CHILE, RELACIONES IGLESIA-ESTADO; El precedente indiano
Una introducción necesaria Cuando Cristo nació en Belén de Judá, durante el imperio de Augusto, Roma era –en lo reli¬gioso– un imperio politeísta que, a sus antiguos dioses había ido integrando las divinidades de los territorios que conquistaba a los que, además, imponía el culto y la adoración al propio emperador. Un régimen concebido en estos términos estaba necesariamente llamado a entrar en colisión con las religiones monoteístas, como había sucedido con el judaísmo. Sin embargo, la aparición del cristianismo inauguró la larga historia, no concluida, que establece la separación y las relaciones entre el poder temporal y el poder espiritual, relaciones que, con el tiempo, se entenderían como relaciones entre Estado e Iglesia. En efecto, si bien el reino predicado por Cristo es un reino escatológico y tendrá una consumación ultraterrena, “está llamado a desarrollarse en este mundo, de manera externa y visible, con fines exclusivamente espirituales y con total independencia de los gobernantes de la ciudad terrena”, doctrina que sería sintéticamente expuesta por Cristo al decir que había que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Consecuente con la enseñanza de su divino fundador, la actitud de la Iglesia fue –desde el primer momento– considerar la existencia de una doble organización para el gobierno de los hombres: una para las cosas espirituales y otra diversa para las temporales. Era claro que esta actitud estaba llamaba a enfrentarse con la del Imperio que asumía como propia la dimensión espiritual de sus súbditos, por lo que la Iglesia fue considerada una secta ilícita en la medida que rechazaba los cultos tradicionales, y perseguida por las autoridades hasta condenar a muerte a sus primeros fieles. Terminado el período de las persecuciones, la Iglesia –ahora protegida por los emperadores– empezó a sufrir la instrumentalización por parte del poder imperial en la consecución de los fines temporales que le pertenecían, lo que significó la injerencia de los emperadores incluso en asuntos estrictamente eclesiásticos. El resultado de todo esto fue el inicio de una parti¬cular modalidad de relacionarse ambos poderes: el «cesaropapismo», sistema que fue una realización práctica. El cesaropapismo ha sido el primer gran sistema que rigió las relaciones de la Iglesia con el poder temporal, y su origen y principal desarrollo se realizó en Oriente. En él se distinguían con claridad el orden temporal y el orden espiritual, es decir, se trataba de un sistema dualista, pero de un dualismo marcado profundamente por la injerencia del poder temporal en el poder espiritual. El «cesaropapismo» no fue ajeno a las tensiones entre las iglesias orientales y los papas de Roma, las que culminaron con el cisma protagonizado por Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla (1054). El cisma no puso término al cesaropapismo, el que subsistió hasta la caída de Constantinopla en poder de los turcos a mediados del siglo XV y “marcó a la Iglesia Ortodoxa con una actitud de habitual docilidad al poder temporal, que aún se advierte en nuestros días”. Mientras en Oriente se desarrollaba el cesaropapismo, Europa occidental quedó prácticamente al margen debido a diversas circunstancias. Roma, que había sido la capital del im¬perio, fue perdiendo progresivamente su importancia. El poder político se fue desplazando a Oriente y, al producirse la división del imperio, los emperadores de Occidente conservaron muy poco poder, de manera que cuando el 476 Odoacro depuso al adolescente Rómulo Augústulo, su poder era prácticamente inexistente. Esta situación política permitió a los papas disponer de una gran independencia en Roma y