DERECHO INDIANO; La búsqueda de la justicia
Sumario
Una problemática inédita
En el primer momento de un descubrimiento cuya magnitud aún desconocía, la reacción inicial de la Corona fue la de aplicar el derecho castellano como años antes había pretendido hacer en las Canarias, ese anticipo de lo americano. Pero muy pronto la realidad indiana se impondría con fuerza irresistible exigiendo el dictado de una normativa especial.
Principalmente fueron tres factores extrajurídicos los que obligaron a pensar en la necesidad de un cambio legislativo: 1) la existencia de una población pagana de diferente nivel cultural; 2) la gran distancia de los nuevos establecimientos ultramarinos que dificultaba la información y la trasmisión de las órdenes; 3) la debilidad del estado español. Esos tres elementos perdurarían con algunas variantes a lo largo de todo el período de gobierno hispano.
Hacia el momento de la independencia gran parte de la población aborigen había sido cristianizada, pero aún subsistían bolsones de indios no convertidos y amplios sectores de neófitos que requerían un especial cuidado como planta nueva en la fe. La mejora de los medios de comunicación y el mejor conocimiento de las rutas oceánicas habían producido un acercamiento entre Europa y América, pero no habían alcanzado a eliminar la dificultad de gobernar un Imperio lejano. Durante el siglo dieciocho se acrecienta el poder del estado, especialmente en lo relativo a la recaudación, administración de la Real Hacienda, pero la estructura burocrática encargada de instrumentar la política de la Corona sigue siendo débil.
La Teología en auxilio de la justicia
Los problemas planteados eran nuevos, en su mayor parte no previstos por Justiniano ni por los Reyes de la Castilla medieval. Para resolverlos, dado que los juristas no estaban suficientemente versados, sería necesaria la intervención de los teólogos ya que el oficio de teólogo es tan vasto -dirá Francisco de Vitoria en la Relección sobre la potestad civil- que ningún argumento, ninguna disputa parece ajena a su profesión. Con razón observaba Eduardo de Hinojosa que tal concepto de la teología tenía una amplitud semejante a la que los jurisconsultos romanos atribuían al derecho: el conocimiento de todas las cosas divinas y humanas, de lo justo y de lo injusto.
Esos teólogos españoles son los creadores del derecho internacional, pero además abren nuevos rumbos al derecho comercial, al penal, a la teoría política y, desde luego, no son ajenos a las situaciones emanadas del hecho del descubrimiento. Como aquellos indios recién descubiertos -sostenía Vitoria- no estaban sujetos por derecho humano, sus cosas debían ser examinadas por las leyes divinas en las cuales los juristas no eran suficientemente expertos.
Cuando Colón lleva indios para vender como esclavos, los Reyes lo permiten pero horas después sienten escrúpulos y convocan a una junta de letrados, de canonistas y de teólogos para que examinen si pueden ser vendidos en «buena conciencia», y a partir de entonces será frecuente la intervención de teólogos junto a los juristas cada vez que se requiere adoptar nuevas soluciones. Su participación no se limita a la función legislativa sino también a la aplicación del derecho. Así, las Ordenanzas de Granada de 1526, que reglamentan las nuevas expediciones, disponen que en cada empresa marchen dos religiosos, quienes, además de cumplir sus funciones específicas, cuiden de que los indios sean bien tratados, denuncien los abusos de que sean testigos y sean consultados antes de emprender cualquier acción bélica.
Más tarde disminuirá la intervención personal de los teólogos en la elaboración de las leyes dictadas para Indias, pero el derecho natural que han contribuido a perfilar con sus tratados de justitia et jure seguirá encauzando la acción de los gobernantes, imponiéndoles límites ciertos que no pueden traspasar, y en pleno siglo XVIII el derecho natural será invocado frecuentemente para corroborar disposiciones del derecho positivo, para colmar las lagunas de la ley o para criticar alguna norma que se estima injusta.
