MÁRTIRES MEXICANOS DE LA FE CATÓLICA
El catolicismo, parte integrante de la historia de México
A ningún observador de la historia de México se le escapa el hecho que desde el momento en el cual México entra en la historia moderna occidental, pasando por las diversas etapas de su formación: desde su nacimiento y adolescencia y luego por la etapa de su juventud y mayor madurez, el catolicismo ha sido siempre parte integrante de su piel, de la sangre que corre por sus venas y de los latidos de su corazón.
Dentro de esta historia la realidad de la Iglesia y la del Estado van parejas, por no decir íntimamente unidas desde que Hernán Cortés pisó tierra mexicana en 1519. Durante tres siglos a nadie se le ocurrió poner en duda esta realidad unida, o esta co-presencia, que llenaba todos los ámbitos de la vida cotidiana. Incluso más, la presencia de la Iglesia en esa vida daba estabilidad y fuerza al poder estatal en sus diversas fases y situaciones. Sin embargo aquella convivencia descansaba sobre unas bases donde cada uno tenía su propio ámbito y sus límites precisos. Cada uno sabía muy bien lo que le competía y el campo que salía del ejercicio de su misión propia.
Mediado el siglo XVIII las cosas empezaron a cambiar, cuando el regalismo de la monarquía borbónica comenzó a prevalecer sobre la antigua tradición jurídica española, la que debía mucho a la famosa escuela jurídica de Salamanca. En los antiguos debates sobre el Patronato fueron prevaleciendo cada vez más las interpretaciones a favor del poder de Estado, omnipresente en todos los ámbitos de la vida social y por ello también en el eclesiástico, como control de la vida de la Iglesia también en sus mínimas expresiones.
La mentalidad del Patronato pervive tras la independencia Tras la independencia, muchos políticos siguieron pensando con las mismas categorías: el Patronato no había sido dado al rey sino a su oficio, es decir, a la Corona [el Estado]; por ello ahora seguía vigente en el Estado nuevo que le había sucedido, en el nuevo régimen republicano y en los presidentes de las nuevas repúblicas americanas. La mentalidad persistiría entre cenizas, pero siempre latente hasta bien entrado el siglo XX.
En el fondo esta es la mentalidad que se encuentra en la legislación del primer México independiente, y que luego poco a poco se va secularizando hasta alcanzar su máxima expresión con la Constitución de 1917 y de las leyes de Calles de 1926; este espíritu transpira por ello toda la historia de esta legislación estatal.
Sin embargo hay que recordar que aquella convivencia y mutuo sostén entre el mundo eclesial y el estatal, van a fallar; y al Estado, a la Corona, le va a faltar aquel sostén cuando más lo va a necesitar, precisamente porque había comenzado a minar la debida autonomía y subsistencia del mundo eclesial, quitándole su propia característica y queriendo controlarlo hasta la última gota de su pan diario.
Buena parte de la legislación de la Corona española de la segunda mitad del siglo XVIII puede francamente llamarse «anticlerical» en este sentido; legislación que continuará a lo largo del siglo XIX español y que en la Nueva España – México, llenará las dos primeras décadas bajo España y luego seguirá creciendo a su modo durante el primer siglo de independencia.
Los antagonismos entre el Estado y la Iglesia en el siglo liberal
A lo largo de todo el siglo XIX hispanoamericano, republicano en general y mexicano en particular, asistimos a estos continuos vaivenes y debates. Se trata de un tira y afloja entre las corrientes liberales y las eclesiásticas, en clave casi siempre antagónica, de manera duradera y pertinaz por ambas partes. El Estado republicano pretendía asumir las prácticas y derechos del antiguo Patronato real como heredero jurídico de la monarquía hispana, algo que la Iglesia no podía ya aceptar en aquellos términos. La aspereza de la confrontación se manifiesta en las luchas y en las sucesivas legislaciones del siglo en materia eclesiástica. La gente sencilla del pueblo enseguida lo empezó a entender como un intento por parte de algunos componentes más radicales del Estado liberal, de querer “descatolizar” a la nación mexicana, secularizar el país y permitir una sombra privada de religión, como ya alguien polémicamente apuntaba ante el atisbo de las primeras leyes restrictivas o de control “patronal” en materia eclesiástica, algo ya muy corriente en todos los gobiernos liberales europeos del siglo. Nacía así también un partido con claros tintes anticlericales, con la masonería de por medio en muchos casos, que con el andar del tiempo habría de convertirse en antirreligioso y, después de la vuelta a la tolerancia, en positivista, sectario y perseguidor. Aquel partido reformista, radicalmente anticlerical, comienza a usar una terminología con claros tintes ideológicos de matriz del siglo XVIII, pero calca ahora los matices, y empieza a hablar no solamente de una sociedad y de una Iglesia “renovada” como habían escrito los ilustrados españoles del siglo XVIII. Ahora aquí se introduce un término nuevo: el de una “religión reformada”, moral y razonable; de “reforma” social y religiosa. Está claro que el lenguaje apuntaba a concepciones del protestantismo ideológico clásico. Es aquí donde hay que buscar las raíces de la persecución anticatólica que hemos intentado presentar junto con sus mártires. Por ello no es suficiente hablar de anticlericalismo en este caso. El término le queda estrecho al cuerpo real del fenómeno en México. Habría que hablar más bien de una «secularización» en acto que pretende usar conceptos antiguos tomados de los moldes del reformismo español del siglo XVIII y del racionalismo ilustrado europeo de la misma época, sin renunciar en absoluto a las pretensiones del viejo Patronato real en materia eclesiástica, solamente que ahora totalmente secularizado, como en los buenos tiempos de la Revolución francesa. Para ello había que olvidar el pasado católico tradicional, o al menos encerrarlo en el armario de los recuerdos. En este proceso, el nuevo Estado republicano que se intentaba crear se topaba con el muro de la Iglesia y había que derribar este muro. Los liberales decimonónicos no persiguen a la religión; respetan a la primera y obstaculizan a la Iglesia. Ven la utilidad del sentimiento religioso y de la moral para la buena marcha del Estado mismo, como lo veía Robespierre y sus compañeros de la Convención republicana francesa. En aquella batalla, el primer obstáculo que los liberales querían derribar era por lo tanto el clero con todos sus privilegios sociales, su preeminencia y sus instituciones; había que convertir al clero en un funcionariado controlado por el Estado de derecho. En tal sentido la legislación en materia eclesiástica y educativa que jalona la vida de México durante el siglo XIX y las primeras tres décadas del XX, nace de esta convicción.
