CULTURA Y SOCIEDAD EN HISPANOAMÉRICA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Contexto histórico-geográfico

Hispanoamérica surgió como resultado del choque de dos culturas difícilmente asimilables: la occidental o europea, representada por los españoles con un nivel humanístico y tecnológico propio del Renacimiento, y el conglomerado de las civilizaciones indígenas con sus sorprendentes adelantos y sus grandes deficiencias, hasta el punto de que en muchos aspectos los indígenas americanos no habían superado la época neolítica. Se comprende que dos medios geográficos y culturales tan distintos como Europa y América condicionaron desarrollos culturales bien diversos.

Tres son las grandes etapas de la historia de América: la prehispánica, la hispánica o colonial y la nacional. En la etapa segunda o período español, que comprende del siglo XVI al XVIII, apareció el fenómeno cultural del barroco, el más característico de la América colonial. Lo que aportó la cultura occidental fue el reconocimiento del Nuevo Mundo como un espacio dentro del mapamundi, y América se convirtió en una realidad unitaria.

Antes del descubrimiento, el indio americano no tenía conciencia de su continentalidad; cultural y geográficamente su horizonte era muy limitado. Con el descubrimiento y posterior colonización se perfiló la conciencia americana en lo que respecta a la geografía, y esta se expresó por medio de mapas, inexistentes hasta entonces. A su vez la cultura occidental, gracias a la aparición de este inmenso continente, pudo afirmar valores universales para la historia, el derecho internacional y la religión católica.

Desde el siglo XIV, la cultura occidental aspiraba a forjar un nuevo modelo de pensar y vivir, con el ineludible reconocimiento del dinero como medio para alcanzar un más alto nivel de vida; así, desde la época de las cruzadas los centros urbanos italianos se interesaron por las posibilidades económicas del Mediterráneo oriental, y pronto establecieron una red de factorías controladas por los banqueros; la sociedad luso-española hizo suyos los nuevos métodos técnico-mercantiles y se proyectó hacia África, las Canarias y el Norte de Europa. De ahí que el primer viaje de Cristóbal Colón fuera concebido como una empresa comercial, con el objetivo de abrir una nueva ruta a los países de Asia productores de especias y sedas.

Con respecto a la acción española en América no se puede hablar de invasión, como algunos han pretendido: la misma monarquía o Estado ordenó desde el siglo XVI la supresión de la palabra «invasión» en los textos y usó en su lugar las de «población» o «pacificación» para expresar el proceso de asimilación que hizo el europeo con respecto al indígena.

La primera generación fue la de los navegantes y descubridores, mientras que la segunda (1520-1550) fue la de los conquistadores y colonizadores, verdaderos creadores del gran imperio hispánico en América. Desde mediados del siglo XVI se llevó a cabo la estructuración del imperio gracias a tres vínculos poderosos: la religión, la lengua y la arquitectura.

La religión católica dio «sentido de misión» a la tarea de incorporar a Occidente aquel mundo que aparecía tan extraño a los ojos de los europeos; la lengua castellana estableció un vínculo común de relación en medio de la pluralidad lingüística de los tiempos precolombinos; finalmente, la arquitectura incorporó al campo visual una serie de tipos que uniformaron la función y simbolismo de los edificios, especialmente durante el Barroco.

La cultura española, pese a estar tan saturada de elementos populares y medievales, fue muy accesible a los indígenas y la incorporación cultural de estos fue el mayor éxito de la colonización española; gracias al carácter medieval y a la esencia religiosa del legado español, los indios pudieron incorporarse a las formas más elevadas de la cultura europea.

El proceso descubridor se inició en 1492 y tuvo en su penetración dos etapas: la antillana, de experimentación de los métodos de organización político-administrativa, y la etapa continental, que inició Cortés en la Nueva España. La época de consolidación y organización se inició bajo las ideas de la Contrarreforma, y la célula del sistema fue la ciudad, centro de gobierno y cultura.

Las ciudades se extendieron por todo el continente con una uniformidad absoluta. Comenzaron a definirse las clases sociales y se intensificó el mestizaje. Con el siglo XVII se afirmó el criollismo, cedió la actividad externa y se intensificó la vida espiritual. Con el cambio de dinastía, los Borbones iniciaron una época reformadora y expansiva que tropezó con la presencia extranjera, cada vez más activa, que terminó por derrumbar el imperio español.

La historia del mundo colonial se ha visto muy afectada por la geografía, sometida en América a una gran fuerza telúrica. El continente americano se extiende del océano Ártico al Antártico y está vertebrado por cadenas montañosas e inmensas llanuras y ríos que determinan climas, floras y faunas características.

El factor geográfico ha sido determinante de la historia de la cultura de Hispanoamérica: existen muy marcadas diferencias entre un país de zona templada y otro de tropical, entre los habitantes de las costas y los de la tierra adentro. Esta serie de circunstancias telúricas han dado origen a caprichosas demarcaciones políticas.

España ensayó en América diversos tipos de gobierno: primero el rey delegó su poder en adelantados y gobernadores; pronto la Corona vio que la reglamentación más eficaz era la de los virreyes, para evitar las guerras civiles y los abusos de los conquistadores. Los virreyes representaban a la persona regia.

El año de 1512 nació la Audiencia de Santo Domingo, y en 1535 surgió el virreinato de la Nueva España. Bajo la influencia portuguesa se instauró en Brasil (1534) una capitanía general, transformada en gobierno en 1549. El virreinato del Perú apareció en 1542, viniendo a superponerse sobre el Tahuantinsuyo incaico. Con el siglo XVIII surgió el virreinato de la Nueva Granada (Venezuela, Colombia, Ecuador) desde el año 1739, y desde 1776 apareció el virreinato del Río de la Plata (Argentina, Uruguay, Paraguay y parte de Bolivia); desgajándose estos dos últimos del virreinato del Perú. También el Brasil vino a constituirse en virreinato desde 1763.

