TEOLOGIA CONCILIAR. Trento en América

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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LA REFORMA POR VÍAS CONCILIARES

«Ecclesia semper reformanda» es un aforismo católico, acuñado en el Bajo Medievo (quizá en tiempos del Concilio de Vienne, 1311-1312), que después se divulgó también en medios protestantes, aunque con distinto sentido. Para los católicos nada esencial hay que cambiar en la Iglesia fundada por Cristo, porque su itinerario «in terris» ha sido substancialmente bueno. Los resultados han sido queridos por Cristo y alcanzados bajo la guía el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia.

Sin embargo, la Iglesia está constantemente necesitada de reforma «tam in capite quam in membris» porque, aunque santa, sus miembros son pecadores. Es, pues, “sancta simul et semper purificanda”. [1]

La teología protestante se apropió esta frase como algo característico, aunque cambiando su sentido. Fue popularizada por la tradición hugonote, es decir, por los reformados calvinistas. Para los protestantes, la Iglesia (también como institución) debe ser reformada, porque en un momento determinado se apartó de sus raíces. En consecuencia, no basta la purificación de los miembros; es preciso volver a los primeros estadios, anteriores a esa supuesta gran traición.

Guy Bédouelle sostiene que en ámbitos católicos ha habido dos vías tradicionales de reforma: la vía conciliar, de carácter institucional; y la vía mística, de plegaria, santidad y sacrificio.[2]A estas dos vías habría que añadir —a nuestro entender— una tercera vía: la teológica, es decir, el desarrollo de los estudios teológicos.

La vía conciliar remonta a los primeros tiempos de la Iglesia. Es conocido, en efecto, el canon quinto del primer concilio ecuménico celebrado en Nicea en 325: “Téngase concilio primeramente antes de la cuaresma, para que, arrancados todos los fingimientos, se pueda ofrecer solemnemente a Dios una ofrenda pura; reúnase un segundo concilio en las proximidades del otoño”.[3]

A comienzos del siglo VI, se mitigó esta disposición, pasándose a una frecuencia simplemente anual, por la dificultad que suponía una convocatoria bianual. El cuarto Concilio ecuménico de Letrán ratificó tal obligación: “No omitan los metropolitanos celebrar concilios provinciales con los sufragáneos todos los años, como se sabe determinaron antiguamente los padres”.[4]Como tampoco resultaba factible una convocatoria anual, el Concilio ecuménico de Constanza legisló que se celebrasen trienalmente: “Quod concilia provincialia fiant saltem de triennio in triennium.”[5]Situándose en la tradición que acabamos de describir, el Tridentino lamentaba que se hubiese descuidado la saludable costumbre de reunir periódicamente concilios provinciales.[6]

Debía convocarse además un concilio «intra annum», es decir, en el plazo máximo de un año a contar desde la clausura de Trento, “pro moderandis moribus, coirigendis excessibus, aliisque ex sacris canonibus permissis” (para moderar las costumbres, corregir los abusos y para otras cosas determinadas por los sagrados cánones de los concilios), para manifestar su obediencia al Romano Pontífice y para rechazar todas las doctrinas que el Tridentino hubiese condenado. Debería ser presidido por el metropolitano o, en caso de no haberlo, por el obispo más antiguo. El año comenzaba a contar a partir del 4 de diciembre de 1563.

San Pío V mitigó más todavía la obligación trienal, disponiendo que en América se reuniese concilio provincial, quinquenalmente. En 1583, Gregorio XIII amplió el plazo a septenal; finalmente Paulo V, en 1610, determinó que la frecuencia fuese cada doce años. Es importante tomar estos datos en cuenta para comprender las cuitas de conciencia de Loaysa y de Mogrovejo.

LA VÍA CONCILIAR EN LOS REINOS HISPÁNICOS Y AMÉRICA

Por lo que sabemos, tanto en América como en la metrópoli española, confluyeron cinco tradiciones canónico-teológico-pastorales. Por orden de antigüedad: a) la disciplina general de la Iglesia de celebrar concilio provincial cada tres años; b) la tradición visigótica de tener periódicamente concilios generales o nacionales, a los que el rey presentaba concretas peticiones; c) la reforma impulsada por los Reyes Católicos, con la celebración, entre otros, del Concilio de Sevilla de 1512; d) las disposiciones tridentinas de reforma, que primaban también la vía conciliar; e) la celebración inmediata de concilios provinciales, ordenada por Felipe II para la más completa y exacta recepción de Trento.

