CULTURA LATINOAMERICANA; origen, evolución e identidad

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El catolicismo, parte integrante de la historia del Continente Latinoamericano

A ningún observador de la historia latinoamericana se le escapa el hecho que desde el momento de la entrada del Nuevo Mundo en la historia moderna occidental, pasando por las diversas etapas de su formación, desde su nacimiento y adolescencia y luego por la etapa de su juventud y mayor madurez, el catolicismo ha sido siempre parte integrante de su piel, de la sangre que corre por sus venas y de los latidos de su corazón.

Dentro de esta historia, la realidad de la Iglesia y la del Estado van parejas, por no decir íntimamente unidas desde que Colón tocó tierra «americana» aquel memorable 12 de octubre de 1492. Igualmente desde que Cortés pisó tierra mexicana en 1519 o Pizarro llegaba, tras tres expediciones, al imperio incaico (Tahuantinsuyo).

En el caso del Brasil la historia es semejante, pero no igual: con su primera etapa de exploración y explotación costera mediante las factorías, y otra que abarca la etapa de las Capitanías (1530-1549). La historia había comenzado desde que el navegante portugués Cabral había tocado sus costas en los inicios del siglo XVI.

La penetración portuguesa tendrá los mismos fines y practicamente los mismos métodos que siguió en sus exploraciones comerciales hacia Africa y el Oriente: el comercio. Los reyes portugueses darán libertad de comercio a flamencos (1505), venecianos (1522) y sucesivamente otros. Así pues, “la primera exploración [portuguesa] fue testigo de una actividad similar a la que los portugueses habían practicado en África y en la India: factorias y comercio de palo-brasil. En la segunda fase, de colonización propiamente dicha, hay un intento de descentralización administrativa, representado por el régimen de las Capitanías hereditarias”.[1]


La penetración hacia el interior será lenta, y estará determinada por los intereses comerciales a lo largo de los tres primeros siglos de la presencia portuguesa en Brasil, donde la única presencia misionera permitida era la católica, si se exceptua el breve periodo de ocupación holandesa en el siglo XVII. Esta nueva potencia comercial hostigará a los portugueses, tanto en Africa y Oriente como en Brasil, sobre todo a partir de 1624. Llegará a ocupar las costas de la Angola portuguesa estableciendo un corredor marítimo con el Brasil; aquí ocupan Bahía y el territorio de Pernanbuco, hasta 1654 en que serán expulsados. Es el período más álgido de la trata de esclavos africanos por obra de las compañías de comercio holandesas de las Indias Occidentales y Orientales. Separado de la Corona española (1640) y la expulsión de los holandeses (1654), Portugal recobra sus posesiones africanas, tomó de nuevo Angola y la isla de Santo Tomé, y los traficantes de esclavos volvieron a frecuentar las costas africanas fomentando la trata con el Brasil y estableciendo una economía esclavista.[2]

Durante tres siglos a nadie se le ocurrió poner en duda la realidad unida del Estado y de la Iglesia, o esta co-presencia, que llenaba todos los ámbitos de la vida cotidiana. Incluso más, la presencia de la Iglesia en esa vida daba estabilidad y fuerza al poder estatal en sus diversas fases y situaciones. Aquella convivencia descansaba sobre unas bases donde cada uno tenía definido su propio ámbito y sus límites precisos. Sabía muy lo que le competía y el campo que salía del ejercicio de su misión propia. Mediado el siglo XVIII las cosas empezaron a cambiar, cuando el regalismo de la monarquía borbónica hispana comenzó a prevalecer sobre la antigua tradición jurídica española, que debía mucho a la famosa escuela jurídica de Salamanca. Lo mismo sucede en Portugal con los Braganza (1640-1910), dinastía que se apoyaba en un tacito “protectorado inglés”, y que en el siglo XVIII practica el más estricto regalismo jurisdicionalista como sus vecinos españoles. En los antiguos debates sobre el patronato fueron prevaleciendo cada vez más las interpretaciones a favor del poder del Estado, omnipresente en todos los ámbitos de la vida social y por ello también en el eclesiástico, como control de la vida de la Iglesia también en sus mínimas expresiones.

