Diferencia entre revisiones de «JUAN DIEGO CUAUHTLATOATZIN. Espiritualidad de un laico»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Revisión del 21:01 9 ago 2021

El 31 de Julio de 2002 el Papa San Juan Pablo II canonizaba en la Basílica de Guadalupe al vidente de Nuestra Señora de Guadalupe, Juan Diego Cuauhtlatoazin, además de poner de manifiesto el Misterio del encuentro con la realidad dramática de aquellos momentos y sus múltiples aspectos.

Uno de ellos que se manifiesta con claridad meridiana es el de la santidad laical de este «pobre de Yahvé» escogido como testigo y embajador en aquel Encuentro. Ello pone de manifiesto también la importancia de la «espiritualidad laical» de nuestro Santo y el influjo que puede tener en la vida cristiana, y tener así en cuenta algunos conceptos actuales sobre el laicado y su acción en la Iglesia y en el mundo, manteniendo al mismo tiempo la visión de la vida y el ejemplo del humilde vidente de la Virgen de Guadalupe.

La razón es obvia: San Juan Diego Cuauhtlatoazin, ubicado históricamente en la Mesoamérica de hace 500 años, ofrece una rica gama de realidades y valores espirituales cristianos–que de suyo son perennes- no sólo para una consideración teórica de parte nuestra, sino para encontrar una verdadera motivación a vivir bajo la inspiración de Santa María de Guadalupe, como él lo hizo con una mayor profundidad de vida.

Con estas palabras comenzaba el Papa Juan Pablo II su homilía en aquella memorable ocasión de la canonización: “«¡Yo te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien!» (Mt 11, 25). Queridos hermanos y hermanas: Estas palabras de Jesús en el evangelio de hoy son para nosotros una invitación especial a alabar y dar gracias a Dios por el don del primer santo indígena del Continente americano. Con gran gozo he peregrinado hasta esta Basílica de Guadalupe, corazón mariano de México y de América, para proclamar la santidad de Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el indio sencillo y humilde que contempló el rostro dulce y sereno de la Virgen del Tepeyac”.

El Laicado cristiano

Durante muchos años el laicado cristiano estuvo recluido en un irrelevante segundo plano de la vida eclesial. Se había generado una relación contrapuesta entre los monjes y sacerdotes y los laicos. La palabra «laico» llegó a ser sinónimo de «inculto». A los clérigos y a los monjes su condición les brindaba un camino para el encuentro con Dios; a los otros, su condición laical más parecía un estorbo que una ayuda para encontrar a Dios. Por tanto, no eran considerados aptos para cumplir una misión especial en la Iglesia.

Para el Concilio Vaticano II, la misión de la Iglesia consiste en propagar el reino de Dios, ordenando todo el mundo hacia Cristo y esto lo ejerce a través de todos sus miembros. Aquí entra la participación del laicado, para el que el Concilio señala algunas peculiaridades como son las actividades y condicionamientos que comporta su estilo de vida, a partir del cual “contribuyan desde adentro a la santificación del mundo… brillando ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad” (LG 31). Se trata, pues, de impregnar el mundo con los valores del Evangelio y de cooperar en la edificación de la Iglesia a través de su servicio específico, constituyendo un elemento clave para la evangelización. Nada más realista y verdadero como esto, aplicado al ejemplo de Juan Diego: si alguien en el Continente Americano contribuyó -haciéndose eco del mensaje de Santa María de Guadalupe- a la edificación de la Iglesia en el Continente, fue él, convirtiéndose en un elemento clave de evangelización.

En la acción de los laicos en la Iglesia, las diversas formas de asociación resultan de ordinario muy efectivas, pero el testimonio individual –como el de nuestro Santo- implica una irradiación de persona a persona, y la constancia en testimoniar la fuerza del Evangelio en la cercanía donde se realiza la vida cotidiana de los hombres. Esto propicia un verdadero cambio con grandes repercusiones sociales y religiosas.

La Iglesia tiene dos señas de identidad: la «comunión» y la «misión». La «comunión» significa una fuerza vinculante muy grande. Por ella, el pastor debe discernir autorizadamente tanto la doctrina como la práctica pastoral, con la aportación específica de los laicos como testimonio de fidelidad y compromiso con el Evangelio y de correspondencia con los pastores de la Iglesia. María de Guadalupe pide a Juan Diego que vaya con el pastor y le presente su proyecto: “Y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa, anda al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío” (Nican Mopohua 33).