El sentido del término e idea de “reforma”
Los demás elementos que hemos señalado: por una parte se asiste al intervencionismo de los Estados Unidos en la vida mexicana y sus intentos de control, y de “anexión” geográfica y política, y de protectorado efectivo de varias formas; y por otra, a la atracción, también ideológica, ejercida por aquel país sobre una clase social, económica, intelectual y política y, los proyectos de algunos de fomentar una cierta “protestantización” de México. Por ello hay que entender correctamente el término y su contenido, que ni es homogéneo ni lineal. E incluso a veces se dan aparentes contradicciones en personas que, por una parte mantienen un claro resentimiento antinorteamericano, y por otra sufren una escondida atracción que no siempre logran disimular. Se trata aquí de una especie de “síndrome de Estocolmo”, como en los casos de los secuestrados por parte de sus secuestradores. Pero hay un hecho claro a lo largo de la historia mexicana del siglo XIX. Es el intento de querer revivir por una parte, el contenido y las formas adaptadas de control de la vida religiosa del antiguo Estado virreinal bajo el viejo Patronato; y por otra, los intentos de introducir nuevas formas de “reforma” aplicadas al Estado, siguiendo las pautas ideológicas de matriz protestante. En el siglo XIX varias veces México corrió el riesgo de casi desaparecer del mapa político para ser absorbido en un protectorado bajo la tutela del vecino del Norte, o de otros que tardía y anacrónicamente lo pretendieron, como fue el caso de Napoleón III y la intentona fallida de creación de un imperio latino con Maximiliano de Habsburgo a la cabeza. En esta lucha política e ideológica se impondrá el término de “reforma”, acuñado por algunos políticos liberales para designar su movimiento, donde no se escondía su admiración por la experiencia de los protestantes reformados del siglo XVI, símbolos para ellos, de progreso y de tolerancia. Esta idea la encontramos repetida por diversos políticos mexicanos de la época, y llegará como un estribillo hasta los tiempos de las leyes anticatólicas de los años 1917-1926. Ven en el catolicismo la raíz de los desastres de México, y simultáneamente ven en la supremacía norteamericana su fuente protestante. La unión causal, según ellos, para explicar la miseria de los unos y el progreso de los otros era evidente. Creemos que aquí radica también una clave para entender el sentido de este anticlericalismo, así como el sentido “religioso” de la “Reforma”, a partir de 1857 y de todas las leyes por ella emanadas en los diversos campos de la vida pública, incluido el religioso y el educativo. Ciertamente los políticos liberales trataban de imitar la experiencia de los Estados Unidos en todos los ámbitos, sin captar precisamente como los Estados Unidos habían llegado a una clara, pura y neta separación de las competencias respectivas de la Iglesia y del Estado en el mutuo respeto de cada campo y sin injerencia alguna. Aquí radicaba precisamente la laicidad del Estado en Norteamérica, cosa que en México no se supo en absoluto captar o seguir en aquella época. Esta confusa aceptación de elementos democráticos y laicos por una parte, y al mismo tiempo el deseo de crear un Estado “religiosamente laico”, se ve en las modalidades con que se celebraron las diversas asambleas constituyentes en la segunda mitad del siglo XIX y hasta la de 1917. Por ello, las leyes estatales de carácter eclesiástico no solamente miraban a intervenir en la vida de la Iglesia, sino que se proponían fundar un nuevo Estado imitando a su manera la experiencia del vecino del Norte.
Un Estado teórico, dividido e impreciso frente al pueblo real
Pero este Estado era débil, sujeto a continuos pronunciamientos, caído con frecuencia en manos de bandoleros de la vida pública. Frente a este Estado se encontraba el pueblo que continuaba arraigado en su fe católica y la Iglesia como estructura visible. La debilidad de este Estado refuerza a la Iglesia, combatida precisamente por él. Y aquí hay que leer entonces toda la serie de acciones persecutorias contra ella que se resuelven siempre en inútiles exilios, despojos e incluso matanzas. Aquella mentalidad quería intervenir en la vida incluso interna de la Iglesia. No se trataba simplemente de confiscar bienes eclesiásticos, sino de controlar y organizar la vida de la Iglesia, incluso en su estructura interna, bajo la apariencia de una reorganización del culto, para que ésta se adecuase a la nueva concepción del Estado que se quería recrear. Y este Estado quería establecer con leyes rígidas e inapelables, hechas contra el sentir del mismo pueblo, el lugar de la Iglesia y de la religión en la sociedad mexicana una vez para siempre. En el fondo se proponían que la Iglesia, reducida a un viejo culto, se extinguiera lentamente, una vez que ya la habían arrojado fuera de la vida del mundo y la habían encerrado en sus viejos templos, muchos de ellos ya casi en ruinas. Violentaban así a la misma historia y al pueblo mexicano. Todo ello era ya una derrota en partida. En todo este proceso, llevado a cabo por un pequeño grupo de intelectuales y de caciques militares o civiles, el pueblo sencillo estuvo totalmente al margen e indiferente cuando no se le tocaba en su vida religiosa de manera directa. Este “pueblo de cristiandad monolítica reaccionó violentamente contra la reforma, cuando tocó a la Religión, contra la reforma concebida como antirreligiosa.”
