COLOQUIOS DE LOS DOCE APÓSTOLES DE MÉXICO

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Presididos por Fray Martín de Valencia O.F.M., el 14 de mayo de 1524 desembarcaron en San Juan de Ulúa los primeros misioneros que difundirían el Evangelio en la Nueva España. La historiografía los conoce como «Los doce apóstoles de México». Poco después de su arribo a la ciudad de México-Tenochtitlán realizaron varios «coloquios» con los sabios aztecas llamados «tlamatinime» (los que saben cosas).

La evangelización, en líneas generales, sigue los mismos caminos desde Pentecostés hasta hoy. Sin detenernos en la proto-evangelización como propósito fundamental desde el Descubrimiento, el acto primero es el «anuncio» inicial que tiende a disponer las almas para la recepción de la Palabra y ha de concluir en el bautismo; el segundo es el proceso de exposición elemental de los misterios, es decir, la «catequesis» propiamente tal.

Esta última, como bien lo explica el Padre José de Acosta, dio origen a los Catecismos indianos, generalmente uno breve «para los discípulos» y otro mayor «para los catequistas», a los que era menester agregar un «Confesionario». Para América del sur tendrán especial importancia los producidos por el III Concilio de Lima (1584) animado y conducido por Santo Toribio de Mogrovejo, los cuales, a su vez, fueron como el faro de luz para los posteriores Sínodos del Tucumán (1597, 1606 y 1607). De todos aquellos documentos, ninguno como el diálogo de los misioneros franciscanos llegados a México en 1524, con los jefes mexicanos primero y los sacerdotes después.

Ruptura y transfiguración.

Este extraordinario testimonio conservado gracias a la diligencia de fray Bernardino de Sahagún, constituye un grave llamado a la meditación porque contiene, «in vivo», los momentos esenciales de la evangelización. Imaginemos a los frailes reunidos y, frente a ellos, en actitud de escuchar, a los principales aztecas, recientemente vencidos por Hernán Cortés.

Asistiremos a la primera exposición catequética de los misioneros (capítulos 1-5); a la respuesta de los jefes (6), a la respuesta de los tlamatinime (6-7) y a la final exposición de los misioneros (8-13). Los frailes comenzaron diciendo: “Señores y principales de México (que aquí estaís juntos), oíd con atención y notad lo que os queremos decir, que es daros a entender la causa de nuestra venida”.

Lo primero que los misioneros desean ahuyentar es aquella visión mítico-mágica que los indios tuvieron de los españoles; por eso declaran: “No somos dioses, ni hemos descendido del cielo... somos pasibles y mortales como vosotros”. Somos, pues, iguales; pero hay una gran diferencia expresada en el anuncio de su misión: “no somos más que mensajeros enviados a esta tierra”. Aluden, ciertamente, al Papa y al Emperador, pero lo esencial, en ese momento, consiste en ser “los que hemos sido elegidos y enviados” por quien tiene autoridad espiritual para ello que es el Vicario de Cristo.

Esto requería una explicación acerca de la persona del Papa que tiene “poder espiritual sobre todo el mundo”, también enviado, por el único y verdadero Dios, para que le dé a conocer a todos los hombres para que le amen y se salven. Con San Pablo, podríamos decir que los indios, sumidos en el “tiempo de la ignorancia” (Act. 17.30), no conocían todavía “al solo verdadero Dios” y, como esta ignorancia no es inculpable (Cfr. Rom.1,23), fueron ya castigados por medio de los españoles que les han hecho sus vasallos.

Los frailes parecen dar por supuesto que Dios, uno y verdadero, puede ser naturalmente conocido; pasan inmediatamente a proclamar las Sagradas Escrituras donde Dios revela (y se revela) la sagrada doctrina que custodia el Santo Padre, que es quien envía a los misioneros.

Lo primero es conocer al verdadero Dios, que es uno y único. Y así comienza la lucha contra la idolatría como la condición pre-requerida. Es de imaginar la sorpresa de los indios al escuchar que Tezcatlipoca, Quetzalcóatl, Vicilubuchtli (como dice el documento) no son dioses; en realidad, el ser "dador de la vida y del ser y conservador de ella" son atributos del Dios uno y único.

Hemos de pensar, pues, que aun a través de la idolatría, como a tientas y en la oscuridad, los indios vislumbraban algo del Dios verdadero. Y semejante «algo» es lo que debe ser asumido y transfigurado. Entonces los pretendidos dioses son «burladores» y, además, “demandaban os vuestra propia sangre y vuestros corazones en ofrenda y sacrificio”; sus mismas imágenes, “espantables, sucias y negras y hediondas” lo manifiestan.