La «misión», por su parte, tiende a crear más hondura en la comunión. El Señor coloca a los laicos en el corazón del mundo para que lo fecunden con semillas evangélicas:[1]“Ya escuchaste, hijo mío el menor, mi aliento, mi palabra; anda, haz lo que esté de tu parte” (NM 37). Lo más importante en la vida del santo es su misión, es decir, el nuevo carisma otorgado por el Espíritu a la Iglesia. El hombre que lo recibe y lo lleva, es un servidor suyo, en que lo iluminador no es la persona, sino su testimonio, su misión.

Y la obediencia con que se entrega de una vez para siempre como esclavo de su misión y que ya no entiende su existencia sino en función de esa misión. Es muy claro el testimonio de vida de San Juan Diego Cuauhtlatoazin que, a partir de su encuentro con María de Guadalupe dedica su vida a servir a Dios, en el humilde servicio del cuidado de la ermita de la Señora del cielo.

Espiritualidad laical

La espiritualidad laical está atenta a la presencia y a la acción de Dios en la vida de las personas comunes que responden en las circunstancias ordinarias de su propia vida, íntimamente unidas a las privaciones y a los sufrimientos humanos. Estas personas viven su espiritualidad como un proceso no sólo de intimidad con Dios, sino con los hermanos, especialmente con los que son pobres, olvidados o explotados.

Todo ser humano puede tener alguna inspiración y motivación en su vida, y cuando esta motivación es experimentada como «motor», la llamamos «espiritualidad». El origen de toda espiritualidad es una experiencia. La espiritualidad es la motivación que impregna los proyectos y compromisos de vida, tanto espectaculares como ordinarios, importantes o cotidianamente oscuros. La espiritualidad no es la sola entrega a una causa mayor que lleva a olvidar el egoísmo —lo cual no es privativo del cristiano— sino los motivos evangélicos por lo cual se hace.[2]

El Espíritu que actúa en la comunidad eclesial, suscita testigos vivos del seguimiento fiel y heroico de Jesús. Esos hermanos nuestros son los santos, que la Iglesia nos ofrece como ideal de cristianismo y como testimonio inspirador de espiritualidad. Los santos han sido y son para nosotros una fuente de inspiración para la vivencia de la espiritualidad. Cuando la Iglesia considera a alguien santo, por ese hecho se identifica con él. Quiere decir que declara que él –en este caso San Juan Diego- encarna el auténtico cristianismo y puede ser imitado como inspiración de espiritualidad.

Un laico espiritual aprecia la presencia viva del pasado como riqueza y patrimonio que ayuda a comprender que ser santo significa centrar la propia vida en Dios, sumergido en una espiritualidad de lo ordinario, de lo cotidiano. Esto al mismo tiempo significa que el laico cristiano se hace promotor y partícipe de un cambio importante en la sociedad. Viejos roles y modelos convencionales no se aplican ya más. La espiritualidad cristiana auténtica promueve un liderazgo que valoriza la sabiduría del pasado, la riqueza del presente y una visión de futuro que invita a todos a responder, e induce a la gratitud y a la serenidad en medio de los sufrimientos y el dolor.

Juan Diego, considerado «buen cristiano», sin duda tuvo que realizar una drástica ruptura con su antigua religión. Pero no todo en su antigua religión era despreciable; un indio que conociera su religión podía descubrir que ella poseía un profundo sentido religioso, el ansia por la felicidad y por la vida, y no pocos valores naturales y cristianos.

Los valores cristianos

Un puesto importante en la espiritualidad lo ocupan los «valores» (entendidos como aquello que «vale») e íntimamente asociados a las «virtudes» (conductas adquiridas para realizar los valores). Cuando una persona posee y ejercita una virtud, es llevada a la integridad propia de la naturaleza humana. En este sentido, las virtudes enriquecen la personalidad de quien las ejercita; son cualidades que cambian y mejoran a la persona, por eso son fundamentales en la espiritualidad cristiana.

