REVOLUCIONES MEXICANAS; la facción «carrancista»
PRÓLOGO
Alguna bibliografía designa como «revolución mexicana» a los acontecimientos que tuvieron lugar en México entre los años 1910 y 1920, a los que agrupa bajo la finalidad de terminar con el largo gobierno dictatorial del general Porfirio Díaz (1876-1911), y las injusticias de su régimen. Pero el nombre «revolución mexicana» es, cuando menos equívoco, pues hace alusión a «una» revolución, siendo que en realidad fueron «dos», totalmente distintas en su origen, en sus fines y, sobre todo, en sus métodos.
Hubo un movimiento encabezado por Francisco I. Madero: la revolución «maderista», cuya finalidad señalada en su «Plan de San Luis», fue derrocar el gobierno de Porfirio Díaz, lográndolo en mayo de 1911; y a pesar de haber usado en un principio para ese fin la fuerza, lo hizo de manera moderada, al grado de poder calificar la revolución maderista como incruenta.
Una vez lograda su finalidad respetó el «estado de derecho» que señalaba la Constitución de 1857, y a la renuncia de Porfirio Díaz, Madero respetó y aceptó el interinato presidencial de Francisco León de la Barra. Posteriormente se presentó a las nuevas elecciones convocadas para ocupar la Presidencia, las que ganó de manera limpia. Madero gobernó poco tiempo, pues fue derrocado y asesinado en febrero de 1913 durante la «decena trágica», promovida desde la embajada de los Estados Unidos, y que llevó a la Presidencia al general Victoriano Huerta, concluyendo así la revolución «maderista»
Pero hubo otro movimiento, que fue encabezado por Venustiano Carranza: la revolución «carrancista», iniciada el 26 marzo de 1913 y cuya finalidad, señalada en su «Plan de Guadalupe», fue derrocar el gobierno del general Victoriano Huerta y designar en su lugar a Venustiano Carranza como «Primer jefe». Esta revolución usó la mentira desde su inicio, al llamarse a sí misma como «constitucionalista», mientras que su actuación fue al margen de cualquier estado de derecho. No es exagerado decir que cada mes el carrancismo cometió más crímenes e injusticias que los causados en 35 años por el régimen porfirista.
Las ambiciones desatadas desde sus primeros momentos por el carrancismo, provocó que otros jefes revolucionarios -Emiliano Zapata y Francisco Villa- rompieran con Carranza, surgiendo entonces otras facciones revolucionarias. Las luchas entre villistas y carrancistas, y entre carrancistas y zapatistas, darían por resultado un millón de muertos. No extraña que después surgieran traiciones y asesinatos dentro de los mismos carrancistas. Así murió Carranza: asesinado a traición por sus aliados.
INICIO DE LA REVOLUCION CARRANCISTA
El 23 de marzo el presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson, declaró que no reconocería al gobierno de Victoriano Huerta; tres días después, el día 26, en la hacienda de Guadalupe ubicada al norte de Saltillo, Venustiano Carranza desconoció a Huerta y proclamó el «Plan de Guadalupe», firmado por sus colaboradores y subordinados, y en cual éstos proclamaban a Carranza «Primer Jefe». “La jefatura que le asignaba a Carranza el Plan de Guadalupe era nominal, pues se la otorgaban sus antiguos colaboradores, civiles y militares, ahora convertidos en sus lugartenientes. Para convertirse en el líder de todo el movimiento, llamado «constitucionalista», por buscar restablecer el orden constitucional roto…”
Paradójicamente, en ninguna parte de la Constitución entonces vigente, daba la más remota posibilidad a la figura de «Primer Jefe», y todo el actuar siguiente de Carranza lo realizó por medio de decretos encabezados siempre con la frase: “En virtud de las facultades extraordinarias de que me encuentro investido…”; todo ello de espaldas a la Constitución que decía defender. Así lo señalaba Emiliano Zapata en una «Carta abierta» a Carranza:
“…decía yo al principio de esta carta, que usted llamó con toda malicia, al movimiento emanado del Plan de Guadalupe, revolución constitucionalista, siendo así que en el propósito y en la conciencia de usted estaba violar a cada paso y sistemáticamente la Constitución. No puede darse, en efecto, nada más anticonstitucional que el gobierno de usted; en su origen, en su fondo, en sus detalles, en sus tendencias.”