El virreinato de la Nueva España fue el principal, pues vino a ocupar el marco político y cultural creado por el imperio azteca. Su capital fue fundada sobre las ruinas de la vieja Tenochtitlan, que desde el siglo XVIII fue llamada la «Ciudad de los Palacios». A fines del siglo XVIII este virreinato llegó a tener seis millones de habitantes y un ejército de 40.000 hombres; tenía dos audiencias, tres provincias y doce intendencias. Fundada en 1551 la Universidad, después contó con una Escuela de Minería, un Jardín Botánico y una Academia de Bellas Artes.

El virreinato del Perú fue el más importante de Sudamérica; dividido en ocho intendencias, alcanzó una población de millón y medio de habitantes. Tuvo en Lima universidad desde 1551 y el Cuzco fue centro cultural del Alto Perú; en esta zona llegaron a existir cuatro mil obrajes o hilanderías.

El virreinato de la Nueva Granada abarcó la comandancia de Caracas, las provincias de Panamá y San Francisco de Quito, más la audiencia de Santa Fe de Bogotá; tuvo ocho provincias, un arzobispado y siete obispados. Bogotá tuvo universidad desde 1774 y, por iniciativa del virrey Caballero y Góngora, contó con un Instituto de Ciencias Naturales, prestigiado por la figura del naturalista Mutis. De este virreinato se desgajó en 1773 la capitanía general de Venezuela, y en 1786 se creó la audiencia de Caracas.

El virreinato de Buenos Aires abarcó la audiencia de Charcas ( Bolivia) y parte de Chile. Tuvo casi un millón de habitantes distribuidos en ocho intendencias, cuatro gobernaciones y varias comandancias militares para defender el territorio. El marco administrativo se completó en el siglo XVIII con las capitanías generales de Chile, Guatemala y La Habana.

Cada uno de estos virreinatos estaba formado por audiencias, gobernaciones, corregimientos y municipios. Cada uno de estos enclaves administrativos tuvo un marco natural que determinó su economía: comercial, ganadera, agrícola, minera, etc. La economía más sólida se basó en la minería, y ella fue la responsable de un arte monumental a veces más suntuoso que el desarrollo en Europa.

Jerarcas de la Iglesia, virreyes, comerciantes, hacendados y mineros, compitieron para honrar a Dios o a su estirpe familiar con creaciones sorprendentes, en las que al par de la riqueza, el arte dio paso a un mensaje basado en las fuentes de la iconografía cristiana, matizada a veces por la singular sensibilidad del hombre americano.

Estas divisiones: audiencias, gobernaciones y capitanías, fueron el solar de las naciones modernas de Hispanoamérica, que se fundaron a veces ignorando la geografía y la unidad espiritual y cultural. Simón Bolívar, al contemplar el mapa de las naciones hispanoamericanas, vio el peligro de esta fragmentación, y su proyecto de integración de Hispanoamérica en amplias demarcaciones políticas fue una empresa imposible.


La sociedad virreinal y el sistema de castas

Transcurrido más de un siglo de vida colonial, la sociedad americana era un entramado variopinto de grupos sociales, entre los que se pueden distinguir hasta seis: blancos (peninsulares y criollos), indios, negros, mestizos, mulatos y zambos. El elemento clasificador de aquella sociedad fue la pigmentación de la piel; así el blanco, aunque no tuviera rango social o económico, fue bien considerado por el hecho de ser blanco.

Fue indudable el impacto de las gentes blancas que levantaron sus casas de calicanto frente a los bohíos indígenas; explotaron los campos con arados y caballos, frente a las sementeras de los naturales, y no solo sembraron las semillas de Europa, sino que pusieron a pastar la fauna del Viejo Mundo.

El elemento blanco de la población estuvo favorecido por la política de la Corona española, que no deseaba para aquellas tierras a los aventureros sino a personas con oficio que fueran útiles para la colonización de las tierras conquistadas. En esta emigración no faltaron las mujeres, que tan importantes fueron en la estabilización de la familia; por ello los casados tuvieron más privilegios que los solteros.

La clase de los conquistadores se convirtió en dueña de la tierra americana, y tuvo como apoyo social y económico la encomienda, en la que el indio colaboraba con su trabajo o con el pago de un tributo; otro grupo de hombres blancos, de gran poder económico, se dedicó a la explotación de las minas.

Pese a que los reyes españoles no favorecieron la formación de una nobleza virreinal, el grupo de los conquistadores, amparado por los privilegios y los órganos políticos, tendió a crear una aristocracia. Esta nobleza se formó en pequeño número, que aumentó bajo los Borbones; los títulos se compraban y no siempre se observaba la norma de venderlos a personas de distinción sino a quien tenía más dinero. Hubo otra nobleza de raigambre indígena, como eran los caciques y curacas, que eran los señores naturales de los indios, sistema que fue preciso mantener.

Frente a esta «élite» quedó una masa de pobladores de pobladores blancos, la indiada, los mestizos y los esclavos negros. Los blancos eran artesanos, agricultores, ganaderos, soldados sin título, segundones, hijosdalgos, obreros y gente ociosa, a veces delincuentes. Pero lo que hay que resaltar en Iberoamérica es el hecho del mestizaje, que se produjo desde la llegada de los españoles al originarse su fusión con los indios y negros.

Dada la escasez de mujeres españolas, el cruzamiento fue muy profundo aún en el siglo XVII, cuando estuvo asentada la sociedad colonial, porque continuó la unión denominada «barraganía». El mestizaje se produjo por la mezcla de las tres razas principales, aunque el término «mestizo» se aplicó al cruzamiento de india y español, mientras que al derivado del cruce de español y negra se le llamó «mulato», y «zambo» al originado por el cruzamiento de indio con negra.

