DESCUBRIMIENTO, HALLAZGO Y ENCUENTRO

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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No mero hallazgo

"Y porque la caravela Pinta era más velera e iva delante del Almirante, «halló tierra»...". Hallar no es descubrir, aunque todo descubrimiento supone el hallazgo. Parece, en este primer análisis, que hallar es un mero hecho que, una vez producido, en sí mismo termina; en cambio, se tiene la impresión que descubrir, aunque comience en un acto, se trata de un proceso que comienza en un acto inicial.

En efecto, hallar, proviene de «afflare» que significa dar con algo sin haberlo buscado; a su vez, se compone de «ad» y «flo» que es soplar o mejor quizá, dar con el soplo o aliento. Joan Corominas enseña que es general en el castellano antiguo fallar, aunque la grafía «f» es normal en la Edad Media; corresponde al portugués achar y también a la forma asciare que, con diversas variantes, también expresa la idea de hallar en Calabria, Sicilia, Campania e Irpino.

Es por demás interesante, siempre según Corominas habida cuenta de la opinión del lingüista Schuchardt, considerar que «afflare» procede del lenguaje de la caza, ya que el perro «huele» (afflat) la pista del animal que persigue; a partir de aquí el término pasa a significar «hallar», ya que, como aún hoy se dice en todos los países de lengua castellana, alguien «olió algo» en el sentido de que adivinó lo que sucedía.

Es evidente que Colón tenía «buen olfato» y, por diversas señales, pre-sintió la cercanía de la tierra. Hallar tierra significaba, inmediatamente, tranquilizar a la tripulación inquieta, fin de una azarosa travesía, renovación de provisiones y hasta haber salvado la vida; pero, mediatamente, significará no solo haber probado la teoría de la esfericidad de la tierra, sino haber realizado un gran descubrimiento.

Aquí y ahora, sin embargo, «halló tierra»; y hallar, como ya he dicho, es, simplemente, dar con algo; en cierto modo es chocar o topar con una cosa. Por tanto, hallar no significa, necesariamente, descubrir, aunque descubrir deba suponer siempre hallar. Quien topa con algo o lo halla, no necesariamente lo des-cubre en su ser y podría ocurrir (como de hecho acontece muchas veces) que conviva siempre o por mucho tiempo con cosas y personas que ha «hallado», pero que no ha descubierto.

Es propio de la conciencia intelectual la potencia de trascender el mero hallar inmediato que es acto común de la conciencia primitiva; el mero hallar no devela y, en cierto modo, lo hallado es, en cuanto meramente hallado, encerrado en su ser que permanece velado. De ahí que si fuera comprobado alguna vez que los vikingos llegaron a Groenlandia hacia el 982 y alcanzaron la bahía de Hudson y El Labrador, lo único que se probaría es que solamente «hallaron»; es decir, que se trataría de un mero topar con algo sin hacerse cargo de su ser y su sentido.

Hallar simplemente, no genera historia; en cambio, descubrir implica no solamente el ser de la cosa sino el tiempo y, con él, la memoria de ese acto inicial y progresivo. El mero hallar se cierra en sí mismo, porque es sólo eso: topar con algo sin hacerse cargo de lo que es y se mantiene como a-histórico; en cambio, descubrir es develar lo que tal cosa «es» y es acto esencialmente histórico.

Por eso, cuando en 1964 el presidente de los Estados Unidos, el señor Johnson, proclamó el 9 de octubre como el día de Leif Erikson en recuerdo del descubrimiento de América...del Norte, cayó en el ridículo, Se fundaba en el hallazgo de una piedra que, al parecer, tenía caracteres rúnicos, encontrada en Minnesota en 1898 y luego depositada en el museo de Washington...aunque más tarde se afirmó que era falsificada.