Como denunciaba Zapata, por la supuesta “defensa” de la Constitución, la revolución «carrancista» fue llamada por Carranza y sus secuaces, revolución «constitucionalista». El que fuera ministro de Instrucción Pública del gobierno de Huerta describe en pocas líneas cómo fue el «modus operandi» de esa revolución:
“El Leviatán constitucionalista señaló con la demolición de cuanto constituye el patrimonio de una sociedad civilizada, su marcha desde el septentrión hasta los lejanos confines de la península yucateca. ¡Imposible, no ya enumerar, pero ni siquiera catalogar en grandes lineamientos, la serie de crímenes y violencias perpetrados! ¡No hay precepto del Código Penal, no hay canon de moralidad o de humanidad que emerja inmune del brutal azote!
Campos asolados, haciendas saqueadas o incendiadas, fábricas manufactureras, minas y establecimientos de todas clases entregados al pillaje o devastados por la exacción; propiedades muebles e inmuebles, rústicas o urbanas, robadas o usurpadas permanentemente por el «avance» o la incautación; puentes, obras de arte, tramos inmensos y equipo de material rodante de los ferrocarriles, todo destruido; hecatombe sin cuento de prisioneros de guerra desde el soldado raso hasta el general, y aun de simples civiles denunciados –como en la época de la revolución francesa- como sospechosos, o sospechosos de sospechosos; macabros gallardetes humanos colgados por millares a lo largo de los caminos y hasta en las poblaciones; asesinatos individuales cometidos a diario por el simple y salvaje afán de matar; plagios desvergonzados en demanda de rescate; raptos y violaciones de mujeres, sin escatimar vírgenes entregadas a la devoción de la vida mística; orgías desenfrenadas en plazas, calles y lugares públicos; sacerdotes escarnecidos por las hordas; imágenes de santos fusiladas; iglesias y establecimientos religiosos clausurados o entregados al saqueo y la profanación; en fin, la más espantosa debelación de la sociedad y del individuo, el desquiciamiento general, lo mismo de los elementos materiales que de los resortes morales, de los vínculos civiles que de la más embrionaria coordinación política…”
En efecto, ese salvaje «modus operandi» incluyó el «odio a la fe» en unas proporciones nunca antes vistas en México. Jean Meyer sintetiza bien el odio anticatólico que caracterizó a los carrancistas: “en cuanto entraban en una población, se apoderaban de las llaves de la Iglesia…tomaban los copones y vaciaban las hostias consagradas en los pesebres de los caballos…”
Pero la balanza de esa verdadera «guerra civil» que se libraba en México entre las distintas facciones revolucionarias, fue inclinada en favor de Carranza por el gobierno de los Estados Unidos. Esto fue totalmente evidente pues, además de proporcionarle suministros militares, toda la labor diplomática del agente John Lind, enviado confidencial del presidente Wilson, le fue abiertamente favorable.
La descarada intervención norteamericana fue aún más manifiesta con la invasión del puerto de Veracruz, para evitar que el gobierno de Huerta recibiera armas de Europa. Para ello, alegando un pretexto ridículo, el 21 de abril de 1914 al mando del Almirante Fletcher, barcos de guerra de los Estados Unidos bombardearon el puerto de Veracruz y desembarcaron 4000 marinos.
El puerto sería desocupado hasta el 23 de noviembre, cuando los comandantes de la fuerza invasora lo entregaron al general carrancista Cándido Aguilar para que Carranza, perseguido por los zapatistas, pudiera refugiarse en él.
Poco tiempo después y en vísperas de las «batallas del Bajío» (abril de 1915), el gobierno de Washington también impediría que Francisco Villa y su «División del Norte» recibieran un solo cartucho, mientras Carranza en Veracruz era generosamente aprovisionado de armas y municiones por los Estados Unidos. Así Carranza pudo imponerse, primero a Huerta, y poco después a las fuerzas revolucionarias de Francisco Villa y Emiliano Zapata.
EL CONGRESO CONSTITUYENTE DE 1916
Triunfante Carranza sobre todos sus adversarios, el “defensor” de la Constitución que estaba actuando totalmente a espaldas de ella, decidió finalmente “reformarla” proclamando una nueva. Será entonces cuando el carrancismo manifestará aún más abiertamente su rostro autoritario y excluyente, así como el «odio a la fe» que le animaba.