El mestizo fue el puntal étnico de América, y en el Río de la Plata recibió el nombre de «mancebo de la tierra». Según la legislación, los mestizos tenían igualdad con los criollos −los hijos de españoles nacidos en América−, pero no fue así en la vida real, especialmente desde la segunda mitad del siglo XVI cuando su número aumentó y empezaron a adquirir mala reputación por su baja moral y carácter pendenciero, y entonces se les prohibió ostentar cargos de notarios, escribanos y protectores de indios.

Del cruzamiento del mestizo con la española salió el «castizo», que era considerado como persona de buen origen y casta, sin duda por tener tres abuelos españoles y uno solo indio. El «mulato» fue consecuencia del cruce de un español con una negra. La condición social del mulato fue la misma que la del negro porque su origen fue generalmente resultado de la lascivia, y por esta inmoralidad se les mantuvo marginados.

El «zambo» era el nacido del cruzamiento de un indio con una negra; la legislación no favoreció la existencia de tal casta, calificada por Lope de Velasco como “la gente más peor y vil”. El llamado «coyote» fue el resultado de cruce de castizo y española, y se le consideró como más puro en cuanto a mezcla de razas; socialmente fue muy considerado. Próximo estaba el «morisco», nacido de la mezcla del español con la mulata; tal terminología no se aplicaba únicamente por el color de la piel, que era más clara que la del mulato, pero todavía morena.

El «cambujo» se produjo de la unión del chino con la india: no es fácil de justificar tal terminología, más servía para nombrar a los que tuvieran cabellos ensortijados. Finalmente, había los «tente en el aire», que resultaron del cruce de un cambujo con una india, pero en general se aplicó a los resultados de mezclas cuyas características físicas se mantenían intermedias.

Estos tipos étnicos fueron los modelos preferidos por un tipo de pintura popular en la época del rey español Carlos III, rey que por otra parte está asociado con la implantación en Hispanoamérica de los gustos académicos. Esta moda pictórica contribuyó a que lo popular se manifestara en América con más fuerza que en España. Este género pictórico de carácter social, netamente americano, es la pintura de castas o del mestizaje, que nació en la primera mitad del siglo XVIII y lleguó a su apogeo durante el reinado del mencionado Carlos III.

Como género pictórico se apartó de las escenas convencionales de tipo religioso para apuntar hacia un costumbrismo, dentro de unos esquemas a los que se pretendía dar carácter científico. Estas pinturas tuvieron la novedad de dar una imagen diferente del indio americano, lejos de las alegorías de los siglos precedentes.

Tales cuadros llamaron la atención de los europeos, lo que explica que el cardenal Lorenzana incluyera una serie en su equipaje al volver a España y que el propio virrey Amar enviara a Carlos III una serie al conocer la afición regia por las «curiosidades» americanas. Generalmente son cuadros anónimos, pero a veces proceden de pintores conocidos, como los mexicanos Miguel Cabrera y José Joaquín Magón, o el quiteño Manuel Samaniego.

Es claro el interés de este tipo de pintura tanto para la propia Historia del Arte como para la antropología y especialmente para la historia social de Iberoamérica. Recientemente, Antonio Domínguez Ortiz, en un estudio demográfico, señalaba que hacia 1780 habría entre cuatro y cinco millones de población de «castas», es decir, gentes de sangre mezclada. Todo ello fue posible porque, como ha dicho Chevalier, “el imperio español de América fue un laboratorio socio-etno-histórico quizá único en el mundo”.[1]

El espíritu cristiano

Rasgo fundamental de la sociedad americana fue el sentimiento religioso, de carácter esencialmente cristiano. Esta sociedad vino acentuando su vocación religiosa desde el siglo XVI. Un siglo después, con la llegada del barroco, se había completado buena parte de la cristianización de los indios, que junto a los criollos y mestizos participaron plenamente de la liturgia y de las devociones de la vida católica, quedando integrados en hermandades que siguieron los modelos españoles, especialmente los de Sevilla.

Esta imitación de los modelos hispalenses queda patente en las hermandades de penitencia y en las procesiones de la Semana Santa. Los dos polos de atracción fueron la devoción a Cristo en la Pasión y a la Virgen María, sobre todo la devoción del Rosario, cuyas cofradías fueron notables en Puebla, Bogotá, Tunja, Quito y Lima; en esta última, como ha señalado Bernales, los devotos fueron tan numerosos que hubo que dividirlos en tres hermandades dentro del mismo templo.

Siguiendo la costumbre creada en el siglo XVI, los modelos de imágenes peninsulares mantuvieron su prestigio. Fueron en suma más las que llegaron de España que las realizadas en talleres americanos. De la Inmaculada de Lampa, en el valle del Cuzco, sus devotos aseguran que es una copia de la Macarena de Sevilla, y llegó hasta allá cruzando los Andes a lomos de una mula hacia 1700. Un modelo de Roque Bolduque, la «Virgen de la Cabeza», también procedente de Sevilla, llegó hacia 1612 al templo lime de San Vicente y tanto creció la devoción que fue preciso ampliar el templo en 1624.

Las imágenes del Cuzco tienen especiales características y en torno a ellas se congregaron españoles y criollos; tales fueron los casos de la Inmaculada conocida por «La Linda», llevada desde España y que aún desfila el día del Corpus; y la «Virgen de la Almudena» realizada por el noble indio Tayru, que aparece en el desfile del Corpus con un quitasol, como si fuera una princesa incaica; pero la más popular es la «Mamacha» o Gran Madre, hecha por manos indias para un barrio indígena: tenía tantas joyas que se decía que superaba a la Macarena de Sevilla.

Este espíritu cristiano barroco de la Colonia ha pervivido en muchas partes de América, como se aprecia en las procesiones llenas de colorido que aún se celebran en Centroamérica. Cabe destacar la gran procesión de la hermandad del Santo Entierro en Comayagua (Honduras), cuya imagen es obra de Andrés de Ocampo, enviada desde Sevilla hacia 1620; tiene los brazos articulados y sirve para la representación del drama del Calvario y el sermón de las Tres Horas.