Mirada a la historia de la evangelizacion en America Latina

Una historiografía totalmente negativa: Los tres “pecados” originales de Latinoamérica

La historiografía protestante a partir del siglo XVII (con los herederos de Teodoro de Bry) y luego la cultura ilustrada-liberal, han tildado la historia latinoamericana con tres “pecados” originales: la colonización ibérica violenta, el catolicismo amalgamado con ella, y el “corrompido mestizaje". Frente a esta historia marcada por tanta desgracia se alzaría la respetuosa presencia anglosajona y protestante. El protestantismo habría creado en el Norte de las Américas una tierra prometida de libertad y progreso. Sus sectas recientes han considerado a los pueblos latinoamericanos como no evangelizados. Para ellas el catolicismo sería una forma sincretista y carnal de un cristianismo paganizado.

Ya desde mediados del siglo XIX, algunos de los regímenes liberales en América Latina han procurado desarraigar -con sus particulares legislaciones- a los pueblos del continente de sus raíces católicas, y uncirlos ideológicamente al liberalismo protestante del Norte. En este proyecto jugó un papel importante la masonería; más adelante entró también el peso de la política de los Estados Unidos, y en un tercer momento la imponente presión de las sectas.

1492 habría sido el comienzo de un encuentro trágico entre dos mundos, el principio de un genocidio múltiple con las guerras de conquista y la evangelización bajo el signo de la espada. El descubrimiento y la conquista habrían generado un sistema inicuo que perdura hasta hoy. Se habría impuesto por la fuerza una lengua, una cultura y una fe: una colonización desarraigadora y un genocidio múltiple: antropológico, cultural y religioso. Estas corrientes han alumbrado un tipo de indigenismo radical, bien expresado, por ejemplo, en la obra del uruguayo Eduardo Galeano “Las venas abiertas de América Latina”.

«El sudario de los derrotados»

Esta lectura historiográfica es la victoria de las visiones de raíces ilustradas, liberales, positivistas e historicistas, que supieron imponer a América Latina lo que Alberto Methol Ferrer llamaba "el sudario de los derrotados". Estas visiones nacieron a partir de la utopía ideológica que en el pasado creo la "leyenda negra" en sus diversas versiones sobre la presencia católica e ibérica en América Latina, y que hoy se continúa con la "leyenda del buen indígena".

Pero tampoco la “leyenda rosa” responde al realismo histórico que debe observar las leyes fundamentales de toda historiografía: estar basada en las fuentes completas “plene ac rite” buscadas y estudiadas, en la crítica de las mismas, en su debida contextualización y en la apertura racional hacia el Misterio trascedente que interviene en la historia.

¿Desde la utopía o desde la presencia?

Las visiones ideológicas imaginan un conjunto de valores que no tienen correspondencia en la vida. Se juzga el pasado histórico y se le divide maniqueamente en bueno o malo, según la utopía propuesta. Una actitud de este estilo oscurece y desfasa la historia. Tuerce los acontecimientos y selecciona los datos. Algunos de los denigrantes de la fe católica olvidan el hecho que el paganismo histórico se alimentó de ritos sangrientos, y también de lo que podríamos llamar «antivalores» naturales. Así en el México azteca que encontró Cortés se calcula que eran sacrificadas periodicamente cientos de víctimas humanas sobre los altares de sus templos, fruto de las llamadas “guerras floridas” las cuales tenían como objeto “cazar” víctimas para los sacrificios.

Los utópicos del indigenismo presentan a los indios buenos y pacíficos de las grandes culturas precolombinas, destruidas por la perfidia de los conquistadores y por el colonialismo religioso y cultural de los misioneros católicos. La llegada del catolicismo invasor fue el apocalipsis de aquel mundo idílico. Se les contrapone el desembarco de los "pácificos" vikingos del norte, pueblo pagano que, según el indigenismo, habría unido América con Europa sin derramamientos de sangre.