El 14 de septiembre de 1916 Venustiano Carranza firmó el decreto que convocaba la formación del «Congreso Constituyente», “con totales facultades para reestructurar al Estado como expresión indubitable de la soberanía popular (…) Publicada la convocatoria el 21 de septiembre, un mes después, el 22 de octubre, tuvieron lugar las elecciones.”
En la formación de ese Congreso, la «soberanía popular» que se menciona no era sino una más de las tantas palabras huecas usadas por la demagogia carrancista -y que como vemos, siguen empleando sus herederos-, pues el artículo cuarto del decreto de convocatoria señalaba que no podían formar parte del Congreso “…los que hubieran ayudado con las armas o servido empleos públicos en los gobiernos o facciones hostiles a la causa constitucionalista.”
Dicho de otro modo, de ese constituyente quedaron excluidos: lo mismo huertistas, que convencionistas, zapatistas, villistas -o sospechosos de serlo-; y desde luego, quedó también excluida cualquier persona de la que hubiera siquiera la menor sospecha de profesar la fe cristiana; es decir, el 90 % de la población.
Por tanto, el Congreso Constituyente fue un congreso sectario, formado exclusivamente por carrancistas designados directamente o por Carranza, o por su brazo derecho Álvaro Obregón, pero supuestamente electos en unas elecciones del todo falsas y manipuladas. Ya el mismo número de los diputados constituyentes manifiesta dicha manipulación:
“Un aspecto que causa asombro es la indeterminación o imprecisión del número de diputados constituyentes. En efecto, en el registro del diario de debates figuraron 285 nombres como diputados electos. En cambio, el original de la Constitución fue firmado por 206 diputados, y según la lista oficial de participantes y el cómputo hecho por el diputado Jesús Romero Flores, fueron 218 los miembros del Congreso Constituyente.”
El espíritu que imperó por completo en el Congreso constituyente, aunque obviamente con distintos énfasis en cada diputado, fue totalmente jacobino, intransigente y anticatólico. Uno de esos diputados, José Natividad Macías, sintetizó muy bien ese espíritu en una de sus participaciones al señalar:
“…hay un sentimiento religioso hondo en este pueblo y las costumbres de los pueblos no se cambian de la noche a la mañana; para que este pueblo deje de ser católico, para que un pueblo deje de ser católico, para que el sentimiento que hoy tiene desaparezca, es necesaria una educación, y no una educación de dos días ni de tres; no basta que triunfe la revolución; el pueblo mexicano seguirá tan ignorante, supersticioso y enteramente apegado a sus antiguas creencias y sus antiguas costumbres, si no se le educa.”
Los diputados que decían representar a ese pueblo al que ellos llamaban «ignorante y supersticioso», y al que querían “liberar” imponiéndole la ideología positivista y jacobina, llevarían el «modus vivendi» de la revolución carrancista al orden jurídico.
LA CONSTITUCIÓN DE 1917
La Constitución redactada en Querétaro en 1916 fue proclamada por Venustiano Carranza el 5 de febrero de 1917. Jamás fue sometida a «referendum» alguno, y su espíritu y texto son totalmente contrarios a los «Sentimientos de la Nación» proclamados en 1814 por el prócer de la Independencia José María Morelos y Pavón, los que definen muy bien la identidad «indo-hispano-católica» de la Nación Mexicana. A eso hay que agregar que el texto constitucional de 1917 es contrario a varios de los «derechos humanos» señalados por la ONU en la Declaración de 1948, pues ésta en el artículo 1° que dice claramente: “Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión…”. En cambio la Constitución carrancista discriminaba fuertemente a los católicos mexicanos y violaba varios de sus derechos. Fue desde el mismo primer artículo del texto constitucional de 1917, donde los carrancistas abrieron la puerta a la arbitrariedad, quedando implícito el autoritarismo que caracterizará al Estado que el espíritu de esa Constitución hará surgir: “Artículo 1° - En los Estados Unidos Mexicanos todo individuo gozará de las garantías que otorga esta Constitución, las cuales no podrán restringirse ni suspenderse, sino en los casos y con las condiciones que ella misma establece.” El Estado que surgiría de tal concepción iuspositivista de la Nación y de la vida social, sería inevitablemente «autoritario»; por ello, en cuanto pretendió aplicar al pie de la letra los artículos abiertamente anticatólicos (3°, 5°, 27°, 130°), no pudo sino desatar