En Guatemala fueron muchas las costumbres a imitación de Sevilla, y en Antigua se conserva el camino y ermita del Calvario, que refería el modelo sevillano de la Cruz del Campo. De Colombia cabe citar el Cristo de Montserrate, que atrae aún la devoción pese a su difícil acceso. Finalmente, en Quito cabe mencionar la gran devoción al «Señor del Gran Poder», imagen atribuida al misterioso padre Carlos en la primera mitad del siglo XVII; parece inspirada en la conocida otra de Juan de Mesa, de gran veneración en Sevilla.

Pero no fueron solo las imágenes aisladas; lo que pervivió fue el ritual de las grandes devociones, especialmente la Semana Santa, que en el Perú tiene su punto culminante en la pequeña ciudad de Ayacucho, donde por siete días se celebran procesiones; con razón sus habitantes se sienten ufanos de calificarla como la Sevilla del Perú, y aún se conserva el ritual de «La Reseña», ceremonia en la que los hombres, vistiendo capa, rinden banderas a Cristo como capitán muerto. En Colombia hay otra Semana Santa de imitación de la sevillana en la ciudad de Popayán.

Sería error considerar estos cultos como imposición del elemento español; está claro que su desarrollo y pervivencia fue favorecido por ser la población indígena muy proclive a trabajos y cultos corporativos, con devociones −según ha señalado Bernales− en las que subyacen curiosos sincretismos, ocultas fusiones con sus antiguas creencias.[2]


Magia y religión

Aunque el sentimiento religioso fue de carácter predominantemente cristiano, la sociedad barroca iberoamericana fue de hecho muy compleja, pues mantuvo viejas tradiciones de la cultura occidental acerca del papel que se asignaba a las influencias de los astros sobre los hombres.

Ya en la época tardía del Barroco, el XVIII ha sido calificado como «El Siglo Mágico» por el desarrollo que tuvo la magia en cuanto técnica empleada por el pueblo para someter los fenómenos naturales a su voluntad. Esta actitud mágica tuvo una explicación científica de carácter naturalista, y por ello la Inquisición se mostró tolerante.

La llamada fe astrológica es la responsable de dos series pictóricas de los signos del zodiaco en las catedrales de Lima y del Cuzco, ambas en el Peni, que derivan de los grabados flamencos de Bol, Collaert y Sadeler publicados en la «Emblemata evangélica» (1585). Se trata de una serie de emblemas acomodados a los meses del año, para que los hombres conocieran la evolución del tiempo iniciado por Dios, gracias a los astros, pues las estrellas no solo llevan al culto de un solo Dios, sino que conducen la mirada por los caminos místicos de los cielos, y por tanto apartan del culto idolátrico.

Si la serie fue creada con este fin, nada tiene de extraño que los grabados fueran vertidos en lienzos en un lugar como el Peni, donde sabemos por las crónicas y en particular por la de Guamán Poma de Ayala, que los indios practicaban la astrología. Así, en el concilio de Lima de 1613 se trató de atajar el problema, lo que no fue posible a lo largo del siglo XVII.[3]La serie de la catedral del Cuzco fue pintada por el artista indio Diego Quispe Tito, quien por imposición del mecenas debió de seguir los modelos grabados flamencos.

El ejemplo de la capilla del Rosario de la iglesia dominicana de Santo Domingo (República Dominicana) es más comprensible. Parece tratarse de una obra del siglo XVII, con una portada dedicada a la Virgen. Lo interesante se halla en la bóveda donde hay un programa astrológico, como los que ya presentó el Renacimiento en la Biblioteca de la Universidad de Salamanca y en la capilla de Santa María de Rioseco, que demuestran claramente que no hubo en la mentalidad hispánica aversión hacia estas representaciones.

Estos hechos demuestran que España participó conjuntamente con el resto de Europa en la asimilación y transmisión de un legado de formas portadoras de un mensaje ideológico. La comprensión del programa de la Capilla del Rosario en Santo Domingo exige recordar la tesis tradicional de la Iglesia sobre los temperamentos humanos, al menos hasta el Barroco.

La ciencia escolástica desde el siglo XII habló de la naturaleza incorrupta del hombre en el Paraíso, del estado de pureza de Adán y Eva antes de que mordieran la manzana; estos, en su constitución biológica, respondían a un tipo ideal de hombre perfectamente equilibrado en sus humores, digno de ser inmortal. Al consentir en la tentación, la naturaleza humana se desequilibró y los fluidos misteriosos del cuerpo humano: flema, sangre, bilis amarilla y melancolía, dieron origen a los cuatro temperamentos (flemático, sanguíneo, colérico y melancólico) según que predominara cada uno de los humores. En conclusión, la naturaleza humana quedó desequilibrada por causa del pecado original.

Desde el siglo XV estas especulaciones teológico-psicológicas fueron incorporadas a la Historia del Arte, quedando reflejadas en el «Calendario de los Pastores» de Guyot Marchant, en el anónimo «Tesoro de los Pobres», enciclopedia valenciana, y en «El Corbacho» del Arcipreste de Talavera. Quien mejor plasmó el tema fue Durero en su grabado «La caída del hombre» (1504), luego imitado por grabadores y pintores.

El tema también fue llevado a la arquitectura. Solo con su ayuda puede explicarse el bellísimo Patio de la Infanta de la Casa Zaporta, en Zaragoza, construcción aragonesa de mediados del siglo XVI, cuyo mentor tuvo que ser un humanista, con saberes de alquimia y emblemática.

Dentro de esta tradición hay que situar la mencionada Capilla del Rosario, que presenta en su portada un relieve de esta advocación mariana y en la bóveda cinco representaciones planetarias con el Sol en el centro, dejando los planetas masculinos en los ángulos y en los lados los signos zodiacales.

