COLOMBIA; Clérigos patriotas y clérigos realistas

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Prólogo

                La división entre clérigos realistas y patriotas durante el proceso de la Independencia de Nueva Granada, aparece especialmente en la polémica desatada por la proclama del canónigo Andrés Rosillo,  la cual fue respondida por los clérigos realistas José Antonio y Santiago Torres y Peña, y respaldada por Sinforoso Mutis.   

Rosillo criticaba el uso que hacían los clérigos realistas partidarios del “infernal partido de la Regencia”, abusando de “la simplicidad y fanatismo de nuestros compatriotas”, al tiempo que sostenía que “la Religión santa de Jesucristo y libertad se hermanan”, pues “Dios no quiere esclavos observantes de su ley”: “los adoradores de los reyes”, que han sido generalmente “la degradación de la especie humana y el oprobio de todo sistema religioso”, hoy están trabajando para “seducirnos y atados unirnos al carro destrozado de la moribunda España”.

Por eso, necesitan desplegar toda su influencia para desorganizar el nuevo sistema, fomentar la discordia y la guerra civil, sacrificándonos “en nombre de Dios”. Rosillo, como otros muchos exponentes criollos, estaba fuertemente influenciado por el pensamiento antiespañol, ya creado por la «leyenda negra». Ese espíritu, con frecuencia xenófobo, llevó a excesos e incluso matanzas indiscriminadas de peninsulares españoles por parte de algunos insurgentes en su lucha por la independencia, lo que llevó a fuertes represalias por parte de los realistas, en aquellas luchas que constituyeron una verdadera guerra civil extendida a lo largo del Continente.

                Las diferencias entre ambos lados eran a veces notables, sobre todo en el campo de la gestión económica y de los cargos administrativos a disfrutar en campo civil como en el eclesiástico. Rosillo pide declarar enemigo de la Religión al que se atreva a hablar contra «la justa causa» y recordar los atentados cometidos por los españoles en este y en el otro continente, “desde trescientos años a hoy”. 

Y termina desafiando a los españoles realistas con la “guerra a muerte”: o se unen a la causa patriota o se van a España a reunirse con “sus feroces compañeros”, ya que se fomenta el odio contra ellos: “el americano compasivo” puede aceptarlos si saben atraerse su confianza, pero puede ser inexorable para castigarlos.

Sostiene el canónigo que los reyes han sido generalmente malos: en los 300 años de historia que lleva América solo ha sufrido “insultos y vejaciones” y no habido momento de respiro para “el infeliz americano”. Su defensa recurre a la que hacía Thomas Paine de la independencia americana y se apoya tanto en la historia de los reyes de los pueblos paganos como la de Israel: transcribe la parábola del libro de Samuel, cuando los israelitas le pidieron un rey para que los gobernase, de lo que deduce que no es inmoral la afirmación de que Dios quiere hombres libres observantes de su ley.

A esta defensa de Rosillo, respondió luego el cura de Tabio, José Antonio Torres y Peña, en un folleto titulado «Viva Jesús. Respuesta a la defensa de una proclama justísimamente recogida por el supremo poder ejecutivo, a nombre de los compatriotas católicos», en el que defendía los límites a la libertad de prensa para evitar los abusos de ella “con injuria de la Religión, de las buenas costumbres y del Estado que los sustenta”.

Según él, la veneración popular a “los ministros pacíficos del verdadero Dios”, que tanto ofende a Rosillo es “prueba de la piedad sólida del pueblo de Cundinamarca”. Lo que le duele a Rosillo es que se hayan frustrado “todos los arbitrios” que han tomado para “seducir al pueblo sencillo” con “la máscara de católico y el lenguaje de celo patriótico”.

Por otra parte, Torres afirma que el Concilio de Constanza ha condenado la afirmación de que los reyes han sido la degradación de la humanidad y el oprobio de la religión. Y aclara que la realeza no se identifica ni confunde con la religión.  En la polémica entre Rosillo y Torres tercia Sinforoso Mutis mediante en un memorial al gobierno en defensa de la libertad de imprenta, que señala que el folleto no constituye un ataque contra la Religión. 