No son pues más que “enemigos matadores y pestilenciales que no dioses”. Después de este rechazo surge el Dios verdadero y amante que es también creador de los demonios, y cuyo reino en el tiempo es la Iglesia Católica a cuyo frente, confirmando en la fe a sus hermanos, está el Papa “quien tiene superioridad y eminencia sobre todos los reyes de la tierra, y también sobre el Emperador”. Al concluir esta primera exposición, son los indios invitados a desechar los pecados y a purificarse “con el agua de Dios”.

Uno de los jefes nahuas (aztecas) se levantó y respondió: “Sabemos que habéis venido de entre las nieblas y nubes del cielo, así nos es nueva y maravillosa vuestra venida y personas y vuestra manera de hablar que habemos oído y visto: todo nos parece cosa celestial. Parécenos que en nuestra presencia habéis abierto un cofre de riquezas divinas del Señor del Cielo y de las riquezas del gran Sacerdote, que es Señor de la tierra: riquezas que nos envía nuestro gran Emperador.”.

La impresionante respuesta pone de manifiesto: nuevamente una visión mítico-mágica de la conquista y de los misioneros cuya venida (que para el indio se trataba de algo que llegaba) “es nueva y maravillosa”; en verdad, “cosa celestial”. Es más: no niegan sino afirman que algo nuevo se ha abierto ante ellos, sobre todo la presencia del “señor del Cielo”. Es muy posible que esta expresión no significara un concepto adecuado del Dios verdadero, pero la afirmación parece apuntar en ese sentido ya que se les ha most:ado “plumajes nuevos, ricos y de gran valor”. Lamentablemente los sabios indígenas “son ya muertos” y ellos, los jefes, son “bajos y de poco saber”. Sin embargo, "no nos parece cosa justa que las costumbres y ritos que nuestros antepasados nos dejaron, (que) tuvieron por buenas y guardaron, nosotros con liviandad las desamparemos y destruyamos”.

La lucha interior está planteada dramáticamente: por un lado reconocimiento de una novedad incontrastable (“plumajes nuevos”); por otro, la exigencia de ruptura con el pasado mágico no parece cosa justa. Aquel saber antiguo –el de los sacerdotes- era conocimientos de “la revolución y curso de los cielos”, la histona de los dioses, los ritos y el culto que manifiestan la naturaleza de un mundo mágico -mítico de la necesariedad.

¿Qué hacer ahora ante el dilema entre la ruptura con semejante mundo y la «novedad» de esta “cosa celestial”? Los jefes se retiraron y, ese mismo día, reunieron a los sacerdotes y les narraron todo lo escuchado. Los tlamatinime “turbáronse en gran manera y cayóles gran tristeza y temor y no respondieron nada”. Decidieron ir al día siguiente a escuchar y a hablar con los Doce.

Turbación, tristeza, temor: antes de hablar con los Doce, les ha bastado el relato de los jefes para sentir turbación, tristeza y temor. Lo que «llega» de labios de los apóstoles, turba en gran manera; y así es porque turbar es alterar o conmover el orden, o el curso de las cosas, o el cosmos mágico. La complicada estructura del mundo es alterada y conmovida en sus cimientos y la conciencia primitiva, en estado de simpatía con el todo, siente el estupor de la ruptura; de ahí el estado de “gran tristeza” si entendemos por triste el estar afligido, apesadumbrado, ante el descalabro del mundo, de mi mundo.

De ahí este recelo de un daño por venir, es decir, de ahí el temor como pasión del ánimo ante el peligro. Turbación, tristeza y temor son, pues, actos sucesivos, manífestatívos del dilema entre lo «viejo», lo de siempre que parece llamado a morir, y esto «nuevo» que llega y no han aceptado todavía. Al día siguiente, marcharon a hablar con los Doce.

Aunque, cuando se vieron, “saludáronse y habláronse todos amorosamente”, el tono del coloquio será trágico. Por lo pronto, del mismo modo que los jefes, parten de una visión mágica de la conquista: “Ignoramos dónde y que tal sea el lugar donde habéis venido, y dónde moran nuestros señores y dioses, porque habéis venido por la mar, entre las nubes y nieblas (caminos que nunca supimos)”. Mientras el español había sentido la expectación de un «ir hacia» desde las mismas premoniciones del descubrimiento del Nuevo Mundo, el indio siente el estupor ante algo que llega; los tlamatinime ignoran de dónde vienen; sólo saben que llegaron por el mar por desconocidos caminos.