Hoy nos cuesta creer que un teólogo o predicador dominico del Barroco hiciera transposiciones de los temperamentos a los planetas. Desconocemos el vehículo por el que llegaron estas ideas e imágenes a La Española, pero es un hecho que se hallaban presentes en la tradición.

En la bóveda dominicana tenemos el planeta Marte, con traje de guerrero; corresponde al temperamento colérico en su relación con el fuego. Le sigue el planeta Mercurio, que vemos con el caduceo en una mano y el compás en la otra; se corresponde con el otoño y con la tierra, fría y seca, y con el tipo melancólico. A Júpiter lo vemos con el cetro de gobierno y la cornucopia que le proporciona el poder; se corresponde con el aire, la primavera y el temperamento sanguíneo. Finalmente, a Saturno, que vemos con la guadaña y a punto de devorar a su hijo, se corresponde con el agua fría y húmeda, el invierno, la ancianidad y el temperamento flemático.

Frente a estos planetas está el Sol, en el centro, que alude a Cristo, imagen del hombre perfecto, puesto que era Hijo de Dios y se ofrecía a los hombres como modelo para contrarrestar los desequilibrios temperamentales, origen de los pecados. El ejemplo plástico más notable de principios del siglo XVI es el cuadro de El Bosco, «Cristo coronado de espinas», en la National Gallery de Londres; queda clara la víctima inocente entre los cuatro rostros de los esbirros que lo atormentan y que se corresponden con los tipos de los temperamentos.

Con estas consideraciones se nos aclara la lectura e interpretación del programa de la Capilla del Rosario de Santo Domingo. Hay en la bóveda una simbolización del cosmos, que está rodeado por los signos del zodiaco. En el siglo XVII el astrónomo José de Zaragoza interpretó estos signos zodiacales como representación de los apóstoles.

Arriba en la cúspide o empíreo está Cristo, que mora en el cielo o Jerusalén Celestial, y sus doce puertas aparecen guardadas por los discípulos de Cristo, y más abajo, en los cuatro pilares de la capilla están las representaciones de los planetas masculinos, que en su cuaternidad aluden al nivel terrestre, donde mora el hombre en su diversidad temperamental.

Los hombres con sus pecados crucificaron al Hombre-Dios, que vino a salvarles. Ante la ira divina aparece aquí María −la Virgen del Rosario−, cuya devoción promovían los Dominicos en La Española, para que Ella rogara a su Hijo que perdonara a los hombres y los acogiera en el Cielo.

Durante el siglo XVIII se mantuvo en la mentalidad popular una actitud conservadora de fórmulas mágicas, creadas en lejanas épocas, cuyos supuestos nadie se atrevió a discutir. Así el vulgo recibió en este siglo un rico tesoro de técnicas mágicas gracias al concurso de las viejas culturas indígenas, de los numerosos esclavos de raza negra y de los primeros conquistadores españoles.

Solo bajo estos supuestos podemos analizar e interpretar la misteriosa casa de San Luis Tehuitloyocan, en las cercanías de Puebla (1766). Se decoraron los muros exteriores con la técnica del rejoneado, que consiste en introducir dentro de la argamasa piedrecitas para subrayar un determinado dibujo hecho de antemano sobre el revocado; esta técnica fue frecuente en la región de Puebla-Tlaxcala, como ha estudiado Herbert Nickel.

En este ejemplo hay inscripciones, tanto al interior como al exterior, que nos declaran la devoción mariana del dueño de la casa en el siglo XVIII. Extrañamente, las decoraciones interiores se colocaron en las vigas de la techumbre, pero están invertidas y para leerlas hay que servirse de un espejo; tan extraño procedimiento nos declara que el dueño lo hizo con el propósito deliberado de servirse del espejo, artilugio que cae dentro del repertorio de los juegos del barroco, si es que no hubo otras intenciones.

Por todo lo dicho se piensa que esta fue la casa o mansión de un profesional de la magia, es decir, un intérprete de los sueños y sucesos mágicos de aquella sociedad. Casi por milagro nos ha llegado esta casa, pero documentalmente, gracias a las denuncias practicadas ante el Sacro Oficio de la Inquisición, sabemos que el número de los practicantes de la magia fue elevado en el siglo XVIII.

Ahora, desde esta perspectiva se comprenden algunos de los elementos que vemos en la fachada, como un músico trompetero, ya que el canto, la danza y la música contribuyen a facilitar el estado de posesión mística y son elementos condicionantes del rito. Aguirre Beltrán ha destacado entre las prácticas eliminatorias lo que llama “divinización por reflexión” gracias al uso de espejos, y otro tanto podríamos decir del valor ritual que tienen las frases en latín, repetidas a veces inconscientemente.

Es muy probable que nos encontremos en el ejemplo de la casa poblana ante un antro o espacio para la realización de la magia en el campo de lo erótico, pues no pocas veces los deseos e instintos humanos buscaron esta salida de las bajas apetencias sexuales como de las más puras manifestaciones del amor platónico, cuando se veían dificultadas por trabas sociales y religiosas.

El celoso Santo Oficio, ya en 1616, hubo de dar un decreto del que citamos lo más pertinente al caso, ya que dice “que muchas personas, especialmente mujeres fáciles y dadas a las supersticiones, con más grave ofensa de Nuestro Señor, no dudan en dar cierta manera de adoración al Demonio para fin de saber las cosas que desean, ofreciendo cierta manera de sacrificio, encendiendo candelas y quemando incienso y otros olores y perfumes y usando de ciertas unciones en sus cuerpos, le invocan y adoran con nombre de ángel de luz y esperan de él las respuestas o imágenes y representaciones aparentes de lo que pretenden, para lo cual las dichas mujeres se salen otras veces al campo de día y a deshoras de la noche y toman ciertas bebidas y raíces con que se enagenan y entorpecen los sentidos y las ilusiones y representaciones fantásticas que ahí tienen”.