No sólo anticlericalismo, sino odio anti-eclesial: persecuciones y martirios
Durante los años que siguen al estallido de la Revolución en 1911 y hasta llegada la década de los cuarenta, el odio perseguidor contra la Iglesia se expresó en mil maneras. Durante este periodo dieron su vida por la fe católica numerosos sacerdotes y seglares; para el año 2005 la Iglesia ya había colocado en el honor de los altares a 40 de ellos; fueron todos asesinados por las autoridades del Estado sin juicio alguno; casi todos previamente fueron torturados y ejecutados en el mismo lugar de su detención, alevosamente, durante la noche, por miedo a la reacción popular. En algunos casos la ejecución fue pública y bárbara para asustar y escarmentar a la gente. Los sacerdotes murieron exclusivamente por ejercer su ministerio sacerdotal. Eran conscientes de que el ejercicio del ministerio sacerdotal los condenaba a una muerte segura. Pudieron huir, como otros lo hicieron, pero prefirieron permanecer en sus parroquias o volver a ellas si habían sido expulsados para alimentar la fe de los cristianos y sostenerles en su adhesión al Papa y a la Iglesia Católica. Estos sacerdotes exponían a diario su vida para impartir los sacramentos de la Santa Iglesia, sobre todo celebrando la Eucaristía y visitando en sus domicilios a los enfermos o a los perseguidos. Celebraban la Eucaristía en las casas particulares; conocían uno a uno a sus feligreses, que les acogían poniendo en peligro sus vidas al reconocer en estos sacerdotes la presencia confortadora de Jesucristo. Como escribe la Información del proceso de beatificación: "Se daban cuenta de que ellos [los sacerdotes] iban por delante en la profesión de la fe sin seguir la voz de los extraños" Eran sacerdotes normales. No se trataba ni de titanes ni de héroes griegos. Lo que llama más la atención en su vida es precisamente la conciencia que tenían de su pertenencia a Cristo y a su Iglesia, vivida en la dura cotidianidad como se vive perteneciendo a un Acontecimiento siempre presente. Alimentaban tal conciencia con una vida de profunda comunión con sus hermanos sacerdotes y con sus fieles. Todos muestran un amor profundo a la Eucaristía, a la Misa, a la Virgen y al Papa, y una sensibilidad exquisita hacia los problemas de los más pobres. Ellos mismos son hombres del pueblo y con el pueblo viven toda la vida hasta la muerte. El pueblo los reconoce como suyos. Ya los proclama mártires en el mismo momento de su ejecución y no teme manifestar su fe ante los tiranos, como lo demuestran sus sepulturas que recuerdan la de los mártires de la Iglesia primitiva. En los días aciagos de la persecución, muchos católicos se habían levantado en armas para defender los derechos humanos y los derechos de la libertad religiosa (guerra de los cristeros o Cristiada), pero estos mártires, sin ignorar el heroísmo de sus hermanos, no tomaron el camino de las armas. No hablaron mal contra nadie. Se dedicaron por completo a sostener en la fe a sus hermanos, imitando al Buen Pastor. La historia de la Iglesia en México sobresale como paradigma de valor y resistencia, sometida como estuvo desde 1911 hasta 1940 a una violenta hostilidad, la cual fue tan acerba que el Papa Pío XI la comparó a la de los primeros siglos cristianos. El catolicismo mexicano no fue reaccionario a los cambios sociales. Los congresos social-católicos anteriores a la Revolución, las numerosas iniciativas en el campo educativo y social popular lo demuestran. Pero las fuerzas liberales y masónicas triunfantes en 1917 quedaron en manos de hombres visceralmente enemigos de la Iglesia Católica. Quisieron cancelar para siempre el sujeto católico mexicano. La explicación de tan cruda intolerancia ha de buscarse precisamente en el carácter popular del catolicismo mexicano; esa presencia tan incómoda y de simpatía tan difundida en el pueblo, tenía que ser suprimida a la fuerza. Al principio, como no se podía con las armas, se pretendió hacerlo con las leyes, pero luego cuando las leyes se mostraron ineficaces, se volvió de nuevo a los pelotones de ejecución. Ninguno de los Mártires fue sometido a juicio alguno; ninguno fue condenado por crimen alguno demostrado, ninguno bajo la legalidad. Como en el caso de las persecuciones romanas, y de todas las persecuciones, fue la simple pertenencia confesada a Jesucristo muerto y resucitado, confesado sin ambigüedades en aquel grito mil veces repetido y que los Mártires gritaban antes de morir y rubricaban con su sangre: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!