una feroz y sangrienta persecución religiosa contra la Iglesia y el pueblo mexicano, a quien pretendía arrancar de su corazón la fe católica. “Un tal Estado no es la gran instrumentación que se ha impuesto la sociedad, sino la que impuso en 1917 un grupo que se autonombró «representante» del pueblo, y puso e impuso su ideología por encima de la persona. No puede, así, admitir objeción alguna de humanidad, ni de conciencia. Su sistema se reduce a que «todo individuo gozará de las garantías que otorga esta Constitución», cosa que no basta, aunque se diga que ella «protege al hombre tanto en su aspecto individual como formando parte de un grupo», y que como «a persona le otorga determinados derechos y medios para defenderlas frente al poder público»....pues no reconoce ni «otorga» cuantos debe y le competen a la persona. Eso le es desde y en su premisa positivista del «otorgar», que refleja su primacía de Estado, quien la impone por la fuerza física de que goza su voluntad positivista. Él ya ha dado gran prueba notoria de comportamiento práctico de «otorgar» y negar y aun de retirar a plena discreción, a antojo, invalidando todo juicio y recurso de defensa de la persona (ver p. ej. su art. 3° LC aún en 1992), según la Constitución que se ha auto-dictado sin referéndum del pueblo, que no existe en México”. Por lo que se refiere a la estructuración del «sistema político» para la Nación, la Constitución establecía un régimen democrático: Artículo 40. Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática y federal, compuesta por Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental. Artículo 41. El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los Estados, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal y las particulares de cada Estado, las que en ningún caso podrán contravenir las estipulaciones del Pacto Federal. En la práctica, dicho sistema fue realmente una oligarquía centralista, excluyente y demagógica.
LA FACCIÓN «OBREGONISTA»
Ya sea a nivel individual o grupal, la ambición desmedida, la ausencia de moralidad, el egoísmo exacerbado y la fuerza bruta, no pueden establecer relaciones humanas justas y nobles; cuando mucho durante algún tiempo podrá darse un cierto «equilibrio de egoísmos», siempre frágil y efímero. Y eso fue lo que ocurrió al interior del carrancismo. Obviamente Venustiano Carranza era el personaje central de la revolución «carrancista»; pero Álvaro Obregón, que en poco tiempo se convirtió en su principal colaborador y quien peleó en primera fila las batallas militares de Carranza, seguía sus propios intereses y egoísmos, llegando a formar en torno a él y con otros carrancistas su propio grupo. Fueron parte del mismo, en primer lugar sus coterráneos Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles; también el diputado constituyente más radical, Francisco J. Mújica; los militares Francisco Serrano, Claudio Fox, Lázaro Cárdenas y otros más, quienes al paso de los acontecimientos y bajo la sombra de Obregón, fueron tomando importancia.
EL «PLAN DE AGUA PRIETA»
Después de proclamar la Constitución en febrero de 1917, el aún «primer jefe» convocó a elecciones generales para el 11 de marzo, presentándose él mismo como candidato a Presidente de la República y teniendo como supuestos adversarios a los carrancistas Pablo González y Álvaro Obregón. Obviamente ganó Carranza con el 98% de los votos, tomando posesión el 1° de mayo para un periodo que debía concluir el 1° de diciembre de 1920. Durante su gobierno, Carranza puso precio a la cabeza de Emiliano Zapata, quien fue arteramente asesinado a traición el 10 de abril de 1919 por el coronel carrancista Jesús Guajardo. “Carranza premió al asesino con el grado de general y le dio 50,000 pesos.” También puso igual precio por la cabeza del general Felipe Ángeles, comandante de la artillería de Francisco Villa que cercenó el brazo a Obregón en las «batallas del Bajío». El atractivo de la recompensa llevó a un acompañante de Ángeles a traicionarlo y éste fue capturado en Chihuahua. Tras una farsa de juicio fue condenado a morir fusilado el 26 de noviembre de 1919. Desde su hacienda en Sonora, Obregón telegrafió al comandante militar de Chihuahua, ordenándole que el pelotón de fusilamiento le disparara exclusivamente al abdomen y sin tiro de gracia, para hacer dolorosa y larga su agonía. Cuando se acercaba la fecha para convocar a las elecciones de 1920, Carranza quiso hacer a un lado a Obregón y decidió que su sucesor fuera el embajador