Luego, Rosillo contraataca en otro folleto y el cura de Tabio es reforzado por su hermano Santiago Torres y Peña, cura de Las Nieves. Torres sostiene que las acusaciones sobre los abusos del púlpito y confesionario no son más que “juicios temerarios” y considera herética la afirmación de que Dios no quiere esclavos obedientes a su ley, que se encuentra en el capítulo 8 de Rousseau sobre la religión. Y concluye que si su defensa de la religión de Jesucristo se considera fanatismo, él prefiere ser “fanático como san Pedro y san Pablo, que ilustrado y sabio con Voltaire, Rousseau, Hobbes y otros de esta clase”.

La devoción cristiana al servicio de la política; novenas a favor y en contra de la independencia

Las divisiones entre clérigos realistas y patriotas, federalistas y centralistas, se manifestaban también en el campo de la devoción religiosa, como era el caso de las novenas. Así, el sacerdote realista, Mariano de Mendoza y Fontal, cura de Pore, publicó en 1810 una novena al arcángel San Rafael, que inculcaba ideas realistas al tiempo que criticaba a los patriotas como masones y luteranos. Y en 1811, escribió otra novena, esta vez en honor de San Isidro, patrón de Madrid y protector de pobres y labradores, más o menos con el mismo enfoque.

En cambio, el sacerdote Pablo Francisco Plata, rector de San Bartolomé y cura de la catedral, signatario del acta de la independencia, publicó en 1816 una novena a la Virgen de los Dolores, en defensa de las ideas patrióticas. En ella pide a la Virgen que no permita que sus fieles retornen a “la esclavitud del demonio” de la que fueron rescatados por la sangre de su Hijo, pues ella sabe que los hombres no han sido hechos “para vivir sometidos al arbitrio y voluntad de ninguno de sus semejantes, sino que Dios los creó libres para constituirse bajo la forma de gobierno que les parezca convenir a su felicidad.”

Ofrece el padre Plata el culto del pueblo en memoria de los dolores de la Virgen, especialmente los sufridos al pie de la cruz, para que ella presente las súplicas de sus devotos para que alcancen “la gracia de vivir y morir incontrastables (…) libres en lo espiritual del poder de los enemigos de nuestras almas y en lo temporal del yugo de los tiranos de la tierra”. Para ello, afirma que “la mayor y más cruel parte” de los dolores de la Virgen provino de “la arbitrariedad de los tiranos” y de la obediencia a ellos de “un pueblo ciego y obstinado”.

Por eso, aplica a los partidarios del rey de España la frase del profeta Jeremías sobre la concurrencia de los reyes y príncipes de la tierra contra el Señor y su Ungido, junto con el pueblo judío, “seducido por la envidia de unos y por la vil adulación de otros”, que los llevaron a reconocer que no tenían otro rey que el César. Y pide a la Virgen que, por los dolores que los tiranos le hicieron sufrir, “se compadezca de los pueblos oprimidos, los guíe en la defensa de sus derechos y sea especial protectora de su libertad e independencia” .

El sabor liberacionista de la novena llevó al capellán de las tropas de Morillo, José Melgarejo, a pedir que el P. Plata fuera trasladado a España para ser juzgado porque su opinión era que la dedicatoria de la novena era “el mejor comprobante de los sentimientos revolucionarios y afección al gobierno ilegítimo en odio de la soberanía y que supo sagazmente difundirlos”. Además, el mismo P. Plata había confesado, en el proceso, que su novena pecaba “contra los verdaderos sentimientos religiosos que deben existir en un cristiano religioso”.

La sarta de sandeces y mentiras del catecismo de un cura y futuro obispo masón, paladín de la más negra de las leyendas.

En estas contraposiciones de clérigos realistas y patriotas, el clérigo más destacado en las labores de legitimación religiosa de la independencia fue el Padre Juan Fernández de Sotomayor (1777-1849), cura de Mompox y luego obispo de Cartagena, afiliado a la masonería.

Su «Catecismo o instrucción popular» se dedicó a la enseñanza de los deberes y derechos de la ciudadanía, y a justificar la justicia y defensa de nuestra revolución, con el fin de defender la religión santa “de la que somos ministros” y extirpar el error “que tanto la injuria y la degrada”, porque convierte a la “religión de paz y de amor, cómplice en las crueldades y asesinatos de una conquista bárbara y feroz”.

Obviamente, el folleto del catecismo, publicado en 1814, fue condenado por el tribunal de la Inquisición, trasladado por entonces a Santa Marta, que excomulgó al autor como reo ausente el 1 de abril de 1815, por sus ideas antimonárquicas, declarándolo “reo de alta traición y lesa majestad al soberano don Fernando VII y subversivo”.

