URUGUAY; Los “curas constituyentes”
El 22 de noviembre de 1828, en la villa de San José, se instaló la cuarta Asamblea Legislativa de la Provincia Oriental, transformada, por las circunstancias, en Asamblea General Constituyente y Legislativa del Estado.
Sus veintiocho integrantes enfrentaron dos grandes problemas: por un lado, la urgente organización del nuevo Estado en el que estaba todo por hacer, y por otro, las rivalidades de los dos caudillos en pugna, Lavalleja y Rivera, que buscaban el predominio en la Asamblea. No había aún partidos políticos, pero cada uno de los miembros, con reconocida trayectoria y méritos, había tenido en el pasado reciente distintas posiciones políticas. De tal forma había colaboradores de la dominación brasileña (“abrasilerados”), unitarios (“aporteñados”), fervientes seguidores de Artigas, junto a otros de actividad pública más reciente, partidarios de Lavalleja y de Rivera, liberales y conservadores. Todos coincidían en el mismo anhelo de unidad entre los orientales.
En ese conjunto encontramos un buen número de clérigos: Lázaro Gadea, Solano García, Manuel José Máximo Barreiro, Feliciano Rodríguez, Feliciano Santiago Torres Leiva, Lorenzo Antonio Fernández Larrobla, José Bonifacio Reduello. Eran también ellos seguidores de diferentes concepciones políticas. Se destacaban Lázaro Gadea y Manuel Máximo Barreiro como representantes del clero patriota. La figura venerable del Pbro. Dámaso A. Larrañaga, primer vicario apostólico del Uruguay, estuvo ausente de la Asamblea, aunque redactaría un proyecto de Constitución. Sin embargo, tendría luego una importante labor parlamentaria como senador de la República, destacándose como autor del primer proyecto de Ley sobre abolición de la pena de muerte.
En relación a los sacerdotes antes nombrados, Solano García era extranjero, nacido en Chile, revolucionario liberal y artiguista, por lo que se lo considera integrante del clero oriental. Instalado en 1817 en la actual Concepción del Uruguay, fundó la primera escuela lancasteriana. Se trasladó luego a Purificación, donde oficiaría en ocasiones como secretario de Artigas. Instaló allí una imprenta, siendo muy apreciado por el mismo Artigas, por la tropa y por los indios a quienes trató de ayudar y promover. De gran talento inventivo, ideas progresistas e iniciativas originales, este franciscano, luego cura secular, tuvo una descollante actuación en la Asamblea, integrando la Comisión de Constitución y Legislación, siendo miembro informante - junto a José Ellauri y Jaime Zudáñez-. Defensor de la libertad religiosa, manifestó en este tema una particular visión, muy abierta, que lo distanció de otros clérigos también constituyentes.
Por su parte, Manuel Máximo Barreiro era el hermano mayor del secretario de Artigas, Miguel Barreiro y primo del P. José Benito Monterroso. Gozó de gran prestigio, desempeñándose además como secretario del Vicario Apostólico Larrañaga, quien, dadas las dificultades a causa de su ceguera, delegó en Barreiro amplios poderes eclesiásticos. La jurisdicción de Larrañaga se extendía hasta las márgenes del Paraná, por lo que hasta allí llegaban también las atribuciones de su secretario. Los integrantes de la misión pontificia, presidida por Mons. Giovanni Muzzi, que en 1824 pasó por Montevideo, tuvieron palabras muy elogiosas para el Pbro. Manuel M. Barreiro quien, en ese momento, estaba construyendo una casa de ejercicios espirituales. Barreiro se desempeñó como vicepresidente interino de la Asamblea, desde abril de 1829 hasta el final. Cuando, en 1830, comenzó a considerarse la antigua aspiración de elegir un obispo para Montevideo, al encontrarse Larrañaga imposibilitado, no faltaron aquellos que señalaron a Barreiro como el indicado para ese cargo.
