ARTE SACRO EN AMÉRICA Y CHILE

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Más de tres siglos de dominación española han dejado en América una profunda impronta, de honda religiosidad Católica con no pocas reminiscencias pietistas medievales. Sólo en virtud de la gesta emancipadora y del proceso de secularización que ya se venía anunciando en Europa desde los inicios de la modernidad, ese poder soberano tendió a disiparse lentamente dejando tras de sí un enorme legado cultural.

La conquista fue para España no sólo una gran oportunidad de expandir su poderío económico y político, sino también de cumplir con el precepto de evangelizar a los naturales y convertirlos al catolicismo, no obstante que en América existían otras formas de vida y visiones de mundo totalmente distintas. Se irá formando así un gran sincretismo cultural y también racial, que dará lugar a la creación de una institucionalidad muy compleja y distinta, España traslada a América no únicamente a sus soldados, sino a sus religiosos, a sus funcionarios administrativos, y por cierto, a sus artistas: pintores, escultores, arquitectos, quienes no siempre fueron españoles sino también italianos y flamencos, y que trajeron sus modelos, temas y técnicas de ejecución propios de ellos.

En América crearán talleres y enseñarán a muchos discípulos. Importantes fueron los italianos manieristas Bernardo Bitti (1548-1610), Mateo Pérez de Alesio (1554-1616) y Angelino Medoro (1578-1631), que llegaron al virreinato de Perú. De estos tres artistas se considera que Bernardo Bitti fue el más grande pintor que vino a América del Sur durante el siglo XVI. Ejerció una gran influencia no solo en Perú, sino también en Bolivia y Ecuador. Por su parte las comunidades religiosas que fueron siendo fundadas, necesitaron para instruir al criollo, al mestizo y al indio, que eran iletrados, de múltiples imágenes pintadas o esculpidas, las que más allá de sus posibles meritos artísticos, debían tener como principal finalidad contribuir a lo didáctico-devocional y a lo hagiográfico, para difundir adecuadamente las verdades de la fe católica.

Indudablemente, los acuerdos del Concilio de Trento (1550-1570) relativos a la renovación del espíritu católico, que al pronunciarse a favor de las imágenes legitimando su veneración, le dió a este propósito evangelizador de América, un gran impulso. Cobran así gran importancia las vidas de los santos, con su testimonio de extremo ascetismo, que por sus virtudes habrían alcanzado la bienaventuranza: órdenes mendicantes de la baja edad media (San Francisco y Santo Domingo) y de etapas posteriores (San Ignacio y Santa Teresa de Jesús), junto a la vida de Cristo y de la Virgen.

Surgirá así desde fines del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, lo que se ha dado en llamar arte colonial, el que se caracterizó por ser mestizo y popular y dotado de una fuerte sensibilidad indígena. Su época de oro la podemos encontrar en los últimos años del siglo XVII y las dos primeras décadas del siglo XVIII y su territorialidad se extendió desde el Virreinato de México o Nueva España hasta la audiencia de Charcas, actual Bolivia. A las influencias italianas y españolas se agregará de manera ostensible la del grabado flamenco, el que constituirá una fuente de inspiración muy relevante y cuya utilización se prolongará durante todo el periodo de denominación española.

El artista flamenco que generó más reproducciones en grabado, y que por ello mismo ejerció una enorme influencia en América fue Pedro Pablo Rubens (1577-1640) de quien llegaron inclusive algunas replicas pintadas de sus obras religiosas. Pero el aprovechamiento de estos grabados no sólo ocurrió en América. Los propios artistas españoles los habían legitimado al usarlos frecuentemente para realizar sus composiciones. Entre ellos estaban Zurbarán, Murillo y Velázquez. Hay que considerar también que el propio Rey vigilaba su distribución en España y América. Los encargaba a casas impresoras de Amberes con el propósito de ilustrar libros devotos, biblias y devocionarios, para difundir el catolicismo.

