CONQUISTA DE MEXICO. El drama del encuentro (II)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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¿Como vieron los naturales protagonistas aquel encuentro?

Los indígenas mexicanos acogieron con respeto el mundo religioso de los recién llegados, como nos lo testimonia Bernal Díaz del Castillo.[1]Los naturales poseían un sentido religioso profundo y parece que también una conciencia de dependencia de un Dios Supremo, «Aquel por quien se vive», como había cantado el «rey poeta» Netzahualcóyotl.

No fue por ello imposible para los primeros misioneros franciscanos «inculturarse» en aquel mundo. Mas aún, tratándose de misioneros que amaron entrañablemente a los indios, aprendieron su lengua y sus costumbres, y con profundo espíritu evangélico les enseñaron la doctrina cristiana.[2]Estos primeros misioneros pertenecían a las llamadas «congregaciones de observancia» de las antiguas Órdenes religiosas, u órdenes religiosas «reformadas», a veces con dura exigencia de vida evangélica, como en el caso de los franciscanos y que había sido promovida en España por Isabel la Católica y por algunos prelados sus consejeros como el cardenal Cisneros.[3]

A la luz de estos acontecimientos se puede entender el dolor del parto sucesivo. Los tlaxcaltecas y otros pueblos indios del entorno del México central se habían unido a los «dioses conquistadores» para vencer en una nueva gran «guerra florida» a sus dominadores, los mexicas-aztecas. Habían encontrado también en la nueva religión, llegada de más allá de1 mar y traída por los evangélicos franciscanos, una respuesta que sus sabios antepasados habían buscado en vano.

Pero aquel «idílico encuentro» entre indígenas y conquistadores basado sobre un equívoco ambiguo y a la vez usado sagazmente por ambos bandos y por intereses opuestos, había acabado enseguida en una amarga desilusión. Sin embargo, en este mundo lleno de convulsiones se va a dar un parto nuevo. El primer encuentro había sido más religioso que bélico. Pasado aquel primer momento vemos nacer la violencia y las alianzas guerreras coyunturales.

Después se desarrolló la gran guerra de conquista contra los mexicas-aztecas de Tenochtitlán. El encuentro entre aquellos dos mundos, el «indio» y el «hispano», por las modalidades en que se dio, con sus características religiosas, violencias, alianzas y contradicciones, habrá de conformar desde sus comienzos hasta nuestros días la historia de estos nuevos pueblos, llenos de aparentes contradicciones, tensiones y radicalidades.

Viene al caso recordar una reflexión del mexicano José Moreno Villa: “La historia de México está en pie. Aquí no ha muerto nadie, a pesar de los asesinatos y los fusilamientos. Están vivos Cuauhtémoc, Cortés, Maximiliano, don Porfirio, y todos los conquistadores y todos los conquistados. Esto es lo original de México. Todo el pasado suyo es actualidad palpitante. No ha muerto el pasado. No ha pasado lo pasado, se ha parado”.[4]Sí que ha pasado algo, y es lo que explica una historia de dolorosas contradicciones, pero capaz de reconciliarse y ser fecunda; es cuanto expresa explícitamente el Acontecimiento Guadalupano.

Si al principio los ya algunos de los recordados reinos indios del centro de México estaban convencidos de ser los salvadores de los españoles y los verdaderos ganadores de la guerra contra los aztecas-mexicas,[5]los textos indígenas mexicas nos testimonian dramática y trágicamente el trauma profundo de la derrota de todos, como lo expresa claramente el llamado «canto triste» o «iconocuicatl»:

“En los caminos yacen dardos rotos; los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas. Enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan calles y plazas”.[6]Y en esta experiencia dolorosa se injerta el ya aludido Acontecimiento guadalupano.

¿Cómo vivieron los misioneros el encuentro?

Una sensación semejante se tiene al leer las relaciones de algunos de los primeros misioneros y cronistas conquistadores tras la conquista o más tarde, cuando ya cercanos a la muerte redactaron sus crónicas y memorias. Recordamos sobre todo el testimonio de Motolinía en su Carta al Emperador Carlos I-V del 2 de enero de 1555 donde describe las «plagas» que hubo en la Nueva España:

“Hirió Dios y castigó esta tierra, y a los que en ella se hallaron, así naturales como extranjeros, con diez plagas trabajosas (...). Quedó tan destruida la tierra de las revueltas y plagas ya dichas, que quedaron muchas casas yermas del todo, y en ninguna hubo a donde no cupiese parte del dolor y llanto, lo cual duró muchos años; y para poner remedios a tan grandes males, los frailes se encomendaron a la Santísima Virgen María, norte y guía de los perdidos y consuelo de los atribulados...”.[7]Los franciscanos inculcaron esta devoción a la Virgen en los indios bautizados.

