfar. Se impusieron así los llamados insurgentes.

Retirado Ruiz de Castilla, el 9 de octubre de 1810 se declaraba autónoma la Junta para jurar en la sesión del día 11, la independencia. El obispo fue electo presidente de la Junta, pero “hizo cuanto pudo para librarse de este cargo que tanto repugnaba a su ministerio, y fue necesario hablarle a nombre de la concordia, que no podía esperarse sino de él, para que se resolviera a aceptarlo, aunque no más que ad honorem”.[4]

Esta actitud del prelado estaba respaldada por ambos cleros, aunque se extendió hasta llegar a castigar a los curas realistas. Y si hemos de creer a Núñez del Arco, llegó el obispo a fulminar excomunión contra varios de esos clérigos que no se adherían a la causa sostenida por el prelado.[5]

Para Cuero y Caicedo el sistema revolucionario no era sino una defensa contra el afrancesamiento del régimen hispano, en estos momentos, bajo el mando de José Bonaparte, considerado rey intruso, usurpador e ilegítimo por las Juntas Españolas que en diversos puntos de la Península se levantaron en armas contra los invasores. Lo mismo estaba sucediendo a lo desde México hasta Río de la Plata. “El medio que han abrazado con toda sinceridad las provincias de América, y especialmente la de Quito, procediendo a formar un gobierno interior y doméstico para conservar esta posición de sus dominios a su legítimo soberano”, decía en su decreto firmado en Ambato el 12 de agosto de 1812, cuando funcionaba en Quito el Congreso Constituyente, desde el 1 de enero del referido año.

Pero a fines del mismo año, el General realista Toribio Montes (que representaba al poder del rey usurpador José Bonaparte), entraba en Quito retirándose las tropas realistas legítimas -y con ellas el obispo Cuero-, a Ibarra con gran cantidad de gente y miembros de las comunidades religiosas. Montes dirigióle poco después un mandato ordenándole se presentase para responder a las acusaciones que se formulaban contra su conducta; pero el prelado o no recibió el comunicado o quiso dejar correr el tiempo hasta que se sosegasen los ánimos.

Montes declaró la sede vacante e hizo elegir vicario capitular a Don Joaquín Sotomayor. El cabildo catedral, se plegó fácilmente a las disposiciones del poder ilegal realista bonapartista. Los realistas usurpadores declararon vacante la sede, porque, según ellos, el obispo había desamparado a su grey, “saliendo con precipitación de esta catedral… y que, habiendo sido llamado por el mismo Sr. Presidente, no venía ni se sabía en qué paraje o lugar se hallaba”. Tocaron las campanas lúgubremente a sede vacante. Pero intervino el arzobispo de Lima y, en calidad de tal, el señor de las Heras nombró Gobernador del obispado al realista representante del usurpador, don Andrés Villamagán.[6]

Por septiembre de 1813 el obispo Cuero, enfermo y abatido, se presentó en un pueblo cercano de Quito. Montes no actuó por haber sido remitida a Madrid su causa, hasta que por órdenes superiores, lo mandó desterrado a Lima el 27 de julio de 1815. En la capital peruana, como estaba sumido en la más terrible miseria y sin un recurso para lo más preciso de su subsistencia y curación, fue atendido por el arzobispo de dicha ciudad, hasta que el día 9 de octubre de 1815 terminó su vida agitada. Durante ella había condenado el mal donde quiera que lo había hallado y se había adherido al partido que mayores garantías le ofrecía de tutela de la religión y de la monarquía legítima.[7]

Andrés Quintian y el clero realista e insurgente de la diócesis de Cuenca

El obispo Andrés Quintian ocupó la Diócesis de Cuenca después de 9 años de vacancia, justo en vísperas de los movimientos revolucionarios promovidos en Quito.[8]La gobernaba desde el 7 de noviembre de 1807 el antiguo deán de Concepción en Chile, don Andrés Quintián Ponte y Andrade, español de nacimiento, hombre impetuoso y de acerado carácter, realista tenaz, dotado del don de ubicuidad y del sentido de la organización y de la vigilancia, como ninguno de sus colegas del episcopado americano. Alma antípoda, en síntesis, del varón que presidía simultáneamente la Iglesia de Quito.