La Corona no sólo no rechaza la presencia de los críticos laicos o eclesiásticos, sino que procura estimular la denuncia de errores o abusos como un valioso auxilio para lograr un derecho más justo. Es cierto que a veces la censura estatal elimina frases urticantes como ocurre, por ejemplo, con una obra del Padre Acosta, pero se suele permitir una total libertad de expresión en los memoriales o relaciones que corren por vía administrativa. Con la colaboración de los mejores espíritus de la época, la Corona va dictando una legislación referente al indio con la que procura salvaguardar sus derechos a una vida digna en la esfera familiar y social, y a preservarlo de la explotación del blanco.
Política indigenista de la Corona española
A modo de guía orientadora sobre cuál había de ser la política indigenista de la Corona, la Reina Isabel, próxima a morir, encarga en su testamento al Rey, a su hija y a su yerno que pongan «mucha diligencia» en que los indios sean «bien y justamente tratados» y que si hubiesen recibido algún agravio lo remediasen. Y ese texto de principios del siglo XVI perdura como un permanente llamado de atención a legisladores y gobernantes españoles al ser insertado en la Recopilación de Leyes de Indias convertido en la ley primera del título décimo del libro sexto.
Concordando con ese mandato un nutridísimo elenco de disposiciones iría diseñando un estatuto del indígena, considerándolo como un ser libre, no sujeto a servidumbre, pero necesitado de una especial protección al modo de menores acreedores a ser tutelados y amparados. Una homogénea serie de leyes proclaman sus derechos: pueden casarse con quien deseen sin importar que el consorte sea aborigen, peninsular o criollo, pueden criar toda especie de ganado mayor o menor, tienen libertad de disponer de sus bienes por testamento, con ciertas limitaciones se respeta la autoridad de sus caciques naturales y se establecen alcaldes y regidores indios en las reducciones.
Una riquísima legislación laboral regula cuáles han de ser los servicios que puede exigírseles en las minas, en las pesquerías de perlas, en los cocales, en la carretería o en otras actividades, procurando limitar los abusos. Una disposición de Felipe II enfatiza la obligación que tienen los virreyes y gobernadores de vigilar que no haya exceso ni violencia en el régimen de trabajo de los indios, mandando que «después del gobierno espiritual sea lo que primero y principalmente procuren».
Se ordena respetar la propiedad privada de la tierra del indio, y cuando se conceden tierras a los españoles es habitual incluir en las mercedes la expresión de que sea “sin perjuicio de naturales”. Otras disposiciones aclaran que la adjudicación de una encomienda no significa el traspaso de la propiedad de los terrenos de los indios encomendados y que los encomenderos no pueden suceder en el dominio de las tierras vacías por fallecimiento de sus encomendados. Para evitar que sea despojado no puede vender sus propiedades sin intervención de la autoridad encargada de proteger su persona e intereses, y así como se le asigna una capacidad disminuida, su responsabilidad penal también será menos que la de los españoles y menores las penas que se le pueden aplicar.
Sus desviaciones de la ortodoxia religiosa no son juzgadas por la Inquisición, sino por el ordinario eclesiástico. Al legislador le preocupan particularmente los primeros contactos con el infiel, el difícil momento en el que se le propone un nuevo Dios y se le invita a integrarse en la sociedad hispano-criolla. Las Ordenanzas de población de 1573 disponen que los evangelizadores obren con «mucha prudencia y discreción... usando de los medios más suaves que pudieren» y que eviten comenzar por quitarles sus mujeres y sus ídolos, postergando para una segunda etapa el persuadirlos a que abandonen lo que sea contrario al cristianismo. Los que se convirtieren voluntariamente son eximidos de ser encomendados y de pagar tributo durante diez años.
Como la Corona sabe que el indio puede ser víctima de quien quiera sacar partido de su ignorancia de la lengua castellana y de su desconocimiento del derecho vigente, crea una magistratura especial, el protector de naturales, cuya misión específica será velar por el buen tratamiento de los naturales y el efectivo cumplimiento de las leyes que los protegen. Varias medidas tienden a facilitar su buena información sobre los indios de su distrito y a eliminar los obstáculos que signifiquen un impedimento para su labor. Se encarga a los eclesiásticos que pongan en conocimiento de los protectores los excesos de que tuvieran noticia. Se consagra la inamovilidad de los protectores, salvo causa legítima reconocida por la Audiencia respectiva, se ordena que las autoridades los reciban y escuchen con benevolencia para que mejor se animen a defender a los aborígenes puestos a su cuidado.