Sin embargo, parecen admitir que son enviados de Dios, “el que es invisible y espiritual, (que) en vosotros se nos muestra visible”. Lo que viene por ignorados caminos trae “las palabras de aquel por cuya virtud vivimos y somos” y “el libro de las celestiales y divinas palabras” (las Escrituras). En verdad, dicen los indios “somos como nada”; pero este saberse como nada, que en un cristiano adquiere un sentido de realismo profundo, no les mueve a rendirse al Dios uno y único que los solicita, sino que se preparan a contradecir “las palabras de aquel que nos dio su ser”.

Al leer y releer estas palabras, se tiene la impresión de un simultáneo reconocimiento de Dios “por quien somos y vivimos” y, simultáneamente, un rechazo de sus palabras, una misteriosa resistencia, un abandono en las ruinas de un mundo que cae: “Si muriéramos, muramos; si pereciéramos, perezcamos; que a la verdad los dioses también murieron”.

Por un lado, han oído sobre sí mismos que no conocen a Dios; por otro que los llamados dioses “no son dioses”. Modo nuevo y escandaloso de hablar, que da por tierra con el hablar de los antepasados y con los dioses que son honrados desde siempre, de un “tiempo sin cuenta”, que destruye las viejas leyes y costumbres que llevamos “impresos en nuestros corazones”.

Los tlamatinime (los «sabios», sacerdotes, hechiceros) ante la posible ruptura a la que los llama el Dios vivo, prefieren permanecer en la ruptura misma que se transmuta en rechazo; “no nos satisfacemos, ni nos persuadimos de lo que nos han dicho, ni entendemos, ni damos crédito a lo que de nuestros dioses se nos ha dicho”. Por consiguiente: “basta haber perdido”. Y en lo que toca a los dioses, “antes moriremos que dejar su servicio y adoración. Esta es nuestra determinación: haced lo que quisiereis”.

Esta impresionante respuesta-rechazo, rarísima en toda la historia de evangelización del Nuevo Mundo, es la de un pequeño grupo de sacerdotes o hechiceros que fueron los únicos que resistieron y en ciertos lugares martirizaron a los misioneros, como ocurrió con los guaicurúes que dieron muerte a San Roque González, a San Alonso Rodríguez y a San Juan del Castillo.

Pero tiene el gran valor testimonial de mostrar simultáneamente, la evangelización inicial (primer discurso de los frailes), la atracción o el llamado de Cristo sobre los indígenas, quienes no solamente demuestran tener un vago y remoto sentido del Dios verdadero, sino que parecen reconocerlo en el discurso de los misioneros. Sin embargo, no aceptan la ruptura con el mundo viejo que es la condición primera de la conversión, pero también el comienzo de la curación y transfiguración de su naturaleza y de su cultura.

Como aquellos escépticos que rechazaron a San Pablo en el Areópago volviendo las espaldas a la culminación de su propia helenidad, le vuelven las espaldas a los misioneros: “si muriéremos, muramos; si pereciéremos, perezcamos; que a la verdad los dioses también murieron”. En cambio, los indios que se convirtieron, como el Beato Juan Diego, de la ruptura con lo viejo pasaron a la transfiguración por obra de lo nuevo (que es Cristo) que será su indianidad cristiana. Los tlamatinime, libremente prefirieron morir con sus dioses.

La respuesta o segunda exposición de los misioneros no se hace esperar. Reconocen que es duro para escuchar que ninguno de los que adoran es el Dios verdadero. Es menester escuchar lo dicho en las Escrituras puesto que “vivís como ciegos entenebrecidos, metidos en muy espesas tinieblas de gran ignorancia” (los «tiempos de la ignorancia» del Apóstol); pero ahora, que han oído la Palabra, la buena nueva que los misioneros les transmiten, son inexcusables: “de aquí adelante vuestros errores no tienen excusa alguna”.

Deben esforzarse en conocer al Dios verdadero, “fuente de ser y de vida”; el “es el verdadero Ypalnemoani, el cual vosotros llamáis, pero nunca le habéis conocido”. Esta era, en verdad, la semilla principal, el Verbo seminal que se insinuaba en las espesas tinieblas de la ignorancia, como el «Dios desconocido» de San Pablo; pero Ese es el Dios verdadero, que dio “ser y principio a todas las cosas”, eterno y presente a todas las cosas y en todo lugar. Él todo lo creó por su palabra, “para nosotros las creó”, sumamente sabio y misericordioso.