Algunos rasgos de los Mártires
A los Mártires mexicanos se puede aplicar lo que San Efrén escribía de los primeros mártires cristianos: "Ecce vita in ossibus martyrum: quis dicat ea non vivere? Ecce monumenta viva, et quis de hoc dubium moveat" (“He aquí la vida en los huesos de los mártires: ¿quién se atreve a decir que no están vivos? He aquí los monumentos vivos, y ¿quién puede dudarlo?”). Tales monumentos vivos de la presencia de Jesucristo son estos Mártires, y el "bajo pueblo cristiano", como lo llamaban despectivamente los masones y los liberales reformistas de entonces, permaneció fiel a su fe a pesar de la hostilidad de la masonería que se había filtrado ya a partir del siglo XVIII en la burguesía económica e intelectual criolla, protagonista en parte de la independencia y con frecuencia protegida por los hermanos "del Norte" y de Europa. Un estudio atento de esta historia demuestra el preciso plan de desmantelar las raíces católicas y un declarado desprecio no sólo hacia todo lo hispánico, sino también hacia todo lo "indio" a pesar de todo el "indigenismo" aparente de muchos exponentes revolucionarios. De aquel sujeto popular católico salen los Mártires, que despiertan a muchos cristianos de un largo letargo. Son todos personas del pueblo. Comienza también aquí en la moderna historia de México un movimiento eclesial que ha vivido el Acontecimiento de Jesucristo como un «está aquí», vivo en una sociedad donde se le ha querido siempre desterrar, o al menos reducir a momentos de folklore familiar. Es importante señalar la profunda devoción a la Eucaristía de todos los Mártires, como confesión de una Presencia real, viva. Muchos de los sacerdotes mueren mientras iban a celebrar Misa, inmediatamente después o a causa de ella, incluso algunos mueren con las formas consagradas en la boca, consumidas de prisa y corriendo para evitar profanaciones; otros se las hacen tragar los verdugos sacrílegamente. Todos viven de la Eucaristía. La adoración nocturna, la piedad eucarística en sus más variadas manifestaciones, es la expresión más concreta de esta fe. Estos sacerdotes fueron educados en una piedad bien lejana al jansenismo de muchos europeos de pocas decenas de años anteriores. Los sacramentos son signos de la misericordia divina, fuerza de los débiles, no premio para los pocos elegidos y los “nacidos” por gracia ya fuertes. A este Misterio hay que unir el del Corazón Traspasado de Cristo que abraza a todas las clases, a todos los hombres y mujeres y a todos da dignidad (El Corazón de Jesús), la confesión de su realeza (Cristo Rey: ¡mueren gritándolo!) expuesta simbólicamente en el cerro del Cubilete, en el centro geográfico de México, en aquellas tierras regadas con la sangre de numerosos Mártires. Los Mártires mueren invocando a la Virgen de Guadalupe. La prueba que Guadalupe no era un mito, ni un fantasma religioso fruto de sincretismos religiosos, sino un Acontecimiento que ha penetrado toda la historia católica mexicana y latinoamericana, para usar las palabras de los Obispos latinoamericanos en sus conferencias episcopales más recientes, como la de Puebla de 1979, son estos Mártires. Ella los ha acompañado desde la niñez y los ha educado en la fidelidad a Cristo hasta la muerte. Los sacerdotes habían sido formados en seminarios casi siempre precarios, con escasos recursos económicos, con profesores escasos en todos los sentidos, pero llenos de una fe profunda que han sabido transmitir a estos futuros sacerdotes. Les inculcan un amor infinito hacia la gente. Viven sumergidos en medio del pueblo: caminan de rancho en rancho; viven escondidos durante la persecución pero no renuncian al ministerio, arriesgando diariamente su vida. Llama la atención su pobreza, su capacidad de donación y su disponibilidad en las cosas normales de la vida. Estos curas son curas de la gente, y por ello la gente está dispuesta a veces a dar su vida por ellos; algunos soldados se niegan a disparar contra ellos y son numerosos los casos en los que se ve cómo prefieren morir a dispararles. Los hechos hablan por sí mismos.