Tan pronto como el Obispo tuvo conocimiento de la revolución del año nueve, apercibió a sus clérigos para la defensa y la reacción; tomó parte activa en ella como consejero e inspirador de Aymerich, organizó una columna de sacerdotes para mayor eficacia de la resistencia, dispuso al efecto de las rentas eclesiásticas, formó causa contra los clérigos sospechosos o culpables de apoyo al movimiento quiteño; en suma, fue la columna más vigorosa del Rey o realismo legitimista en tierras del Azuay. Aquí entra necesariamente la historia eclesiástica de la participación y protagonismo fundamental del clero de la diócesis de Cuenca en el movimiento insurgente.

“Con razón, el Cabildo Eclesiástico de Cuenca, en sesión de 23 de enero de 1810, acordó llevar tan «heroicos procedimientos a la soberana noticia de Ntro. idolatrado Monarca [se refiere a Fernando VII]». La tranquilidad de la ciudad, decían los sumisos cabildantes, «se debe principalmente al celo religioso, a la fidelidad al Soberano, y amor a la Patria de Ntro. Ilmo. Prelado [...] cuyas virtudes acompañadas de su profunda política y vastos conocimientos supieron dar alma a la ciudad desfallecida, proporcionándole con sus arbitrios subsistencia y armas, con sus consejos y ejemplos infundiendo valor y entusiasmo a los vecinos, contra las insidiosas asechanzas de la insurrección mencionada, siendo el primero que a la cabeza del Consejo que se formó para este fin, enarboló el estandarte de sus virtudes heroicas, que le constituyen uno de los más dignos vasallos de Ntro. Católico Rey [...]”.[9]

Cincuenta y un mil pesos montaron los dineros de la Iglesia y del seminario que suministró el Obispo para someter a Quito; y de su renta propia, según otra acta del mismo capítulo, vistió a la caballería. Como faltara hierro, cedió todo el que había comprado para la construcción de la casa episcopal; y, en fin, contribuyó de mil modos eficaces a la pacificación de la Presidencia de Quito.

El ilustrísimo señor Quintián Ponte mantuvo asidua correspondencia con la parte monárquica del clero de Quito. El cura de San Andrés, don Teodoro Navarrete, se prestó a conducir las comunicaciones de presbíteros realistas como Batallas, Peñafiel, Villamagán y otros, que en aquellos días se esforzaban por secundar la reconquista. La diócesis de Cuenca fue el asilo de los clérigos que huyeron de Quito y que retornaron con el ejército pacificador. Montes tenía tan ciega confianza en el Obispo español que a los sacerdotes insurgentes los remitía a Guayaquil, no a órdenes de la autoridad civil, sino del propio señor Quintián. Éste compartió, pues, las responsabilidades históricas del pacificador.

Como premio de sus trabajos en pro de la causa monárquica recibió el obispo Quintián el 8 de setiembre de 1812 las insignias de la Gran Cruz; y sin duda habría obtenido mayores recompensas, si la muerte no le hubiera sobrevenido en su ciudad episcopal el 24 de junio del siguiente año. Dejó suspensas diversas obras que había comenzado con verdadero celo; entre otras, la creación del seminario, para el cual trajo maestros de Lima, el hospital de mujeres y la casa de ejercicios.

En sede vacante gobernó la diócesis el doctor don José María de Landa y Ramírez, canónigo penitenciario, realista acérrimo también por aquella época. El doctor Landa, que tanta parte había de tener más tarde en la vida política y religiosa de Ecuador, no era ecuatoriano: había nacido en Buenos Aires, donde practicó la abogacía, así como en Chile. En este último país adquirió amistad con Quintián, que le trajo en calidad de secretario. Se incorporó en la matrícula de la Real Audiencia de Quito el 2 de diciembre de 1817, y alcanzó tan grande ascendiente y autoridad en Cuenca, que ésta llegó a pedir para él un obispado y le apellidó su «civilizador».

