PARAGUAY; Protomártires de las reducciones

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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ROQUE GONZALEZ DE SANTA CRUZ

San Roque González de Santa Cruz, misionero jesuita y protomartir de Paraguay,[1]es “el más ilustre hijo de Asunción y de todo el Paraguay” decía en 1984, el entonces arzobispo de Asunción, Mons. Sinforiano Bogarín. Y Juan Pablo II, cuando en Campo «Ñu Guazú» de Asunción (Paraguay), el Lunes 16 de mayo de 1988 canonizaba a los tres mártires jesuitas Roque González, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, durante su visita apostólica a Paraguay, comenzaba así su homilía: “Como Sucesor del Apóstol Pedro, tengo la dicha de celebrar esta Eucaristía, en la que son elevados a los altares un hijo de esta querida ciudad de Asunción, el padre Roque González de Santa Cruz –primer santo de este queridísimo Paraguay–, y sus dos compañeros, los padres Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, nacidos en tierras de España, en Zamora el primero y en Belmonte (Cuenca) el segundo, los cuales, por amor a Dios y a los hombres, vertieron su sangre en tierras americanas... La fuerza salvadora y liberadora del Evangelio se hizo vida en estos tres abnegados sacerdotes jesuitas...”

¿Quién eran estos tres paladines de la fe, y en concreto el protomártir paraguayo Roque González de Santa Cruz, del que quisiéramos presentar un bosquejo de su figura eclesial? Los padres del p. Roque fueron Don Bartolomé González de Villaverde y Doña María de Santa Cruz. Ellos colaboraron en la construcción de Paraguay educando cristianamente a sus hijos, tres de los cuales siguieron la vocación eclesiástica: Roque, misionero pionero entre los guaraníes, jesuita y mártir, defensor de los derechos del indio; Pedro, canónigo en la catedral de Asunción y párroco en la ciudad de Buenos Aires; Gabriel, quien fue a Lima para su formación sacerdotal. Otro de los hijos, Francisco, fue Teniente Gobernador de la ciudad de Asunción en tiempos de Hernandarias, Gobernador de Paraguay y con cuya hija contrajo matrimonio;[2]Juan acompañó al Capitán Juan de Garay en la fundación de Santa Fe (hoy en la República Argentina); Francisca contrajo nupcias con el Capitán Roxas de Aranda; y Mateo fue tesorero real en Corrientes. Tuvieron también otros hijos, Diego, María y Mariana, en total tuvieron 10 hijos, que formaron hogares en distintos lugares del Virreinato del Río de la Plata.

¿Quién eran estos tres paladines de la fe, y en concreto el protomártir paraguayo Roque González de Santa Cruz, del que quisiéramos presentar un bosquejo de su figura eclesial? Los padres del p. Roque fueron Don Bartolomé González de Villaverde y Doña María de Santa Cruz. Ellos colaboraron en la construcción de Paraguay educando cristianamente a sus hijos, tres de los cuales siguieron la vocación eclesiástica: Roque, misionero pionero entre los guaraníes, jesuita y mártir, defensor de los derechos del indio; Pedro, canónigo en la catedral de Asunción y párroco en la ciudad de Buenos Aires; Gabriel, quien fue a Lima para su formación sacerdotal. Otro de los hijos, Francisco, fue Teniente Gobernador de la ciudad de Asunción en tiempos de Hernandarias, Gobernador de Paraguay y con cuya hija contrajo matrimonio; Juan acompañó al Capitán Juan de Garay en la fundación de Santa Fe (hoy en la República Argentina); Francisca contrajo nupcias con el Capitán Roxas de Aranda; y Mateo fue tesorero real en Corrientes. Tuvieron también otros hijos, Diego, María y Mariana, en total tuvieron 10 hijos, que formaron hogares en distintos lugares del Virreinato del Río de la Plata.

Joven sacerdote diocesano

Roque González fue ordenado sacerdote muy joven, a los 22 años; corría el año de 1598 cuando el obispo franciscano y primer obispo paraguayo, Fray Hernando de Trejo y Sanabria, hermano de Hernandarias, y obispo de Asunción, lo ordenó sacerdote en la sede episcopal. [3]Se cuenta que sus formadores espirituales le habían sugerido que subiese al altar para celebrar su primera misa “con palma de virgen en las manos para el buen ejemplo”, pero que el padre Roque habría rechazado aquella sugerencia “por su gran humildad”. Aunque la anécdota pertenece sin duda al estilo hagiográfico de la época, la realidad, confirmada luego en los procesos para su canonización, no es desmentida por el testimonio de su vida.

El joven sacerdote paraguayo sorprende ya desde los albores de su ministerio sacerdotal a toda Asunción por su celo apostólico y su dedicación al servicio de cuantos se cruzan en su camino sacerdotal, criollos, mestizos e indios en aquel Paraguay, conocido ya entonces como “Gigante de las Indias”, donde se daban cita, en un sorprendente mosaico, mezclas de culturas religiosas hispanas e indias, especialmente guaraníes. Sus 30 años como sacerdote y misionero son un testimonio de esta total consagración suya a Cristo. Ya muy temprano pide ser mandado a las regiones del Norte, bañadas por el Jejuí hasta las sierras de Mbaracayú, para evangelizar a los pobladores indígenas de aquellos inmensos yerbales, perfumados por el mate, y que ya los encomenderos se proponían explotar.

Pero su obispo, el franciscano Fray Martín Ignacio de Loyola, sobrino de San Ignacio de Loyola y que ocupa el obispado de Asunción, le pide otra cosa; lo destina a la catedral de Asunción, que regirá durante nueve años como párroco. En 1603, siendo cura párroco de aquella catedral, toma parte en el Primer Sínodo del Rio de la Plata, celebrado en Asunción. Su celo sacerdotal, ya experimentado por todos, hizo que otro obispo de Asunción, fray Reginaldo de Lizárraga, le nombrase provisor y vicario general del obispado. “No lo aceptó por humildad y santidad”, declarará más tarde el arcediano de Buenos Aires. Dadas su ascendencia familiar y su fama no habría sido difícil que Roque González hubiese sido presentado como obispo. Pero en el zenit de aquella estima, decide llamar a las puertas de la Compañía de Jesús para formar parte de la joven comunidad en aquellas tierras americanas.