De la disciplina general eclesiástica ya hemos hablado. De la tradición visigoda habría que retener sólo su carácter político- religioso. En los concilios nacionales visigodos intervenía el monarca, que presentaba sus peticiones en forma de tomo regio, para que se deliberase sobre ellas. En Hispania se celebraron, con carácter general, doce concilios de Toledo. Dos de ellos tuvieron un relieve particular: el tercero, de 589, que oficializó la conversión de Recaredo, rey del 586 al 601, año de su muerte.

Recaredo era hijo segundogénito del rey visigodo Leovigildo y de Teodosia, hija del gobernador bizantino de la provincia Cartaginense; su hijo primogénito era Hermenegildo, decapitado al rechazar su conversión al arrianismo que profesaba su padre; sucedió entonces en el trono Recaredo a la muerte del padre. El cuarto concilio toledano es el de 633, que formalizó la costumbre del «tomo regio».[7]Pasados los siglos, los Reyes Católicos impulsaron la convocatoria de sínodos con vistas a la mejora del episcopado y del clero castellano. Entre todos destaca el de Sevilla de 1512.

EL SINODO DE SEVILLA DE 1512

Las sinodales del importante Concilio hispalense de 1512 rigieron en América hasta cumplido el año 1545, porque las primeras diócesis americanas fueron sufragáneas de Sevilla mientras no eran erigidas las provincias eclesiásticas de ultramar.[8]Fueron muchos los temas tratados en el concilio con el deseo de solucionar la falta de vitalidad de esa provincia eclesiástica.[9]Siguiendo las costumbres de la época, la asamblea no se limitó a establecer normas, sino señalar penas eclesiásticas y pecuniarias.

Se exhortó a los clérigos a enseñar los misterios de la fe católica, el Evangelio y las oraciones cristianas, no sólo a los cristianos viejos, sino también a los judíos y mahometanos conversos al cristianismo, así como a administrar correctamente los sacramentos en las parroquias; a dar a conocer a los fieles las fiestas de la Iglesia y cómo cumplir con el precepto cristiano, evitando en las fiestas litúrgicas de precepto las comilonas, los vicios y los juegos, y prohibiendo que se abriesen las tiendas y se realizase cualquier tipo de trabajo que rompiese el descanso preceptuado; y se animó a castigar a quienes acudiesen a adivinos y magos.

También se estimuló a los sacerdotes a cuidar espiritual y materialmente de los enfermos y moribundos y a ejecutar con diligencia los testamentos (costumbre arraigada en la época bajomedieval y expuesta en los «artes de bien morir»); a evitar y a denunciar a las autoridades competentes las personas que vivían públicamente en pecado, no cumplían con el precepto pascual o permanecían voluntariamente en excomunión demasiado tiempo, ya fueran clérigos o seglares. Con los pocos ejemplos señalados, se comprenderá que las disposiciones de 1512 contribuyeron a una importante moralización de las costumbres públicas y privadas, y a una mayor instrucción religiosa del pueblo cristiano.

En cuanto a los clérigos, se estimuló el rezo del oficio divino y la celebración de la Santa Misa según unas mismas normas rituales para toda la provincia eclesiástica; se encareció a oficiar con más recogimiento, rechazando todo lo que pudiese perturbar al sacerdote y la dignidad de la ceremonia; se prohibió a los párrocos jugar a naipes o dados en las iglesias, y recibir más estipendios de los previstos. Recomendó que los clérigos fueran graves en su conversación, modo de andar y trato, vistiendo honestamente y rechazando todo tipo de distintivos y colores llamativos en su ropa; animó a la austeridad en la comida y bebida; les prohibió bailar o cantar canciones de seglares, acudir a corridas de toros, blasfemar, jurar o pasear a horas poco convenientes.