Honra singular del cabildo en sede vacante fue la segunda erección del seminario (la primera la efectuó el señor La Fita y Carrión en 1803), cuyo rectorado sirvió el mismo doctor Landa y Ramírez. Fueron profesores de teología los doctores José Mejía, Miguel Custodio Vintimilla y José Antonio Arévalo, y de filosofía el doctor Miguel Rodríguez. El doctor Mejía, sacerdote peruano de ciencia y autoridad por su virtud, era rigorista acérrimo.

Mucho más habría podido hacer el vicario Landa, si no hubiese tropezado con la oposición y las rencillas de parte del cabildo. Los canónigos deán y arcediano, doctores Díaz de Avecillas y Fernández de Córdoba, pusieron obstáculos insuperables a sus iniciativas. Afortunadamente, vino un período de paz, aunque corto, con la elección del doctor don José Ignacio Cortázar y Lavayen para obispo titular. Este pastor designó al mismo Landa a fin de que le representase en la administración de la sede de la diócesis, mientras atendía a las necesidades de Guayaquil, por cuya visita comenzó su labor episcopal.

El señor Cortázar nació en Guayaquil en 1755 en el seno de una familia noble. Hizo sus estudios en Lima y Quito; y en esta última ciudad recibió el Orden Sacerdotal. Fue Vicerrector del seminario de San Luis; y luego se consagró a fecunda y austera cura de almas en varias parroquias de la actual provincia del Chimborazo. El señor Sobrino y Minayo le nombró Visitador general en esa misma sección de su vasto obispado.

Como bien dice el doctor don Manuel María Pólit Laso, el señor Cortázar debió de mantenerse leal a la causa de la monarquía en 1809: sólo así se explica que el Rey le hiciese sucesor de tan firme realista como el señor Quintián Ponte y Andrade. Preconizado Obispo por Pío VII el 15 de marzo de 1815, pasó a Lima para consagrarse.

Le debió Guayaquil el favor especialísimo de la visita canónica y de la creación del seminario. Y no necesitó para esto descuidar el fomento del que, en la sede de la diócesis, había establecido el cabildo en 1813. Gracias a esa medida, ambas secciones del obispado, tan distantes entre sí y tan diversas en clima y costumbres, principiaron a gozar de las inapreciables ventajas inherentes a un seminario propio. La creación del de Guayaquil era tanto más urgente cuanto que, por su falta, numerosos jóvenes que iban a Lima para hacer estudios eclesiásticos, se quedaban allí.

A la sazón, dos eminentes sacerdotes guayaquileños honraban la Arquidiócesis peruana: el doctor José Ignacio Moreno y el doctor José Vicente de Silva y Olave, profesor en el Convictorio de San Carlos y en la Universidad de San Marcos, rector de este último plantel y del seminario de Santo Toribio, y Obispo electo de Huamanga.

Para rector del seminario de Cuenca escogió a un sacerdote riobambeño, que había sobresalido en Quito por sus dotes intelectuales y morales y dado qué hacer por su acendrado realismo: el doctor Andrés Villamagán. Como Mejía y otros, Villamagán rendía tributo al criterio rigorista en boga aun en estos países, que reciben tarde el flujo y reflujo de las tendencias ideológicas de Europa. El doctor Custodio Vintimilla fue elegido para profesor de filosofía; y de humanidades, un gramático excelente, don Juan Sánchez y Aguilera, más tarde sacerdote.

Amargaron los últimos días del señor Cortázar las acusaciones del doctor Landa y Ramírez, quien se ocupaba en escribir quejas y recriminaciones contra su prelado y en enviarlas al Rey. La muerte salteó al Obispo en el Girón el 16 de julio de 1818. La faz de la diócesis se transformó por entero con el fallecimiento del obispo Cortázar: treinta años debía durar la orfandad, agravada con disidencias eclesiásticas y con el continuo ir y venir de vicarios capitulares.

El doctor don José Miguel de Carrión, canónigo de la misma ciudad, y uno de los firmantes de las recomendaciones de méritos del señor Ponte y Andrade, fue elegido Vicario Capitular a la muerte del señor Cortázar, pues él ejercía ese difícil cargo cuando Cuenca proclamó su independencia el 3 de noviembre de 1820. Carrión llegó a ser una de las glorias más puras de la Iglesia ecuatoriana, como Obispo de Botrén y Auxiliar de Quito.