Jesuita a los 33 años

Así, el 9 de mayo de 1609 entra en la Compañía de Jesús. Tenía 33 años. Iba a formar parte del primer grupo de jesuitas que se proponían la evangelización de las poblaciones “marginales” de aquel gran Sur del Continente,[4]hasta entonces al margen de la evangelización. Era el comienzo de las Reducciones jesuíticas de Paraguay.

Hernando Arias de Saavedra proyectaba un plan de evangelización de las mismas, y Roque González será uno de los pioneros de aquel plan. Entrará en el Chaco paraguayo como misionero de los guaycurúes. Es el primer apóstol del Chaco Boreal. El padre jesuita Marcial de Lorenzana penetraba en el Tebicuary y Alto Paraná, y los padres José Cataldino y Simón Mazzeta lo hacían hacia Ciudad Real, a una distancia de unas cien leguas y de otras sesenta más hacia Villarrica, más allá de las cataratas del Yguazú, hacia el Atlántico. Hay que meterse de lleno en aquellos ambientes geográficos, en las dificultades de movimiento (sabemos que los misioneros recorrían aquellas inmensidades a pié, a veces usaban cabalgaduras, otras navegaban los ríos en canoas), en la falta de medios, en las duras y fatigosas caminatas por lugares inhóspitos, surcando ríos y encontrando gentes desconocidas, no siempre acogedoras y pacíficas, con lenguas totalmente incomprensibles para los misioneros, con falta incluso de alimentos y de cobijos necesarios, para comprender mínimamente las dimensiones humanas de aquellas aventuras, hechas sólo por amor a Cristo y a las gentes como hijos de Dios.


El comienzo de su trabajo con los guaranís y las fundaciones de las Reducciones

Aquellos jesuitas pioneros, entre los que se encuentran el p. Roque González, junto con sus compañeros de martirio, recorren aquellas regiones sembrando experiencias evangelizadoras que pasan a la historia como las “Reducciones”, comenzando por San Ignacio Guazú, el primer prototipo de ellas, con un diseño urbano, matriz de las siguientes reducciones guaraníticas. En esta fundación de San Ignacio, dicen las crónicas, que “lo construyó desde sus fundamentos, para cortar la acostumbrada ocasión de pecados”. De él escribía el también jesuita y compañero suyo Padre del Valle: “El misionero en persona es carpintero, arquitecto y albañil, maneja el hacha y labra la madera y acarrea al sitio de construcción, enganchando él mismo, por falta de otro capataz, la yunta de bueyes. Él hace todo solo”.

Hacia finales de 1611 el p. Roque González había llegado a la actual ciudad de San Ignacio Guazú por las riberas del Tebicuary. El provincial Diego de Torres le regala a principios de 1614 un cuadro de la Pura y Limpia Concepción, que el hermano jesuita andaluz Bernardo Rodríguez había pintado. El cuadro, recibido con intensa devoción por la población, será compañero inseparable del futuro mártir en sus andanzas durante los siguientes 14 años de su actividad misionera. A la Virgen Inmaculada el p. Roque le atribuirá numerosos milagros y conversiones. Se cuenta que durante su permanencia en San Ignacio, se acercaron al provincial dos caciques que habían llegado del Paraná, y que aquel les había aconsejado venir a establecerse en San Ignacio.

Al principio rehusaron la invitación diciendo que no se animaban a abandonar sus tierras del Paraná. Al día siguiente, e inexplicablemente, (se habla de una intensa oración del p. Roque ante la Virgen), los dos caciques decidían establecerse en San Ignacio. Por ello el P. Roque le dio a la Virgen el ya histórico apelativo de “La Conquistadora”. Con aquel Icono de la Virgen empieza sus andanzas fundadoras. Un día de diciembre de 1614, rezando las letanías de la Virgen con el p. Francisco del Valle, le vinieron los deseos vivos de “entrar por las orillas del Paraná a juntar aquellas ovejas perdidas del rebaño del Señor”. Cruza el Ñeembucú; llega hasta las cercanías de Corrientes y funda el pueblo de Santa Ana (1615) en honor de la Madre de la Virgen. Este fue el primer pueblo fundado por el p. Roque. Sus moradores se recogerían más tarde al amparo de la reducción de Ntra. Señora de la Concepción de Itatí, de los Franciscanos.

De los doce pueblos que el p. Roque funda, siete los va a dedicar a la Madre de Dios: la Anunciación – Encarnación (Itapúa) en 1615 y 1621; Concepción de la Sierra (1620); Nuestra Señora de los Reyes del Yapeyú (1627); Candelaria de Ybycyuity (1627); Candelaria de Caazapaminí (1628), y Asunción del Yjuhí (1628). Las tierras evangelizadas por estos primeros jesuitas encabezados por el p. Roque en el actual Rio Grande do Sul (Brasil) serán denominadas “Tupasyretá” (tierras de la Madre de Dios), y tal nombre es el que lleva hoy día una ciudad de aquel estado. Así se fundaron las numerosas Reducciones en Paraguay: Encarnación y Yaguapoa; en Argentina: Nuestra Señora de la Anunciación (hoy Posadas), Concepción de la Sierra, Santa Ana, Yapeyú (cuna del libertador San Martín); en el actual Brasil: San Nicolás, Calendaria de Ybycuity, Candelaria de Caazapaminií, San Javier, Asunción de Yjuhí, y Todos los Santos de Caaró.