Estos Curas Mártires no son ángeles sacados de un retablo; son de carne y hueso, a veces pueden dar la impresión de haber sido mediocres en su vida intelectual o en su vida como curas. Llama la atención que tengan conciencia de ello. Su heroísmo es el de la fidelidad cotidiana a su sacerdocio en las circunstancias donde Dios les había puesto a cada uno. Y las circunstancias entonces eran las de la persecución. Ser cura no llevaba consigo entonces algún privilegio, y sin embargo los seminarios, también los clandestinos, rebosaban de candidatos. ¿Por qué? La respuesta está en la historia de estos Mártires. Laicos y sacerdotes están unidos por su interés y compromiso con su pueblo. Otro aspecto es el compromiso social de los Mártires. Los vemos sumergidos en el torbellino de la vida social, luchando por mejorar las condiciones de la gente, por la justicia social en los círculos obreros, en la prensa y en mil iniciativas, en la formación de niños y jóvenes. La vida no está separada de la fe. Por ello mismo los persiguen con saña y con violencia inaudita
La dramaticidad de la historia de México en el caso de sus mártires
La historia de la persecución religiosa en México y sus mártires ha llamado y sigue llamando poderosamente la atención a cuantos se acercan a ella. México ha entrado en la mentalidad de muchas personas de otras latitudes como sinónimo de folklore, música y juerga. Otros leen su historia solamente a la luz de sus contradicciones y de sus dramas. Lo ven como una nación trágica y como tierra de barbarie. Pero quienes se acercan a la vida de este pueblo, comprenden la dramaticidad de su vida y la heroicidad impensable de sus hijos. La historia de la persecución y de los mártires hizo correr mucha tinta ya desde los tiempos de los mismos acontecimientos. Los títulos de muchos libros escritos en México y fuera de México señalaban ya aquella historia, vil por una parte y heroica por otra: México mártir, México rojo, El país de los altares ensangrentados, El clamor de la sangre, etc., son botones de aquel muestrario. La historia de sus mártires, desde la del Padre Miguel Agustín Pro, uno de los más conocidos, hasta las de los sacerdotes rurales, la de los jóvenes de la A.C.J.M. y la de jóvenes intelectuales, sindicalistas, profesores y abogados como Anacleto González Flores, que morían mirando a los pelotones de ejecución, a pecho descubierto, aclamando a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe, y cuyas voces se mezclaban apagadas con las descargas de los fusiles que los asesinaban, llenaban de estupor a cuantos en el mundo oían los relatos de aquella historia muy semejante a la de los antiguos mártires de los primeros siglos. Los anticlericales y los anticristianos de turno, en México y fuera de él, tildaron a los católicos de fanáticos, y a los mártires víctimas de un fanatismo religioso poco iluminado. Señalaban con el dedo a los obispos de la Iglesia y los acusaban de ser responsables de aquella matanza de gente campesina, ignorante y fatalista. Veían a la religión como el venenoso opio del pueblo, según la conocida jerga marxista; el catolicismo era la causa del retraso de México, como lo eran también sus raíces hispanas. Para ellos México sufría de varios males que había que arrancarle con remedios radicales, incluso con la fuerza: sincretismo religioso, retraso económico, social y político, falta de democracia y de libertad, y sobre todo la pobreza crónica y la falta de un sano capitalismo que ayudase a desarrollar la comunidad nacional, crueldades y crímenes continuos, golpes de estado e inestabilidad política, tentaciones de dictaduras personales o de grupos oligárquicos, y una larga lista de etcéteras que podría resumirse simbólicamente en las diez plagas bíblicas de Egipto. Para ellos los males ahondaban sus raíces ya en la historia de la conquista, en la presencia hispana y en la evangelización católica. El mestizaje cultural, antropológico y étnico resumiría todos estos males o sería como su retrato más eficaz. Al contrario, el protestantismo, sobre todo el de matriz anglosajona como el que se estaba viviendo en el vecino país norteamericano, conducía al progreso social, económico y cultural. Así lo pensaba el Poder oficial de México. No lo pensaba el pueblo real de México. La victoria del Poder oficial fue su derrota. Sin embargo, a la postre el pueblo vencido fue el vencedor. La gente soportó durante décadas las imposiciones y violencias de muchos gobiernos, y la impunidad de delitos sin cuento. Muchos murieron por profesar su fe. Pero la paciencia de otros muchos se colmó hasta rebasar los límites de lo soportable. No se calló más cuando le tocaron sus raíces: su pulso y su corazón que era su religiosidad y su fe católica. Los continuos atentados a su fe eran puñaladas prepotentes, traidoras y continuas. Muchos se levantaron en armas. Como pudieron. Eran hombres y mujeres comunes, campesinos, obreros o profesionistas que se alzaron contra “el mal gobierno”. Lo hicieron “para que Dios volviera”. “Tomaron escopetas viejas y machetes, partieron como en una procesión litúrgica a enfrentar al «demonio» del gobierno; cada vez que fueron vencidos, se reorganizaron y crecieron; el ejército federal pudo derrotar en dos o tres meses varias rebeliones de generales perfectamente armados y disciplinados, pero en tres años no pudo acabar con los cristeros. Los hombres que se lanzaron a luchar lo dejaron todo: los hijos, la casa, el futuro; muchos lo perdieron todo, incluso la vida. Pero también en las ciudades muchos se desprendieron interiormente de todo y, sin tomar las armas, anhelaron morir por Cristo, alojar a sus sacerdotes, ayudar con medicinas y víveres a los “libertadores”, someterse al luto y a la penitencia, buscar de mil modos los sacramentos en medio de grave peligro de la vida”.
Una historia común de sacerdotes y laicos
En esta historia se incluyen los mártires, todos, sacerdotes y laicos. En los unos vemos su fidelidad a su ministerio sacerdotal hasta dar su última gota de sangre. En los seglares su fe y su amor a la Iglesia, hasta dar la vida por ella. Se ve en todos los mártires seglares una decisión sin titubeos y una disponibilidad total al martirio. Su valor y su osadía se nos antojan hoy como muy temerarios. No lo eran. ¿Para qué vivir si había que vivir arrastrados y encadenados como esclavos? Veían en la libertad religiosa el sentido de su dignidad como personas y la dignidad de la gente de aquel pueblo al que se le quería cortar sus raíces. Los mártires seglares pertenecen a una generación de hombres y mujeres que valoraban la libertad y la fe más que la propia vida. Eran personas llenas de valor y de coraje, apasionados por la verdad y la libertad. Estos mártires laicos hubiesen podido ser canonizados sin más, solamente examinando su vida cristiana, fuerte y fiel en la vida heroica diaria que vivían en su familia y en su trabajo. En ellos sí que no hubo nunca alguna dicotomía o esquizofrenia psicológica, religiosa o humana. Se ve en ellos una total unidad de vida y un sentido profundo de su pertenencia a la comunidad de Cristo en su Iglesia visible. Eran cristianos normales, pero cristianos cabales. Algunos fueron ciertamente carismáticos, como Anacleto González Flores y sus amigos de Guadalajara; otros pertenecieron al pueblo sencillo y fiel, como Leonardo Pérez Larios; otros fueron jóvenes gallardos como o incluso casi adolescentes, de una talla fuera de la medida de su edad como José Sánchez del Río. Pero todos ellos tenían la conciencia clara que pertenecer a Cristo y a su Iglesia era libertad y vida. Por esto murieron; fueron testigos así. El gobierno acusaba a los obispos, especialmente a algunos como al arzobispo de Guadalajara Francisco Orozco y Jiménez, a los sacerdotes y a muchos laicos como Anacleto González Flores de ser los jefes de la revuelta de los cristeros. No tenían razón. Pero al mismo tiempo sí que la tenían. La tenían porque todos ellos, cada cual a su modo, habían infundido en la gente una viva conciencia de su dignidad de personas y de sus derechos, y la certeza de que Dios está sobre todas las cosas.