De alguna manera las virtudes configuran la personalidad espiritual de quien las ejercita. Además de las tres virtudes «teologales»: fe, esperanza y caridad, y de las virtudes «cardinales»: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que son necesarias para poder vivir una verdadera e integral vida cristiana, podemos catalogar algunas otras virtudes, llamadas «morales» que enriquecen esa misma personalidad cristiana.

Entre las fuentes guadalupanas destacan las llamadas «Informaciones jurídicas de 1666». Fueron llevadas a cabo ante un severo tribunal eclesiástico que quería cerciorarse sobre los hechos guadalupanos, y sobre la vida del vidente Juan Diego. Para ello interrogaron a los indios de su pueblo natal Cuautitlán. Estos indios declararon que entre su gente era opinión unánime, transmitida de boca en boca, que Juan Diego era un buen indio y un buen cristiano.[3]De Juan Diego hay testimonios que lo colocan, por la vivencia de los valores, como un «buen cristiano».

Así encontramos muchos testimonios en las informaciones jurídicas de 1666. Entre ellos tenemos el de Marcos Pacheco que, “tras declarar sobre el Acontecimiento Guadalupano y testificar sobre la persona de Juan Diego por lo que había oído de la gente de aquel pueblo y de sus mismos parientes, afirma que Juan Diego era un indio que vivía honesta y recogidamente y que era muy buen cristiano temeroso de Dios, y de su conciencia, de muy buenas costumbres y modo de proceder, en tanta manera, que en muchas ocasiones le decía a este Testigo su tía: Dios os haga como Juan Diego y su tío Juan Bernardino, porque los tenía por muy buenos indios, y muy buenos cristianos…”.[4]

Juan Diego después de las Apariciones

Poco sabemos a ciencia cierta de la vida de Juan Diego antes de las apariciones de la Virgen en el Tepeyac. Se sabe de su bautismo, pero se desconoce cuál fue su preparación para recibirlo; en realidad no tuvo que ser mucha, según las limitaciones, sobre todo de idioma, de los misioneros de aquellas primeras horas; lo que sí se sabe es que su adhesión a la fe cristiana y su ruptura con la antigua religión fue drástica; ello le llevó sin duda alguna a rechazar los usos y costumbres de su religión ancestral, que para todo indio era la base misma y la raíz de la vida.

Uno de los escritos más interesantes y fundamental para conocer la biografía de Juan Diego, es el «Nican Motecpana». Este escrito nos da noticias del resto de la vida de Juan Diego y de su tío Juan Bernardino. Entre otras noticias nos dice lo siguiente sobre el período en que Juan Diego se retiró a cuidar la ermita de la Virgen en el Tepeyac:

“Estando ya en su santa casa la purísima y celestial Señora de Guadalupe, son incontables los milagros que ha hecho para beneficiar a estos naturales y a los españoles, y, en suma, a todas las gentes que la han invocado y seguido. A Juan Diego, por haberse entregado enteramente a su ama, la Señora del Cielo, le afligía mucho que estuviera tan distante su casa y su pueblo, para servirle diariamente y hacerle el barrido; por lo cual suplicó al señor obispo poder estar en cualquier parte que fuera, junto a las paredes del templo y servirle; el prelado accedió a su petición y le dio una casita junto al templo de la Señora del Cielo… Inmediatamente se cambió y abandonó su pueblo: partió, dejando su casa y su tierra y a su tío Juan Bernardino. A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor, frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacia penitencia, se disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y se escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del Cielo”.[5]

Nos interesa tener en cuenta algunas de las virtudes que le hicieron ser apreciado y valorado como un hombre digno de imitación.

Humildad

La humildad está arraigada en la verdad de la realidad. Nos conduce a la conciencia de dependencia total de Dios y al deseo de hacer siempre su voluntad. En la Sagrada Escritura la humildad es la actitud de los «anawin», los pobres de Yahvé, que gozan de un cuidado especial de Dios y cuyo modelo es Jesús mismo. María asimiló profundamente el espíritu de los «anawin» y goza con la condescendencia maravillosa de Dios. Su humildad le permite penetrar en la humildad de Dios revelado en Jesucristo. A esta virtud se asocia el bienaventurado Juan Diego, consistiendo ésta en «verdadera sabiduría» ante los hombres.