Todos los sacerdotes constituyentes fueron elegidos por los ciudadanos de los pueblos donde ejercían su curato. Dos de ellos, Feliciano Rodríguez y Felipe Torres Leiva, se incorporaron a la Asamblea pero pronto renunciaron. El primero actuó en ella apenas dos meses, hasta enero de 1828 - aunque en 1833 aceptó el cargo de representante por Maldonado-, y el segundo, hasta julio del mismo año, si bien nunca participó en las deliberaciones. Ambos interpusieron la renuncia, que les fue aceptada, aduciendo como motivo válido el tener que dedicarse mejor a su curato, más allá de los problemas de salud que afrontaba el Pbro. Torres Leiva, quien fuera el fundador de la ciudad de Nueva Palmira.
En cuanto al Pbro. José Bonifacio Reduello, por ser argentino debió renunciar a integrar la Asamblea. Efectivamente, había nacido en Santa Fe, estudió en Córdoba y tuvo una importante actuación política. En 1814 había sido enviado por Artigas, como representante oriental ante los portugueses, para pedir armas para luchar contra los porteños, hecho que en la historia se conoce como “Misión Reduello”. En 1815 la princesa Carlota Joaquina, de la Corte de Río de Janeiro, en uso de derechos patronales, lo nombró Vicario General de las Provincias del Río de la Plata. En 1829 fue elegido Presidente del Colegio Electoral de Montevideo, y le tocó bendecir la primera Bandera Nacional. Gran defensor de la libertad de conciencia, se lo puede considerar, además, como el fundador de la actual ciudad de Dolores.
La misma diversidad ideológica que se observa en el conjunto de los diputados que conformaron la Asamblea, se dio en el clero, lo cual se evidenció en las discusiones de las sucesivas sesiones de la Constituyente. Quizás el caso más típico de discrepancia, haya sido el de Solano García y Manuel Barreiro. Ambos, junto a Lorenzo Fernández - futuro segundo vicario apostólico del Uruguay y primer rector de la Universidad- y Lázaro Gadea, como sacerdotes de indiscutida preparación, tuvieron una intervención destacada en la Asamblea. En esta época coexistían el catolicismo y el liberalismo, sin que nada perturbara el clima de unanimidad religiosa. Estos clérigos, debido a la misma realidad social y política que vivían, realizaron, en la práctica, la síntesis entre la ilustración y la fe cristiana. De hecho, estos curas contribuyeron al nacimiento de un Estado, que se organizaría y desarrollaría bajo los principios del constitucionalismo liberal.
La participación de los sacerdotes en asambleas políticas no era un hecho nuevo, ya que habían estado presentes desde el inicio de la revolución, acompañando la gestación de la nación oriental. Por ello, no es extraño encontrar a un grupo significativo de clérigos como integrantes de la Asamblea Constituyente y Legislativa. Esta asamblea, además de legislar respondiendo a las necesidades del momento, tenía la misión de darle forma política al Estado naciente, a través de una Constitución. El clero estuvo presente porque así lo habían decidido los pueblos orientales y porque eran considerados idóneos para desarrollar este tarea, por sus conocimientos jurídicos y canónicos, y por su experiencia en el manejo de los asuntos públicos, más allá de los pastorales, propios de su estado.
Estaban intelectualmente bien formados y prácticamente todos eran doctores. Habían estudiado, junto a otras figuras de la historia regional, en la Universidad de Córdoba o en el Colegio Real de San Carlos en Buenos Aires. Tenían ideas claras, necesarias en esos momentos en que se debía dar forma y contextura a la república, con la urgencia de generar profundas reformas en las estructuras jurídicas y sociales y crear nuevos estatutos de convivencia. La atención a las necesidades pastorales iba unida a las necesidades sociales y políticas, pero sin partidismos ni demagogias. Sin partidismos, porque no formaron un partido clerical; la diferencia de visiones entre ellos, por ejemplo sobre la relación Iglesia-Estado es un claro ejemplo, desmentiría terminantemente tal extremo, y sin demagogias, porque nunca antepusieron sus intereses particulares al bien de la comunidad.