La citada muestra de arte popular mexicano −como ha destacado su descubridor Antonio Terán− es de una importancia capital, pues nos pone de manifiesto las relaciones entre el arte y las preocupaciones de aquella sociedad, y no por ser arte popular merece menos atención. No es un ejemplo único, aunque supera en interés a los presentados por Nickel, como expresivo de la mentalidad de la sociedad novohispana del siglo XVIII a nivel rural y popular.[4]


La huella de América: la naturaleza y los mitos

Si bien América fue descubierta por Colón en 1492, hubo de transcurrir más de un siglo para que el hombre culto se diera cuenta de que era una tierra diferente de Europa; los hombres del Renacimiento vieron al Nuevo Mundo bajo los clichés retóricos de la cultura clásica más o menos deformada.

En el siglo XVII, la cultura barroca, animada de un profundo sentimiento cristiano, empezó a darse cuenta del valor de la naturaleza y la incorporó a su concepción mística del mundo. A la hora de preguntarse por el móvil de los detalles decorativos tomados del medio ambiente vegetal, hay que responder que tuvieron una motivación religiosa y no puramente naturalista como suele afirmarse.

Humboldt, que tan magníficamente estudió el sentimiento de la naturaleza según las razas y los tiempos, explicaba: “EI cristianismo preparó los espíritus para que buscasen en el orden del mundo y en las bellezas naturales el testimonio de la grandeza y excelencia del Creador”.[5]

Así se explica que el cronista criollo de la Nueva Granada, fray Alonso de Zamora, cantase las maravillas de la obra de Dios en el medio americano, donde hay selvas, montes y valles “poblados de altísimos cedros, de fructíferas y hermosas arboledas, que sustentan con sus frutos a innumerables vivientes en la tierra, no con otro fin sino el de ofrecer a su Criador infinitas alabanzas. He creído oportuno ofrecer este paralelo literario para una comprensión de las decoraciones de flora hispanoamericana durante el Barroco; así que no le falté razón a Francisco de la Maza cuando escribió: «Esto de las frutas en el Barroco es, como en el gótico, no solo un bello y fresco adorno, sino una ofrenda y un recuerdo de los beneficios de Dios. Quien se quede en la superficialidad de creer que es decoración pura y no vea en esta integración de la naturaleza y la arquitectura un consciente y auténtico sentido religioso, no comprenderá el Barroco»”[6].

Se ha podido ver que las distintas zonas de América mostraron más o menos interés por el medio ambiente, según fuera su grado de dependencia del arte oficial de la metrópoli. Las zonas más interesadas por la flora local fueron el Alto Peni y la Nueva Granada; en la primera abundan el maíz, los cactus y la flor del sanccaio en sus representaciones plásticas; en la portada de la catedral de Puno se han querido ver estilizaciones de flora local: misicu, panti-panti, pinagua, totora y cantuta.

Más interés tiene la flora de la Nueva Granada, que he estudiado a través de sus decoraciones barrocas; un lugar idóneo es el magnífico retablo de San Francisco de Bogotá, realizado hacia 1633 por un anónimo al que se conoce como «Maestro de San Francisco». Precisamente, en el relieve de San Juan escribiendo el Apocalipsis, este aparece bajo un cocotero,[7]como si el artista hubiera tenido en mente el texto del citado cronista Zamora, quien dice que esta planta no solo destaca por su hermosura sino por la singularidad de producir un racimo con doce frutos, como aquel misterioso árbol del Apocalipsis.

En el mismo retablo hay otras palmáceas como la llamada chontaduro, que da una fruta de gran significación en la vida de algunas tribus tanto por ser la palmera consagrada al amor como por el papel que jugaba en las creencias indígenas de ultratumba; otra es la palma de cera del Quindío,[8]que llega a alcanzar los sesenta metros de altura.

Frecuente en Colombia es la palma de cobija o sombrero,[9]que se emplea para cubrir chozas o casas de campo y está figurada en otro relieve del mencionado retablo de Bogotá. La palma de corozo[10]parece hallarse en el púlpito de San Francisco de Popayán; no sé qué significado pueda tener una palma[11]de plata repujada que hay en el sagrario de la basílica de Santa Fe de Antioquía.

Las pasifloráceas aparecen en un pilar de la colección de Mary Eder (1756), en Cali; salen de la boca de una máscara de aire indígena. Parece tratarse de la granadilla,[12]que da una fruta gustosa y olorosa, pero sobre todo es planta celebrada por su hermosa y misteriosa flor, que, según el padre Zamora, “representa los instrumentos de la Pasión de Cristo”.[13]

La más importante de las bromeliáceas es la pifia,[14]cuyo lugar de origen fue la planicie amazónica, pero que fue aclimatada en Colombia; es una de las frutas más representadas en el arte neogranadino: se la encuentra en el siglo XVII en Tunja (ya en la capilla del Rosario, ya en los pilares del arco toral de Santo Domingo); en Popayán existe en retablos atribuidos al «Maestro de 1756», siendo el ejemplar más famoso el que porta la canéfora india del púlpito de San Francisco; la pifia más bella está coronando la fuente antigua conocida como la Pila de Crespo, hoy conservada en el claustro de La Merced, de Cali.

Aún hay más: el arco toral de Santo Domingo de Tunja presenta aguacates,[15]una laurácea que los españoles juzgaron fruta afrodisiaca y algunos indios peruanos parecen haber asociado a un rito de fertilidad. En el citado arco tunjano hay además plátanos y papayas; por otra parte, en la cestilla de la canéfora de Popayán aparecen tunas, granadas, higos, limas. No faltan plantas meramente ornamentales como vemos en Mompox: el philodendron y el inmortal.[16]Aún podían señalarse más ejemplos, pero con estos es suficiente para señalar la presencia de la naturaleza propiamente americana en la decoración barroca.