El catecismo de Fernández empieza buscando demostrar que la dominación española sobre América carecía de fundamento justo: no podía basarse en la donación papal porque el papa no podía conceder lo que no era suyo; además, su autoridad era puramente espiritual, sin dominio temporal. Tampoco podía basarse el dominio español en la conquista que era producto de la fuerza contra el débil como el de un ladrón a mano armada: si la conquista fuera título legítimo, los españoles no tendrían derecho a resistir al invasor francés.

Tampoco era vituperable abandonar a España en esas críticas circunstancias: la abdicación de Carlos IV, la renuncia de su hijo Fernando en Bonaparte y su prisión en Francia “han roto y disuelto de una vez para siempre los vínculos con que parecíamos estar ligados, aunque injusta e ilegítimamente”.

Ahora América ha sido “vejada en su representación, oprimida en la manera de gobierno, insultada en sus reclamaciones, tratada como rebelde e insurgente y convertida en teatro sangriento de muerte y desolación” cuando España ha decidido “la disolución del pacto social anterior” y América ha declarado “la soberanía en revisión al pueblo como a quien solo corresponde”, la organización de un gobierno “por el voto de sus representantes” y la proclamación solemne de su integridad “como un todo de la monarquía, considerada como un pueblo entero constitutivo de la nación”.

Según Fernández, nosotros nunca fuimos vasallos de España: los españoles reivindican ese derecho porque han considerado siempre a los americanos “como hombres de otra especie, inferiores a ellos, nacidos para obedecer y ser mandados como si fuésemos un rebaño de bestias”. A esto hay que responder, sostiene este autor, que los americanos “son y han sido siempre hombres libres iguales a los españoles, franceses, ingleses y romanos (…) y, que, por lo mismo, ningún hombre ni nación alguna tiene el menor título a mandarnos, ni a exigir de nosotros obediencia sin nuestro expreso general consentimiento”.

Por eso, si se nos quiere imponer ese dominio por la fuerza, estamos obligados a resistirlo “en cumplimiento de la ley natural que faculta a todo hombre para oponer la fuerza a la fuerza con el interés de conservar la vida, la libertad y la propiedad individual”. Se cometería delito si no se resistiera porque “el hombre no puede dejar a sus hijos la servidumbre y opresión por herencia”.

Nuestra conducta actual de rebeldía se ve justificada por las conmociones anteriores malogradas porque “trescientos años de cadenas…y todo género de padecimientos en silencio y paciencia” no pueden prevalecer contra millones de hombres, ni dejar de “interesar a la Providencia a nuestro favor”, para devolvernos “el precioso derecho de existir libres de la tiranía” y brindarnos “la oportunidad de sacudir tan pesada como ignominiosa coyunda”.

Tampoco podía justificarse la conquista por la propagación de la fe cristiana: es injurioso para la religión pensar que ha sido predicada para subyugarnos; solo por casualidad debemos a España la predicación del evangelio. Colón solo buscaba perfeccionar su profesión náutica y los conquistadores españoles solo eran movidos por “la red insaciable del oro”, pues en general eran “gentes ignorantes, hombres criminales, detenidos en las cárceles, la hez del pueblo”.

Llama la atención la manera como el futuro obispo criticaba a los primeros evangelizadores, que eran “tan codiciosos y hambrientos de riqueza” como los demás conquistadores: solo aparentaban predicar el evangelio, pero en contradicción con las instituciones de su autor, pues predicaban un “evangelio de paz y caridad” pero escoltados por soldados que dejaban cubierto de cadáveres el lugar de la predicación.

A tiempo, ellos exigían el destronamiento de “los príncipes legítimos” de los aborígenes, su subyugación a España y el pago de contribuciones inmensas como “condición precisa y esencial” para la evangelización. Esto contradecía el mensaje de Jesucristo, que nunca quiso conversiones forzadas. Por eso, nuestra evangelización cristiana fue fruto principalmente de “la omnipotencia divina que venció los obstáculos que oponían los mismos cristianos a su establecimiento”.

Luego, nuestro autor desmiente las pretensiones de los reyes sobre su celo para la promoción de la religión católica: después de haber hecho correr “a grandes torrentes la sangre humana”, haber sacrificado “millones de víctimas (…) a la insaciable codicia de los españoles” y convertir “en desiertos las poblaciones más numerosas”, los españoles “lograron imponer el yugo que acabamos de sacudir”.