El juicio de los misioneros dominicos sobre los males de la conquista no es menos severo. Ya habían sido ellos los primeros que en el Caribe habían levantado su voz en defensa del indio.[8]Fue sobre todo gracias a los misioneros que lucharon con ahínco en favor de los derechos de los indios, que la legislación española reconoció los derechos naturales a los indios, mientras que la legislación de otras naciones con un catolicismo menos decidido como Francia o de naciones protestantes (Inglaterra, Holanda, Dinamarca) se mostraron irreductiblemente hostiles al reconocimiento de los mismos hasta el siglo XIX.

La miseria humana de los conquistadores

Motolinía dice en su «Historia de los Indios de la Nueva España», que la décima plaga era las divisiones y bandos que hubo entre los españoles que estaban en México. Los motivos de conflicto eran numerosos: conflictos de jurisdicción o de intereses entre el Consejo de Indias (la Corona), la Real Audiencia, los conquistadores, los encomenderos y los colonos por el poder que ejercían las primeras, y las pretensiones de los segundos, las quejas contra el poder y autoridad de Hernán Cortés por parte de algunos, y las disputas entre los mismos conquistadores y encomenderos en el reparto de encomiendas, despojos y bienes conquistados etc.

Existieron también fuertes tensiones entre la Primera Audiencia, los conquistadores, los nuevos pobladores y los misioneros religiosos debido a la jurisdicción de éstos, o a su posición irreductible frente al tema de la esclavitud y los derechos humanos de los indios.[9]Las fuentes muestran las miserias humanas del conquistador o del poblador, en el que vivían dos almas: el alma «mística» y generosa, ancha como los campos de Castilla, forjada en una historia cristiana de frontera y reconquista, como diría el historiador francés Grousset, y el alma de rudo caminante de la que habla el poeta español Antonio Machado en su poesía «Por tierras de España» retratando al pastor trashumante castellano, labrado también por una geografía y una historia dura.[10]

No pocos de aquellos hombres, en los que latía un alma reciamente convencida de su fe cristiana, más allá de todo juicio maniqueo o moralista, serán también instrumentos misioneros por inadecuados que a primera vista aparezcan, para el nacimiento de un pueblo cristiano. En aquellos hombres, que dejaban la península ibérica para embarcarse con frecuencia en una aventura sin retorno, aquello debía tener al mismo tiempo mucho de aventura y de mística. El paradigma de todos ellos podría ser Hernán Cortés. El conquistador Cortés tuvo siempre presente que la conquista que realizaba en nombre del Rey de España tenía como objetivo la evangelización. Esta conciencia emerge en numerosos gestos que acompañan la conquista. Así en Cempoala (la antigua capital totonaca), que en México-Tenochtitlan, teatro de acontecimientos determinantes, siempre ligados al nombre de Hernán Cortés.

El celo misionero de Hernán Cortés

Al caer de la tarde sonó la campana del «Ave María»; los españoles se arrodillaron y el cacique Teuhtile y sus compañeros contemplaron desconcertados a aquellos temibles guerreros blancos humillándose ante la Cruz. El cacique indio preguntó a los españoles por qué se humillaban ante aquel palo. Al oírlo Cortés, este le dijo al fraile de la Merced Bartolomé de Olmedo que le acompañaba: “Bien es agora, Padre, que hay buena materia para ello, que les demos a entender con nuestras lenguas las cosas tocantes a nuestra santa fe” .

Robert Ricard, el historiador francés del siglo XX experto en la historia de la evangelización de México, nos retrata a Cortés como a un hombre “de grandes ambiciones, fácil en sucumbir a la carne, político de pocos escrúpulos”. Pero a pesar de sus grandes flaquezas, tenía una profunda convicción cristiana. Bernal Díaz del Castillo, que lo acompañaba, nos ha dejado un retrato muy distinto de él: devoto de la Santísima Virgen María, siempre llevaba al cuello su imagen; rezaba sus oraciones todos los días y oía misa. Llevaba dos estandartes: uno con esta inscripción: “Amici sequamur crucem, et si nos fidem habemus, vere in hoc signo vincemus”, y el otro con la imagen de la Virgen por una parte y las armas de Castilla y León por la otra.

De las órdenes que recibió del gobernador de Cuba, Diego Velázquez, podemos decir que ésta la cumplió al pie de la letra: “El principal motivo que vos e todos los de vuestra compañía habéis de llevar, es y ha de ser para que en este viaje sea Dios servido y alabado, e nuestra Santa fe católica ampliada. Pues la principal cosa porque se permiten que se descubran tierras nuevas es para que tanto número de almas [...] que han estado [...] fuera de nuestra fe, trabajareis por todas las maneras del mundo para les informar de ella” .