De la misma forma que acabamos de ver elementos naturales de significación en la vida indígena, cabría pensar si hubo también mitos prehispánicos que pervivieron cristianizados durante la época barroca. Gracias a las investigaciones de Teresa Gisbert esto ha sido demostrado en zonas de fuerte raigambre indígena como fue el Alto Perú.

Ella ha analizado un cuadro interesante del Museo de la Moneda (Potosí, Bolivia), que nos muestra una montaña, el Cerro de Potosí, coronado desde lo alto por la Trinidad; al pie de la montaña puede verse al papa Paulo III, un cardenal y un indígena que lleva en su capa la cruz de Alcántara, quien debe ser el cacique donante. Varios senderos cruzan la montaña en la que está el inca Maita Cápac, relacionado por una leyenda con la conquista del Collasuyo; se completa la composición con las figuras del sol y de la luna flanqueándola.

Hay documentos del siglo XVII que afirman que el Cerro de Potosí fue adorado bajo la denominación de «reina» por los indígenas, y por este culto idolátrico anterior de la mencionada montaña fue preciso cristianizar el mito y crear la aparición de la Virgen sobre el monte de plata, llegando a la identificación visual de ambos.

Así, pues, María sustituyó a los espíritus de las montañas identificándose con la tierra. Fácilmente se pasó de la identificación de María con un monte, sustentada teológicamente, a la identificación de la Virgen con la Pachamama, y este proceso se dio tanto a nivel popular como a nivel erudito-eclesiástico, como ha señalado Teresa Gisbert.[17]Durante el siglo XVIII se mantuvo esta iconografía, como indica un cuadro anónimo de La Paz.

Otro mito interesante es el de Tunupa, dios aimará, purificador, relacionado con el fuego, y del que nos hablan varios cronistas. Uno de ellos, Ramos Gavilán, nos presenta a Tunupa como un santo, un discípulo de Cristo, que predicó contra la idolatría. Otros cronistas varían en su identificación; así Calancha lo relaciona con santo Tomás, y Guamán Poma lo hace con san Bartolomé.

El personaje mítico de Tunupa presentaba rasgos incompatibles con el cristianismo que fueron eliminados, y su iconografía lo relaciona con san Bartolomé y santo Tomás; de las dos variantes predominó la segunda, ya que por tradición se afirmaba que el primero predicó en los Andes en la época precolombina.

La tradición fue tan fuerte que en el siglo XVIII se pintó un Apostolado en Canincunca (departamento del Cuzco), y al fondo de cada apóstol se puso la escena de su martirio, pero en el de san Bartolomé este aparece asaeteado por indígenas vestidos con «uncu» y coronados de plumas, con lo cual su muerte quedaba ubicada en suelo americano.

Los jesuitas prefirieron la identificación de Tunupa con santo Tomás; tal hizo el pintor jesuita Diego de la Puente en el lienzo de Tinta, siguiendo lo expresado por Francisco de Dávila en su «Tratado de los Evangelios».[18]Era clara la política de los jesuitas de ir asimilando los mitos indígenas al cristianismo llevando a cabo un alegato contra la idolatría solar. La investigadora Teresa Gisbert ha visto más rasgos de esa asimilación de los mitos indígenas por parte del cristianismo.

La vida literaria

Las manifestaciones literarias en los centros culturales de Iberoamérica fueron en buena medida las que había en la Península, tanto en España como en Portugal. No se trataba solo de aceptar lo que se daba en la metrópoli, sino del reconocimiento a una gran cultura ibérica que en este momento tenía nombres tan prestigiosos como Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Calderón, Gracián, etc.

En Hispanoamérica se reprodujo el fenómeno español con algunas variantes derivadas de medios geográficos muy diferentes. Se ha dicho que el siglo XVII fue la época en que los hombres de letras sintieron más necesidad de reunirse en torno a las academias, no solo en Europa sino también en América, donde promovieron numerosos certámenes literarios, en los que más que premiar la inspiración literaria se exaltó la retórica, los juegos de ingenio, los enigmas, los laberintos, los acrósticos, etc. Tales torneos literarios se celebraban con motivo de beatificaciones, entradas de virreyes y arzobispos, nacimientos de príncipes o exequias regias.

Al margen de los literatos oficiales, hubo una serie reducida de poetas y escritores que merecen ser recordados por su aportación al barroco literario de las Indias. En primer término, un poeta épico nacido en España − Bernardo de Balbuena− que por su vida y obra es americano; su forma de cantar épicamente difiere de la de Ercilla porque en él interesa más el escenario que la acción; más importante que la estructura del tema es la ornamentación con jardines poblados de animales exóticos y de palacios revestidos de pedrería. En la «Grandeza mexicana» nos presenta animadas escenas en plazas y mercados, con la profusión de adornos y colores característicos del trópico que dan la nota de su barroquismo.

Por esta afirmación de lo americano hay que destacar a Carlos Sigüenza y Góngora, un genio polifacético de la Nueva España, calificado de poeta, filósofo, historiador, astrónomo, matemático, cosmógrafo, etc. Todo su saber lo puso de manifiesto en 1681 en su disputa «astronómica y filosófica» con el jesuita tirolés Eusebio Francisco Kino sobre la aparición de un cometa que fue presagio de catástrofes; y por causa de esta polémica escribió trabajos estrafalarios y gongorinos como «Belerofonte matemático contra la quimera astrológica» (hoy perdido) y «Libra astronómica y filosófica». Más interesa su visión de la historia, pues le movió a investigar su amor a la patria, buscando la contraposición entre las grandezas europeas y las antigüedades indígenas; y aún fue más allá al ensalzar a los indios de su tiempo, cuya memoria debe permanecer.