Las tendencias del clero cuencano se habían modificado ya. Casi todos los eclesiásticos, libres de la presión de sus prelados realistas, abrazaron la causa de la República. Por eso en el movimiento de noviembre de 1820 figuraron, como principales actores, sacerdotes y frailes. El cura de Pueblo-viejo, doctor Juan Ormaza y Gacitúa, fue el orador popular que arengó a las multitudes y arrancó su adhesión a la naciente patria.

Otro cura, el maestro don Javier Loyola, vino a Cuenca el 4 de noviembre, con “copioso número de hombres e indios armados”, a auxiliar al jefe de la insurrección, el doctor don José María Vázquez de Noboa, abogado chileno, antiguo realista y fiscal de la Audiencia. Los caudillos del movimiento insurgente cuencano convocaron inmediatamente a elecciones para miembros del «Consejo de la Sanción», a quien tocaba expedir el Plan de Gobierno.

Muchos de los miembros de este cuerpo fueron también sacerdotes: el doctor Juan Aguilar y Cubillús representó al Cabildo Eclesiástico; el doctor Custodio Vintimilla, vicerrector del seminario, llevó la voz del Clero; el presbítero Francisco Cueto Bustamante trajo el mandato de Cañar; el doctor Juan Orozco, el de la villa de Azogues; el doctor Bernardino Sisniegas, del pueblo de Taday; fray Juan Antonio Aguilar fue diputado de Asmal; y del pueblo, del Ejido el doctor Miguel Rodríguez; fray Alejandro Rodríguez, patriota desde 1809, concurrió a nombre de las Comunidades religiosas.

El Consejo de la Sanción dictó “en el nombre de Dios Todopoderoso Ser Supremo y único Legislador cuyo santo nombre invocamos”, un esbozo de ley fundamental en que palpita, como fiel reflejo del alma azuaya, el mismo acrisolado sentimiento religioso que brilló en el «Pacto» quiteño del año doce. Su primer artículo declara: “La Religión Católica Apostólica Romana será la única que adopte, como adopta esta República, sin que ninguna otra en tiempo alguno pueda consentirse bajo ningún pretexto, y antes bien por sus moradores, y por el Gobierno será perseguido todo cisma que pueda manchar la pureza de su santidad”. El grito de independencia de Cuenca aparece, pues, digno de aquel pueblo esclarecido, cuyo lema fue siempre: “Primero Dios y después vos”.

Un reparo obliga a hacer la imparcialidad histórica en este punto. Sede de la Audiencia durante algunos años, Cuenca se había contaminado también del virus regalista. La misma Carta expedida por el Consejo de la Sanción es prueba viva de este criterio. Sus dos últimos artículos dicen así:

“54. Por lo peculiar a la Renta Decimal, su custodia y cobro continuará bajo el mismo pie que hasta aquí se ha practicado, introduciéndose a la Caja pública”.
“55. Los novenos vacantes mayores y menores que pertenecían a la Real Hacienda, se discutió si correspondían a la masa patriótica, y aunque se opinaba por la afirmativa, habiéndose propuesto por algunos señores que debían revertir a la Silla Apostólica; se resolvió que respecto a que la materia era delicada y ardua; se formase dentro de quince días una junta de Canonistas y Teólogos para que se decidiese el particular, y que lo que de allí saliese resuelto, se tuviese por Ley Fundamental sancionada en el presente plan, lo mismo que se hubiera hecho en el día de hoy”.


¿Qué autoridad tenía la Junta de Canonistas y Teólogos para resolver con carácter de Ley, tan grave aunque claro asunto? ¿El parecer de aquella podía prevalecer sobre el juicio de la Silla Romana, la única competente para disponer acerca de contribución de evidente origen eclesiástico? Obsérvese, además, que el Plan de Gobierno no dejaba al examen de los canonistas todo el problema, sino parte de él únicamente: la cuestión de los novenos vacantes.

En cuanto al cobro de la renta, quedó de plano resuelto que correspondía a la Caja Fiscal. Esta declaración presuponía la de que las nuevas Repúblicas sucedían en las prerrogativas patronales al Rey de España. Cuenca siguió así la tendencia que, desde 1810, se advertía en toda Colombia, a pesar de los reclamos de algunos cabildos.