mexicano en Washington, el ingeniero Ignacio Bonillas, quien regresó de la Capital norteamericana el 21 de marzo para iniciar su campaña como candidato «oficial», ante el enojo del «manco de Celaya» que pensaba que la sucesión le correspondía a él, ya que en la revolución «carrancista» era él quien se había jugado la vida, y no un advenedizo como Bonillas. Entonces los «carrancistas-obregonistas» empezaron a movilizarse contra Carranza, y el 23 de abril en Agua Prieta, Sonora, Plutarco Elías Calles, Ángel Flores, Francisco R. Manzo y Francisco Serrano firmaban el «Plan de Agua Prieta» con el que desconocían al Presidente Constitucional; de igual modo desconocían a los gobernadores leales a Carranza: Guanajuato, Querétaro, San Luis Potosí, Nuevo León, Tamaulipas y el Ayuntamiento de la Ciudad de México. Pero el cuartelazo de los agua-prietistas fue secundado por los gobernadores de Michoacán (Pascual Ortíz Rubio), Zacatecas y Tabasco, así como por los militares Joaquín Amaro, Arnulfo R. Gómez, Lázaro Cárdenas, Jesús Castro y Benjamín Hill. “…el Plan de Agua Prieta desconocía a Carranza como Presidente de la República, prometiendo elecciones libres para que el pueblo, no el Presidente de la República, escogiera libremente a sus gobernantes. El Viejo (Carranza) reiteró entonces su decisión de impedir que el gobierno cayera en manos militares, y tomó el camino de Veracruz como cinco años antes. Confiaba en la fidelidad del general Sánchez, comandante militar en el Estado, mas nunca segundas partes fueron buenas, menos si dependían de un chaquetero como Sánchez, quien defeccionó y en la estación Aljibes cayó sobre los fugitivos. El Viejo consiguió dejar el tren en internarse en la Sierra con unos cuantos fieles. Siguió veredas, cruzó ríos y barrancas para encontrarse con el general Rodolfo Herrero, dispuesto a «proteger» su marcha. Guiada por Herrero llegó esa noche (21 de mayo de 1920) la comitiva a una aldehuela serrana de nombre Tlaxcalaltongo, instalándose don Venustiano en una choza. Era noche de perros y la lluvia calaba hasta los huesos (…) Dormía don Venustiano cuando una lluvia de balas barrió la choza, y su cuerpo se llenó de manantiales rojos. Tres días más tarde, en México, el Congreso declaraba a don Adolfo de la Huerta presidente provisional de la República”. Ese «golpe de estado» llevado a cabo por carrancistas ambiciosos contra Carranza, llevó a éste a la tumba y a Obregón a la Presidencia. Para disimular el cuartelazo, Obregón no recibió directamente la Presidencia; hizo que De la Huerta gobernara como presidente «provisional» durante los seis meses (21 de mayo- 31 de agosto de 1920) que faltaban al periodo de Carranza. El 1° de diciembre De la Huerta le entregó el poder a Álvaro Obregón. Pero él quería no sólo un periodo constitucional completo (gobernó de 1920 a 1924), por eso posteriormente, en 1927 Obregón y Calles ordenaron las reforma de los artículos 82 y 83 de la Constitución, y se hizo reelegir para el periodo 1928-1932. Aunque el régimen presidencial de Obregón tuvo algunos aciertos, como el nombramiento del Lic. José Vasconcelos como Secretario de Educación Pública, las características de su gobierno fueron: en relación al exterior, sometimiento a la política de los Estados Unidos; y en relación al interior de México, el anticlericalismo y el sometimiento de cualquier adversario, ya fuera mediante un «cañonazo» de 50 mil pesos, o su eliminación física. De sus múltiples acciones anticlericales sobresalen, en primerísimo lugar, la bomba de dinamita que el 14 de noviembre de 1921 mandó poner a los pies de la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en la Basílica del Tepeyac, por medio de su empleado en la Secretaría de la Presidencia, Luciano Pérez Carpio; la expulsión del Delegado Apostólico Ernesto Filippi, en febrero de 1923 por el “delito” de bendecir la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete; y el decreto para cesar de su trabajo a los burócratas que adornaron sus casas con motivo del Congreso Eucarístico Nacional. Por lo que se refiere al sometimiento de sus adversarios, Schlarman dice: “Obregón había llegado al poder derramando sangre, unas veces de acuerdo con las reglas de la guerra, y muchas otras por pura ambición. Él había sido rebelde contra Carranza, pero no toleraba que nadie diera ni sospechas de poca afección a su régimen o de rebelión, sin que lo pagara con la vida.” En efecto, Obregón llevó a cabo numerosas «purgas» entre sus colaboradores y “amigos”.