La humildad sigue ocupando un lugar central en la espiritualidad contemporánea, entendida no como un auto-devaluarse, sino como honestidad consigo mismo. Implica también asumir ciertas actitudes y realizar algunas tareas que pudieran entenderse, según algunas mentalidades, no dignas de una persona importante. Según algunos testimonios, el padre de Juan Diego le hablaba de la dura vida diaria y de la dimensión religiosa de la existencia:

“Escuchad cómo se vive en la tierra, cómo se alcanza la misericordia del Tloque Nahuaque; no hay sino llorar, apenarse, suspirar, afligirse. El devoto se dedica a barrer, a asear, a recoger, lo acepta, se lo impone como obligación, se desvela por ello, por ocuparse del incensario, de la ofrenda de copal”.

Este texto nos ayuda a entender lo que debió significar para Juan Diego dejar todo lo que tenía, casas y tierras, para trasladarse junto a la Señora del Cielo y servirle en su nueva ermita, un servicio que consistía, entre otras actividades, en barrer el lugar sagrado; es decir, había encontrado la máxima razón de ser para un indio religioso.[6]

Pobreza y sencillez

La pobreza es una condición en la que las personas viven con una desventaja económica, pero es también una realidad religiosa, asumida consciente y voluntariamente. Una espiritualidad de la pobreza exige actitudes nuevas, especialmente en relación con los pobres. La pobreza es un valor religioso que empuja a la gente a una sencillez de vida, a un servicio de donación y a una visión del mundo basada en el Evangelio. Una espiritualidad de pobreza permite escuchar la voz de Dios, ver el rostro de Dios y realizar la propia vocación para actuar el reino de Dios.

Esta forma de pobreza se expresa en forma elocuente a través de una vida sencilla. No es fácil definir lo «sencillo». En el A.T. se asociaba con la sencillez la integridad, la perfección y la sinceridad de corazón. En el N.T. se asocia con el concepto de «claridad» (cf. Mt. 6,22: «Si tu ojo es simple (normalmente traducido como «claro») todo tu cuerpo estará en la luz»). Según la Biblia, la sencillez es ante todo un abandono total a Dios, con integridad y sin dobleces.

La humanidad está llamada a una respuesta generosa, integral y total a Dios y hacia los hermanos por amor a Dios. Jesús proclama la prioridad absoluta de Dios y de su reino sobre todos los demás intereses, por tanto, proclama una visión radicalmente simplificada del sentido de la vida, con frecuencia escondida a los ricos y a los doctos, pero revelada sobre todo a los pequeños y sencillos (Mt. 11,25).

Juan Diego fue un hombre sencillo, que vio en el cristianismo la plenitud de su vida, en coherencia con la fuerza religiosa que la envolvía; dejó sus tierras y su casa para irse a vivir a la nueva y pobre ermita mariana, para dedicarse completamente a su servicio; se consagra totalmente a la voluntad de la Virgen, quien le había pedido ese nuevo templo para ofrecer en él su consuelo y su amor maternal a todos los hombres. Según las tradiciones ya citadas, Juan Diego barría y sahumaba el templo todos los días; edificaba con su testimonio a cuantos lo visitaban; narraba la manera en que había tenido lugar su maravilloso encuentro con la Señora del Cielo, la Virgen de Guadalupe. La gente sencilla enseguida reconoció el sentido de aquella historia y de su testimonio y se acercaban a él para que intercediera por sus necesidades y lo ponían como modelo para sus hijos.[7]

Con la sencillez todo es reconducido a la prioridad del reino de Dios. La «sencillez interior» significa poco sin una referencia a la práctica exterior; hoy el sentido social y la responsabilidad ecológica nos recuerdan que cultivar un estilo de vida simple es, además de un ejercicio espiritual, un componente necesario para administrar en forma cristiana responsable la creación de Dios.

Delicadeza

La delicadeza se puede relacionar muy cercanamente con sensibilidad, suavidad, finura, amabilidad, cortesía, exquisitez, elegancia. El lenguaje náhuatl es suma y delicadamente poético en sus expresiones. Los indios nahuas hablaban con flores; intentaban expresar con metáforas lo inexpresable, es decir, el Misterio de Dios.