El caso de los laicos mártires es particularmente impresionante. Algunos, como Anacleto eran solamente culpables de querer ser cristianos en todos los sectores de la vida, de ser fermento de vida cristiana para los demás; de pensar, hablar y actuar en modo distinto a los revolucionarios. Sus figuras quitaban el miedo a la gente a la hora de profesar su fe. Tuvieron sin duda todos ellos una fuerte personalidad y un temperamento decidido.
En el caso de los de Jalisco, estaban metidos de llenos en las experiencias del catolicismo social mexicano, que había aprendido mucho de las mismas experiencias europeas. Llama la atención el conocimiento y el nexo que tenían todos estos hombres jóvenes con aquellas experiencias: leían a sus autores, conocían lo que allí se promovía, luchaban por los mismos ideales con constancia y decisión, y al mismo tiempo con peculiar originalidad adaptándose a la realidad mexicana. Estos mártires son expresión de la voluntad férrea del pueblo católico de México de permanecer fiel a su fe. Alrededor del carisma de algunos de ellos se congregaron muchos jóvenes y adultos que encabezaron luego la defensa de la Iglesia y de la libertad religiosa. Si México pudo seguir siendo católico a pesar de los pesares, mucho se debe a estos mártires esforzados de la fe.
En unos momentos en los que obispos y sacerdotes tuvieron que abandonar el país, cuando varios jefes católicos debieron forzosamente esconderse y vivir a salto de mata durante los días más negros de la persecución, estos seglares perseveraron firmemente y no temblaron ni en la defensa pública de la fe, ni en la organización de la protesta pública, siempre que pudieron. Muchos de los mártires laicos beatificados eran gente de los Altos de Jalisco. Sus personalidades y temperamentos encarnaban los rasgos de los alteños. Los Altos aportaron a México lo mejor de sí: el sentido de su dignidad, su coraje valiente y temerario en la defensa de sus derechos, el amor a la libertad a costa de la misma vida, y su catolicismo sin miedos ni atenuantes.
No solamente son mártires los seglares beatificados ni mucho menos. Casi todos estos mártires seglares beatificados fueron gente comprometida en la vida pública. Habían sido formados en la escuela de los nuevos círculos católicos que estaban surgiendo por aquellos años en Jalisco y otras regiones. Usaron luego en la vida pública los medios que aquellos tiempos le ofrecían: la palabra, la pluma, los círculos de estudio, las manifestaciones públicas y los grupos de acción social y católica. Se empeñaban en la catequesis y en la formación de niños y jóvenes; publicaban folletos y pequeños libros, fundaron revistas, incluso de gran tirada que difundían de mano en mano. De sus círculos salieron oradores y animadores de la causa católica que intervenían en reuniones y mítines públicos. Se distinguieron los jóvenes de la Acción Católica de la Juventud Mexicana (A.C.J.M.) que constituyeron una sementera de activistas católicos y de confesores de la fe. Hasta aquellos primeros años del siglo XX, el catolicismo era fundamentalmente una realidad tradicional y conservadora, más bien con trazas que lo reducían a las prácticas devotas. Una masa popular devota, pero sin una fuerza en los problemas de la vida social. La revolución despertó los corazones dormidos de muchos. Se vio la exigencia de convocar a los católicos a una unidad mayor para hacer escuchar su voz y sus derechos negados. En esto se distinguieron muchos católicos en toda la geografía de la República. Fueron los que crearon las varias organizaciones católicas que demostraron en aquellos años una fuerza singular, y que formaron un bloque ante las minorías sectarias anticatólicas. De ahí el empeño de todas estas organizaciones de las que participaban activamente casi todos los mártires seglares, por formar grupos de jóvenes, cooperativas de trabajadores, cajas de ahorro, sindicatos, uniones de católicos. De ahí también nacía el esfuerzo constante por mantenerse en contacto y unidos.