desde allí tratar de limitar los excesos cesaro-papistas de los emperadores orientales. Fue en este contexto en el que, a poco de la caída del imperio romano de Occidente, el papa Gelasio I (492-496) formuló la primera exposición oficial hecha por un papa del dualismo cristiano. En una carta dirigida por este papa al emperador de Oriente –Anastasio I– el año 494, se contiene un texto especialmente significativo: “Hay dos principios, Emperador Augusto, por los cuales principalmente se rige el mundo: la autoridad sagrada de los pontífices y la potestad real. Tu sabes, en efecto, hijo clementísimo, que la dignidad te sitúa por encima del género humano, sin embargo, inclinas sumisamente la cabeza ante los encargados de las cosas divinas, y para recibir los sacramentos celestiales, que ellos disponen como conviene, debes, según las reglas de la religión, someterte antes que dirigir [...] Si en efecto, en lo que respecta a las reglas del orden público, los jefes religiosos admiten que el Imperio te ha sido dado por una disposición superior y obedeciendo ellos mismos a tus leyes, no quieren, al menos en los asuntos de este mundo, parecer ir contra tus decisiones irrevocables ¿qué te prohíbe obedecer a los que tienen capacidad para distribuir las venerables órdenes sagradas?”. Estas palabras eran un eco de la distinción evangélica entre las cosas que son del César y las que son de Dios, y con ellas, al tiempo que se establecía el principio dualista de la existencia de dos poderes, se hacía un planteamiento de las relaciones entre orden espiritual y orden temporal, cuya realización se intentaría trabajosamente a lo largo de los siglos. El dualismo propuesto por Gelasio implica –por una parte– que la Iglesia ha de estructurarse, de acuerdo con su condición de Reino de Dios en la tierra, como una sociedad jerárquicamente organizada, en cuyos dignatarios reconozcan los fieles a sus maestros, sacerdotes y pastores en lo que atañe a la vida religiosa; y, por otra, que el poder de los que rigen la Iglesia sea reco¬nocido por las autoridades temporales, no solo como un hecho, sino como algo derivado de la voluntad de Dios, con la consiguiente aceptación de la incompetencia en aquellos asuntos que corresponden en exclusiva al otro principio –el eclesiástico– de los dos por los que se rige el mundo. En los siglos siguientes, las bases de la formulación hechas por el papa Gelasio de este planteamiento dualista no se discutieron; las discusiones irían por otra senda: la de las concretas competencias de uno y otro poder, y la de la manera en que debían discurrir en la práctica las relaciones entre ambos poderes.
El precedente indiano El descubrimiento y conquista de América en el siglo XVI se produjo cuando en Europa empe¬zaban a consolidarse los Estados modernos y las monarquías absolutas, por lo que más que de relaciones entre el poder espiritual y el poder temporal es mejor hablar propiamente de relaciones Iglesia-Estado. Estas relaciones se situaron de lleno en el planteamiento dualista de Gelasio, esto es, en la aceptación de la existencia –querida por Dios– de dos poderes dis¬tintos e independientes entre sí, a quienes estaba encomendada la tarea de regir la sociedad, los que debían marchar de acuerdo puesto que ambos tenían el mismo e igual fundamento. Lo que quedaba por definir era cómo llevar adelante esa relación para que el súbdito del monarca, que era al mismo tiempo fiel de la Iglesia, pudiera dar al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios. Lo que es claro, en todo caso, es que la forma en que dichas relaciones discurrieron en el período indiano marcó profundamente las relaciones entre el Estado de Chile y la Iglesia en el primer siglo de vida independiente.