Determinó que los sacerdotes confesasen y comulgasen al menos en las tres pascuas del año (Resurrección, Pentecostés y Navidad) con un sacerdote habilitado para oír confesiones; exhortó a los clérigos a vivir en castidad y prohibió que tuviesen concubinas y asistiesen a matrimonios o bautismos de sus hijos o nietos y les dejasen donación o legado; también prohibió que los clérigos se dedicasen al negocio de comestibles. Mandó que los clérigos residieran en sus propias parroquias y dispuso que no se ausentasen sin permiso del prelado.

Prohibió dar licencias a los religiosos para celebrar Misa, pues éstos aprovechaban la obtención de licencias para cambiar de hábito; y ordenar in sacris personas demasiado jóvenes. Exigió examinar a los candidatos a órdenes, y determinó que se evitase la ordenación sacerdotal sólo por recomendación de personas poderosas. Exhortó a los clérigos a no celebrar matrimonios clandestinos y de forasteros sin previa comprobación de que los cónyuges eran hábiles para el matrimonio.

Recomendó no admitir en las iglesias a cuestores, limosneros o promulgadores de bulas o indulgencias sin previa aprobación del obispo para evitar abusos y engaños a los fieles, y que no se permitiese celebrar la Misa, sin más, a cualquier sacerdote. Animó a los obispos a visitar una vez al año su diócesis o bien a delegar en varones doctos las visitas. Dispuso, también, que no se pudiese ser mayordomo de una iglesia por más de dos años y que se rindiese cuentas públicamente de los gastos realizados; y que se llevase un libro público, con las posesiones, fincas y tributos de todas las iglesias, beneficios y bienes dejados para aniversarios, fiestas y fundaciones.

Acerca del culto, estableció que hubiese un sagrario en sitio bien construido y embellecido, y cerrado con llave, donde reservar el Santísimo Sacramento, el óleo sagrado y las reliquias de los santos; que se renovasen las especies eucarísticas cada ocho días y que se lavasen los corporales al menos una vez al mes; que no se sacasen los ornamentos de las iglesias ni se empeñasen o vendiesen los vasos y ornamentos sagrados; que no se celebrase misa en casas particulares o se administrase en ellas los sacramentos, sino en la iglesia, salvo in articulo mortis; que no hubiese representaciones de autos teatrales o de la pasión del Señor en el interior de los templos; y que el sacristán custodiase las iglesias por las noches.

Es evidente que estas disposiciones sobre la vida clerical y litúrgica reflejan con gran precisión las principales lacras de la vida eclesiástica de la España renacentista, y que su aplicación supuso un gran avance en la reforma del clero secular, muy abandonado durante la crisis conciliaría y durante las largas guerras civiles del siglo XV. Al mismo tiempo, tales sinodales contribuyeron a la dignificación del culto y la «eucaristización» de la vida litúrgica, con todas las implicaciones que tal paso significó para la mejora de la vida espiritual del clero y de los fieles.

Se proscribieron las segundas nupcias sin haber enviudado todavía, o mediando parentesco en grados prohibidos; también se prohibió a los delincuentes que, huyendo de la justicia, se amparasen en las iglesias durante demasiado tiempo y, en todo caso, se exigió a tales personas un comportamiento decoroso y honesto mientras gozaban del privilegio del fuero; se prohibió que el brazo secular encarcelase a ningún eclesiástico ni causase daño a lugares o posesiones de iglesias o monasterios, o violase sus derechos; se determinó que no se utilizasen las iglesias para reuniones profanas; y se acordó que no se construyesen fortalezas en las iglesias o cementerios.

El Sínodo de Sevilla fue, pues, un típico sínodo de reforma, con especial atención a corregir las costumbres de los clérigos; a restaurar el esplendor del culto; y a fomentar la formación catequética del pueblo cristiano en los temas más fundamentales, particularmente la vida sacramental, la moral matrimonial y el cumplimiento dominical; con una importante incidencia en la moralización de las costumbres públicas y en la reafirmación de los fueros eclesiásticos. También introdujo orden en las cuentas económicas de las iglesias parroquiales y en la administración de los beneficios, y sancionó, mucho antes que Trento, la obligatoriedad de la residencia para el clero con cura de almas.