De ahí los cuestionamientos de Fernández de Sotomayor a la evangelización asociada a la conquista: los indios repartidos en las encomiendas de los conquistadores y los esclavos africanos recibían la imposición de la religión de sus amos, cuya adquisición no tenía como fin la predicación del evangelio sino el servicio a las haciendas.

Y la evangelización de los pueblos que se iban formando se llevaba a cabo por sacerdotes que, “con el azote en una mano y la cruz en la otra”, obligaban a indígenas y esclavos a aprender los misterios de nuestra fe de manera tan deficiente “que puede decirse que en ellos no ha habido una verdadera educación religiosa”.

Por eso, concluye el futuro prelado, si se ama de verdad a la religión católica, hay que redoblar esfuerzos para no regresar a la dependencia anterior. Es falso que la independencia vaya a producir la pérdida de la religión católica, pues el cristianismo puede acomodarse a diversidad de pueblos y de sistemas de gobierno: monarquías, repúblicas, gobiernos libres o despóticos.

Pero los españoles han encontrado “algunos ministros que prostituyendo el carácter augusto de la divina misión, han turbado la paz interior de algunos espíritus tímidos y apocados, incluyéndoles en máximas contrarias a una religión que no conoce la esclavitud ni las cadenas”.

Por ello finaliza enumerando las ventajas que acarrea la independencia para el estudio y el conocimiento de la religión católica, que debería ser protegida por el gobierno como “la exclusiva religión del Estado”, en contra de la ignorancia religiosa y la poca formación teológica que imperaban. Otra de las ventajas de la emancipación era el poder contar con prelados propios, que no pasen por el gobierno de España, para obtener, una vez restablecidas las relaciones con la Santa Sede, las gracias necesarias “sin más consideración ni otro mérito que el de hijos de la Católica Iglesia”.

Un fraile guerrillero: el Padre Ignacio Mariño, O. P.

Del mismo estilo que las posiciones contra Bolívar son los versos del sacerdote realista, José Antonio de Torres y Peña, contra la participación de sacerdotes como capellanes del ejército de Bolívar, que se refieren al fraile dominico Ignacio Mariño, jefe de las guerrillas del Llano, que había sido uno de los firmantes del acta de independencia absoluta de la provincia de Tunja en diciembre de 1813. Mariño, con 600 hombres, hacía parte de las tropas federalistas del Congreso de Tunja, mandadas por Bolívar, para sitiar a Bogotá.

                     	“Sacerdotes apóstatas venían, 

haciendo su papel de capellanes,

             que por el traje y armas parecían 
             más bien de bandoleros capitanes (…) 
             
            Eran seiscientos hombres comandados
             por el feroz apóstata Mariño
            que a tal jefe viniendo encomendados 
            lograban del sacrílego el cariño (…). 
            
           Mas él reúne el estambre religioso, 
           el collarín y vueltas encarnadas: 
           ciñe sable y pistolas, cual furioso, 
           sobre túnicas santas profanadas”.  

Además, Torres describía también las actividades bélicas de Mariño en el Casanare, refiriéndose al ahogamiento de 18 españoles, metidos en mochilas de cuero, pues decía que si no se derramaba sangre, no incurría en la sanción de irregularidad eclesiástica. Según nuestro poeta, Mariño fue responsable del saqueo de la hacienda Aposentos en Sopó.

Aprovechando su labor previa como misionero en los pueblos indígenas de Tame, Macaguane y Betoyes, Mariño lideró, junto con Nonato Pérez, las guerrillas patriotas del Casanare bajo los gobiernos de Morillo y Sámano. La importancia de estas acciones era que aseguraban el contacto con el Orinoco y los llanos de Venezuela, y proporcionaban refugio a los emigrados y descontentos, según manifestaba Morillo al gobierno en España.

Nuestro fraile participa en varios combates como el triunfo sobre los realistas del Casanare, mandados por José Yáñez, en 1813; la acción de Cuiloto, en marzo de 1817, donde es apresado y luego fusilado el teniente coronel Julián Bayer, los combates en Chire y Pore en el mismo mes de marzo de 1817: en Arauca, a fines del mismo año, y, en Upía el 18 de febrero de 1818.