El martirio

En la nueva Reducción del Caaró, en la Cuenca del Plata, mientras el p. Roque González trataba de colocar una campana en un tronco de árbol traído de la selva, unos guaraníes, mandados por uno de los caciques-hechiceros, descargaron sobre su cabeza una serie de golpes con una hacha de piedra (itaizá), dándole muerte, junto con su compañero jesuita el p. Alfonso Rodríguez; luego despedazaron sus cuerpos y los quemaron. Poco después caería el tercer compañero, el p. Juan del Castillo. El p. Roque contaba 52 años. Hay una canción guaraní que reza así, celebrando aquellos hechos: “Más una tarde de primavera, la campanita del Caaró lloró triste tu muerte, lloró muy triste. Ella nos dijo, que te mataron, y asaetaron tu corazón”. En la iconografía tradicional de los mártires se entrecruzan varios símbolos de su martirio: la Cruz de Cristo, la palma, un cuadro de la Virgen, el corazón de Roque González traspasado por una flecha, la misma flecha, el itaizá, el fuego (con que quemaron sus cuerpos) y la campana de aquella pequeña primera iglesia.

Sus asesinos quisieron barrer todas las huellas de su presencia, quemaron sus cadáveres, y destrozaron edificaciones, iglesia comprendida; rompieron cálices, misales y crucifijos, y rasgaron el lienzo de la “Virgen Conquistadora” del p. Roque. Había llevado consigo durante 14 años en sus correrías apostólicas aquel cuadro de la Virgen Conquistadora, no de tierras, sino de corazones para Cristo. Por ello en la iconografía del Mártir se le suele representar con un cuadro de la Virgen Inmaculada, la Conquistadora, en sus brazos, junto con un corazón traspasado por una flecha, y que se conserva incorrupto hasta nuestros días, a pesar de que su cuerpo fue arrojado a las llamas por sus asesinos. Pero el fuego respetó su corazón, mientras que el cuadro de la Virgen Inmaculada Conquistadora fue hecho girones por sus asesinos.

La fe cristiana, a pesar de ser tan tierna, había penetrado tan sensiblemente entre los primeros guaraníes que los poblados cristianos de Caazapá, Yuty, Corpus, Caray e Yguazú enviaron a sus indios a recuperar sobre todo el cuadro destrozado de la Virgen. Una partida de unos 200 indios de Itatí, al mando del capitán español Manuel Cabral, procedente de Corrientes, penetraron en la Reducción destruida, capturando a los asesinos de los misioneros; escarbaron en las cenizas de la misión quemada y encontraron los restos que quedaban, y, sobre todo, el lienzo de la Virgen, rasgado por el medio y chamuscado. Lo medio unieron y lo levantaron como un estandarte, llevándolo a Corrientes.

Algunas de las reliquias de los misioneros jesuitas habían sido llevadas a Concepción de la Sierra, entre ellas el corazón del p. Roque, misteriosamente conservado; serían luego llevadas hasta N. S. de la Concepción de Itatí, recibidas por fray Juan de Gamarra. Cuentan las crónicas cómo el 16 de noviembre de 1628, al día siguiente del martirio de los Padres Roque y Alonso, el corazón del P. Roque habría hablado a los asesinos echándoles en cara la sacrílega profanación del cuadro de la Virgen: “Yo volveré y os ayudaré”. Y así fue. Lo recordaba Juan Pablo II en su homilía de la canonización: “La Virgen es, para nosotros, modelo de santidad. San Roque González de Santa Cruz, San Alfonso Rodríguez y San Juan del Castillo, como San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, fueron ejemplo de ferviente devoción a la Santísima Virgen –a la que invocaban como Virgen Conquistadora– en su anhelo por conquistar almas para Dios”.

Trabajo evangelizador

Ya a finales de 1614, rezando en San Ignacio de Guauzú las letanías de la Virgen, le vinieron al corazón vivos deseos de entrar por las orillas del Paraná a juntar aquellas ovejas perdidas del rebaño del Señor. Vivía momentos atormentados sin duda alguna, como deja intuir escribiendo entonces a su provincial el P. Diego de Torres: “Yo he quedado con mis afligimientos del corazón tan continuos… que, cinco seis días antes o después de la conjunción de la luna, me aprietan tanto, aunque me veo y deseo, y tan a pique de perder la vida, o dar en algún disparate. Que se haga según la voluntad divina… Vivo muriendo aquí, y temo perder el juicio… con tanta soledad y melancolías. Con todo digo estar resuelto a estarme aquí, aunque muera mil muertes y pierda mil juicios; y así, mi Padre Provincial, disponga Vuestra reverencia de mí como viere más convenir al servicio de Nuestro Señor… A mayor gloria de Dios”. Luego de esta carta con tan densa humanidad sufrida, el p. Roque emprende su épica correría apostólica durante 14 años por lo que es hoy Paraguay, Argentina y Brasil, para caer inmolado en el Caaró.

Todas las crónicas de las fundaciones de las Reducciones son conmovedoras. Una de ellas, por ejemplo, referida a la fundación de Concepción de la Sierra, hoy ciudad argentina en la actual Provincia de Misiones, nos cuenta cómo tras sus ejercicios espirituales y su profesión solemne, el 25 de octubre de 1619 el p. Roque hace su oración a la Virgen en Encarnación, y acompañado por un grupo de neófitos y varios niños se pone en camino. Así escribía el superior provincial del P. Roque, el padre Nicolás Mastilli Durá, en 1628: “Sólo el padre Roque osó emprender esta hazaña de colocar el estandarte de nuestra salud (la cruz), donde no llegaron las banderas de España, fundando la reducción de Concepción de la Sierra”. Pasaron algunos años de tribulaciones y sufrimientos antes de consolidar aquella fundación, con tres años de viruelas que casi exterminaron la población. Todo fue gozosamente superado y ya en 1625 pudo celebrar la fiesta del Corpus Christi con aquella típica solemnidad que caracterizó siempre las celebraciones eucarísticas entre los guaraníes. Allí permaneció el p. Roque durante siete años. Esta población será la primera guardiana de lo que quedará de sus restos mortales. En aquella Reducción se erigirá luego un gran templo de cinco naves. Había sido precisamente a partir de aquí en 1626, impulsadas por el p. Roque, que crecen varias reducciones: San Nicolás, San Javier y Yapejú. El p. Roque viaja también a Buenos Aires y es designado superior de los misioneros del Uruguay. A continuación funda los últimos cuatro pueblos: Candelaria de Ybycuity, Candelaria de Caazapaminií, San Javier, Asunción de Yjuhí, y en 1628, Todos los Santos de Caaró, (lugar de su martirio).