Estas instrucciones expresaban también los deseos del Papa y las instrucciones explícitas de la Corona desde los Reyes Católicos. Cortés, como se ve claramente en sus propias «Ordenanzas» estaba convencido que el fin más importante de la expedición era la extirpación de la idolatría y la conversión de los indígenas a la fe cristiana. Abrir la puerta a la predicación de la fe era lo único que justificaba la guerra, que hecha con otra intención se convertía inmediatamente en injusta, según la mentalidad jurídico-teológica corriente de la época.

Esta mentalidad explica su celo y el de sus compañeros en la destrucción de todo lo que pudiese oler a idolatría, y su precipitación en querer convertir rápidamente a todos a la fe cristiana incluso sin una instrucción adecuada, a pesar de los consejos de moderación que el fraile mercedario Fray Bartolomé de Olmedo le daba.

Para convencerse del celo misionero de Cortés bastaría leer sus «Ordenanzas», a partir de las primeras publicadas solemnemente el 22 de diciembre de 1520. En las dictadas en Temistitlán el 20 de marzo de 1524 establece que “como católicos e cristianos, nuestra principal intención ha de ser enderezada al servicio e honra de Dios nuestro Señor, e la causa porque el Santo Padre concedió que el emperador nuestro señor tobiese dominio sobre estas gentes, y su Magestad, por estas mis manos hace merced que nos podamos servir de ellas, fue, que estas gentes fuesen convertidas a nuestra Santa Fe Católica”.

Conquistada definitivamente Tenochtitlán, Cortés prohibió terminantemente los sacrificios humanos y el culto tradicional de los mexicas-aztecas. Estas «Ordenanzas» ponían en práctica las disposiciones de la famosa cédula Real de Carlos I-V del 26 de junio de 1523, que prohibía el culto de las religiones paganas, ordenaba derribar sus templos, destruir sus ídolos y símbolos religiosos y prohibía severamente los sacrificios humanos.

Contexto del Acontecimiento guadalupano

Ni la dureza del encuentro entre los dos mundos se podía olvidar fácilmente, ni el arraigo de las antiguas tradiciones religiosas y culturales se podían desarraigar o sustituir con prohibiciones. Los franciscanos lo entendieron enseguida y al principio pensaron en el método de la «tabula rasa» como el más apropiado. Hay que tener en cuenta la globalidad de todos los factores para comprender esta metodología hoy muy discutida. Uno de ellos es la procedencia de los misioneros y la historia que había construido a los conquistadores ibéricos.

Está claro que aquellos hombres apasionados nunca perdieron la conciencia profunda de una propia historia de pertenencia al Misterio de Cristo, a pesar de las miserias de su vida. Esto explica la capacidad de autocrítica, hecho único en el caso de un pueblo conquistador, hasta causar serias crisis de conciencia en muchos misioneros, conquistadores, y en los dirigentes políticos de la nación conquistadora. El caso más clamoroso es el de Carlos I-V que siempre se debatió en la duda que le suscitaron misioneros y consejeros eclesiásticos teólogos y juristas españoles sobre la misma licitud de la conquista.

En esta historia se dieron episodios de violencia, instrumentalizaciones y metodologías contrarias no sólo a la sensibilidad de nuestros días, sino también objetivamente ya entonces a la trayectoria del pensamiento teológico más genuinamente tomista, como lo testimonia la Escuela jurídico-teológica de Salamanca; además, algunas de aquellas actuaciones que acompañan o siguen a la conquista eran también claramente contrarias a los derechos humanos; y de esto eran conscientes los mejores espíritus teológico-jurídicos de entonces.

Haber logrado llegar a la sensibilidad actual es parte del costoso camino que el hombre recorre en la búsqueda de los valores fundamentales de la historia humana, y a este camino no fue ajena la experiencia de la conquista americana. Los criterios últimos de tal educación en los valores ya estaban presentes en los primeros protagonistas de la Misión hispano-americana. El Evangelio generaba desde dentro la autocrítica de la Conquista, aunque con frecuencia los métodos de la dominación ponían fuera de juego al Evangelio. Este es el drama íntimo de esta historia.

En el primer periodo de la presencia misionera, hasta mediados del siglo XVII, nos encontramos en un estado de efervescencia y de misión creativa. Será a partir de la época ilustrada (siglo XVIII) cuando el poder político se proponga manipular la profecía misionera. Nacerán las tensiones. La historia de las Reducciones jesuíticas del Paraguay es un ejemplo.

Con la ilustración racionalista y una reafirmada y ya asentada concepción autorreferencial y autárquica del Estado, se impone la idea del aprovechamiento económico como explotación de lo conquistado sobre la de la «Misión» como experiencia de comunión fraterna y pertenencia a la misma comunidad humana. Durante el siglo XVIII nos encontramos ya con una Iglesia medio dormida en una especie de «siesta colonial» y lacaya cortesana de un Estado Regalista que pretende controlar las conciencias, la libertad en todas sus expresiones y a la misma Iglesia institucional.