LA TRADICIÓN CONCILIAR EN AMÉRICA ANTERIOR A TRENTO.[10]

Las asambleas eclesiásticas americanas más tempranas se reunieron en la Nueva España, cuando todavía no habían sido erigidas las provincias eclesiásticas americanas. Fueron las juntas mexicanas (1524-1545). A ellas asistieron, desde 1531, Juan de Zumárraga (entonces ya obispo electo de México) y Julián Garcés (obispo titular de Tlaxcala). A partir de 1537 llegaron a participar en esas Juntas hasta tres o cuatro obispos, siendo en la práctica verdaderos concilios provinciales, a falta de algunas formalidades canónicas.

En Lima las cosas se desarrollaron con algún retraso, puesto que la diócesis no fue erigida hasta 1542. Jerónimo de Loaysa tomó posesión hasta 1543, en plenas guerras civiles. En todo caso, ya el 11 de diciembre de 1544, Felipe II, entonces todavía regente de España, instaba a Loaysa a reunirse con los obispos de Cuzco y Quito, aun cuando no hubiese sido erigida la provincia eclesiástica: “Si acaso a esa ciudad [Lima] se viniesen a juntar los obispos del Cuzco y Quito, vos y ellos platicaréis las cosas que viéredes que son necesarias proveerse, tocantes al aumento y ampliación de nuestra santa fe católica y a la edificación y buen servicio de las iglesias de vuestros obispados y proveeréis en ello lo que viéredes que conviene”. Como Lima no era todavía arzobispado y el Perú se hallaba inmerso en las largas y sangrientas guerras civiles, Loaysa tuvo que conformarse con preparar una importante «Instrucción», en forma de sinodales, dirigida a los sacerdotes que eran curas o doctrineros de indios. La «Instrucción» fue terminada en 1545, en plena guerra civil peruana, e impuesta como obligatoria a todos los curas que estaban bajo su jurisdicción.

Dominada la rebelión de Gonzalo Pizarro por La Gasca y pacificado el Perú, volvió Loaysa a ocuparse de su «Instrucción», que corrigió y revisó, contando con el parecer del mismo La Gasca, con el obispo de Quito y con el oidor de Lima. Acabada la corrección en febrero de 1549, fue firmada por el arzobispo y entregada para su ejecución. Erigida ya la provincia eclesiástica, Loaysa escribía en 1549 al rey informándole de su intención de convocar concilio provincial.

El primer Concilio límense fue convocado por el dominico Loaysa . Ninguno de los sufragáneos acudió personalmente a la celebración. Unos se excusaron y otros ni siquiera lo hicieron. Los prelados convocados fueron el dominico Fray Juan Solano, obispo de Cuzco; don García Díaz de Arias, obispo de Quito; don Juan del Valle, obispo de Popayán y el dominico Pablo de Torres, obispo de Tierra Firme. Rodrigo de Arcos, clérigo, asistió en lugar del obispo de Panamá; el licenciado Juan Fernández fue el representante del obispo de Quito; y el inquieto presbítero Rodrigo de Loaysa representó a fray Juan Solano, obispo de Cuzco. La sede del obispado de Nicaragua estaba vacante.

Parece que asistió a las sesiones el virrey don Antonio de Mendoza, recién llegado a Lima, y los oidores. También estuvieron representados los cabildos de Lima (por el deán Don Juan Toscano y el maestrescuela Don Juan Cerviago); y el de Cuzco (por Fortún Sánchez de Olave). Acudieron también y firmaron las actas los provinciales de las cuatro Órdenes religiosas que residían y tenían conventos en Lima: fray Juan Bautista Roca, de la Orden de Santo Domingo; fray Juan de Estacio, de la Orden de San Agustín; y fray Miguel de Orenes, de la Orden de la Merced. Como secretario actuó el canónigo Agustín Arias.

Las Órdenes religiosas enviaron lo mejor que teman. Además de los provinciales, asistió el dominico fray Domingo de Santo Tomás, uno de los más experimentados misioneros de indios que hubo en el Perú y de los mejores conocedores, tanto de la lengua nativa como de sus usos y costumbres; y el minorita [franciscano] fray Francisco de Vitoria, primer comisario que la Orden franciscana tuvo en el Perú. El Concilio se abrió el 4 de octubre de 1551 y fue concluido el 23 de enero de 1552.