El trabajo misionero entre los guaraníes empeña a estos misioneros jesuitas en todas las direcciones de la evangelización. Ante todo en la defensa de los derechos de los pueblos indígenas, siguiendo la tradición misionera en el Nuevo Mundo desde el primer momento. El P. Roque se desplaza por el sur de aquella inmensa región, ve los abusos de soldados y encomenderos codiciosos, combate con denuedo las injusticias y defiende a los indígenas maltratados escribiendo a su hermano, Francisco González de Santa Cruz, que entonces ya era teniente general y teniente gobernador del Paraguay, censurando las injusticias y pidiendo medidas severas contra los encomenderos.

En San Ignacio, el p. Roque había edificado el templo de San Ignacio y había comenzado la traducción al guaraní de un catecismo. Se trata del catecismo del Tercer Concilio de Lima, publicado en 1585 y preparado por otro jesuita, el p. José de Acosta, redactado en español y en quechua, y aprobado por el gran arzobispo santo Toribio de Mogrovejo. Esta traducción del p. Roque González será aprobada por el Segundo Sínodo de Asunción en 1631. Es, por así decirlo, como la punta de lanza de toda una serie de iniciativas en el campo lingüístico y catequético que distinguirán la acción misionera de los jesuitas en las Reducciones.

A lo largo de aquellos años y con una paciencia heroica, aquellos misioneros jesuitas van tejiendo el sistema de las Reducciones: llaman a las poblaciones nómadas dispersas, las reúnen pacíficamente, construyen pueblos con una armonía y un arte exquisito, si se tiene en cuenta el telón de fondo de aquellas extensiones enormes, las dificultades para convencer y acoger a las poblaciones dispersas, organizarlas y darles una consistencia civil adecuada. “Vivir en policía”, como se decía entonces, en orden y con un sentido preciso de la belleza en cuanto realizaban y llevaban a cabo en aquella convivencia “feliz”, como también se decía, pasaba por el sacrificio y una consagración sin límites de estos misioneros. Ello requería una experiencia de la comunión en Cristo, única en su género, capaz de reunir a gentes, hasta entonces nómadas y dispersas, en pueblos regenerados por la caridad de Cristo. Tal eran los propósitos explícitos que se encuentran referidos en los documentos jesuíticos de aquella experiencia.

Todo, en aquellos pueblos nuevos, desde las construcciones inigualables de sus iglesias, a las calles de sus pueblos, a la manera de llevar a cabo tareas, trabajos, cultivos, fiestas litúrgicas y profanas, todo era como una sinfonía de colores, de intensas tonalidades, una especie de liturgia vivida siguiendo los ritmos del año cristiano, donde la Eucaristía era el centro; basta pensar en las celebraciones litúrgicas diarias y semanales, en las procesiones de la fiesta del Corpus, en el adorno de iglesias y calles, en las celebraciones marianas o de los santos y en sus esculturas; todo ello nos llena hoy de estupor contemplando lo que todavía se conserva, a pesar del desgaste del tiempo o de las destrucciones llevadas a cabo por la perfidia humana.

Un trabajo misionero lleno de fatigas y de incógnitas

El p. Roque González y sus compañeros jesuitas habían comenzado a descender las aguas del Alto Paraguay buscando itinerarios para su encuentro evangelizador con los pueblos guaraníes, que al principio los miraban como intrusos, con sospechas y recelos. Los guaraníes encendían fogatas para señalar sus pasos; los misioneros hacían lo mismo en la orilla opuesta del río por donde navegaban. Los primeros los buscaban para matarlos, y los segundos seguían el cauce de las aguas para penetrar en aquellas tierras inhóspitas. Después de haber sido los primeros misioneros del Chaco Boreal y recorrido el Mbaracayú y las orillas del Alto Paraná, se proponían entrar entre los belicosos y hostiles charrúas.

Aquellos misioneros intrépidos avanzan por llanos y atraviesan sabanas y selvas con el único propósito de encontrarse con aquellos pueblos y anunciarles el Evangelio de Cristo. Van sólo armados con la potencia de la Palabra divina, sin compañías de soldados conquistadores ni armaduras militares. Algunos datos de aquella empresa los encontramos recogidos en las llamadas “cartas anuas”; algunas de ellas, las de 1635 a 1637, por ejemplo, se conservan en la biblioteca nacional de Río de Janeiro, y fueron en parte publicadas por Ricardo Trelles.[5]En ellas leemos cuanto refiere, por ejemplo, el p. Eusebio Nierember hablando sobre la reducción del Caaró, lugar del martirio del p. Roque y del p. Alfonso: “Entre los que murieron, uno fue el cacique principal de este pueblo, el capitán Diego Tambabé. Primero había perseguido la fe; pero luego, uno de los primeros que se hallaron presentes en la muerte de los santos Mártires. Luego se convirtió, y fue defensor del Cristianismo. Era verdadero cristiano; y ayudó mucho a la conversión de esta tierra. Iba con los Padres y conversaba con los indios; tenía gran elocuencia y eficacia en el hablar. Era de gran juicio y entendimiento. Ayudaba a los misioneros a curar en la peste a los enfermos. No se puede creer lo que este indio hizo para morir bien; cómo se confesaba y reconciliaba con el Señor. Decía a voces cómo había matado sin juicio a los que le daban vida; pero esperaba en Dios que le había de perdonar su locura; y pedía perdón a los Mártires, y les suplicaba, rogasen por él al Creador.”[6]

Se cuenta también hablando de la vida y muerte de este cacique guaraní, que tras el asesinato del P. Roque y del P. Alonso, se llevó consigo a su poblado el caballo con el que los dos misioneros solían hacer sus correrías. El caballo se negaba a comer, asistía con una tristeza inaudita a las fiestas y algaradas que los indios celebraban festejando la muerte de los misioneros jesuitas; relinchaba con unos relinchos que parecían lágrimas vivas de dolor; los mismos asesinos quedaban como atónitos ante los sentimientos de un animal, que al sólo oír el nombre de “Roque” o ver gestos que celebraban su asesinato, se sumía en una tristeza indescriptible. Los asesinos lo jalaban y azuzaban para divertirse a costa de los mártires, mostrándoles sus vestidos. Al final acabaron matándole a flechazos.