Eran respetados por su sabiduría, ciencia y conocimiento, al igual que por sus valores y virtudes, más allá de su investidura sacerdotal o el prestigio eclesiástico. En un contexto de cultura de cristiandad, los clérigos no eran apreciados por su condición, sino por lo que cada uno aportaba en aras del bien común en ese ámbito de pluralismo político. Y la presencia de los clérigos, más allá de sus diferencias, contribuyó a brindar a esta Asamblea, especialmente en momentos de duda, el cariz cristiano católico con el que nació formalmente a la vida política el Estado oriental.
La lectura de las actas de la Asamblea General Constituyente y Legislativa permite detectar los decisivos aportes de estos sacerdotes. En este sentido, y solo a modo de ejemplo ilustrativo, es digna de mención la labor de los presbíteros Manuel Barreiro y Lázaro Gadea. El primero, convencido de que debía mantenerse una relación estrecha que debía existir entre las autoridades religiosas y las autoridades políticas, al iniciarse las discusiones del proyecto de Constitución, defendió la invocación a la Santísima Trinidad, sin la cual nada se debería emprender. Si bien, la idea no prosperó, se conservó la invocación a “Dios Todopoderoso, Autor, Legislador y Conservador”. Algo similar sucedió cuando se analizaron, sucesivamente, el artículo 5º, que determinaba que la religión del Estado era la católica, el pedido a la Santa Sede de erección de un obispado en Montevideo, la ley de imprenta, la ley de libertad de vientres y los artículos constitucionales referentes a la libertad de pensamiento y de prensa. En todos estos casos, Manuel Barreiro defendió al máximo la doctrina y la fe católicas, y el lugar de la Iglesia frente a las posturas liberales más extremas. Precisamente por ciertas desavenencias en la discusión de la ley de imprenta, Barreiro presentó renuncia a su cargo de diputado, la que no le fue aceptada; con otros pretextos se ausentaría de la Constituyente desde mayo hasta julio de 1829.
De modo similar se comportó el Pbro. Lázaro Gadea, sacerdote franciscano, luego del clero secular, nacido en Santo Domingo de Soriano y representante por aquella localidad, desde el inicio de la Asamblea. En marzo de 1824, ante la invasión de Lecor, se trasladó a Buenos Aires y allí fundó una escuela lancasteriana. Estuvo en varias parroquias de nuestro territorio y se destacó por su sabiduría y virtud. Además, fue el primer maestro de Jacinto Vera - futuro primer obispo del Uruguay -, en el inicio de su preparación al sacerdocio. De muy activa participación en la Constituyente, se debe a su tesón el nombre que lleva el país, pues defendió la denominación de “Oriental”, común a todos los naturales de esta tierra. Frente a aquellos que, obedeciendo a ideas centralistas, querían denominarlo Estado de Montevideo, Gadea defendió un nombre que incluyera también a los pueblos del interior. Así triunfó la idea que encontró en los hermanos Barreiro y en Lázaro Gadea sus más firmes defensores y se aprobó el nombre de Estado Oriental del Uruguay. Esta denominación se fundamentaba en el hecho de no provocar resquemores en los demás departamentos, como expresó Gadea, y en que el nombre orientales fue el que siempre llevaron los guerreros de la independencia, como recordó Manuel Barreiro. Gadea intervino activamente en otros temas, proponiendo un poder Legislativo unicameral, un Ejecutivo pluripersonal, elecciones democráticas directas y autonomía para la Iglesia.
En función de la acción de estos clérigos en el seno de la Asamblea Constituyente y Legislativa, entre 1828 y 1830, y el tenor de sus aportes, más allá de los matices, se destaca la profundidad de las ideas filosóficas, religiosas, políticas y jurídicas que se mantuvo en la discusión de la primera Carta Magna. De esta forma, es de fácil comprensión la dimensión trascendente que adquirió esta Constitución, promulgada el 28 de junio y jurada solemnemente el 18 de julio de 1830.
BIBLIOGRAFÍA
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JOSÉ GABRIEL GONZÁLEZ MERLANO