Ciertas disposiciones del primer Límense plantearon algunas perplejidades, de las cuales se hizo eco el jesuita José de Acosta, pocos años después. Por ejemplo, que se considerase suficiente, para recibir el bautismo, una aceptación global de la fe de la Iglesia y la buena voluntad del bautizando, en situaciones de urgencia o de indios muy rudos; que los indios fuesen excluidos, hasta que estuvieran bien arraigados en la fe, de los sacramentos de la confirmación, Eucaristía y el sacramento del orden.

Un punto importante de este concilio, por las consecuencias que acarreó, fue la disposición sobre los matrimonios en grado prohibido: se dispuso que antes de bautizarse se separasen y que si estaban casados verdaderamente, según sus ritos y costumbres, se autorizase a ratificar el matrimonio en la Iglesia, hasta que fuera consultado el asunto al Papa. El arzobispo consultó a Roma el caso frecuente entre los incas del matrimonio con hermanas y Pablo IV le respondió, según todos los indicios, con una reprimenda por haber permitido la ratificación «in facie Ecclesiae» de tales matrimonios.

En relación con la reforma de la Iglesia por la vía conciliar lo único que hemos detectado en el primer Límense es una substanciosa afirmación al comienzo del prólogo: “Una de las mayores fuerzas en que la Iglesia se sustenta y con que mayor temor y flaqueza pone en sus enemigos es la Congregación de los Concilios y Sínodos, esto tiene autoridad y principio de los Apóstoles, príncipes y fundadores della y siempre la Iglesia regida en todo por el Espíritu Santo lo [h]a continuado y pues en nuestros tiempos [h]a sido Dios Nuestro Señor servido que se descubriesen estas provincias que de inmensurable tiempo están pobladas de gentes, de quien no leemos ni se [h]a podido entender tuviesen conocimiento de la verdad ni se les [h]aya predicado el Evangelio, para dar orden mediante su divina gracia y misericordia cómo se les predique y enseñe nuestra sancta fede católica, pues son capaces de ello y asimismo para dar orden al culto divino y servicio de las iglesias y ministros dellas y corrección y enmienda de las vidas y costumbres de los cristianos de este Arzobispado y de los Obispados sufragáneos a él”.

Es evidente la alusión al denominado «concilio de Jerusalén», tenido en torno al año 50 (“esto tiene autoridad y principio de los Apóstoles”). Es innegable, asimismo, el conocimiento de la vía conciliar como camino para la reforma eclesiástica. En la constitución décima para los naturales se prescribe, para la administración del bautismo, el «Manual Romano» (que evidentemente no es el Ritual romano, que no se publicó hasta en 1614), prefiriéndolo al «Manual Sevillano», cuyos ritos eran demasiado largos; en cambio, determinó que para los españoles se usase el «Manual Sevillano».


NOTAS

FUENTES Nos ceñimos a las fuentes más accesibles de los cinco primeros concilios provinciales peruanos, dos de Jerónimo Loaysa y tres de Santo Toribio de Mogrovejo, aunque algunas ediciones incluyen también el sexto Límense, perteneciente al ciclo carolino. - Juan TEJADA Y RAMIRO ofreció una versión abreviada de los decretos de los seis Limenses, en los volúmenes V y VI de su serie Colección de cánones y de todos los concilios de España y América, Imprenta de Don Pedro Montero, Madrid 1849-1855. - Rubén VARGAS UGARTE, Concilios limenses (1551-1772), s/ed, Lima 1951-1954, 3 vols. (obra rara y de difícil consulta, de la que existe una versión en microfichas preparada por CIDOC Project). Los dos primeros volúmenes ofrecen los textos de los seis concilios del ciclo virreinal, con una breve, excelente presentación. El tercer volumen es una historia de esos mismos concilios, con preciosos apéndices documentales - Hay edición crítica de los tres primeros concilios limensos: Francisco MATEOS, Constituciones de indios del primer Concilio Límense (1552), en “Missionalia Hispánica”, 7 (1950) 16-64; ID., Segundo Concilio provincial Límense 1567, en “Missionalia Hispánica”, 7 (1950) 211-296, 525-617; y Francesco Leonardo LISI, El Tercer Concilio Límense y la aculturación de los indígenas sudamericanos. Estudio crítico con la edición, traducción y comentario de las actas del concilio provincial celebrado en Lima entre 1582 y 1583, Ediciones Universidad de Salamanca (“Acta Salmanticensia. Estudios Filológicos", 233), Salamanca 1990 (bilingüe) [es, con diferencia, la mejor edición, con una excelente introducción). - Hay versión sólo castellana del III Limense; Enrique T. BARTRA (cd.), Tercer Concilio Límense 1582-1583, Publicaciones de la Facultad Pontificia y Civil de Teología de Lima, Lima 1982 (publica los decretos, el sumario conservado en El Escorial, las reales cédulas de convocatoria y aprobación, y cuatro cartas; do Santo Toribio, José de Acosta, Cardenal Antonio Carafa y Cardenal Alejandro Peretti).