Llama la atención la abundancia de las imágenes de flores, cantos de pájaros de delicadas plumas de múltiples colores, susurro de vientos y de arco iris... con que se expresa la colorista poesía nahua en los «Cantares mexicanos». El hombre ama esas flores y cantos que no alcanzan a saciar su sed de infinito, sino que más bien excitan su anhelo nunca satisfecho de verdad y felicidad: esto es la expresión más cumplida de su sentido religioso.

En la narración del «Nican Mopohua» sobresale la finura y respeto con que Juan Diego se dirige a la «Señora del Cielo». Y es básicamente el mismo lenguaje el que Ella utiliza para dirigirse al «más pequeño de sus hijos»: “Escucha, hijo mío, el más pequeño, Juanito, ¿A dónde te diriges? Y él le contestó: «Señora, Reina mía, Muchachita mía, allá llegaré, a tu venerable casa en México Tlatelolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan, quienes son las imágenes del Señor, Señor Nuestro, nuestros sacerdotes».” (NM 23-24).

Otro bello ejemplo de este fino lenguaje de Juan Diego los encontramos cuando le dice a María: “Señora mía, Reina mía, Muchachita mía, que yo no angustie con pena tu rostro, tu corazón; en verdad, con todo gusto iré, a poner por obra tu venerable aliento, tu venerable palabra; de ninguna manera lo dejaré de hacer, ni tengo por molesto el camino. Iré ya a cumplir tu voluntad… Ya me despido de Ti respetuosamente, Hija mía la más pequeña, mi Muchachita, Señora, Niña mía, descansa otro poquito”. (NM 63-66)

Una persona delicada, en este sentido, evita la brusquedad y la violencia y trata de conducirse con afecto y respeto. La delicadeza implica hablar en voz baja y apacible, la persona que actúa con delicadeza y trata a los demás con ella, es alguien que viene a dejar patente también que es sencilla, respetuosa, afable, serena, con capacidad de autodominio y tolerante en lo que respecta al trato con el resto de las personas. La delicadeza, que lleva implícita la virtud de la humildad, es la contraposición al egoísmo y la soberbia, a la necesidad de aparentar. La delicadeza cristiana exige condescendencia con el prójimo —con el más cercano—, evita la discusión permanente, el herir con palabras y con gestos, el mal humor constante, el recriminar con acritud las cosas mal hechas, vincula la verdad a la caridad, valora a los que le rodean y respeta su dignidad, sus ideas, su opinión y sus carencias. La delicadeza cuida los pequeños detalles.

Obediencia

La concepción común de obediencia es sometimiento a las órdenes de otro; en la vida espiritual significa recibir y responder apropiadamente a un mensaje que viene de lo alto; por tanto, está íntimamente ligado a la «escucha de la palabra». La obediencia de María, a partir de la Encarnación, hace posible el ingreso de Dios en la historia humana: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1,38).

Tal es la actitud sobresaliente de Juan Diego en relación con la misión que le encarga María de Guadalupe: “E inmediatamente en su presencia se postró, le dijo: «señora mía, Muchachita mía, en verdad ya voy a realizar tu venerable aliento, tu venerable palabra; por ahora te dejo, yo, tu humilde servidor».” (NM 38) Hoy la experiencia espiritual del laicado implica que se redimensione el sentido de la obediencia cristiana:

“Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes. Ni dejen de encomendar a Dios en la oración a sus Prelados, que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con gozo y no con gemidos”. (Lumen Gentium 37).

La obediencia lleva al cristiano al cumplimiento de la Voluntad del Señor, que no vino a ser servido, sino a servir (Mt. 20,28), a imitación de Jesús, cuya vida está desde el principio orientada al cumplimiento de la voluntad de Dios: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebr. 10,7). No es diferente la actitud fundamental de María de Nazareth: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1,38) y, desde luego, es éste también el ejemplo de San Juan Diego Cuauhtlatoazin.

Oración

Quienes más aman a Dios son los que más saben de él y, por tanto, es preciso prestarles atención. En ellos, doctrina y santidad conforman una unidad inseparable. Los santos quieren recibir siempre, es decir, ser orantes. Su teología es esencialmente un acto de adoración y de oración. La existencia de los santos es teología vivida. Ellos son los «intérpretes de Cristo». Cada uno tiene su aporte y su razón de ser en un momento determinado de la Iglesia.