La influencia flamenca en América se advierte de manera manifiesta en los fondos de las composiciones que corresponden con frecuencia a paisajes urbanos de ciudades medievales. Pero no solo grabados llegaron a América, sino también artistas flamencos, como Diego de la Puente (1586-1663), quien fuera el más importante pintor en venir al Virreinato del Perú en el siglo XVII. Todo esto redundó en que entre los artistas nativos que a su vez fueron formando, se destacara de manera notable Diego Quispe Tito (1611-1681), quien junto con seguir la tendencia flamenco-manierista, introduce en su arte lo andino-cuzqueño. Junto a él se encuentra también activo en Perú otro artista autóctono de notable oficio: Basilio de Santa Cruz Pumacallao (1635-1710), quien sigue más bien la tendencia barroco-clasicista tanto sevillana como madrileña, inspirada en las obras de Zurbarán (1598-1664) y de Murillo (1618-1682), que habían sido traídas al Perú y que pudo conocer de cerca.

Ambos organizan talleres propios, formando a su vez a numerosos pintores indígenas. A partir del siglo XVIII el envío de obras cuzqueñas hacia Chile tomará un carácter casi masivo, puesto que aquí casi no había artistas propios (solo por algunos documentos de la época se ha confirmado la existencia de algunos pintores cuya obra se ha perdido o no se ha podido identificar). Series completas junto a obras singulares o exentas fueron llevadas a distintas comunidades religiosas. De todas esas series que se trajeron, sin duda la más famosa por su belleza, es la que fue consagrada a la vida, obra deceso, gloria y milagros de San Francisco de Asís, realizada entre los años 1668 y 1684, y conservada en el Convento-Museo de San Francisco de Santiago.

De las 53 pinturas que forman el conjunto, ninguna está firmada, salvo la dedicada al entierro del Santo, por el pintor indígena Juan Zapaca Ynga. Sin embargo, un estudio atento ha podido constatar con bastante certeza la presencia del estilo de las escuelas tanto de Quispe Tito, como de Santa Cruz. Con el advenimiento de la Independencia en el primer tercio del siglo XIX, empieza la era republicana en América, y con ello el inicio de una época de profundos cambios para el ámbito artístico y cultural. Los modelos hispánicos vigentes por más de tres siglos dieron paso a un arte predominantemente laico, en el que se reivindicaban más bien las escenas costumbristas, el paisaje y el retrato, que lo religioso.

Diversos artistas europeos, atraídos por el carácter ignoto y exótico de estas tierras llegan a América y se interesan en conocer Chile, permaneciendo largo tiempo en nuestro país. Merecen especial mención el francés neoclásico Raimundo Monvoisin (1790-1870) y el romántico de origen bávaro Mauricio Rugendas (1802-1858), quienes nos dejan una importante producción artística. Pero no será sino con la fundación de la Academia de Pintura (a la que pronto se agregará la clase de Escultura y Arquitectura), la que bajo la dirección de Alejandro Ciccarelli (1811-1874) dará inicio en Chile a la enseñanza oficial de las bellas artes con marcado acento neoclásico. Se interesó principalmente en formar pintores que realizaran obras históricas y solo eventualmente cuadros religiosos, no obstante que el mismo pintara composiciones de este tipo por encargo de distintas corporaciones y familias adineradas de la época.

Pero a medida que se fueron formando las distintas generaciones que pasaron por la Academia, la presencia del arte religioso se vuelve cada vez más fragmentaria y ocasional. Su grandiosidad de los pasados siglos dio lugar definitivamente hasta la actualidad, a un arte desacralizado y ajeno a toda confesión católica, que optó más bien por seguir el ritmo de las vanguardias históricas que favorecía la experimentación y la implementación de técnicas nuevas. Las comunidades religiosas en Chile que requirieron en razón de sus menesteres espirituales, de una apreciable dotación de pinturas, que fueron traídas principalmente desde el Cuzco, no pudieron evitar que estas obras fueran perdiendo con el tiempo su ley de necesidad, llegando hasta nuestros días, con mayor o menor fortuna, a quedar dispersas en conventos o convertidas en piezas de museo o de colecciones privadas, completamente descontextualizadas de su carácter original solemne y sagrado.

En consecuencia, no es casual que el Papa Juan Pablo II, pensando en lo que ha llegado a ser el arte contemporáneo, en su Carta a los Artistas, los haya exhortado a volver a la belleza recordándoles la célebre frase de Dostoievski: “La belleza salvará al mundo”, por cuanto “es clave del misterio y llamada a lo trascendente”.

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JORGE MONTOYA VÉLIZ