A parte de una lectura histórica muy discutida -porque no construye historia lo que simplemente sucede, sino lo que trae un cambio en la vida de los hombres- esta insistencia sobre el supuesto e irreal “mundo pacífico y bueno de las culturas precolombinas", o la “historia de los vikingos", esconde una falacia histórica. Para darse cuenta de ello basta leer, por ejemplo, el análisis que hace en el siglo XVI el Padre José de Acosta, S.J. presentando ese mundo que le tocó vivir con sus valores y sus contravalores.

Desde la presencia

Lo contrario de la utopía es el realismo. Hay que intentar mirar a la historia de la evangelización en América Latina como el «revelarse» continuo y progresivo de una Presencia que construye historia a través de los hombres. Se puede ver a través de la presentación de algunas figuras de santos y de misioneros que representan con claridad el devenir real del idéntico Acontecimiento de gracia de hace dos mil años. Tal Acontecimiento ha sido, desde el primer momento, una respuesta para quien gratuitamente lo ha encontrado y lo ha seguido. El Acontecimiento cristiano se hizo presente a través de hombres de carne y hueso. Produjo inmediatamente encuentros entre los pueblos y transformaciones profundas, aunque no sin contradicciones y dolor (como en la larga historia bíblica).

No todos aquellos hombres fueron santos ni todos fueron pecadores empedernidos. Misioneros y descubridores, santos y conquistadores, todos ellos juegan un papel fundamental en la historia del Acontecimiento y de la evangelización del Continente latinoamericano. Más allá de todo juicio maniqueo hay que reconocer a los segundos la conciencia de pertenecer a una historia. La concepción católica del mundo constituyó uno de los pilares esenciales de la personalidad de la mayor parte de ellos, desde el descubridor Cristobal Colón hasta los conquistadores Hernán Cortés y Francisco Pizarro. No existe contradicción entre esta afirmación y la otra tan categórica de que no fueron santos. Vemos en ellos a veces mezcladas a la fe, al arrepentimiento y a la generosidad, el orgullo, el apego al dinero y a los privilegios, las violencias más inhumanas y la búsqueda desenfrenada del poder y de la riqueza. Como ha escrito un gran conocedor de Colón, P. Emilio Taviani, no fueron ni grandes ni pequeños santos. Fueron generalmente a lo largo de su existencia convencidos y tenaces «defensores fidei».

La presencia del Acontecimiento brotaba, tomaba carne y recibía su consistencia a partir de la conciencia que todos ellos: descubridores, conquistadores, misioneros, colonos, pobladores, vecinos y criollos (en sus diversas y diferentes fases como se les suele llamar), tenían conciencia de su propia identidad y pertenencia a la Iglesia de Jesucristo a pesar de sus fuertes límites y pecados. Por ello aquella identidad ha podido generar una cultura: la cultura católica latino-americana.

El significado del «mestizaje»

Es el catolicismo el lugar de encuentro del mundo cultural «indo-americano» y el «ibérico-latino». La Iglesia católica no va a escoger el uno contra el otro. Va a convertirse en un hecho significativo para ambos. El motivo está en la capacidad del catolicismo de dialogar con lo humano y de dar una respuesta completa a las necesidades objetivas del hombre. Nacía así el «mestizaje cultural y étnico» generado por el catolicismo. En cambio el protestantismo cultural produjo un sistema de segregación étnica y el dominio absoluto del dinero, como frutos de una errada concepción de la predestinación.

El catolicismo, pese a todas las tragedias de aquel momento, inaugura en América una realidad social nueva fundada sobre el misterio de la comunión, donde la vida eclesial no ve como motivo de división las diferencias étnicas, sociales o culturales. De aquí nace la defensa de la dignidad del indio y de su valor absoluto como persona, tanto por parte de los misioneros como de la legislación de la Corona española. A pesar de tratarse de un encuentro desigual de pueblos, con desgarramientos y contradicciones, el Evangelio fue capaz de gestar una nueva cultura, como afirman los Obispos Latinoamericano en el Documento de Puebla en 1979.