Así San Juan Diego, que le pidió permiso al Sr. Obispo para irse a vivir junto a la Ermita, esencialmente para servir a la Santísima Virgen barriendo su ermita y para orar: “Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor, frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacia penitencia, se disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y se escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del Cielo”.[8]

Enviado para dar Testimonio

Cuando en el Evangelio se habla del «Enviado», la referencia primera es a Cristo, precisamente “el enviado del Padre” (Jn. 3,34; 5,38). Pero, aunque sea el principal, Jesucristo no es el único enviado; lo son también el Espíritu y los discípulos. Ellos deben dar testimonio de la Vida que Jesús trae al mundo y que es ofrecida para que todos los hombres participen de esa misma vida mediante la fe.

San Juan Diego es enviado por la Virgen para dar testimonio ante el Obispo: “Y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa, anda al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío, para que le descubras cómo mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo; todo le contarás, cuando has visto y admirado y lo que has oído” (NM 33).

El testimonio consiste fundamentalmente en expresar la experiencia de Dios con la totalidad del ser, y supone, originalmente, que el testigo ha visto aquello de lo que da testimonio. Con Juan Diego se realiza lo que afirma el apóstol San Juan: “Lo que hemos visto y oído se lo anunciamos, para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn. 1,3).

Él ha visto y oído a la «Siempre Virgen Santa María, Madre del Verdaderísimo Dios por quien se vive» y el mensaje que le lleva al Obispo es precisamente lo que ha visto y oído. Su testimonio, que encuentra una respuesta positiva por parte del Obispo Zumárraga, es el mismo que nos transmite a nosotros con su vida y ejemplo, pero también con su palabra. Se espera también de quienes recibimos este testimonio una respuesta positiva, respuesta de fe que nos permita estar en comunión con Jesucristo, a través de Santa María de Guadalupe.

Conclusión

Retomamos las palabras del Papa San Juan Pablo II de la homilía de la Canonización: “Juan Diego, al acoger el mensaje cristiano sin renunciar a su identidad indígena, descubrió la profunda verdad de la nueva humanidad, en la que todos están llamados a ser hijos de Dios en Cristo. Así facilitó el encuentro fecundo de dos mundos y se convirtió en protagonista de la nueva identidad mexicana, íntimamente unida a la Virgen de Guadalupe, cuyo rostro mestizo expresa su maternidad espiritual que abraza a todos los mexicanos. ¡Dichoso Juan Diego, hombre fiel y verdadero! Te encomendamos a nuestros hermanos y hermanas laicos, para que, sintiéndose llamados a la santidad, impregnen todos los ámbitos de la vida social con el espíritu evangélico.

¡Amado Juan Diego, «el águila que habla»! Enséñanos el camino que lleva a la Virgen Morena del Tepeyac, para que Ella nos reciba en lo íntimo de su corazón, pues Ella es la Madre amorosa y compasiva que nos guía hasta el verdadero Dios. Amén”.


NOTAS

  1. ESCARTÍN C. P., Diccionario de Pastoral y Evangelización, voz: Apostolado Seglar, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 2000, p. 71-75.
  2. GALILEA, S., El camino de la espiritualidad, Ed. Paulinas, Bogotá, 1985, p. 26.
  3. Tanta llegó a ser la fama de Juan Diego que la gente rogaba a Dios para que hiciera como él a sus seres más queridos. Lo de «buen cristiano» era un título todavía más especial. En el ambiente de las primeras generaciones cristianas indígenas, ser cristiano cabal significaba muchas veces romper con creencias, criterios y valores propios de su mentalidad y cultura.
  4. Informaciones Jurídicas de1666; fols.16r-16v, citado por GONZÁLEZ, F., Guadalupe, pulso y corazón de un pueblo, Ed. Encuentro, Madrid, 2004, p. 210.
  5. Alva Ixtlixócitl., Nican Motecpana, 304-305.
  6. GONZÁLEZ, F., Guadalupe, pulso y corazón de un pueblo, Ed. Encuentro, Madrid, 2004, p. 218.
  7. Idem, p. 224.
  8. Alva Ixtlixócitl., Nican Motecpana, 305.

BIBLIOGRAFÍA

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ENRIQUE GLENNIE GRAUE

Rector Emérito y Canónigo de la Basílica de Guadalupe