Parece más sensata la afirmación del historiador norteamericano Carlos Lummis: "Vinieron aquellos hombres del Norte, y hasta acamparon en el Nuevo Mundo antes del año 1000; pero no hicieron nada más que acampar; no construyeron pueblos, y realmente nada añadieron a los conocimientos del mundo; nada hicieron para merecer el título de exploradores. El honor de dar América al mundo pertenece a España; no solamente el honor del descubrimiento, sino el de la exploración que duró varios siglos y que ninguna otra nación ha igualado en región alguna”.

No mero encuentro

No se trató tampoco de un mero encuentro –como sostienen algunos- entre culturas equivalentes. Sin detenerme en la consideración de las intenciones ideológicas de quienes afirman semejante cosa, es menester, ante todo, analizar el sentido mismo de «encontrar». Este término proviene de «in contra» para significar el acto de coincidir en un punto dos o más cosas o personas. Sobre todo indica un cierto choque; en este sentido, el mero término significa también topar, hallar, tropezar uno con otro; pero referido a la voluntad, viene a expresar un convenir o coincidir, sin el primer significado de un «frente a frente» o «cara a cara».

Ya se ve que el encuentro es una relación; y una relación dinámica que sugiere la idea de aproximación. También sugiere la idea contraria puesto que, por el alejamiento, se produce el des-encuentro. Por consiguiente, el encuentro requiere, al menos, dos sujetos que coinciden, topan, chocan o convienen. Y como el hombre «es» cuerpo (en el sentido de espíritu in-corporado), será frecuente el «encuentro» físico con otro, en cuanto no trasciende de una confrontación meramente empírica.

Es claro que tratándose del hombre, este medio empírico (me encuentro en la calle con mi vecino, topo o tropiezo con un vendedor) implica, en diverso grado, un encuentro que, si bien trasciende el mero orden empírico, es apenas psicológico. Hasta cierto punto sigue siendo extrínseco.

Como se ve, «encuentro», en el plano puramente empírico o apenas psicológico, viene a coincidir con el hallazgo. Sin embargo, allende el orden empírico y psico-somático (aunque suponiéndolo necesariamente) el encuentro verdadero se produce en el orden metafísico. Si el ser-acto (el acto de ser) sólo se muestra (se hace evidente) en el ente (autoconsciente), al mismo tiempo que es lo más íntimo de tal ente, lo trasciende siempre y es «común» con el otro ente autoconsciente (mi prójimo); de ahí que deba decirse que, en ese sentido, no existe sujeto humano sin el otro sujeto; yo sin tu.

Y esto constituye el verdadero encuentro que es siempre metafísico y personal; se trata de una relación dinámica, libre, fundada en el «ser» que es común a los sujetos en cuanto participado –donado- en ambos. La relación que implica el término «encuentro», ya no es meramente física, ni meramente psicosomática, sino inter-personal. En tal caso, el encuentro metafísico es comunicación consigo y contigo, yo-tú. Así, encuentro viene a coincidir con comunicación interpersonal. Luego, en este sentido, el encuentro no puede no ser sino personal, de persona con persona.

Sin embargo, se utiliza este mismo término en un sentido impropio, cuando se lo refiere, por ejemplo, a pueblos (que son, cada uno un todo no sustancial, ni actual, sino un todo de orden) o a culturas diversas tomadas, cada una, como un todo abstracto; en ese sentido, se habla de «encuentro» entre pueblos y entre culturas. Estrictamente hablando, no es posible un encuentro entre culturas tomadas, cada una, como un todo; las culturas no se «encuentran». Se encuentran las personas cultas o, simplemente, las personas, desde que no hay encuentro que no sea personal.

Más aún: dos hombres se sienten personalmente próximos siendo, quizá, cada uno, representante de sociedades remotas y hasta de culturas diversas, cuando la cultura, precisamente, los une o pone en relación; y, pueden sentir un total desencuentro con su vecino...a quien «encuentran» diariamente de modo meramente extrínseco. Y eso es así, porque el encuentro, y me refiero aquí a un encuentro cultural, sigue siendo personal, individual-personal.

