PORFIRISMO
Se llama «Porfirismo» o «Época porfirista» al largo periodo que va del año 1876 hasta 1911, en el cual la nación mexicana fue gobernada y moldeada por el General Porfirio Díaz. Fue tras el triunfo del «Plan de Tuxtepec» cuando Porfirio Díaz tomó el poder; en ese tiempo el país se encontraba empobrecido y debilitado por el sinnúmero de continuas luchas intestinas, por la intervenciones militar de los Estados Unidos que se habían apoderado de la mitad del territorio nacional, por la intervención militar de Francia que quiso imponer un gobierno dócil a sus intereses, por el saqueo y dilapidación de los bienes de la Iglesia y la destrucción de la totalidad de las instituciones de asistencia y de cultura, incluyendo la Universidad. La anarquía reinaba por todas partes y bandas de asaltantes asolaban todos los caminos. Ese ambiente de anarquía imperante en 1876 es descrito muy bien en la célebre novela costumbrista de Manuel Payno “Los bandidos de Rio Frío”.
Porfirio Díaz había sido sin duda el militar de más prestigio del Partido Liberal durante la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, como lo prueban la toma de la ciudad de Puebla el 2 de abril de 1867, y la entrega de la capital de la República a Benito Juárez el 15 de julio del mismo año, que son sus acciones más destacadas en la lucha contra los franceses y los conservadores. Una vez en el poder, Porfirio Díaz inició la implementación de un sistema político “de mano dura” buscando acabar con la anarquía reinante. “Era necesario «trasmutar la libertad en orden» y dejar atrás principios extremos que hacían imposible gobernar”.[1]
Para combatir el bandidaje formó una fuerza conocida como “los rurales”, quienes sin juicio alguno ejecutaban en el lugar a cuanto bandido capturaban, y si se veían obligados a llevar algún prisionero, se le aplicaba la “ley fuga”, la cual consistía en ejecutarlo argumentando que había tratado de fugarse. En este tipo de procedimientos fuera de toda norma de derecho, fue célebre el caso de un telegrama enviado el 25 de junio de 1879 por el mismo Porfirio Díaz al gobernador de Veracruz, Mier y Terán, quien había capturado a nueve personas y en el que simplemente le ordenó: “mátalos en caliente”[2]. El injusto método resultó eficaz, y en relativamente poco tiempo el país conoció una tranquilidad social que ya nadie recordaba, y a la que se le conoce como la “paz porfiriana”.
Sin embargo, Porfirio Díaz no era un hombre que gozara con la crueldad o la venganza; por ello, en cuanto el uso de la fuerza dejó de ser necesaria la sustituyó por una política que él definía como “tender las muelles, no las leyes”. En teoría México era una Republica Federal con división de poderes; en la realidad, México era una República Central presidida por un “monarca sin corona” que a su arbitrio nombraba y quitaba gobernadores, diputados, ministros y jueces. Porfirio Díaz había llegado al poder invocando el principio de «no reelección» y en 1880, al concluir su primer cuatrienio, dejó la Presidencia en manos de su compadre Manuel González, quien a su vez le regresó el poder en 1884, y olvidando el principio de “no reelección” por el invocado, se reeligió en 1886, 1900, 1904 (ampliado ya el periodo presidencial a seis años) y 1910.
La dictadura implantada por el general Porfirio Díaz fue de cuño eminentemente liberal, y esto no sólo porque don Porfirio fuera uno de los personajes más destacados del Partido Liberal y militante desde su juventud en las logias masónicas del rito de York, sino especialmente porque la vida social, política y económica de la nación fue conducida conforme a los señalamientos de la ideología liberal. “Se privilegiaba el individuo sobre el gremio, las sociedades anónimas sobre las cofradías, las relaciones impersonales sobre los antiguos lazos de clase y de familia (…) de una ciudad (de México) donde convivían ricos y pobres, españoles e indios, se cambió a una donde había colonias ricas y colonias pobres…hubo a partir de entonces, una ciudad nueva y una ciudad vieja.”[3]
El hecho de haber dejado atrás el clima de anarquía y las turbulencias políticas permitió el desarrollo de la economía. Además de la agricultura y la ganadería, el régimen porfirista impulsó notablemente el crecimiento de la industria y la banca; pero fue el ámbito de las comunicaciones donde el porfirismo cosechó sus mayores éxitos: en 1876 México tenía 500 kilómetros de vías de ferrocarril, en 1911 eran más de 19,000; las líneas telegráficas tuvieron también un crecimiento semejante, y los puertos, debidamente acondicionados, desarrollaban una actividad comercial cada día más intensiva. El hábil ministro de Hacienda, José Ives Limantour, sistematizó el orden administrativo y por primera vez en la historia del México independiente, la nación equilibró sus presupuestos y las finanzas gubernamentales empezaron a operar con superávit.