El Estado misional indiano La especial actitud de la Corona española hacia la Iglesia en Indias ha hecho que se hable de un Estado misional, cuya institución no es obra del papado sino de los reyes españoles. No se trata solo de que los reyes españoles acepten la donación pontificia con la carga anexa de evangelizar, esto es, ayudar a la Iglesia para que ella cumpla su misión, pues en este caso se trataría de una nueva forma de protección a la Iglesia, lo que ya era tradicional en Europa. “Lo novedoso y lo que define a la monarquía en Indias como Estado misional es que ella hace de la difusión de la fe no solo uno más entre sus fines, sino el primero y primordial. Es decir, antepone esta tarea religiosa a las demás tareas temporales del gobierno”. De esta manera, no se trató de una forma más de colaboración entre el poder temporal y el poder espiritual, ni de una protección genérica de la Iglesia por los gobernantes; por el contrario, todo giraba en torno a una tarea que, si bien había sido inicialmente encargada por los papas a los monarcas hispanos, estos –por propia decisión– no solo la asumieron como suya, sino que la antepusieron a toda otra tarea de orden temporal. Este Estado misional habría durado todo el período indiano y habría tenido su fin, no por agotamiento o fracaso, sino por haber realizado su propósito, ya entrado el siglo XIX como veremos. Conocida es la frase de Felipe II a su embajador en Roma: “antes de sufrir la menor quiebra del mundo en lo de la religión y del servicio de Dios perderé todos mis Estados y cien vidas que tuviera, porque yo ni pienso ni quiero ser señor de herejes”. El mismo monarca, decía, al rechazar dejar la conquista de las islas Filipinas que “cuando no bastasen las rentas y tesoros de las Indias, proveería de los de la vieja España [...] porque las islas de Oriente no habrían de quedar sin luz de predicación, aunque no tengan oro ni plata”. Y casi un siglo después, el virrey del Perú, conde de Chinchón, señalaba a Felipe IV la inconveniencia de abandonar Chile, a pesar de los enormes gastos que irrogaba a la Corona, porque la fe “no debe abandonarse allí donde ha sido plantada”.
Chile indiano Durante todo ese tiempo Chile formó parte del imperio español como gobernación y capitanía general, de manera que no fue ajeno a nada de lo que hemos descrito. El primer obispado fue el de Santiago –erigido en 1561, veinte años después de haberse fundado la ciudad– y en la bula de erección se concedió a Felipe II que fijara los límites del mismo, los que se extendieron desde Copiapó hasta el río Maule. Poco después, en 1568, se erigió la diócesis de La Imperial y –al igual que había sucedido con Santiago– se concedió al monarca que fijara sus límites, los que se fijaron desde el río Maule al Polo Sur. Fueron los dos obispados que hubo en Chile durante todo el período indiano, siendo ambos sufragáneos del arzobispado de Lima.
Podría parecer un poco extraño que una materia tan propiamente eclesial como la delimitación de los obispados fuera asumida por la Corona, pero no hay que olvidar que, por esos años, el desconocimiento de la realidad americana por parte de Roma era profundo, y nadie mejor que la monarquía española estaba en condiciones de tomar decisiones acertadas en dicha materia.
La mentalidad regalista propia de esta época fue recibida sin mayores dificultades en Chile, tanto en el período de los Austria como en el de los Borbones. Era lo que se practicaba cotidianamente y lo que se enseñó en las universidades cuando ellas aparecieron en Chile, especialmente la Real Universidad de San Felipe. Incluso hubo entre los obispos, destacados exponentes del regalismo como lo fue el obispo de Santiago, Gaspar de Villarroel (1587-1665), autor de una obra que mereció ser publicada tanto en el siglo XVII como el XVIII.
La preo¬cupación de la Corona por los problemas de la Iglesia en Chile y su intervención en ellos, se ve reflejada en las cédulas dirigidas por el rey a esta gobernación. Y tal como sucedía en el resto de los territorios indianos, también se dieron en Chile las prácticas abusivas a las que antes hemos hecho referencia.
Un ejemplo de la intervención de las autoridades reales en la realización de los sínodos fue lo ocurrido con ocasión del celebrado en Santiago en 1626 por el obispo Francisco González de Salcedo (1559-1634). Dos fueron los principales problemas que se abordaron en el sínodo: la evangelización de los naturales y la protección al indio en sus actividades naturales.
En este segundo aspecto, el sínodo recogió los problemas del momento, condenando en forma particular y severa los abusos que se cometían con los indios guarpes, que eran traídos a pie desde la provincia de Cuyo por la cordillera, en condiciones tan tristes que “causa compasión y horror que tal se hiciese entre gente cristiana”.
Las severas disposiciones sinodales dirigidas contra quienes eran los causantes de tales malos tratos, en manifiesta contradicción con lo que sobre ello decían las cédulas reales, fueron causa importante para que el sínodo no pudiera publicarse porque lo prohibió la audiencia. Remitido a España, “la tardía aprobación otorgada por el rey no pudo salvar su destino”.