El catolicismo comunicó a sus misioneros y a los mismos conquistadores, una capacidad de autocrítica de la conquista. Esto queda demostrado en la correspondencia entre los misioneros y la Corona, en las polémicas entre misioneros y encomenderos, y en los vivísimos debates sobre el tema en la España de la época (v. gr. La Escuela Jurídica de Salamanca). Incluso el mismo rey-emperador Carlos V llegó a poner en tela de juicio el mismo hecho de la conquista y a querer retirarse de las Américas. La legislación hispana sobre los derechos humanos de los pueblos sancionada por las «Leyes de Indias» nace de esta experiencia católica.

Una experiencia comunicada

La potencia misionera del anuncio no estuvo tanto en las palabras cuanto en la experiencia comunicada. No siempre fueron los misioneros más conocidos por la historiografía, o los que hablaron o escribieron más, los que supieron ayudar concretamente en la promoción y libertad del indio. Fueron sobre todo los que supieron transmitir una experiencia liberadora a través de las obras, como un Vasco de Quiroga, contemporaneo de Las Casas, que tiene una abundante correspondencia sobre el asunto y que escribe su “Información en Derecho”, como Juez Oidor de la Segunda Audiencia de la Nueva España (México) cuando todavía era laico.

En la Europa de la Alta Edad Media, los monjes misioneros jugaron un papel fundamental en la construcción de una nueva sociedad y en el «mestizaje» cultural de dos mundos antagónicos. La Iglesia jugó un papel determinante ayudando a alumbrar una comunión de pueblos, que ya no eran ni romanos, ni germánicos, ni netamente eslavos, sino europeos. Como nos recuerdan los Obispos Latinoamericanos en la Conferencia de Puebla, algo parecido sucedió en América Latina por obra de los frailes misioneros mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos, mercedarios, etc.) o de las nuevas órdenes religiosas como los jesuitas: el alumbramiento de la nueva cultura «mestiza» que hoy llamamos «latino-americana».

"El Evangelio encarnado en nuestros pueblos"

La perspectiva historiográfica realista la encontramos en numerosos documentos de los Obispos Latinoamericanos. Uno publicado en Bogotá en 1976 proponía una renovada evangelización apelando a "casi 500 años de predicación del Evangelio y del bautismo generalizado de sus habitantes [...] memoria cristiana de nuestros pueblos".

Los Obispos reunidos en Puebla señalan dos hechos elocuentes que muestran esta inculturación del Evangelio en América Latina: la Virgen de Guadalupe que en 1531 se apareció al indio Juan Diego Cuahtlatoatzin (Águila que habla), dejándonos una «pintura-catecismo» sobre el Acontecimiento cristiano, y el nacimiento de la identidad cultural latinoamericana (¿no está plasticamente sintetizada en el fenómeno del barroco latino-americano?). Así escriben los obispos:

"Con deficiencias, y a pesar del pecado siempre presente, la fe de la Iglesia ha sellado el alma de América latina (Cfr.Juan Pablo II, en Zapopan), marcando su identidad histórica esencial, constituyendose en matriz cultural del continente, de la cual nacieron los nuevos pueblos. Es el Evangelio, encarnado en nuestros pueblos, lo que los congrega en una originalidad histórica que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rosotro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio de la evangelización".

Según los Obispos ya no se puede dividir el alma latinoamericana. Por ello no caben verdaderas respuestas a los graves problemas de hoy retomando la mitología del "buen salvaje", como nos la pinta la historiografía de la utopía, ni retroceder de modo arcáico a un mundo precolombino que ya no existe. "La fe va ser constitutiva de su ser (de América Latina) y de su identidad, otorgandole una unidad espiritual que subsiste pese a la ulterior división en diversas naciones, y a verse afectada por desgarrones del nivel económico, político y social."

Por ello, concluyen los obispos latinoamericanos, no se puede ignorar ni la historia ni su matriz real, superando "los prejuicios políticos de otras épocas y las ideologías de la actual (que) se han esforzado por crear una leyenda negra a torno a la historia de la Iglesia en América Latina". El respeto a los datos de la historia y una mirada de fe "nos invita a ver en esa realidad un hecho verdaderamente salvífico". A pesar de la complejidad de los hechos y de las componentes étnicas, ésta es la historia real del nacimiento de un pueblo nuevo, con un propio temperamento que ya no es ni indio, ni ibérico, ni afro. Es el pueblo latino-americano.