Cuando, después de la independencia, algunos grupos de criollos monopolicen el poder, dejándose influir por corrientes europeas, ajenas a las raíces culturales de la América indo-hispana, se buscará una revolución social al margen y aun en contra de los valores católicos e indígenas de los antiguos reinos ibero-católicos del Continente. Por ello a lo largo del siglo XIX hasta el XXI asistimos al continuo surgir de totalitarismos populistas que merman o amputan las libertades de las personas convirtiendo al Estado en un «Leviatán» todopoderoso e inmanente a sí mismo, por lo que uno de los enemigos a abatir será entre todos los que exigen libertad como derecho inalienable, también a la Iglesia.

Sin embargo, aquellas persecuciones, de las que en toda la historia de América Latina existen repetidos ejemplos, y que van a ayudar también a despertar a las personas, a la sociedad y a la Iglesia de aquella «siesta». ¿Cómo se explica este proceso? A pesar de abundantes sombras, los tres siglos de presencia indo-ibérica han cooperado a plasmar la conciencia cultural latinoamericana. Detrás de tal conciencia se encuentra una tradición católica viva en la gente común, un «sentido de la Fe» que remite en definitiva a una conciencia de que pertenecen a una historia más grande que todas las divisiones y contrastes en su historia particular.

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

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BENAVENTE FRAY TORIBIO DE (MOTOLINÍA), Historia de los Indios de la Nueva España. Real Academia Española centro para la edición de los clásicos españoles Madrid, 2014

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CORTÉS, Hernán. Cartas y relaciones de Hernán Cortés al emperador Carlos V. Edited by Pascual de Gayangos. Paris: A. Chaix, 1866

CUEVAS MARIANO, Historia de la Iglesia en México, I, México 1946

DÍAZ DEL CASTILLO BERNAL, Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, Ed. Porrúa, México, 1962

GARCIA ICABALCETA JOAQUÍN, Don Fray Juan de Zumárraga, II, México 1947

LAS CASAS BARTOLOMÉ DE, Historia de las Indias, II (Ed. Madrid 1961)

LEÓN PORTILLA MIGUEL, El Reverso de la Conquista, Ed. Joaquín Moritz, México 1986

MACHADO ANTONIO, Poesía, Ed. Narcea Madrid 1974

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MENDIETA GERÓNIMO DE, Historia Eclesiástica Indiana, Ed. Porrúa, México 1980

METHOL FERRÉ ALBERTO, Il risorgimento Cattolico Latinoamericano, CSEO Incontri Bologna. 1983

MUÑOZ CAMARGO DIEGO, Historia de Tlaxcala, Libro I., Ed. México 1947. o (Ms 210 de la Biblioteca Nacional de Francia)

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VV.AA. Estudios de Historia Novohispana, UNAM, t. V, México 1974


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

  1. BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera, México 1962, 303.
  2. PEDRO DE GANTE, Carta a los hermanos de la Provincia Franciscana de Flandes, en: Estudios de Historia Novohispana, UNAM, t. V, México 1974, 52. La carta está fechada el 27 de junio de 1529.
  3. Tal había sido también la insistencia de Cortés al Rey. BERNAL DÍAZ DEL CASILLO, Historia Verdadera, 415.
  4. Citado por JOSÉ LUIS MARTÍNEZ, Hernán Cortés, 9.
  5. ALVA IXTLIXÓCHITL, Compendio Histórico, 1468. LEÓN PORTILLA, El Reverso de la Conquista, (México 1986) 20.
  6. En: CONGREGATIO PRO CAUSIS SANCIORUM. OFFICIUM HISTORICUM 184, Mexicana Canonizationis Servi Dei Ioannis Didaci Cuauhtlatoatzin Viri Laici (1474-1548) Positio Super Virtutibus Ex Officio Concinnata, I (Romae 1989) 55-56.
  7. MOTOLINÍA, Historia, 205.
  8. Cf. el célebre sermón de fray Antonio de Montesinos en Santo Domingo el cuarto domingo de Adviento de 1511. BARTOLOME DE LAS CASAS, Historia de las Indias, II (Ed. Madrid 1961) 174-178.
  9. Numerosas evidencias en: Guías de las Actas de Cabildo de la Ciudad de México siglo XVI. Acta 66, México 1970, 18. También: en la carta de fray Juan de Zumárraga a Carlos V, el 22.8.1529, en: GARCIA ICABALCETA, Don Fray Juan de Zumárraga, II, México 1947, 197; y carta de la Reina a fray Juan de Zumárraga de 1531, en: Libro Anual 1981-1982. I.S.E.E, México 1984, 571.
  10. A. MACHADO, Poesía, Ed. Narcea Madrid 1974, 163-164.