Nombró la Asamblea una Junta Suprema de Gobierno, de la cual fueron miembros el provisor Carrión y el padre maestro fray Alejandro Rodríguez OSA. Como el doctor Carrión se excusase, a causa de ser padre de todos sus diocesanos, insurgentes o realistas, fue elegido en reemplazo el doctor Miguel Custodio Vintimilla, que ocupaba el Vicerrectorado del seminario.

Ardiente patriota, acompañó como Capellán al ejército de Sucre hasta la victoria conseguida en la batalla del Pichincha el 24 de mayo de 1822. Ocurrió en el contexto de las guerras de independencia hispanoamericanas y enfrentó al ejército independentista bajo el mando del general venezolano Antonio José de Sucre, con el ejército realista comandado por el general Melchor Aymerich. La derrota de las fuerzas realistas españolas condujo a la toma de Quito por los insurgentes y aseguró la independencia de las provincias que pertenecían a la « Real Audiencia de Quito», la jurisdicción administrativa española de la que finalmente emergería la República del Ecuador.

Numerosos sacerdotes y religiosos alcanzaron renombre por su insurgencia en aquellas circunstancias como el padre fray Vicente Solano, catedrático más tarde de Teología en el seminario; el padre fray Narciso Segura, de la misma Orden Franciscana y provincial posteriormente; el padre José Antonio Pastor, prior de Cuenca y luego provincial de San Agustín; los padres Miguel Narváez y Ramón Piedra, de la orden de la Merced; el padre José de San Miguel; religioso betlemita que se ocupaba en el hospital de la ciudad; el clérigo Andrés Beltrán de los Ríos, que pronunció la oración gratulatoria cuando el juramento de la Constitución de Cuenca y cooperó eficazmente a la defensa del movimiento ahogado en Verdeloma; los canónigos José Mejía, Pedro Ochoa, José Antonio Arévalo y otros; los presbíteros Apolinario Rodríguez, promotor de la independencia de Zaruma, José Fermín Villavicencio, Manuel Morales, José Peñafiel, José Orellana, Ramón de Barberán, etc., etc.

Tuvo también la provincia del Guayas, perteneciente a la sazón a la diócesis de Cuenca, sacerdotes de perseverante amor a la insurgencia libertaria: el doctor Cayetano Ramírez Fita, más tarde deán de Guayaquil, que se hallaba en la sede de la diócesis por la provisión de curatos, influyó en el doctor Vázquez de Noboa para decidirle a la proclamación de la independencia. Acordada ya ésta, fue a Guayaquil a fin de tratar con la Junta de Gobierno y conseguir de ella auxilio de armas y tropas para sostener el movimiento.

El doctor Francisco Javier de Garaicoa, vicario de Guayaquil y más tarde su primer obispo, fue asimismo insurgente convencido; y contribuyó al levantamiento de los cuantiosos empréstitos que hubo menester el ejército del general Sucre para las operaciones culminadas en Pichincha.

Restaurado precariamente, a raíz del desastre de Verdeloma, el gobierno del Rey en Cuenca, se constituyó una Junta de Secuestros, para el castigo de los insurgentes que participaron en la insurrección de noviembre. Miembro de ese cuerpo fue el doctor Francisco Javier Crespo y Andrade, que había sustituido a Carrión en la Vicaría Capitular de la diócesis.

El Cabildo Eclesiástico se manifestó renuente a las nuevas imposiciones que ordenó González, por lo cual éste tomó providencias represivas contra aquel. La situación del pueblo, la inopia de la sociedad toda con las exacciones de los jefes realistas, llegó a desesperados extremos. En el cabildo abierto convocado en los últimos días de la dominación española en Cuenca, el cura don Juan Barbosa y Dávila se opuso con vehemencia a todo nuevo arbitrio de empréstitos, demostrando la insolvencia de las multitudes. El clero protegía sin embozo a los insurgentes.