«PURGAS POLÍTICAS» DEL OBREGONISMO
Se conoce como «purga política» a la acción que un gobernante o grupo en el poder, realiza contra elementos de su mismo grupo o partido, a fin de eliminarlos ya sea física o políticamente. Como ejemplo podemos citar la purga que Hitler realizó contra los dirigentes nazis de las Secciones de Asalto del Partido Nazi, la noche del 30 de junio de 1934. Otro ejemplo mucho más extenso y sangriento es el de las «purgas» que en la Unión Soviética realizó Stalin durante varios años de la década de los 30, en las cuales miles de miembros y dirigentes del Partido Comunista fueron ejecutados o internados en los campos de concentración de Siberia. Aunque el término «purga» no es empleado en la historiografía dedicada a los regímenes surgidos de la revolución carrancista, el término se puede usar adecuadamente en referencia a ellos, dado que realizaron acciones semejantes a las señaladas, empezando con el Plan de Agua Prieta que «purgó» al mismo Carranza. De las «purgas» sobre el primer círculo alrededor de Obregón podemos señalar: la de Adolfo de la Huerta, integrante del triunvirato director del Plan de Agua Prieta, quien al ver aproximarse su eliminación –cuando menos política- tramada por Obregón y Calles, se levantó en armas (diciembre de 1923). “(De La Huerta) se embarcó en la intentona rebelde con los generales Sánchez, Estrada, Diéguez y Maycotte, fuertes según ellos en Veracruz, Jalisco, Nayarit y Oaxaca, respectivamente. Su distanciamiento de Obregón les hizo calcular mal sus posibilidades, lo que al final les condujo al paredón, pues fácilmente aislados y derrotados, don Álvaro y don Plutarco hicieron con ellos escarmiento ejemplar para cegar nuevas y posibles intranquilidades”. De la Huerta, que se encontraba en Tabasco, alcanzó a huir a los Estados Unidos. Otra «purga» significativa en el primer círculo obregonista fue la del general Francisco Serrano, firmante también del Plan de Agua Prieta y Secretario de Guerra y Marina en el gobierno de Obregón, pero que pretendió ser candidato presidencial para las elecciones de 1928 en las cuales Obregón se reeligió. Calles y Obregón ordenaron al general Claudio Fox que apresara a Serrano en Cuernavaca, donde se encontraba en una reunión con otros trece militares de alta graduación que apoyaban su candidatura, y que los condujera a México liquidándolos en el trayecto. El general Fox, “amigo” de Serrano, cumplió la orden mediante ametrallamiento en un paraje llamado Huitzilac en la carretera de Cuernavaca a México, el 3 de octubre de 1927. Fox recibió también la instrucción de que debería llevar los catorce cadáveres al bosque de Chapultepec, para que Calles se cerciorara del cumplimiento de sus órdenes. “Corre y se cuenta en México la versión de que Obregón bajó de Chapultepec para inspeccionar los cadáveres y asegurarse de que su odiado rival se hallaba entre ellos (…) A los pocos días fue fusilado también, en Veracruz, el general (Arnulfo R.) Gómez, y la misma suerte corrieron el general Lastra en Torreón, el general Vega en Pachuca, los generales Rodríguez y Olvera en Zacatecas.” Arnulfo R. Gómez también había pretendido ser candidato a la Presidencia. Otro personaje «purgado» físicamente fue el senador Francisco Field Jurado, quien tuvo la «osadía» de oponerse a la ratificación de los Tratados de Bucareli que dieron a Obregón el reconocimiento del gobierno de los Estados Unidos, por lo que fue asesinado por un grupo de agentes encubiertos el 23 de enero de 1924. EL PERIODO PRESIDENCIAL DE PLUTARCO ELÍAS CALLES (1924-1928) La eliminación de Adolfo de la Huerta dejó a Obregón como árbitro indiscutido de la vida política de México, y en común acuerdo con Calles decidió entregarle a éste último el poder para que posteriormente Calles se lo regresara a él. Por eso el periodo presidencial de Calles sería a «la sombra del caudillo», título de la novela que Martín Luis Guzmán escribió en 1929 sobre Calles y Obregón. El título es acertado, pues el régimen presidencial de Calles transcurrió «a la sombra de Obregón», lo cual no fue muy de su agrado, pero por