Cumplimiento y violación de la Legislación Indiana
Pero es el caso de preguntarse si todas estas leyes fueron una hermosa utopía ajena a la realidad como sostienen algunos o, peor aún, si no constituyeron una deliberada e hipócrita actitud tendiente a enmascarar la despiadada explotación del indígena. Desde luego que no sería difícil acumular una larga serie de casos de incumplimiento de estas leyes denunciadas por todo tipo de testigos. Hace años el historiador norteamericano Lewis Hanke escribió un hermoso libro al que puso el acertado título de Lucha por la justicia en la conquista de América. Acertado porque lucha por la justicia no significa la exitosa obtención de tan preciado bien, sino el empeño firme por llegar a él. Así como pueden citarse múltiples ejemplos de abusos y aun de instituciones objetables como la «mita», pueden citarse también hechos probatorios de la sinceridad con la que la Corona intenta imponer un sistema normativo que proteja los intereses del indígena, aun a costa de desafiar los deseos de los colonizadores.
En la primera mitad del siglo XVI, por ejemplo, sanciona las Leyes Nuevas de 1542-1543 que despiertan la generalizada protesta cruenta o incruenta de la población blanca de toda América. En los siglos XVII y XVIII permite la experiencia misionera en escala gigantesca de las misiones guaraníticas del Paraguay, preservando a los indios de las ambiciones de la población blanca circundante, cuyas pretensiones de aprovechar la fuerza de trabajo, las tierras o el ganado de los guaraníes rechaza reiteradamente. Por otra parte creemos que sobre el problema del cumplimiento o incumplimiento de la ley no caben las respuestas generales, válidas para toda América y para los tres siglos de gobierno hispano, sino que es menester matizar distinguiendo tiempos y distinguiendo espacios geográficos.
Dijimos que otra de las dificultades que obstaculizaban la elaboración de un derecho justo apropiado para el Nuevo Mundo era la distancia que impedía un conocimiento cabal e inmediato de la cambiante realidad indiana. Los escritos provenientes de América, que aportan la principal información sobre la que actúa el Consejo de Indias, tardan en llegar y a menudo están viciados por las pasiones o los intereses de los informantes que los convierten en versiones tendenciosas, restándoles credibilidad.
En los casos frecuentes en los que confluyen informes contradictorios emanados de personas igualmente respetables, aumenta la perplejidad del que debe resolver. Aunque alguno de los consejeros tenga un conocimiento personal del escenario indiano por haber pasado alguna temporada en el Nuevo Mundo, no puede pretender que su experiencia le sirva indefinidamente pues las situaciones de las que fue testigo cambian con el transcurso del tiempo y, a veces, muy velozmente. En ese sentido ya Hernán Cortés expresaba en su cuarta carta de relación, datada en 1524, que se hacía necesario que a «nuevos acontecimientos haya nuevos pareceres y consejos» y en la América Meridional Juan de Matienzo, quizá el principal jurista del Perú quinientista, observa igualmente que por experiencia sabe que «lo que hoy conviene mañana daña y el guardar inviolablemente lo ordenado es causa de destrucción».
Además, la inmensidad del territorio y las variantes regionales conspiran contra la posibilidad de dictar una legislación homogénea que convenga a todas las regiones por igual. Que la principal riqueza del lugar sea la minería o la ganadería, que sea el asiento de una población indígena densa o escasa, dócil o belicosa, que sea puerto o lugar mediterráneo, de antigua o reciente radicación española, obliga a pensar en soluciones diferentes que se adecúen lo más posible a los requerimientos locales.
Para afrontar esos problemas derivados de la distancia, de la diversidad y de la inmensidad del territorio, la Corona recurre a varios remedios. El primero es interrogar a fondo a los que saben, sean descubridores, colonizadores o funcionarios. Quienes se proponen realizar viajes a costas poco conocidas suelen recibir el encargo de «descubrir los secretos de la tierra», se recogen prolijamente las informaciones proporcionadas por los viajeros y cada tanto se organizan encuestas generales para que los indianos contesten preguntas inteligentemente encaminadas a reflejar lo más exactamente posible al mundo americano.