Sin embargo, todavía no se puso término a la sobrecarga de impuestos y sacrificios de esa región. Tan pronto como abandonó Cuenca el coronel Tolrá, se creó el 27 de febrero de 1822 la Junta de Auxilios encargada de obtener nuevos recursos, vituallas, etc. para el ejército insurgente: en representación del clero tuvieron asiento en ella el nuevo provisor doctor Mariano Isidro Crespo, y, como personero del cabildo, el doctor Bernardino de Alvear, sacerdote argentino.

Los miembros del cabildo, aun los más afectos antes al Rey como el doctor Landa, contribuyeron en aquella ocasión con gran parte de sus rentas al sostenimiento del ejército insurgente, según consta del acta de 4 de mayo de 1822. El provisor hizo por sí mismo la distribución del empréstito ordenado por Heres, entre los sacerdotes y conventos de la diócesis, que satisficieron 23,727 pesos. Casi todas las agrias divisiones que, en lo político, habían existido, desaparecieron rápidamente. A la junta que se convocó para decidir sobre la adopción de la Carta fundamental de Cúcuta, concurrieron los más fervorosos realistas de otros tiempos: allí estuvieron Latida, Villamagán, fray Andrés Nieto Polo y el padre mercedario Tomás Lozada. La Iglesia cuencana, en su gran mayoría, se incorporó a la República.

Mas, si el vínculo patriótico iba a ser en adelante vigorosa causa de unidad, quedaban en el fondo del alma, latentes, los antiguos rencores, como germen de conflictos y génesis fecunda de rivalidades y rencillas. Los Vicarios Capitulares cambiaban a menudo: la unidad en la administración de la diócesis era inasequible; y por la fugacidad del período de cada uno de los nombrados, sobrevenía todo género de calamidades sobre la malaventurada diócesis.

La aridez jansenista y la postración de los estudios fueron parte para que también en Cuenca se solicitase con urgencia, en 1815, la restauración de la Compañía de Jesús. Y Loja, por la voz de su Ayuntamiento, pidió el 6 de agosto de 1816 la venida de algunos religiosos de la Orden, con el fin de que, se encargasen de la fundación del colegio, al cual habían dejado rica herencia don Bernardo y don Miguel Valdivieso.

En suma, la situación de las cosas religiosas era en Cuenca igual a la de la diócesis de Quito: allá, la mayor instabilidad de las autoridades eclesiásticas ennegrecía el cuadro. En Guayaquil, a las demás causas se añadía el aparecimiento de la irreligión. Los viajes de muchos jóvenes a la Universidad de San Marcos, donde había mayor libertad de ideas y costumbres que en los institutos de la Presidencia de Quito, contribuían a crear ambiente propicio a la lenta infiltración de la heterodoxia: ¿el deísmo de próceres tan ilustres como Olmedo y Rocafuerte, no hace columbrar que en su ciudad natal la propaganda de ideas peligrosas era más intensa que en las otras regiones del país?.[10]

El realista acérrimo obispo de Cuenca Andrés Quintian

Dicen que el obispo Andrés Quintian poseía el carisma de conducir masas. Se creyó en el deber de apercibir a su clero en contra todo tipo de levantamiento antimonárquico. Aliándose con el general realista Melchor Aymerich, organizó una columna de sacerdotes; dispuso al efecto de las rentas eclesiásticas, formó causa contra los clérigos sospechosos o culpables de apoyo al movimiento quiteño; en suma, fue la columna más vigorosa realista en tierras del Azuay (entonces el rey legítimo Fernando VII todavía estaba en su prisión francesa).

A la causa realista aportó 51 mil pesos, extraídos de los bienes eclesiásticos, y de renta propia vistió a la caballería; el hierro depositado para la construcción del Palacio y abrió sus posibilidades todas al clero realista en sus accidentados avances y retrocesos.

El marqués de Selva Alegre lo invitó a participar en la primera junta. El 28 de agosto de 1809 Quintián respondió que no concebía cómo sin faltar al juramento de fidelidad prestado al rey -(se refiere sin duda a Fernando VII, pero la confusión del momento era grande, pues en Madrid se sentaba José Bonaparte)- no se podía acatar otra junta que la legítima de España (la Junta de Cádiz), escribiendo en el mismo sentido al deán y capitulares de Quito.