conveniencia se estableció un «equilibrio de ambiciones» con Obregón. “Entre Obregón y Calles, que no eran verdaderos amigos, sino socios oportunistas en política, Calles era el más fuerte, y con su astucia y sangre fría sabía aguardar la oportunidad propicia, pero nunca perdonaba a un enemigo o adversario.” Calles formó su propio grupo, del que fue su principal figura el líder sindical Luis Napoleón Morones, a quien nombró Secretario de Industria, Comercio y Trabajo. “En cierto sentido Calles fue socialista, o mejor dicho, participaba de algunas ideas socialistas, lo mismo que con otros hombres de la revolución; pero estas se hallaban mezcladas con una gran codicia personal de riquezas y acabó siendo un hombre sumamente rico, azucarero (el Mante) y hacendado. Al paso que fomentaba el fraccionamiento de las grandes propiedades de otros, sobre todo si eran sus adversarios políticos”. A las pocas semanas de haber tomado posesión de la Presidencia, el anticlericalismo de Calles aunado a la influencia socialista y jacobina de Morones, les llevó a ambos a intentar fundar una iglesia cismática para controlar desde ella la religiosidad del pueblo mexicano. Calles “dedica a la Iglesia un odio mortal y aborda la cuestión con espíritu apocalíptico; el conflicto que empieza en 1925 es para él la lucha final, el combate decisivo entre las tinieblas y la luz”. En febrero de 1925, y con la complicidad de un sacerdote apóstata llamado Joaquín Pérez Budajar, Calles y Morones intentaron fundar la «iglesia católica apostólica mexicana», presidida por el «Patriarca Pérez», a quien entregaron la parroquia de la Soledad en la ciudad de México para que fuera su sede. El pueblo rechazó firmemente el intento cismático del «Patriarca Pérez» quien tuvo que ser protegido por los bomberos y la policía; “como una iglesia no se funda como un sindicato, (Morones) fracasó rotundamente.”. Ante ese fracaso, Calles cambió su estrategia contra la Iglesia y el pueblo católico: el 4 de enero de 1926 envió al Congreso la tristemente célebre «Ley Calles», que incorporaba al Código Penal las violaciones a los artículos anticatólicos de la Constitución de 1917. Por esa iniciativa Luis Manuel Rojas, «gran comendador supremo del Rito Escocés» y diputado «constituyente» en 1916, entregó al presidente Calles la «Medalla al mérito masónico» en una ceremonia en el Palacio Nacional. En contraste con los masones, el obispo de Huejutla José de Jesús Manríquez y Zárate, publicó el 10 de marzo de 1926 su sexta Carta pastoral en la que se enfrentó a Calles: “Ha declarado últimamente el señor Presidente de la República que considera que de la aplicación de los artículos atentatorios de la Constitución en materia religiosa, no ha surgido ningún problema de importancia en el país, y que todo se ha reducido a protestas más o menos escandalosas en que actúan solamente mujeres, sin tener los individuos del sexo masculino el valor suficiente para presidirlas y capitanearlas en sus heroicas empresas. Miente el Sr. Presidente de la República al asentar tal afirmación… Debe saber que acá, en estas lejanas tierras sumidas perpetuamente en la barbarie, y bañadas por un sol africano, existe un hombre, un cristiano, que tendrá el valor, con la gracia divina, de sufrir el martirio, si es necesario, por la causa sacrosanta de Jesucristo y de su Iglesia…” Y como ocurría cuando alguien se enfrentaba a la oligarquía en el poder, el valiente obispo que tuvo la osadía de decirle a Calles que mentía, fue perseguido, encarcelado, y finalmente expulsado de México. Algún tiempo después lo seguiría casi todo el episcopado mexicano. “Calles ordenó la detención del intrépido obispo y mandó al efecto unos cuantos batallones de soldados federales mandados por el coronel Enrique López Leal (…) Pasado un año de cautiverio en Pachuca, Hidalgo, el obispo sería desterrado; quisieron que firmara un documento en el que declarase que salía para el exilio por propia voluntad. Se negó. Por ello fue obligado al exilio, tuvo que permanecer en él durante 17 años y solo pudo volver a su patria el 8 de marzo de 1944.” Cuando