El Consejo de Indias se divide en dos secretarías, la de Nueva España y la del Perú, dotadas de oficiales especializados en el manejo de los asuntos de sus respectivas áreas. Desde muy temprano se desecha la posibilidad de dictar una legislación general para toda América. Salvo algunas contadas cédulas circulares remitidas a todos los distritos, se legisla para una provincia o grupo de provincias en particular y no para todo el Imperio. En 1680 parece iniciarse una nueva modalidad pues se promulga una Recopilacion con vigencia en todas las Indias, pero inmediatamente después se vuelve al viejo método de legislar para cada provincia en una pertinaz búsqueda por lograr la máxima adecuación a las necesidades del país.
El particularismo se acentúa por la concurrencia de otros dos factores: uno es la potestad legislativa que se reconoce a las autoridades locales, de las que fluye un rico venero de legislación hispano-criolla y que se empeñan muy especialmente en resolver los problemas del suelo que pisan. Algunas veces el Consejo de Indias marca el rumbo general, pero deja librados los detalles a las autoridades del lugar por entender que al tener la cosa presente están en mejores condiciones para elegir la solución adecuada. El otro factor particularista es la adecuación de las costumbres indígenas cuyo alcance es siempre regional pues no existió una civilización precolombina de carácter continental.
Otro remedio para encarar la enorme variedad de situaciones que presenta el Nuevo Mundo es el «casuismo», que en rigor no es una peculiaridad exclusiva del derecho indiano sino del derecho español de la época. Ya fray Luis de León decía en De los nombres de Cristo que el ideal es que hubiera una ley para cada caso, ya que sólo así podría llegarse a la solución que conviniese exactamente al hecho que debía regirse. Y una ley de Indias prescribe que al resolver cada caso se contemplen muy cuidadosamente las circunstancias y condiciones del momento presente, pues pretender «resolver algunos negocios por la consecuencia de lo que se ha hecho en otros trae consigo muy grandes inconvenientes».
Un último medio de superar las dificultades de la distancia es la autorización para acatar y no cumplir la ley, institución que se presta a fáciles ironías y a la crítica de que cohonesta el desprecio por la ley. Muy por el contrario la institución está inspirada en el temor de que el desconocimiento de la realidad pueda llevar a una solución injusta. El gobernante indiano que recibe una disposición metropolitana que considera impertinente la besa, la pone sobre su cabeza en señal de acatamiento y pronuncia la fórmula ritual: «la acato pero no la cumplo», es decir obedezco a la autoridad que ha dictado la ley, pero no la aplicaré porque no se ajusta a las circunstancias presentes. Por otra parte la institución no significa que el funcionario tenga la facultad de rechazar definitivamente lo que se le manda, sino que deberá explicar detalladamente los motivos que lo han inducido al rechazo y si la Corona insiste deberá limitarse a cumplir lo que se le ordena.
Hace ya muchos años, el historiador Vicens Vives señaló la contradicción existente entre las amplísimas facultades que la teoría política de la época atribuía al Rey, y la escasez de medios que éste tenía a su disposición para hacer cumplir lo que mandaba. Teóricamente el Rey era todopoderoso y su poder absoluto dentro de los límites del derecho natural, pero en la práctica la incipiente organización burocrática era un instrumento insuficiente para asegurar la efectiva ejecución de una política. En esas condiciones era preciso extremar el control sobre el cuerpo de funcionarios para obligarlos a que fuesen fieles intérpretes de la voluntad del Príncipe. Se crea entonces una tupida malla de controles integrada por pesquisas, visitas, juicios de cuentas y juicios de residencia que procuran evitar la corrupción administrativa, conseguir la efectiva aplicación de la ley y allanar el camino para que los vecinos agraviados puedan expresar fácilmente sus quejas.
No podría decirse que el derecho indiano alcanzó todos sus objetivos, pero sí que, elaborado por los más lúcidos espíritus de la época, representó un formidable esfuerzo por encauzar la acción colonizadora según principios inspirados en una ética cristiana y que proporcionó un adecuado marco jurídico a la evangelización.
JOSÉ MARÍA MARILUZ URQUIJO