Sin embargo, nadie puede negar las influencias mutuas entre las diversas culturas; pero, en tal caso debe reconocerse que las personas son los vasos «comunicantes» entre las culturas, no éstas tomadas como todos abstractos, o tomadas globalmente; por ejemplo, una influencia del monismo oriental en Occidente, se realiza, en cierto momento de la historia, a través de Plotino. Puede hablarse, también, de «encuentro» entre la tradición hebrea y el helenismo a través de Filón de Alejandría. Aquí, quienes importan son Plotino y Filón.

Para cierto estructuralismo de fondo materialista, tributario del antisustancialismo de una «antropología cultural» que ha transpuesto el método lingüístico a la etnología, no hay encuentro propiamente personal. Por el contrario, desvanecido el sujeto por la resolución de lo humano en lo no-humano ("ello piensa"), no es legítimo hablar de preeminencias culturales, de diferencias de grado entre lo primitivo y lo culturalmente maduro. Entre la choza circular re-presentativa del cosmos y el Partenón, no existe diferencia sino sólo diversidad de manifestaciones de culturas del mismo grado.

Trátase de un relativismo cultural que rechaza enérgicamente todo «etnocentrismo»; sería etnocentrismo considerar superior la tradición que va de Homero a Cervantes, a la «tradición» cultural de los quichuas. Entre culturas, pues, habría sólo encuentro...pero jamás podría tratarse de un encuentro personal-metafísico. No sería la historia un elemento diferencial; por el contrario, el método de clasificación de las «culturas» será sincrónico, no-histórico.

De este modo, el lenguaje sería el instrumento verdaderamente universal de comunicación de «mensajes» a partir del principio que debe regir toda la interpretación: la prohibición del incesto. Naturalmente, en esta perspectiva, adquiere relevancia plena la teoría de los símbolos, reduciendo todo lo humano al lenguaje en busca de los «sistemas simbólicos», y ese «inconsciente colectivo» que es, al cabo, la fuente de toda actividad simbólica.

A partir de este supuesto, surge la interpretación de los mitos, de modo que toda cultura, por un lado, es estructura que parte de aquel inconsciente colectivo estructurante y, por otro, es sistema de símbolos. No hay, propiamente, un yo -como lo hay siempre en toda obra de cultura-, sino un «ello» anónimo, un hacer no-personal, un hablar no-subjetivo sino de estructuras en las que el sujeto-persona ha sido definitivamente disuelto.

Esta anticultura o anti-paideia, promueve pseudo-saberes neutros. De modo que, para esta «antropología cultural», como decía Sciacca con ironía, “lo «cocido» del antropófago es un producto cultural con el mismo título de la Metafísica (de Aristóteles) o la «Divina Comedia».” En el mismo lugar consideraba que este modo anti-cultural de concebir la cultura puede fascinar a pueblos poderosos pero sin gran tradición cultural: "el corazón de estos pueblos palpita fuertemente al oír decir que los diversos modos de beber la Coca-Cola en los Ángeles o de resonar el tam-tam, están en el mismo plano que el Partenón, o las sinfonías de Beethoven".

A partir de estos supuestos y algunos otros semejantes, se pretende que América no ha sido descubierta. Se habría tratado, simplemente de un mero «encuentro», no-personal, entre «culturas» diversas, pero del mismo nivel. Pretender formular el más mínimo juicio de valor comparativo, significaría caer en el pecado mortal del «etnocentrismo» y, para muchos, en el dominio (dialéctico) de una cultura invasora sobre otra dominada, pero del mismo valor. Lo realmente paradójico, en Hispanoamérica, es que los tales lo digan o lo escriban en castellano.

Verdadero descubrimiento

No mero «hallazgo» entonces, ni mero «encuentro», sino verdadero descubrimiento. Todo ente (como un continente nuevo) «tiene» y no es el ser, de cuyo acto participa; por eso el ser-acto es prae(s)entia, como previo ser presente el ser al ente. De ahí que, como han enseñado los griegos, el ser (o la verdad del ser) esta «cubierto» o encubierto en el ente. Ya se ve que des-cubrir será, ante todo, un originario de-velamiento que, por otra parte, no concluye. Será una suerte de proceso en el cual se corre siempre el riesgo de perderlo.