Hay un mural del año 1613 en el convento franciscano de Ozumba (México) donde se representa el comienzo de la historia cristiana del continente: la llegada de los primeros franciscanos, el martirio de los Tres Santos Adolescentes indios de Tlaxcala, y la Aparición de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin, pintado con aureola de santo. Corre en México otra estampa de la Virgen de Guadalupe, recordada por el escritor liberal, compañero de Juárez en las guerras de Reforma, Ignancio Manuel Altamirano. Ante ella, y en la misma grada, están arrodillados el indio Juan Diego y el primer obispo de México, el franciscano fray Juan de Zumárraga.[3]Estos dos cuadros son el símbolo tangible de cuanto hemos querido decir.


Algunos aspectos de actitudes y posiciones del clero en general y de gran parte de la jerarquía eclesiástica en particular en los tiempos de las independencias latinoamericanas

La distinción entre Iglesia y Estado en la época virreinal no es totalmente comprendida siguiendo las pautas de la moderna terminología.

Todos en aquel mundo hispano-lusitano se consideraban parte integrante de una única Iglesia: la católica. El Estado, la Monarquía, sus estructuras, sus leyes… eran católicas en el sentido jurídico del término: la unidad entre los diversos ámbitos de la vida de la Iglesia era fuerte y legalmente afianzada. «El trono y el altar» estaban totalmente unidos, pues se encontraban en la realidad que les superaba y que se llamaba Iglesia, cristiandad... Dentro de esta realidad se encontraba la división estamental, funcional y vocacional ya procedente de la jurisprudencia medieval de los «clérigos» y de los «laicos»; cada cual con su propio ámbito y función dentro de la única realidad eclesial que coincidía con la estatal o nacional.

La Europa que llega al Nuevo Mundo en 1492, con la mediación española primero y lusitana poco después, es una Europa todavía coincidente con la «christianitas unida».

Aquella llegada se hace también bajo tal signo, y bajo su impulso misionero traerá consigo notables consecuencias: cambia su visión del mundo, su mirada sobre el hombre, sobre el planeta, y esto en clave no sólo antropológica y geográfica, sino también cristiana: se alarga la misión cristiana. Como recordaba San Juan Pablo II en 1992, nace una nueva conciencia de mundialidad y un desafío misionero a la fe católica: “Un maravilloso alargarse de las fronteras de la humanidad, el mutuo descubrimiento de dos mundos, la aparición de la entera «ekumene» ante los ojos del hombre, el principio de la historia universal en su proceso de interacción, con todos los beneficios y sus contradiciones, con sus luces y sus sombras”.[4]

El «non plus ultra» de las colunnas de Hércules, se convertirá en el «plus ultra» de Carlos V que introducirá en su escudo imperial (y que todavía se ve en el de la España actual). Lo reafirmaba ya Cristóbal Colón,[5]desde la primera noticia que da sobre el descubrimiento. Los motivos que empujaban al hombre cristiano europeo fuera de las propias fronteras son diversas, y frecuentemente se encuentran entrevenadas en las mismas personas: la curiosidad del hombre por el saber y conocer el mundo; las necesidades comerciales de la Europa de las naciones que se está forjando; y la búsqueda de riquezas y poder; y la dilatación de la fe cristiana por parte de aquellas personas que no han perdido todavía la conciencia de su pertenencia cristiana. En esta atmósfera se encuadran las navegaciones portuguesas, y enseguida las de la España que acaba de completar la «reconquista» de su suelo, y que verá como una continuación de la misma en el Nuevo Mundo que se le abre de frente. Por ello, el catolicismo, parte integrante de esta historia, entra en sus entresijos más hondos y una confrontación Estado-Iglesia, propia de siglos posteriores, no existe literalmente en estos momentos según las pautas con las que se dará de manera cada día más radical y visceral una vez comenzado el siglo XIX. El sentido mismo del «Patronato regio» luso – hispano, va encuadrado en las experiencias y perspectivas señaladas; así como habrá que ver la concepción del mismo y su evolución jurídica con acentos muy diversos en el siglo XVIII, a los que tenía en sus comienzos en el siglo XV y XVI, lo mismo en Portugal como en España.