La exposición de los misioneros se detiene en la creación de los ángeles, la rebelión de Lucifer y la caída de los espíritus que le siguieron y a quienes les dan nombres aztecas, precisamente para enseñar que “fingieron ser dioses” y engañan a los indios con la idolatría. Los frailes insisten en que los demonios tientan a los indios haciéndoles creer que son dioses el sol, la luna, las estrellas, las serpientes y otras creaturas; pero, en realidad, odian a los indios y son, les dicen, “vuestros capitales enemigos”.

Cuando el discurso enseña que hizo Dios el mundo visible, cuando describe la creación del hombre e insiste en la malicia de los demonios, queda trunco el documento. Pero, por los otros catecismos conservados, podemos, hasta cierto punto, formamos una idea aproximada de su estructura. Tampoco podemos saber si la respuesta-rechazo de los tlamatinime fue más tarde rectificada. De todos modos, el documento muestra, dramáticamente, lo esencial de la ardua tarea evangelizadora como progresiva «encarnación» de la Palabra, que es ruptura con lo viejo y su transfiguración en lo radicalmente original y nuevo.

La catequesis indiana.

Si se leen atentamente los catecismos para indios, surgen inmediatamente conclusiones bien claras. Tomemos como modelo la «Doctrina Cristiana para instrucción e información de los indios por manera de historia» de fray Pedro de Córdoba O P. (1544). Sigo la edición Durán. Lo primero que llama la atención es el título que concluye indicando el método catequético: “por manera de historia”. En todos los demás catecismos, aunque incorporen también el método clásico de preguntas y respuestas, predomina siempre el modo histórico de la exposición.

Este simple hecho denuncia la perspicacia pastoral de los misioneros (y muy especialmente de fray Pedro de Córdoba por haber sido el primero) porque habían comprendido que era el método apropiado a la naturaleza de la conciencia mítico-mágica. Las preguntas y respuestas -siempre eficaces y de perenne valor- suponen, sin embargo en los catecúmenos, cierto grado de conciencia crítica; en cambio, los indios, como puede comprobarse, por ejemplo, en el Segundo libro de la obra capital de fray Bernardino de Sahagún, estaban habituados a la narración mítico-mágica de la generación del cosmos y a la narración del nacimiento y actos propios de los dioses.

Una imagen se sucede a la otra, un acontecimiento mítico a otro en la circularidad del tiempo mágico. Era pues, mucho más eficaz narrar la historia de la salvación, aunque despojada, desde luego, de los elementos mítico-mágicos que estaban en la base de las narraciones indígenas (recurrencia de lo mismo, libertad anulada en el determinismo cósmico, simpatía mágica con la naturaleza).

Quiero decir que la historia de la salvación era presentada como historia (“por manera de historia”), aunque ahora se trata de una historia lineal no mítica, abierta a lo nuevo y radicalmente fuera de la recurrencia de lo Mismo. La Revelación es, por tanto, presentada como relato llevando poco a poco a los oyentes a la comprensión de los misterios y a la apertura de su corazón.

A la insistencia mantenida desde el principio al fin, en mostrar la falsedad de la idolatría de ciertos mitos y de la hechicería, llegará después el momento de las preguntas y respuestas que irán arraigando en el humus ya preparado, los misteriosos fundamentales de la Revelación. Lo primero que los catecismos indianos declaran es el amor de caridad de los misioneros por los indígenas, y su propio carácter de «enviados». Inmediatamente se ocupan de los artículos de la fe (existencia de un solo Dios supremo, ruptura con el politeísmo y la idolatría, desmitificación de la naturaleza). Sólo entonces tratan de presentar el misterio de los misterios que es la Santísima Trinidad.

Desde ese momento y luego de la descripción de la creación de los ángeles, presentan al indio la misma humanidad de Cristo. Sobre este fundamento, los catecismos continúan con los mandamientos, los sacramentos, las obras de misericordia, otras verdades que los misioneros consideraron necesarias, el significado de la Cruz; en el caso del catecismo de fray Pedro de Córdoba se agrega un sermón para después del bautismo y una breve historia desde el principio del mundo hasta el fin.

No fatigaré al lector exponiendo los catecismos y confesionarios de Alonso de Molina, de Dionisio de Sanctis, de Juan de la Anunciación, de Juan Bautista y otros testimonios del siglo XVI y comienzos del XVII. La expansión misionera que, por el norte llegó a la alta California (recuérdese la egregia figura de fray Junípero Serra), en el siglo XVIII alcanzó el extremo sur del continente hasta el hoy irredento territorio insular argentino.

A los más de quince mil misioneros del período hispánico, es menester agregar los que, ya bajo la independencia política de los países hispanoamericanos, continuaron su obra en los siglos XIX y XX como es el caso de los salesianos de San Juan Bosco, evangelizadores de la Patagonia y de las islas Malvinas.

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