No se trata ya, como en el caso de la carabela Pinta que físicamente "halló la tierra", de un mero hallazgo, siempre supuesto, sino de un verdadero «descobrir» como acto inicial del des-cubrimiento progresivo. Como es bien conocido, la noción de des-cubrimiento y la noción de verdad son inescindibles ya que la alétheia es, precisamente, lo de-velado o des-cubierto.

El término «descobrir» del castellano del siglo XV, significaba, precisamente, develar, explorar, pues implicaba la voluntad de hacer algo patente. Retornando a los orígenes, pero sin molestar al lector con erudición innecesaria, es claro que el término «verdad» (alétheia) supone algo encubierto, allí estante, al que hay que des-cubrir y, sin el cual no habría des-cubrimiento. El ser mismo, es decir, lo presente ahí dado, aparece o, si se quiere, consiste en el mismo acto del aparecer, en el sentido de «hacer-frente» como el algo que emerge del ocultamiento.

El ser presente es originario ob-iectum. Y tal sentido de lo arrojado ahí delante no es propio, ni puede serlo, de una conciencia que aún permanece in-distinta respecto del ob-iectum; la conciencia primitiva está inmersa en una unidad todavía no escindida, en la cual sujeto-objeto no se oponen, abismada en lo Mismo, en lo cual lo otro en cuanto otro es «como si nada»; naturaleza y cultura todavía no se han distinguido en la mediación crítica del pensamiento. Por eso, para la conciencia primitiva no es posible des-cubrimiento como develación del ser participado en los entes y, por tanto, no es posible, estrictamente hablando, ningún descubrimiento, ni del ser, ni de ningún «aspecto» del ser.

Sólo una conciencia crítica e histórica puede plantearse el problema del «descubrimiento», allende el mero hallar (siempre supuesto) y el mero encontrar. Se puede decir que se ha ido "a tentar y descobrir las Indias" y que se acometió semejante viaje en busca de un mundo "que fasta entonces estaba oculto", cuando la conciencia de quien lo expresa es una conciencia crítica que conlleva la carga de la historia, es decir, del tiempo progresivo en el cual algo aparece y se hace presente.

Si se tiene en cuenta, una vez más, el mito de la caverna platónica, se podrá recurrir a las agudísimas reflexiones de Heidegger, aunque sin compromiso alguno con sus implicaciones filosóficas. Los hombres que, desde niños, están encadenados sin poder mirar sino hacia adelante, no ven, en cierto modo, nada; pues sólo miran las sombras; el hombre común que no se ha hecho cargo de que «algo existe», se acerca al primitivo pues, para él, no parece haber distancia crítica con lo otro en cuanto otro.

En realidad, no se hace cargo de lo más maravilloso: que hay ser y que las cosas existen en cuanto participan de él. Por eso, sólo mira sombras. Los tales, según Platón, "no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados;" si fueran liberados de sus ataduras y alguno de ellos obligado a mirar el Sol inteligible, quedaría perplejo, pues aun estando más cerca de la realidad, nada vería y nada podría descubrir.

La inteligencia, por tanto, debe volverse "con el alma entera" hacia la luz. Esto es un ascenso y una liberación que no solamente la hace capaz de des-cubrir lo cubierto (que es la verdad del ser de cada «aspecto» del ser) sino que es des-cubrimiento progresivo, ya que la verdad jamás se agota en un «aspecto» suyo. Más aún: como enseña Platón, hay un doble camino: una dialéctica ascendente hacia el Sol inteligible y una dialéctica descendente desde la luz a las tinieblas.