- Juan Guillermo DURAN (ed.), Doctrina cristiana, Catecismo Menor y Mayor, Confesionario para los curas de indios y Tercero Catecismo o sermonario, en ID., Monumenta Catechetica Hispanoamericana (siglo XVI-XVIII), Publicaciones de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina, Buenos Aires 1990, vol. II, “Introducción”, pp. 331- 445, “Instrumentos catequéticos” (en versión sólo castellana), pp. 421- 741. Hay una edición facsimilar de todos los instrumentos catequéticos del III Limense: Luciano PEREÑA (ed.), Doctrina Christiana y Catecismo para instrucción de indios, ed. facsímil del texto trilingüe de 1584, CSIC (“Corpus Hispanorum de Pace”, 26-2), Madrid 1985.

JOSEP-IGNASI SARANYANA

©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 9 (2006)

  1. Lumen gentium, 8
  2. Guy BÉDOUELLE, La Reforma del catolicismo (1480-1620), BAC (“Iglesia y Sociedad”, 10), Madrid 2005, p. 29.
  3. Habeatur autem concilium semel ante dies quadragesimae, ut ómnibus si quae sunt simultatibus amputatis, mundum solemne Deo munus possit oferre; secundum vero concilium agatur circa tempus autumni” (citado por Gonzalo MARTÍNEZ DÍEZ, Del decreto tridentino sobre los concilios provinciales a las conferencias episcopales, en W. AA., Miscelánea conmemorativa del Concilio de Trento [1563-1963]. Estudio y documentos, CSIC, Madrid-Barcelona 1965, pp. 249-263, aquí p. 251).
  4. “Sicut olim a sanctis patribus noscitur institutum metropolitani singulis annis cum suis sufíraganeis provincialia non omittant concilia celebrare” (const. 6, en COeD 236-23725:3).
  5. Año 1417, articulo 29. Esta disposición fue recogida y confirmada por el papa Martín V en los decretos de reforma de 13 de abril y 16 de mayo de 1425. Cfr. Gonzalo MARTÍNEZ DÍEZ, Del decreto tridentino sobre los concilios provinciales a las conferencias episcopales, cit. en nota 3, p. 254.
  6. Canon segundo del decreto de reforma de la sesión XXIV, en COeD 76114-36, aprobado en el tercer período (1561-1563). Trento también instaba, en el mismo canon, a que se celebrasen anualmente sínodos diocesanos (“synodi quoque diocesanae quotannis celebrentur”).
  7. Cfr. José ORLANDIS, Los concilios en el reino visigodo católico, en José ORLANDIS — Domingo RAMOS-LISSÓN, Historia de los concilios de la España romana y visigoda, EUNSA, Pamplona 1986, pp. 163 y ss.
  8. Cfr. Armando COTARELO y VALLEDOR, Fray Diego de Deza. Ensayo biográfico, Imprenta de José Perales Martínez, Madrid 1905.
  9. Edición de los decretos en: Juan TEJADA Y RAMIRO (ed.). Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia española, traducida al castellano, II. Concilios del siglo XV en adelante, Imprenta de Don Pedro Montero, Madrid 1855, tomo V, pp. 67- 111.
  10. Sobre el marco teológico hispanoamericano de la primera evangelización, cfr. Josep- Ignasi SARANYANA, Teología profética americana. Diez estudios sobre la evangelización fundante, Eunsa, Pamplona 1991.