la Ley Calles fue votada en el Congreso el 2 de julio de 1916, obviamente todos los diputados la aprobaron por unanimidad, pues todos, sin excepción, habían recibido su curul como obsequio de los «agua-prietistas» y nadie osó desafiar a Calles. La ley Calles debía entrar en vigor el 1° de agosto de 1926. Ante esa situación, el 25 de julio los Obispos mexicanos dieron a conocer una «Carta Pastoral Colectiva» en la que señalaban: “La ley del Ejecutivo Federal promulgada el dos de julio, de tal modo vulnera los derechos divinos de la Iglesia…es tan contraria al derecho natural… que ante semejante violación de valores morales tan sagrados, no cabe ya de nuestra parte condescendencia ninguna. Sería en nosotros un crimen tolerar tal situación; y no quisiéramos que en el tribunal de Dios nos viniese a la memoria aquel tardío lamento del Profeta «Ay de mí, porque callé»(…) Después de haber consultado a nuestro Santo Padre Pío XI, y obtenida su aprobación, ordenamos que a partir del 31 de julio… todo acto de culto público que exija la intervención de un sacerdote quede suspendido en todas las iglesias de la República”.
LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA Y LA GUERRA CRISTERA
La persecución jurídica pronto se transformó en persecución física; aún antes de entrar en vigor la Ley Calles empezaron los asesinatos de quienes de una u otra manera proclamaban su fe, como fue el caso en la ciudad de Puebla de José García Farfán, un anciano comerciante que tenía en el aparador de su miscelánea una cartulina con la leyenda «Viva Cristo Rey». El 28 de julio de 1926, el comandante militar de Puebla, general Gualberto Amaya lo asesinó por negarse a retirar la cartulina. Dada la persecución anticatólica y las duras prohibiciones contra los sacerdotes, la mayor parte de ellos se retiró a la clandestinidad dedicándose a la asistencia de los fieles. A partir del 31 de julio de 1926 se dio a la caza a los sacerdotes para encarcelarlos y asesinarlos. Solamente desde 1926 a 1928 fueron asesinados por el Gobierno más de 55 sacerdotes detenidos durante el ejercicio de su ministerio. Entre ellos se encuentran los beatos Miguel Agustín Pro Juárez S.J., y fray Elías del Socorro Nieves García O.S.A, así como 22 sacerdotes mártires beatificados en 1992 y canonizados durante el Jubileo del año 2000 por Juan Pablo II. Otros diez mártires encabezados por el abogado Anacleto González Flores fueron beatificados en el año 2005, y uno de ellos, el niño José Sánchez del Río, fue canonizado el 16 de octubre de 2016. Pero los sacerdotes mártires son muchos más. Los católicos asesinados se cuentan a centenares.
Esta situación legal contrastaba poderosamente con la realidad sociológica de México: el pueblo mexicano se sentía católico hasta la médula. El constituyente de Querétaro fue derrotado por la gente sencilla que continuó profesando la fe cristiana.
La defensa por medio de las armas no fue resultado de algún plan o estrategia; surgió de manera espontánea, dispersa y desorganizada, provocada por los excesos de la represión gubernamental contra algunas de las poblaciones católicas del medio rural.
El primer grupo que se levantó en armas fue el de Pedro Quintanar tras el asesinato del padre Luis Batis y tres de sus feligreses ocurrido el 15 de agosto de 1926 en la pequeña población de Chalchihuites en el estado de Zacatecas. El día 29 de agosto, al frente de treinta hombres y al grito de ¡Viva Cristo Rey!, Quintanar cayó sobre la guarnición militar de Huejuquilla el Alto, Jalisco, derrotándola y tomando la plaza. Iniciaba así la guerra de los cristeros, llamada también la «Cristiada».
El término «cristeros» fue acuñado por los callistas como un epíteto despectivo hacia los católicos que iban lo mismo al combate que al paredón con el grito en los labios de ¡Viva Cristo Rey! Pero lejos de sentirse insultados, los católicos tomaron para sí y con orgullo el título de «cristeros». Con ese nombre, exclusivo de los cristianos mexicanos, escribieron su nombre en la historia.
NOTAS
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JUAN LOUVIER CALDERON