Quien ya ha des-cubierto el Ser y regresa (o desciende) al mundo de las cosas, sabe que las cosas son «más» que meras cosas, que los «entes» son más que meros entes; lo más posible es que sea objeto de la risa de los que, viviendo en el mundo de la opinión, creen ver y están ciegos «mirando» sombras. Hay pues, dos ofuscaciones de los ojos: “al pasar de la luz a la tiniebla, y al pasar de la tiniebla a la luz”. Dos desconciertos positivos porque se asientan en el des-cubrimiento de lo cubierto en cada ente; y este doble movimiento es intermedio entre las sombras y la luz.

Es el movimiento típico de la reflexión filosófica y, a la vez, pone en evidencia porqué el des-cubrimiento en sí mismo se dice «a-létheia»: lo des-encubierto no es meramente hallado o encontrado, sino lo que está haciéndose presente siempre. Por eso, me parece posible distinguir un des-cubrimiento inicial propio del inicio de la reflexión filosófica -pero supuesto en todo descubrimiento- y que es el de-velamiento del ser participado en todo ente; pero hay, al mismo tiempo, que agregar que el descubrimiento es «progresivo» desde que el ser es una suerte de a-bismo inagotable; por eso, todo descubrimiento (no sólo el estrictamente filosófico) no se reduce a un solo acto que termina en sí mismo, sino que consiste en una reiteración progresiva en el tiempo. Es, en verdad, esencialmente temporal y, en el presente, debe ser siempre continuado, so pena de un encubrimiento de lo descubierto.

Una conciencia sumida en las sombras, es decir, en la inmediatez de lo dado ahí (lo meramente estante que mira el hombre encadenado del mito platónico), nada descubre ni puede descubrir, mientras no pase por la «ruptura» de la inmediatez y abra el hiato entre la inteligencia y el ob-iectum. El alma liberada, que ya ha comenzado el peregrinaje de su ascenso-descenso al ser, puede llegar al término mismo de lo inteligible, ve lo que cada cosa es en sí.

Esta conciencia descubridora es, explícitamente, conciencia del ser; es decir de lo máximamente des-encubierto que se muestra en lo «cubierto» de cada ente. De ahí que la conciencia crítica deba luchar siempre para vencer el encubrimiento de lo cubierto, por no dejar que le tiranice condenándole al mero hallazgo, o al mero «encuentro» extrínseco con los entes. Lo des-cubierto en verdad, comparece.

Absolutamente hablando, lo presente apareciente es el ser o lo máximamente des-cubierto; relativamente, todo otro descubrimiento -sea de tal cosa o de tal otra- supone la develación de su ser, es decir, de su ser-participado; por eso, no concluye y, aunque, en cada caso puede ser nadificado u ocultado, para que sea y siga siendo descubrimiento, es menester que sea un acto progresivo, siempre renovado en el tiempo.

Descubrir es, así, relativamente, develamiento temporal, progresivo, de lo que tal ente «es»; precisamente en cuanto progresivo, su mismo consistir puede irse develando y aclarando en la historia. Y también por lo mismo, descubrimiento, aunque lo suponga, ninguno puede ser reducido a mero hallazgo.

A su vez, en cuanto temporal y progresivo, lo des-cubierto se muestra como nuevo. América, como continente físico-geográfico «estaba oculta» a la noticia del hombre europeo y fue objeto de un hallazgo; como un mundo geográfico y humano, fue objeto de un descubrimiento progresivo. Mientras la Pinta «halló tierra», el Almirante fue a «descobrir» lo que “hasta entonces estaba oculto”.

Descubrir es, también, conocer en su sentido más originario. Y conocer es poseer, como incorporación de lo descubierto, ya que el sujeto que conoce «hace suyo» (cognoscitivamente) al ente conocido. Este hecho parece notarse en los escritos de Colón, sobre todo en la desgracia, cuándo piensa en las Indias como algo propio, suyo, no en el sentido de poseídas como propiedad, sino en cuanto poseídas como des-cubiertas por y en su conciencia.

Quizá eso quería decir cuando insistía: "Yo descubrí las Indias" escogiendo el camino que “jamás nadie navegó.”


NOTAS

ALBERTO CATURELLI