Símbolos de un testimonio de vida, sellado con la sangre

Tras su asesinato, los cadáveres de los jesuitas Roque y Alonso, fueron desnudados, partidos por la cintura y tirados a las llamas de la iglesia incendiada donde habían amontonado todo lo que encontraron: objetos de culto, ornamentos, estatuas. Arrancaron el corazón del P. Roque de su cuerpo ya cadáver y lo lanzaron también al fuego; sólo se chamuscó quedando intacto. La tradición trasmitida por los testigos de los hechos dice que al día siguiente de su asesinato, el 16 de noviembre de 1628, el corazón del Mártir habló a sus asesinos con unas palabras que expresan el motivo de su entrega y muerte: “Aunque matasteis mi cuerpo; mi alma está en el cielo. Dios os va a castigar; pero yo volveré y os ayudaré”.

Aquel corazón no tocado por las llamas nos ha llegado intacto hasta hoy. Ya se sabe cuál es el estilo y lenguaje hagiográfico de la época. Pero el hecho, hoy constatado de manera crítica, es que ese corazón ha llegado hasta nosotros con las señales de haber sido atravesado por una flecha, algo semejante a lo que pasó con el Corazón bendito de Cristo; de aquel corazón abierto “salió sangre y agua”, según el testigo evangelista (cf. Jn 19, 34); varios Padres de la Iglesia, comentando este pasaje, lo refirien al nacimiento de la Iglesia. ¿No pasó algo semejante con el sacrificio libremente ofrecido de los Mártires Roque González de Santa Cruz, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo?

Ya en diciembre de 1628, el capitán Manuel Cabral había declarado que había visto en Concepción de la Sierra el corazón del Padre Roque atravesado con una flecha de casquillo. La otra reliquia es el hacha de piedra guaraní (itaizá) con la que los asesinos guaraníes asestaron los golpes mortales sobre la cabeza de los dos primeros compañeros de martirio aquel 15 de noviembre de 1628. Esta itaizá se conserva hoy en la Capilla de los Mártires en Asunción. Con ella primero segaron la vida al P. Roque, y luego, al lado de la misma iglesia, al P. Alonso Rodríguez. Cuatro años después de los sucesos los jesuitas de las Reducciones enviaron a Roma, al entonces Prepósito General de los Jesuitas, P. Muzio Vitelleschi estas reliquias. Otro Prepósito General de los Jesuitas, el P. Pedro Arrupe, las devolvería a Paraguay 341 años después.

El corazón incorrupto y las armas del “delito” se han convertido en símbolos de triunfo, como pasó con la Cruz del Señor. Ante todo el corazón mismo. Ya un médico italiano, el Dr Osvaldo Zacchi, analizó el corazón en Roma en 1928 y encontró en él “una perforación acanalada, limpia y rectilínea” de cuatro centímetros desde la margen izquierda hasta la margen derecha del corazón, y juzgó que la herida había sido producida por un punzón o flecha que tuvo que haber permanecido allí durante mucho tiempo.

Juan Pablo II reflexionando sobre el sentido de este martirio así se expresaba el día de su canonización: “El padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires … fueron capaces de abandonar la vida tranquila del hogar paterno, el ambiente y las actividades que les eran familiares, para mostrar la grandeza del amor a Dios y a los hermanos. Ni los obstáculos de una naturaleza agreste, ni las incomprensiones de los hombres, ni los ataques de quienes veían en su acción evangelizadora un peligro para sus propios intereses, fueron capaces de atemorizar a estos campeones de la fe. Su entrega sin reservas los llevó hasta el martirio. Una muerte cruenta que ellos nunca buscaron con gestos de arrogante desafío. Siguiendo las huellas de los grandes evangelizadores, fueron humildes en su perseverancia y fieles a su compromiso misionero. Aceptaron el martirio porque su amor, levantado sobre una robusta fe y una invicta esperanza, no podía sucumbir ni siquiera ante los duros golpes de sus verdugos. Así, como testigos del mandamiento nuevo de Jesús, dieron prueba con su muerte de la grandeza de su amor”. Estos mártires jesuitas regaron con su sangre las nacientes Reducciones guaraníticas. Desde 1628 a 1763, los mártires jesuitas de la Reducciones son 26, encabezados por los padres Roque González Alonso Rodríguez y Juan del Castillo. Algunos derramaron su sangre en la zona misionera guaranítica y riberas del Alto Paraná. Otros sucumbieron en la región oriental llamada de Itatines, en manos de los terribles mamelucos, al norte del río Apa y márgenes del río Paraguay. Un tercer grupo sucumbió en la vasta región del Gran Chaco, desde Tucumán hasta Santa Cruz de la Sierra, región de los indios Chiquitos. Unos murieron en manos de los indios, al golpe de hachas y acribillados a flechazos; otros, a arcabuzazos de los paulistas, algunos por maltratamientos y de hambre.

“Pasearon el Corpus
Por nuestros solares
Los hombres, que luego
Fundaban ciudades,
Y abrían los surcos
Para los trigales.
Espigas dan hostias;
Y leños, altares”.

San Juan Pablo II los canonizó durante su visita apostólica a Paraguay en 1988. En aquella canonización, el Papa resumía en manera clara el testimonio de los Protomártires: “En su afán de ganar almas para Cristo, el padre Roque y sus compañeros recorrieron todas estas tierras desde el estuario del Plata hasta las nacientes de los ríos Paraná y Uruguay, y hasta las sierras de Mbaracayú en el Alto Paraguay, afrontando todo tipo de incomodidades y peligros. Infatigables en la predicación, austeros en su vida personal, el amor a Cristo y a los indígenas les llevó a abrir caminos nuevos y levantar reducciones que facilitaran la difusión de la fe y aseguraran condiciones de vida dignas a sus hermanos. Itapúa, Santa Ana, Yaguapoá, Concepción, San Nicolás, San Javier, Yapeyú, Candelaria, Asunción del Yjuhí y Todos los Santos Caaró son nombres de lugares que han entrado en la historia de la mano de estos Santos. Lugares en que se promovió un auténtico desarrollo, que abarcó «la dimensión cultural, trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad» (Sollicitudo rei socialis, 46).