Pero bajo este ropaje de estupendo progreso material se ocultaban enormes injusticias sociales, pues las prácticas profundamente egoístas de un “capitalismo salvaje” eran las que campeaban en todas partes. La desamortización de los bienes “de manos muertas” realizada tras la aplicación de la Constitución de 1857 que confiscó los bienes de la Iglesia, destruyó también los ejidos virreinales propiedad de los pueblos indígenas, y sus tierras pasaron a formar parte de enormes latifundios propiedad de unas cuantas familias, en tanto que los campesinos vivían en una esclavitud disfrazada. “La tierra robada fue vendida y revendida, y a medida que pasaba el tiempo, ciertas familias que no habían resultado enriquecidas, quedaron emparentadas por matrimonios con familias que sí se habían enriquecido, y de esta suerte las familias ricas y los hacendados vinieron a quedar comprometidos con el partido liberal. Tan abominable sistema enriqueció más a los ricos y empobreció más a los pobres, dejando las cosas preparadas para la era de explotación capitalista, que vino con Porfirio Díaz.”[4]
En las haciendas, las infames “tiendas de raya” encadenaban a los peones con supuestas deudas que, lejos de disminuir, crecían con cada día de trabajo. La protección que a los pueblos indígenas había brindado la antigua legislación virreinal fue sustituida por la hostilidad; el gobierno porfirista lanzó en los inicios del siglo XX una ofensiva militar contra los pueblos yaquis y mayos que habitaban las zonas desérticas de Sonora, y una vez derrotados se les llevó por la fuerza a las zonas húmedas y pantanosas del sureste donde la mayoría pereció, debido al cambio de clima tan radical y a la insalubridad existente en esos lugares. En la minería, los antiguos capitales españoles y mexicanos fueron sustituidos por capitales estadounidenses e ingleses, los cuales se extendieron sin que se les pusiera límite ni objeción alguna a un nuevo producto del subsuelo: el petróleo.
Con la Iglesia Porfirio Díaz –al igual que sus ministros- hizo a un lado su anticlericalismo masónico y observó una cierta tolerancia; aunque no modificó en una coma las leyes anticlericales que, como espada de Damocles, seguía amenazando su actuar y su existencia, en la práctica se convirtieron en letra muerta. En lo personal, Porfirio Díaz se mostró cortés con los obispos, llegando a tener aprecio y amistad con el arzobispo de México Antonio Labastida, con el obispo de San Luis Potosí Montes de Oca, y especialmente con el arzobispo de Oaxaca Eulogio Gillow.[5]Por su parte los obispos buscaron no enrarecer las relaciones guardando las debidas formalidades. En esas circunstancias los obispos pudieron promover una serie de Congresos Sociales Católicos para difundir el espíritu de la encíclica Rerum Novarum de S.S. León XIII, buscando mejorar las condiciones de trabajo, salarios e higiene de los campesinos y trabajadores. Seis congresos se realizaron en distintas ciudades entre 1903 y 1913, siendo los más relevantes los de Zamora y Puebla. Esa misma tolerancia permitió que la Iglesia mexicana se reorganizara; en 1876 había una arquidiócesis y diez diócesis; en 1906 eran ya ocho arquidiócesis y veintitrés diócesis. Se pudieron reabrir seminarios y erigir otros nuevos, así como hospitales, orfanatorios, asilos y obras de caridad semejantes. “Todo eso era permitido de un modo paternal; pero de tal manera que todos tuvieran que reconocerse deudores de Don Porfirio Díaz.”[6]
Como la Constitución de 1857 había provocado la expulsión de las órdenes religiosas y el cierre de las escuelas y colegios de la Iglesia, la actividad educativa formal quedó por largo tiempo paralizada; al inicio del período porfirista el analfabetismo abarcaba al 80% de la población. Porfirio Díaz quiso remediar esa situación con el establecimiento de escuelas normales que prepararan maestros de enseñanza primaria, lo cual se concretó en 1881 con la creación de escuelas normales en las ciudades de México, Puebla y Jalapa. La incipiente educación que el régimen porfirista impartió fue conforme a los criterios del positivismo de Augusto Comte, cuya filosofía se tornó dominante en las esferas oficiales debido a un muy influyente grupo político formado en torno a Don Porfirio; grupo conocido como “los científicos” y que fue integrado por jóvenes provenientes de familias acomodadas, varias de ellas súbitamente enriquecidas con la “desamortización de los bienes de manos muertas”.