Pero cuando en 1811 don Carlos Montúfar se dirigía a Cuenca al frente del ejército emancipador, el obispo se retiró a Guayaquil. Al no poder entrar los insurgentes en la ciudad episcopal, Quintián retornó a su sede y se puso a ayudar al realista general Joaquín Molina. La muerte le interrumpió en sus actividades realistas el 24 de junio de 1813 dejando en su sede el recuerdo de jefe realista más que de obispo. Como prelado celoso se había preocupado de crear un seminario, una casa de ejercicios y un hospital de mujeres.

De todos estos datos se puede entender la comprensible confusión que reinaba por doquier: ¿Quién era el rey legítimo? ¿Qué significaba ser realista? ¿Cuál era el sentido que en los primeros momentos animaban a los sublevados insurgentes, y cuál era el sentido por el que se buscaba por parte de los llamados «insurgentes» la legítima emancipación?


NOTAS

  1. Antonio de Egaña, SJ. Historia de la Iglesia en la América Española, p. 940.
  2. Nació en el año 1735 en la ciudad de Cali, parte de la Real Audiencia de Quito del Virreinato de Nueva Granada, y fue bautizado el 12 de septiembre del mismo año. Fue hijo legítimo de Fernando de Cuero y Pérez de La Riva, natural de Burgos (España), y dela caleña Bernabela de Caicedo y Jiménez, de cuyo matrimonio nacieron seis hijos, siendo José el segundo. Estudió sus primeros años en el Seminario de los jesuitas de Popayán, en 1756 obtuvo el título de Bachiller, en 1758 el de Maestro y en 1762 se graduó de Doctor; a la par que había sido ordenado sacerdote en el mismo Seminario. En 1768 se graduó en la Universidad Santo Tomás de Aquino, en la ciudad de Quito, de la que fue nombrado rector en 1789. Ese mismo año fue nombrado sucesivamente Obispo de Popayán y después Obispo de Cuenca; hasta que fue finalmente nombrado Obispo de Quito en el año 1801. En 1793 fue invitado por Eugenio Espejo a formar parte de la Escuela de la Concordia, una sociedad de intelectuales y nobles que promovía la corriente filosófica de la ilustración, y que es considerada el germen de los movimientos independentistas ecuatorianos.
  3. Egaña, ob., cit., p. 941.
  4. Íbídem, p. 941.
  5. Tobar Donoso, La Iglesia modeladora de la nacionalidad, p. 148.
  6. Egaña, o.c., p. 943.
  7. Ídem, p. 944.
  8. María Isabel Viforcos Marinas, Prepararse a bienmorir: las últimas voluntades del obispo cuencano Andrés Quintián y Ponte. Texto completo: en PDF en Internet. DOI: http://dx.doi.org/10.18002/ehh.v0i3.3059 Resumen de la Autora: «Queremos dar a conocer en el presente trabajo la última voluntad de don Andrés Quintián, obispo de Cuenca (Ecuador) a través de los testamentos redactados en 1813, último año de su vida, conservados en el Archivo Nacional de Cuenca y que hasta ahora eran inéditos. Tras una breve panorámica sobre la Cuenca de las últimas décadas del periodo colonial, nos adentramos en la figura del controvertido prelado. Conocido por su defensa a ultranza de la causa realista, el testamento demás de aportar algunos detalles desconocidos sobres su biografía, nos da luz sobre su espiritualidad, talante y entorno social. El artículo finaliza con un análisis del último testamento, en el que es pone de relieve tanto la similitud formal con los modelos registrados a partir de la segunda mitad del XVII, como sus peculiaridades de contenido, y se cierra con su transcripción».
  9. Lesmes Frías, Historia de la Compañía de Jesús en su asistencia moderna de España, tomo 19, p. 276.
  10. Estos párrafos están tomados sintéticamente de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: wwww.cervantesvirtual.com. La Iglesia ecuatoriana en el siglo XIX, tomo I, O/html/00256… La diócesis de Cuenca.

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EDUARDO MUÑOZ BORRERO, F. S. C. © CELAM – Santa Fe de Bogotá. (Complemento introductorio del DHIAL)