Toda la vida del padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires estuvo marcada plenamente por el amor: amor a Dios y, por El, a todos los hombres, en especial a los más necesitados, a aquellos que no conocían la existencia de Cristo ni habían sido aún liberados por su gracia redentora. Los frutos no se hicieron esperar. Como resultado de su acción misionera, muchos fueron abandonando los cultos paganos para abrirse a la luz de la verdadera fe. Los bautismos se sucedieron ininterrumpidamente y continuaron también después de su muerte hasta abarcar multitudes. Junto a la administración de los sacramentos ocupaba un lugar primordial la instrucción en las verdades de la fe expuesta sistemáticamente y de modo asequible a los oyentes. Floreció también la vida litúrgica –bautismos solemnes, procesiones eucarísticas– y toda una piedad popular enraizada en la doctrina: congregaciones marianas, fiestas patronales de San Ignacio, música sagrada...

Al mismo tiempo, la labor de los padres jesuitas hizo que aquellos pueblos guaraníes pasaran, en pocos años, de un estado de vida seminómada a una civilización singular, fruto del ingenio de misioneros e indígenas. De este modo se puso en marcha un notable desarrollo urbano, agrícola y ganadero. Los nativos se iniciaron en la agricultura y en la ganadería. Florecieron los oficios y las artes, de lo cual dan testimonio todavía hoy tantos monumentos. Iglesias y escuelas, casas para las viudas y huérfanos, hospitales, cementerios, graneros, molinos, establos y otras obras y servicios civiles surgieron en pocos años en más de treinta villas y pueblos por toda vuestra geografía y por las regiones vecinas.

Con la palabra y el ejemplo de tantos santos religiosos, los aborígenes se hicieron también pintores, escultores, músicos, artesanos y constructores. El sentido de solidaridad conseguido creó un sistema de tenencia de tierras que combinó la propiedad familiar con la comunitaria, asegurando la subsistencia de todos y el socorro de los más necesitados. Se navegaron y exploraron los grandes ríos. Se hicieron descubrimientos geográficos y científicos, y llegaron a incorporarse a la civilización y a la fe territorios inmensos. Con la prudencia que da el vivir en Cristo y movido únicamente por los valores del Evangelio, el padre González de Santa Cruz supo ganarse el respeto y la consideración tanto de los caciques indígenas como de las autoridades europeas de Asunción y del Río de la Plata. Su sentido de justicia –vivido en primer lugar con Dios–, le llevó a elevar su voz en defensa de los derechos de los indios. Junto con otros muchos eclesiásticos de la región, consiguió eliminar el yaconazgo en esta parte del continente y mitigar los abusos de la encomienda. Se formó así una legislación ejemplar, en un clima de concordia y armonía, que posibilitó la fusión étnica y cultural característica de este país.

La labor inmensa de estos hombres, toda esa labor evangelizadora de las reducciones guaraníticas, fue posible gracias a su unión con Dios. San Roque y sus compañeros siguieron el ejemplo de San Ignacio, plasmado en sus Constituciones: «Los medios que unen al instrumento con Dios y lo disponen a dejarse guiar por su mano divina son más eficaces que aquellos que lo disponen hacia los hombres» (San Ignacio de Loyola, Constitutiones Societatis Iesu, n. 813). 

Por eso, estos nuevos santos vivieron en aquella «familiaridad con Dios, nuestro Señor» (Ibíd.),  que su fundador quería como característica del jesuita. Fundamentaron así, día a día, su trabajo en la oración, sin dejarla por ningún motivo. «Por más ocupaciones que hayamos tenido –escribía el padre Roque en 1613–, jamás hemos faltado a nuestros ejercicios espirituales y modo de proceder» (Epist., 8 de octubre de 1613).”

Sus huellas

Los santos no pasan en la historia de la Iglesia como meteoros, sin dejar huella alguna. No sólo testimonian ante la Iglesia, sino que la trasforman, la ponen en movimiento: muestran la eficacia reformadora de la santidad vivida y son constructores de Historia de la Iglesia. ¿Cómo podríamos señalar algunos rasgos característicos de estas figuras, constructoras de la historia precisa de América Latina en general y en el caso del Paraguay, del Río de la Plata en concreto? Simplemente sugiero alguno de sus títulos como: "Bálsamo reconciliador".

En los orígenes de la América Latina cristiana encontramos las figuras de estos santos misioneros que promovieron aquellos lugares humanos de libertad como lo fueron las reducciones, los conventos, los pueblos hospitales y numerosas iniciativas creadoras de vario tipo. Crearon un arte, y unos lugares de saber (las escuelas y las universidades) con las misiones y las reducciones, las universidades, la imprenta, los hospitales y otras numerosas obras de caridad. Creó el arte barroco mestizo, fomentó y enriqueció una cultura y una lengua.

Como ha escrito el historiador mexicano José Vasconcelos, debemos intensificar la valoración del mestizaje pluriforme, no como un simple fenómeno biológico, sino como un mestizaje cultural, inmensamente rico en posibilidades y en expresiones. Pues bien en el fondo de este sustrato cultural encontramos algo que le da profunda unidad. Es el "sustrato católico”.[7]Los santos de la Iglesia latinoamericana han sido "un bálsamo reconciliador" durante la etapa de la primera evangelización y del encuentro entre las distintas culturas, y han vuelto a ser "un bálsamo reconciliador y curativo" ante las numerosas llagas sociales abiertas por las terribles situaciones de desajuste social causadas por el liberalismo y por el abandono de la cultura católica por parte de los Nuevos Poderes emergentes.