El positivismo de Augusto Comte empezó a ser difundido en México por el Dr. Gabino Barreda, quien fuera médico de cabecera de Benito Juárez, y pronto tuvo fervientes seguidores entre los liberales intelectuales. “Gabino Barreda, médico tabasqueño, impresionado por las conferencias de Augusto Comte que escuchó en París, propuso en un discurso cívico orientar la educación en México de acuerdo con los principios positivistas de orden y progreso”.[7]Como en las reuniones y tertulias los jóvenes liberales solo hablaban de sus deseos de poner bases “científicas” a la economía, a la política y a la moral, empezaros a ser llamados como “los científicos”; al poco tiempo “los científicos” se convirtieron en el “estado mayor intelectual” del Presidente Porfirio Díaz.
Entre esos jóvenes estaban José Ives Limantour, que fue después Ministro de Hacienda, Francisco Bulnes quien fue historiador, Corral quien llegó a ser Ministro de Gobernación y Justo Sierra, quien fue Ministro de Instrucción Pública. En palabras de Ángel María Garibay, la instrucción pública del porfirismo “creó una generación de fríos, indiferentes y comodinos, que no tuvieron más dios que el estómago y la bolsa”[8]. El Dr. Vázquez Gómez, médico de cabecera de la familia del Presidente y que después encabezó la oposición al mismo aliado con Francisco I. Madero, tras una inspección realizada a la Escuela Nacional Preparatoria dijo: “Y bien, señores que defienden esta manera de enseñar porque es la enseñanza de don Gabino Barreda: esto que se enseña en la Escuela Nacional Preparatoria, no es la ciencia, es una farsa risible.” El «afrancesamiento» acrítico de la cultura, manifestado sobre todo en la filosofía positivista y en la arquitectura de la época, llevó a ocultar la cultura propia: “Se olvidó lo mexicano y se quiso crear una cultura a la francesa; fría, rígida, pedante y vacía. Lo imitado es siempre malo, pero mucho peor si lo que se imita está distante a mil leguas de quien imita.”[9]
Sin embargo la tolerancia que Porfirio Díaz tuvo con la Iglesia hizo posible el regreso de las órdenes religiosas expulsadas y la llegada de otras nuevas, como los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que en 1905 abrían su primera escuela mexicana: el Colegio de San Pedro y San Pablo en la ciudad de Puebla. En 1896 abría sus puertas la Universidad Pontificia de México, y en 1907 la Universidad Católica de Puebla, fundada por el último obispo y primer arzobispo de Puebla, Ramón Ibarra y González.
Con motivo de las fiestas del centenario del inicio del movimiento de independencia en septiembre de 1910, Porfirio Díaz y Justo Sierra reabrían las puertas de la Universidad de México clausuradas desde 1865, bajo el nombre de Universidad Nacional de México. Pocas semanas después daba inicio el movimiento revolucionario de Francisco I. Madero que llevó al General Porfirio Díaz a presentar su renuncia ante el Congreso el 25 de mayo de 1911; cuatro días después, el 29 de mayo, Porfirio Díaz acompañado de su esposa Carmelita Romero Rubio se embarcó en el vapor alemán Ypiranga en Veracruz rumbo al destierro en París, Francia; en esos momentos concluyó el porfirismo, un régimen que tuvo su principio, su desarrollo y su conclusión en la fuerte personalidad del general Porfirio Díaz.
Notas
Bibliografía
- Lira Andrés y Staples Anne. Del desastre a la Reconstrucción republicana, 1848, 1876. En Historia General de México. Ilustrada, Tomo II, El Colegio de México; LXI Legislatura Cámara de Diputados, México, 2010,
- Schlarman H. L. Joseph. México, Tierra de volcanes, Porrúa, México, 14 ed. 1987
- Garibay Ángel María, Presencia de la Iglesia en México, JUS-FUNDICE, México, 1992
JUAN LOUVIER CALDERÓN