Por eso, el virrey Sámano insistía en que las tropas realistas deberían limitarse a defender el acceso a la cordillera mientras reunían fuerzas suficientes para avanzar, cuando llegara el verano, sobre Pore y Chire y asegurar los llanos de San Martín: “manteniéndose apoyado a la cordillera, hacer algunas prontas incursiones para destruir o sorprender a los rebeldes y los indios desleales de Betoyes, Macaguane y demás que manda el traidor Padre Mariño”.

Y en su informe sobre la muerte de Bayer, Sámano se refiere al dominio patriota del Llano, hasta Casanare y las misiones del Meta, donde el “zambo Donato Pérez”, con el fraile Mariño y los indios de Betoyes y Macaguane, asesinaron al coronel y se apoderaron de Chire y Pore; desde allí penetraron por la sierra hasta las salinas de Chita, donde las tropas realistas enviadas desde Santafé y el Socorro los derrotaron y arrojaron de nuevo al Llano.

Por eso no es de extrañar que después de la reconquista de Morillo, en los juicios contra los clérigos patriotas, el tribunal presidido por José Melgarejo, capellán de húsares de Fernando VII, pide el 23 de octubre de 1816 que sea degradado y entregado al brazo secular: se lo acusaba de haber abandonado su religión y su hábito, “hecho general de una partida de bandidos”; solo o asociado con Bolívar, ha causado daños innumerables; como “monstruo de la humanidad (…) llevó tras de sí la muerte a los fieles vasallos del rey”.

Sacrificó muchas vidas en Arauca: “su hábito era de militar, llevaba distintivo de un coronel insurgente trayendo siempre sable y pistola, puesto siempre a la cabeza de una banda de salteadores y asesinos de quienes se precia de ser corifeo”. Se refiere a muchos desmanes contra las haciendas de los nobles españoles y a un asalto contra su superior religioso. Y, todavía, cuando se escribe el documento, “aún existe todavía en su ejercicio de salteador con afrenta de todo el estado eclesiástico y ultraje de la religión dominicana”.

En la organización del ejército de Bolívar figura nuevamente Mariño, como capellán general, al lado de Fray Miguel Díaz. O.S.A, Fray Joaquín Guarín, O.F.M. y el Padre Cayetano Reyes. En la batalla del Pantano de Vargas, Mariño se dedicó a auxiliar a los heridos de ambos bandos y a darles la extremaunción a los agonizantes y difuntos.

En esa preparación, fue decisiva la intervención de Mariño en la junta de los comandantes patriota, realizada el 29 de junio de 1819 en el Llano de San Miguel para tomar la decisión estratégica de atacar primero la Nueva Granada y no a Venezuela. En su intervención, Mariño reconocía que la tiranía de los godos [los españoles] era más pesada en Venezuela, pero el ataque allí era “una quimera irrealizable” y sería un sacrificio inútil que pondría a “nuestro pequeño ejército” en manos del tirano.

Sin embargo se muestra dispuesto a avanzar sobre Venezuela si Bolívar así lo ordena, pero le pide que reflexione antes de tomar una decisión que implicaría llevar a sus seguidores a la muerte, pues era imposible “tener ni la esperanza de libertar a Venezuela”, dado el poder que allí tenían los españoles. En cambio, “es menor el poder que los españoles tienen” en la Nueva Granada; no lo mueve “un vil egoísmo” sino la convicción de que los sacrificios serían inútiles en Venezuela y fructuosos en la Nueva Granada, lo que permitiría conseguir recursos para libertar luego a Venezuela.

Y termina exhortando a Bolívar a que escuche “la voz de un patriota que no ambiciona títulos ni honores (…) Si la Providencia me concede la vida después del triunfo, éste será mi única recompensa; Yo volveré a mi claustro y dejaré las charreteras, porque no serán ya útiles. Acceded, señor, os lo suplico, os lo ruego; lo pido por esta corona que me consagra ministro de Dios”.

Clérigos y obispos ante la victoria de Boyacá

Aunque no todos los clérigos asumieron la actitud beligerante de Mariño, es clara la colaboración del bajo clero en el desenlace de la campaña libertadora de Boyacá, que es atestiguada por el coronel José María Barreiro en una carta al virrey Juan Sámano, fechada en julio 19 de 1819.

Considera Barreiro que la mayor parte de los sacerdotes son sospechosos: “unos, por desear nuestro exterminio y el triunfo de los rebeldes, y, otros, por ser verdaderos egoístas que están al partido que más puede y por cuya razón huyen de cuanto les pueda comprometer, afectando todos una hipocresía religiosa de estar imbuidos en el culto de su ministerio y que desprecian las cosas mundanas.”