Estos santos son las figuras más cercanas al pueblo latinoamericano, tanto en sus necesidades como en la misión de darle un sentido profundo de pertenencia eclesial.[8]Fueron también expresión de un fuerte movimiento misionero de la Iglesia en proceso de renovación. Aquellos santos misioneros vivieron una evidente radicalidad evangélica; ya los misioneros evangelizadores pertenecían a órdenes religiosas reformadas o con un ímpetu nuevo como la de los jesuitas. Otro de los rasgos de aquellos pioneros misioneros fue el hecho, con frecuencia rubricado, de su disponibilidad al martirio.[9]Su misma vida constituía ya una predicación silenciosa, como nos testimonia el franciscano Jerónimo Mendieta (1596) escribiendo en relación al trabajo de los misioneros en México.[10]Aquellos evangelizadores, como demuestra el caso concreto de nuestros mártires de Paraguay, sabían que exponían a diario su vida en su ministerio apostólico.

En relación a los casos concretos de martirio, todavía es una materia pendiente el estudio histórico del número y la cualidad de la mayor parte de las muertes violentas que han sufrido muchos misioneros y fieles. desde la California hasta la Tierra del Fuego por motivo de su fe católica. Solamente un exiguo número han obtenido la declaración auténtica de martirio por parte de la Iglesia como los jesuitas rioplatenses, Roque González de Santa Cruz, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo. Como hemos relatado, los dos primeros sufrieron el martirio en la misión de Todos los Santos del Caaró el 15 de noviembre de 1628 y el tercero en la reducción de la Asunción de Yjuhi, dos días después; los tres fueron asesinados por instigación de un cacique o hechicero llamado Ñezú, contrario a su presencia.[11]

La mayor parte de las reducciones en los diversos lugares donde se asentaron definitivamente, lo fueron después de que los misioneros hubieron dado su vida como testimonio de la fe cristiana. El hecho es constatable tanto en las misiones de la Nueva España y California, como en las de la América meridional. Las causas aparentes del martirio fueron muy diversas; tampoco estuvieron ausentes las incomprensiones, pero la causa formal del martirio, como señala Juan Pablo II en su carta a los religiosos y Religiosas latinoamericanos fue "su amor heroico a Cristo que les llevó a donarse sin límites al servicio de sus hermanos indígenas".[12]Mueren víctimas de su caridad curando apestados o en el intento de abrir el camino del Evangelio, desafiando la hostilidad de las tribus indias, las adversidades y el rigor de la naturaleza salvaje.

Recordando el caso de los jesuitas fundadores de las reducciones del Paraguay, además de los tres insignes mártires canonizados, la lista de las víctimas de aquella empresa misionera es bien larga: Cristobal de Mendoza es asesinado en El Tape el 26 abril de 1635; Gaspar Osorio y Antonio Ripario son asesinados por los chiriguanos el 1 de abril de 1639; Diego de Alfaro muere a manos de los mamelucos, mientras defiende a los guaraníes, el 19 de enero de 1639; Alfonso Arias y Cristóbal Arenas mueren a manos de los mamelucos; Pedro Romero y Mateo Fernández a manos de los chiriguanos el 22 de marzo de 1645; el p. Espinosa es asesinado por los guapalaches; Lucas Caballero por los pinzocasas el 18 de octubre de 1711; Bartolomé Blende y José de Arce por los payaguás en 1715; Juan Antonio Salinas y Pedro Ortíz de Zárate por los mocobíes y los tobas; Nicolás Mascardi por los payas; Alberto Romero por zamucos en 1718; Julián Lizardo por los chiriguanos; Agustín Castañares por los mataguayos en 1744; Santiago Herrero por los abipones; Francisco Ugalde por los mataguayos; Antonio Guasp por los mbayá en 1764; Martín Javier Urtasum y Baltasar Seña mueren de hambre entre los guaraníes; Juan Neumann muere agotado tras una travesía extenuante; Enrique Adamo muere víctima de un contagio adquirido asistiendo a los enfermos durante un viaje hacia Chiquitos; Lucas Rodríguez muere, víctima de las inclemencias del tiempo, mientras buscaba a los itatines y lo mismo le sucede a Felix de Villagarcía; Romano Harto muere debido a las heridas que le habían infligido los mataguayos; mientras que José Klein por las heridas que le causó un abipón al que había reprochado sus continuos robos. El martirologio tanto del "martirio rojo" (de sangre) como del "martirio blanco" (de sufrimientos físicos y morales) sería interminable.

Otro de los rasgos de estos evangelizadores es su amor apasionado por los más marginados de la tierra, los indios y los negros. Si nos fijamos en el caso de los jesuitas, estos misioneros mártires en las Reducciones de Paraguay, se suman a los otros casos conocidos como el de San Pedro Claver, que se firmaba "esclavo de los esclavos negros", así como los jesuitas del Norte de México o de Chile y Perú, que muestran como en ellos la caridad se convierte en obra: imagen viva de Jesucristo, tenían la conciencia de pertenecer a los indios más maltratados y marginados, a los negros y a los más abandonados de la tierra. Humanamente todo en la vida de estos santos se demuestra arduo. Las dificultades de los viajes, la adaptación al clima y al medio geográfico, el impacto socio-cultural con el mundo indígena, la falta de medios de subsistencia y de instrumentos para conocer la realidad del mundo nativo, que para la mayor parte era nuevo, exigían de ellos una auténtica pasión por su vocación misionera. Por ello solamente el amor radical a Jesucristo y por aquellas personas concretas podía sostenerles en su vocación.

Lo recuerda Juan Pablo II escribiendo a los religiosos y religiosas latinoamericanos: "El mayor testimonio de los primeros misioneros fue su amor a Cristo, que los llevó a entregarse sin límites al servicio de sus hermanos indígenas. ¿Qué otra cosa podían ir buscando al dejar sus familias y su patria y al emprender un viaje que de ordinario era sin retorno? La fe los impulsaba a lanzarse a la gran aventura; una fe semejante a la de Abraham, que respondió a la llamada del Señor, saliendo de su tierra y de sus gentes (cfr. Gen 12, 1-4). En la entrega de estos religiosos a la predicación e implantación del reino de Cristo se refleja, como en un libro viviente, el eco de la confesión del Apóstol: "Siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los que pueda...Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio, par ser partícipe del mismo" (1 Cor. 9, 19.22-23)"..[13]


En el caso de los santos misioneros de la primera hora existía un foso cultural aparentemente insuperable. "Muchos tuvieron que actuar en circunstancias difíciles y, en la práctica, inventar nuevos métodos de evangelización, proyectados hacia pueblos y gentes de culturas diversas". Con frecuencia les faltaba el primero y más elemental instrumento de comunicación: el de las lenguas. De aquí se entiende la insistencia en los superiores de que los misioneros aprendiesen las lenguas y toda su acción pastoral en la preparación de catecismos y "manuales para la confesión" en lengua indígena. Esta misma preocupación la vemos desde México hasta las Reducciones del Paraguay.