Los mártires ante la persecución
Todos los mártires, y sin duda los beatificados y canonizados, optaron por la vía pacífica: su pacifismo fue sin embargo activo; es decir se manifestaba en boicots al comercio, al transporte y a cuanto podía facilitar el apoyo a las actividades del Gobierno. Era una forma de huelga general pacífica que puso en varias ocasiones en jaque al Gobierno. Otras veces las protestas de los católicos se manifestaban con el luto, apagones de luz, con folletos y volantes distribuidos a millares y con carteles murales; la policía solía perseguir a muerte a cuantos se distinguían en estos actos que consideraba subversivos. Abundan los testimonios, incluso sobre niños y muchachos apresados in fragranti y por ello torturados para saber dónde se imprimían los folletos o quienes los mandaban distribuir. La resistencia pacífica era una proeza en el contexto sanguinario y violento de la revolución, donde un alud de rencores e impunidad lo arrastraba todo. Sin embargo, estos mártires y confesores de la fe supieron actuar y proponer la defensa de la fe católica y la protesta pacífica, a pesar de los temperamentos vehementes, recios y enérgicos que caracteriza el temperamento de muchos mexicanos. Basta leer las relaciones del tiempo para ver cómo los impulsos incontrolados, las venganzas continuas, la violencia, y todo tipo de asesinatos por nimiedades y una serie de violencias incontables, estaban a la orden del día en aquella atmósfera especialmente cargada de gritos y de toques de tambores y clarines bélicos. Estos mártires con su propuesta pacifista y luego con su confesión de fe sellada con la sangre, iban contra corriente y mostraban la convicción de que la violencia conduce siempre a la tiranía. La actitud de los católicos, sellada por la fuerza de estas fuertes personalidades de futuros mártires, contribuyó a menguar la presión anticatólica en los últimos tiempos de Carranza (1918-1919) y luego en parte durante los gobiernos de Adolfo de la Huerta y de Álvaro Obregón. Durante el callismo, en los años de 1924 a 1929, cuando aquella tiranía quiso imponer su mano fuerte contra los católicos, la experiencia de Jalisco en 1918 a 1920 fue tenida en cuenta y en la práctica fue la adoptada por los obispos y por todos movimientos católicos para todo el país.
En Jalisco se había fundado la Unión Popular que aglutinaba a los católicos y a las organizaciones católicas, mientras que a nivel nacional se funda la «Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa» (LNDLR) con objetivos idénticos y evocando expresamente la experiencia de Jalisco. Las iniciativas experimentadas en Jalisco en los años que siguieron a la promulgación de la Constitución de 1917: boicot, peticiones al Gobierno del Estado, manifestaciones, huelgas y manifiestos, serán adoptadas en todo el país en el momento cenit de la opresión callista contra los católicos, a partir de 1926 con la aplicación de la anticatólica “Ley Calles”.
Si es cierto que en el complejo mapa católico de México no todos los Estados latían vigorosamente en las filas católicas con la fuerza y la organización que se contaba en algunos Estados del centro y occidente, sin embargo muchos siguieron sus pasos y el mismo Gobierno extremó todas sus medidas para eliminar todo brote de protesta. La idea del derecho de petición, lanzada con fuerza por muchos intelectuales católicos tras la Constitución de 1917 sobre la injusticia de la leyes antirreligiosas, contrarias al derecho natural y a las garantías individuales, se abrían paso, aunque de hecho aquellas posiciones no fueron escuchadas.
¿Fue razonable la revuelta y la protesta armada?
Permanece en pie una pregunta que ya entonces se hacían muchos católicos: Ante el fracaso de todos los intentos de diálogo y de llevar a razones al gobierno, ¿se podía recurrir a la revuelta armada? ¿Se la podía apoyar? Los católicos habían agotado todos los medios pacíficos mientras el gobierno se mostraba intransigente y violento. Habían comenzado así los alzamientos espontáneos en diferentes lugares. La Liga optó claramente por la lucha armada como único recurso. Muchos otros, como el mismo Anacleto González Flores, se debatieron en penosas y dolorosas dudas. Por una parte optaban por la vía pacífica; por otra veían la urgencia de mantener la unidad entre los católicos que se habían inclinado por aquella discutida solución. Muchos ignoraban cuál era la actitud de los obispos sobre el punto, ya que tampoco entre ellos se mostraba una clara unidad de juicio sobre este punto. El debate y la duda continuó a lo largo de aquellos años de fuego e incluso continuó tras los llamados “arreglos” de 1929 acordados por los obispos Pascual Díaz Barreto y Leopoldo Ruíz y Flores. El mismo mártir Anacleto González Flores se vio involucrado en aquella duda tormentosa. El arzobispo Francisco Orozco y Jiménez de Guadalajara, según toda la documentación a nuestro alcance, se mostró inflexible sobre este punto: la lucha armada no conducía a algún sitio y no se podía aceptar como solución al conflicto. Y aquí asistimos al drama de Anacleto, que, en cuanto Jefe de la UP, al final y ante tanta duda y en aras a la unidad de los católicos, optará por acceder a la licitud de la lucha armada en curso. Los obispos no habían condenado la lucha armada de los católicos, por considerarla defensa legítima, si bien tampoco la habían apoyado. Orozco y Jiménez se hallaba perseguido y escondido en las montañas. Alguien le dijo a González Flores que su arzobispo le pedía unirse a la Liga para mantener la unidad de los católicos.