Todos “protegen a los rebeldes, les suministran todo obsequio y cuantas noticias llegan a adquirir, y, con nosotros aparentan un gran interés y deseo de la tranquilidad, siendo por consiguiente muy difícil el conocerlos, pero sí muy extraño los que con sinceridad se expresan en estos términos. Buena prueba de esto es que ni un solo cura de los pueblos ya ocupados o amenazados por los enemigos me ha comunicado la más pequeña noticia”.

El apoyo del bajo clero puede contrastarse con el desconcierto de algunos canónigos del cabildo eclesiástico de Santa Fe después del triunfo de Boyacá: en carta al arzobispo, fechada el 9 de agosto de 1819, se quejaban de la huida precipitada del virrey y otras autoridades, que habían dejado la ciudad “como una Jerusalén desolada”. Esta “fatal emigración” se debió a la casi total destrucción de nuestro ejército “por el rebelde Simón Bolívar”.

Entre los “emigrantes” se encontraban tres cabildantes: uno de ellos, Joaquín de Barco, murió en Honda, y los otros dos, Antonio de León y Plácido Hernández, llegaron a Mompox. Los otros cinco permanecieron en Santa Fe. Trataron en vano de consultar al virrey Sámano en su calidad de vice patrono real para saber qué hacer, pero él se marchó sin oírlos.

Este desconcierto no era compartido por todas las autoridades eclesiásticas: el obispo de Cartagena, Gregorio José Rodríguez, decidió exhortar a los fieles de Mompox a ponerse “la escarapela roja” de “defensores de los derechos de su Majestad ¡al grito de ! Viva el rey, mueran los traidores, cuya ambición aspira a un trono para el cual no los crió la Providencia Divina¡”, y concede indulgencia plenaria de todos los pecados a los que entren en el combate o estén en peligro de perder la vida.

Y todavía en octubre de 1819, el obispo le reporta al rey la tranquilidad que reina en su provincia y diócesis, donde ninguno de los eclesiásticos ha faltado a sus deberes de fidelidad al rey, “en medio de las turbaciones que ha traído al Reino el traidor Simón Bolívar.” Además, le remite copias de las pastorales que ha escrito a sus fieles “para inspirar a todos confianza en el Señor, fidelidad y amor a la sagrada real persona de su majestad, odio y detestación a los traidores, valor y espíritu para la defensa de sus intereses y los de sus iglesias”.

Esta carta pastoral comenzaba lamentando cómo ve “rotos y despedazados por la mala cizaña que el hombre enemigo lanzó […] los vínculos más sagrados de religión, de sociedad, de política que debían estrecharnos eternamente”: aunque no fuesen, como son, “una gran familia bajo la dirección del padre común de todas las Españas”, los vínculos de la religión deberían identificarlos “con la mayor de todas las alianzas.”

Se pregunta qué “delirios de estos hombres inhumanos” han llevado a rebelarse contra el rey, “por solo el vano y frívolo pretexto de que no nacieron en su parroquia”. Los traidores inspiradores de las “moralidades tan blasfemas y sacrílegas” son comparados con Robespierre y Nerón; Bolívar es presentado como un cobarde, que llevaba a otros al combate como “el patrón araña” que evita el peligro de batirse personalmente en batalla.

Critica el prelado a los sacerdotes que han prostituido su ministerio para precipitar a almas inocentes hacia la perdición y el infierno, y los exhorta a contemplar lo que pasó con el clero francés “la primera vez que se oyó en el mundo el horrendísimo grito de igualdad, independencia, derechos imprescriptibles” y a horrorizarse con los 700 sacerdotes y cinco obispos “muertos a sablazos en presencia de otro ateo infernal como el Rey Bolívar”.

Además, exhorta al clero a oponerse a algún mal sacerdote engañado “con las ideas subversivas de Padilla, de Rosillo y de otros tales eclesiásticos que tenían el concepto de sabios”, para contribuir “a encender el fuego de la guerra civil”.


NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

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FERNÁN E. GONZÁLEZ G., S.I.

Segunda parte de la síntesis de su intervención en el Encuentro en Bogotá en 2010 con motivo de las celebraciones de los “Bicentenarios de las Independencias Latinoamericanas”: ©CELAM – Santa Fe de Bogotá (con algunas notas complementarias del DHIAL)