Solamente la real experiencia cristiana que tenían les ayudaba a superar aquel foso de incomunicación. Esta experiencia cristiana generaba en ellos un modo diverso de mirar a la humanidad de aquellas personas. Aquella mirada se convertía en una mirada de afecto fraterno hacia aquellas personas creadas a imagen de Dios, redimidas por la sangre de Jesucristo y por lo tanto sujetos de derechos inalienables. Algunos han defendido a los más débiles con su palabra y con sus intervenciones ante las autoridades, eran justamente llamados defensores de los indios, con sus gestos y con sus escritos. Pero sobre todo porque demostraron que “no hay amor más grande que aquel del de da su vida por sus amigos” (cf. Jn 15).  

NOTAS

  1. La palabra Paraguay, deriva de un vocablo guaraní, paraguá-y, con la que se denominaba a una región, llamada después por los geógrafos el Paraguay natural, y que comprendía la actual región de Asunción hasta los límites marcados por los ríos, Paraná, Paraguay y Apa
  2. Hernando Arias de Saavedra (1564 - 1634), llamado abreviadamente Hernandarias, 17.º Gobernador del Río de la Plata y del Paraguay, fue un militar y político criollo, el primer nacido en América que ocupó el puesto de gobernador de una región colonial. Nacido en Asunción, como hijo natural de Martín Suárez —un oficial de Álvar Nuñez Cabeza de Vaca— y nieto de la Adelantada Mencia Calderón, Hernandarias emprendió la carrera militar a temprana edad y participó de numerosas expediciones de exploración y conquista en los actuales territorios de Paraguay y Argentina, entre ellas la fundación de Concepción de Nuestra Señora, de la que fue uno de sus primeros cabildantes. Sus dotes como oficial y administrador llevaron a su nombramiento como gobernador de Asunción en 1592; ocupó el cargo con solvencia durante tres períodos. Al mismo tiempo, su medio hermano Hernando de Trejo fue nombrado obispo de la sede de Asunción. Muere en Santa Fe (actual Argentina).
  3. Fray Hernando de Trejo y Sanabria, hermano de Hernandarias, franciscano y primer obispo paraguayo, ordenó a los primeros sacerdotes nativos de Paraguay.
  4. En una clásica catalogación de las poblaciones indígenas del Continente Americano, antes de la llegada de los Europeos, aquellas suelen clasificarse en poblaciones del mundo mesoamericano (desde México hasta Centro América) y las del mundo andino correspondiente al Incario, las poblaciones o culturas “bisagra” o “intermedias” entre los dos grandes núcleos citados, y las poblaciones “maginales” por estar al “margen” de estos tres núcleos, y que las componían pueblos, generalmente nómadas, recolectores, cazadores, agricultores de muy diverso desarrollo técnico. Entre estas poblaciones se catalogan las de las grandes praterías del Norteamérica, las poblaciones de las Antillas y de las costas de Venezuela, y las de Brasil, especialmente en sus inmensas zonas de selva, así como las de laos márgenes de los grandes ríos y savanas, desde Brasil, pasando parte de la actual Bolivia y por los actuales Paraguay, Uruguay, Argentina hasta llegar a Chile. Entre estas poblciones se encuentran los numerosos pueblos que serán objeto de la evangelización en las Reducciones de los Jesuitas en Paraguay, entre los que se encuentran los Guaraníes
  5. Fueron publicadas en la revista del archivo general de Buenos Aires, tomo IV, 1872, 27-97; otras se pueden ver en un ejemplar en el British Museum.
  6. Citado en Antonio ROJAS, S.J., Un paraguayo fuera de serie Roque González, visto y admirado por otro paraguayo, Colección Mártires N. 19, Asunción – Paraguay 2000, 21-22
  7. "Nuestro radical substrato católico con sus vitales formas vigentes de religiosidad fue establecido y dinamizado por una vasta legión misionera de obispos, religiosos y laicos. Está ante todo, la labor de nuestros santos, como Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Martín de Porres, Pedro Claver, Luis Beltrán y otros...quienes nos enseñan que, superando las debilidades y cobardías de los hombres que los rodeaban y a veces los perseguían, el evangelio, en su plenitud de gracia y amor, se vivió y se puede vivir en América latina como signo de grandeza y de verdad divina" (Puebla n. 7).
  8. "La religión del pueblo latinoamericano, en su forma cultural más característica, es expresión de la fe católica. es un catolicismo popular"(Puebla, n. 444). "Con deficiencias y a pesar del pecado siempre presente, la fe de la Iglesia ha sellado el alma de América Latina, marcando su identidad histórica esencial y constituyendose en la matriz cultural del continente, de la cual nacieron los nuevos pueblos" (Puebla, n. 445; cfr. también: nn., 7; 454; 457).
  9. Cfr. JUAN PABLO II, "Fedeltà....", in Insegnamenti..., VII/2, 886ss; A los religiosos..., nn. 6, 10; Documentos de Puebla, nn. 6,7.
  10. MENDIETA, Historia eclesiástica indiana. Un capítulo provincial de los dominicos celebrado en Coban (Guatemana) en 1572 llegó a considerar incluso como pecado grave el que un misionero tras aprender las lenguas indígenas volviese a España, ya que ello era como un traicionar su propia vocación.
  11. EGAÑA, o.c.
  12. JUAN PABLO II, A los Religiosos..., n. 6.
  13. JUAN PABLO II, Carta a los Religiosos y Religiosas de A.L., 6.

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FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