La figura estelar de la literatura barroca fue la monja novohispana Sor Juana Inés de la Cruz, que mereció los epítetos de única poetisa, fénix de las Indias y la décima musa; ella partió de los grandes modelos españoles, Calderón y Góngora, para convertirse en la gran personalidad lírica que no tuvo equivalente en la Península en aquel pobre final del siglo XVII. Su obra más personal fue el «Primero sueño», poema de complicada elaboración intelectual, que ante todo es una pieza filosófica para presentar la “descripción de la noche y del sueño, durante el cual el espíritu se purifica, se eleva hasta la contemplación del universo y trata de penetrar sus leyes”.

Menos interés tiene el poeta gongorino Hernando Domínguez Camargo, nacido en Bogotá (1606) y autor de la obra inconclusa «Poema heroico de San Ignacio de Loyola». Y cerramos esta breve nómina de escritores con el satírico Juan del Valle Caviedes, calificado como «El Quevedo peruano», que, desde su covachuela de baratijas, cerca del palacio virreinal de Lima, contempló aquella sociedad con una burla no exenta de violencia. Era el barroquismo negro de lo feo y lo grotesco.[19]

NOTAS

  1. Isidro Moreno Navarro, Los cuadros del mestizaje americano (Madrid: José Porrúa Turanzas, 1973). Francisco Morales Padrón, Historia de América (Madrid: Espasa-Calpe, 1962). María Concepción García Saiz, “Pinturas costumbristas del mexicano Miguel Cabrera”, Goya, no. 142 (1978): 186-193. María Concepción García Saiz, Pintura colonial en el Museo de América. La escuela mexicana (I) (Madrid: Ministerio de Cultura, 1980). Claudio Esteva Fabregat et al., Mestizaje americano (Madrid: Ministerio de Cultura, Dirección General de Bella Artes y Archivos, 1985). España, Ministerio de Cultura, La América Española en la época de Carlos III (Sevilla: Archivo General de Indias, 1985). Santiago Sebastián, “Carlos III y las pinturas sobre el mestizaje americano”, Fragmentos no.12-14 (1988): 25-31. María Concepción García Saiz, Las castas mexicanas. Un género pictórico americano (Milán: Olivetti, 1989).
  2. Jorge Bernales, “Las hermandades de Sevilla y su proyección en América”, Diario ABC, 28, 29 y 31 de marzo y 1 y 2 de abril de 1987, Sevilla.
  3. José de Mesa y Teresa Gisbert, El Zodiaco del pintor indio Diego Quispe Tito, (Palma de Mallorca: Imprenta S.S. Corazones, 1972), 37-47.
  4. Mi amigo A. Terán me facilitó datos y el lugar de su descubrimiento. Le quedo muy reconocido. Santiago Sebastián, Arte iberoamericano desde la colonización hasta la independencia (Madrid: Espasa-Calpe, 1985),148-150.
  5. Mesa-Gisbert, “El Zodíaco”.
  6. Alejandro de Humboldt, Cosmos (Buenos aires: Editorial Glem, 1944), 191.
  7. Cocos nucífera, L.
  8. Ceroxylon.
  9. Sabal dominguensis, Becc.
  10. Aiphanes caryotifolia, Wend.
  11. El corozo amolado, Accrocomia aff. antioquensis, según el botánico colombiano Víctor Manuel Patiño: agradezco a este profesional la identificación de las plantas tropicales.
  12. Passiflora maliformis L.
  13. Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, t. I (Bogotá: ABC, 1945), 156. Los pilares de la Casa de los Otoyas hoy se hallan en la colección de Mary Eder.
  14. Ananas comosus L.
  15. Persea americana.
  16. Helipterum Manglesii. Santiago Sebastián y Carlos Arbeláez, “Arquitectura colonial”, en Historia Extensa de Colombia, ed. Luis Martínez (Bogotá: Ediciones Lerner, 1967), 312-323.
  17. Teresa Gisbert, Iconografía y mitos indígenas en el arte (La Paz: Gisbert, 1980), 17 y fig. 2.
  18. Lima 1648. Vid. Gisbert, “Iconografía y mitos”, 42-43 y nota 99.
  19. Mariano Picón-Salas, De la Conquista a la Independencia (México: Fondo de Cultura Económica, 1958). Emilio Carilla, La literatura barroca en Hispanoamérica (Madrid: Anaya, 1972). Germán Posada Mejía, Nuestra América (Bogotá: Imprenta Nacional, 1959), 37-49 y 87-141.

REFERENCIAS

Carilla, Emilio. La literatura barroca en Hispanoamérica. Madrid: Anaya, 1972.

España, Ministerio de Cultura. La América Española en la época de Carlos III. Sevilla: Archivo General de Indias, 1985.

Esteva Fabregat, Claudio et al. Mestizaje americano. Madrid: Ministerio de Cultura, Dirección General de Bella Artes y Archivos, 1985.

García Saiz, María Concepción. “Pinturas costumbristas del mexicano Miguel Cabrera”, Goya, no. 142 (1978): 186-193.

_____________. Pintura colonial en el Museo de América. La escuela mexicana (I) (Madrid: Ministerio de Cultura, 1980.

_____________. Las castas mexicanas. Un género pictórico americano. Milán: Olivetti, 1989.

Gisbert, Teresa. Iconografía y mitos indígenas en el arte. La Paz: Gisbert, 1980.

Humboldt, Alejandro de. Cosmos. Buenos aires: Editorial Glem, 1944.

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Posada Mejía, Germán. Nuestra América. Bogotá: Imprenta Nacional, 1959. Sebastián, Santiago y Carlos Arbeláez, “Arquitectura colonial”. En Historia Extensa de Colombia, editado por Luis Martínez. Bogotá: Ediciones Lerner, 1967.

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Zamora, Alonso de. Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada. T. I. Bogotá: ABC, 1945.


© Santiago Sebastián

El Barroco Iberoamericano. Mensaje Iconográfico (Madrid: Ediciones Encuentro,1990), 26-49.