Y fue también la Cristiada
En un ambiente cargado de tensiones, ¿qué podían hacer aquellos católicos atrapados entre la espada y la pared? La lucha armada, que no fue programada, ya no se podía detener pues había explotado por doquier. Muchos, como el mismo Anacleto, pensaron que había que optar entre la supervivencia o la cancelación de la Iglesia. Optaron por evitar las rupturas; dejaron libres a los socios de la Unión Popular que libremente tomaran las armas a título individual, sin comprometer a la asociación y a sus Jefes (como lo habían hecho los Caballeros de Colón o la Adoración Nocturna). Todo ello en nombre de la legítima defensa. Es significativo lo que Anacleto había dicho al decidirse finalmente por aquella opción discutible: “Con esta baraja sucia, me juego la última carta de Dios..” En junio de 1926 las conciencias de los católicos se hallaban como perdidas ante las difíciles decisiones que cada cual responsablemente tenía que tomar. Las persecuciones se agudizaban. Los obispos estaban fuera del país. Los curas morían fusilados. Las organizaciones católicas estaban prácticamente fuera de la ley. Por su parte el Gobierno de Calles creía que tenía en sus manos todos los ases de la partida. Se negó a negociar, a dialogar y a llegar a todo arreglo posible. El Gobierno acorraló a los católicos a punta de pistola, sacándoles incluso de sus pueblos y de sus casas. La única salida era o el martirio o la fuga. Pero el martirio es una gracia que no se da a todos; la fuga para la mayoría era imposible. Muchos creyeron que sólo les quedaba la defensa de los retazos de libertad que les quedaban. Por ello se alzaron en armas. Era un sistema al que por otra parte México estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo. Y fue la Cristiada, el movimiento de carácter social más popular y más arraigado que haya contemplado la historia contemporánea en Occidente. Fue algo dinámico y arrollador que al final tuvo en su mano la victoria y la dejó correr por pura obediencia a indicaciones eclesiásticas recibidas en vistas de un bien común superior; así se dijo.
El estilo de los mártires y el tipo de martirio son variados
El estilo de los mártires y el tipo de martirio en esta persecución es muy variado. Uno es el de muchos sacerdotes mártires, el del Miguel Agustín Pro y el de algunos seglares, otro el de la mayor parte de los laicos asesinados en Jalisco como Anacleto González Flores o Miguel Gómez Loza y sus jóvenes amigos, o el del joven José Sánchez del Río en Sahuayo. Existen otros muchos casos de mártires de la fe cristiana en aquel período que deberían ser incluidos en el Martirologio mexicano y ser venerados como tales.
Existen luego los miles de confesores y de testigos de su fe durante la Cristiada y que tienen en común el amor a la Iglesia y el grito de total adhesión a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe. A estos dos gritos, muchos añadían un tercero: “¡Viva el Papa!”, que tenía el doble valor de querer recalcar su fe eclesial católica.Todo, en aquel ambiente tenso, conducía a los católicos a un juicio claro: lo que estaba en juego era su fe. Cuando los obispos suspenden el culto público en 1926, lo hacen como protesta contra unas leyes antirreligiosas inicuas, contra el intento declarado del Gobierno de controlar la vida de la Iglesia en todas sus manifestaciones, de sustituir la obediencia eclesial a Roma por la obediencia a un Estado anticristiano en una especie híbrida de Iglesia estatal de baja ralea, la de facilitar un no escondido proyecto de “protestantizar” el país, en el senito arriba explicado, y el de convertir culto y clero en peleles del Estado, usando las formas ya arcaicas de la mentalidad de un patronato republicano en las que la cacareada separación o laicidad entre el Estado y la Iglesia no solamente no existían, sino que en la práctica se revestían de un nuevo modo de «cesaropapismo» laicista, donde el Estado se proponía de manera totalitaria el control, también en campo religioso de la vida de las personas, vistas más como “súbditos” que como “ciudadanos” sujetos de derecho. Y aquí entraba el tema de la libertad religiosa y el de la libertad de la Iglesia en su misión. Todos estos elementos jugaron a favor de la opción por la revuelta contra aquel Estado que muchos, poblaciones enteras consideraron ilegítimo. Y fue la Cristiada. Y otros muchos, entre los que están buena parte de los obispos, de los sacerdotes y de muchos católicos laicos, optaron por una paz difícil, casi imposible, continuamente violada por el Estado. Por ello, por esa victoria humanamente imposible, ofrecieron su vida. Es significativo que Jean Meyer en su libro La Cristiada documenta ampliamente cómo mientras la federación mataba, violaba y pasaba por las armas sin más a los prisioneros que lograba agarrar, o esquilmaba todo a los pacíficos vecinos de los pueblos, generalmente los jefes cristeros dejaban en libertad a los soldados de la federación que habían capturado, y procuraban respetar a la gente de los pueblos. No es por ello extraño que los apoyasen por doquier, y que se levantasen y surgiesen como hongos. Excesos ciertamente los hubo, y están documentados, pero no hubiesen triunfado, como estaban triunfando por todas partes, si hubiesen sembrado el terror o la injusticia o no hubiesen sido gentes del pueblo. Por su parte, y ésta es la gracia del martirio que también ese pueblo palpó e intuyó inmediatamente, los mártires murieron afirmando la Vida de Cristo, perenne, y que la violencia misma de la muerte no podía cancelar. “Yo muero pero Dios nunca muere”, había dicho Anacleto, el mártir laico, antes de ser fusilado. Tal ha sido en el fondo la palabra y el testimonio acontecido de todos los mártires. Su testimonio de Cristo fue una confesión de su pertenencia a la verdadera humanidad generada por Cristo, a su eternidad. Sin haberlo nunca imaginado en el martirologio de muchos de los mártires encontramos expresiones semejantes a las que los evangelistas nos narran a la hora de relatar la pasión de Cristo. Entre ellas el perdón a sus enemigos, a sus verdugos; el ofrecimiento de su vida a Dios para que en México renaciese una vida nueva de comunión fraterna, precisamente en unos momentos en los que la argumentación más frecuente era la de los máuseres, los revólveres y la dinamita. Estos aspectos son, a mi modo de ver, una clave de lectura de esta historia de martirio; una de las más apasionantes del siglo XX.
NOTAS
FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