En la historia de las relaciones Iglesia – Estado se da una evolución progresiva, sobre todo a partir de la introducción del Patronato.

1. En sus comienzos, el Patronato no fue acogido por los monarcas como un «derecho» sino como un «privilegio», que los papas concedían a los reyes españoles, siguiendo cuanto ya habían hecho en el «Padroado» con los reyes portugueses y por los mismos motivos, y más tarde con la conquista de las islas Canarias y luego con la toma de Granada.

2. El Patronato determina todo el actuar del Estado Católico (la Corona) en América en todo lo que se refiere a la vida de la Iglesia «ad intra», y en su expansión misionera «ad extra».

3. Poco a poco la mentalidad del Patronato, que permea toda la vida eclesial y social de los territorios americanos, se va mezclando con no pocos aspectos seculares y políticos, y en realidad se va secularizando en la medida en que también el estado católico toma la misma dirección. Se ve el «Patronato» no ya como un privilegio sino como un derecho inherente a la Corona, y parte de la vida del Estado mismo en sus atribuciones en el campo religioso.

4. Lo anterior se convierte cada vez más en el modo de pensar, también en el campo jurídico, a partir de la instauración de la monarquía en España de la casa de Borbón (a partir de 1700 y hasta los tiempos de las independencias en los territorios españoles). Lo mismo ocurre en el caso de Portugal con la casa de Braganza.

5. Siempre, a lo largo de estos siglos, todos los miembros del Estado en sus diversos niveles, se profesan católicos y ninguno pone publicamente en duda su fe y adhesión a los dogmas de la Iglesia. Para ellos, la unión Estado – Iglesia es por tanto como un matrimonio indisoluble. La Iglesia es por ello el sostén del Estado mismo en algunos de sus componentes, así como el Estado lo es de la Iglesia en otras. Sigue vigente el antiguo principio que operaba ya desde los tiempos de Teodosio en el 380 con el «Cunctos populos», sobre la única religión oficial admitida por el Estado, y luego por el Códice de Justiniano en el que se establece como la única religión lícita a la católica – ortodoxa. Por lo tanto, la unión íntima entre «trono y altar» es algo más que un mero axioma.

6. Con la llegada de la casa de Borbón a España se impone cada vez con mayor fuerza el «regalismo» en su forma extrema, que llega a su zenit en tiempos del rey ilustrado Carlos III, y perdurará hasta la consumación de las independencias y la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833. En ese sistema, muy bien expuesto en algunos aspectos por Don Pedro Rodríguez de Campomanes en su tratado sobre las «Regalías», la Iglesia jerárquica se convierte en uno más de los “departamentos” controlados y sostenidos por el Estado como parte de su misma naturaleza y misión, sin menoscabo teórico del papel del Sumo Pontífice romano. Esto se vio claramente en 1767 con la extinción y expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios españoles, y en la actitud de gran parte de sus obispos ante ese hecho.

7. A la luz del regalismo teórico y práctico se comprende (¡no quiere decir que se justifica!) la actitud de bastantes obispos y clero, sobre todo alto, en la América española en los tiempos de la independencia. Así como las medidas disciplinares, a veces sumamente dolorosas y “crueles” desde todos los puntos de vista con eclesiásticos “rebeldes”, como fueron los casos de Hidalgo y de Morelos en México, condenados por la inquisición, desacralizados y ajusticiados. Como también el que no pocos obispos hayan actuado de manera ambigua, o que hayan abandonado sus diócesis y hayan vuelto a España, dejando sus diócesis durante bastante años en situaciones de dolorosas “sedes vacantes”.

8. La actitud del clero ante la independencia va pareja a la que en España tomaron muchos clérigos ante la invasión napoleónica.

9. En América la actitud de la población criolla debe ser vista en varios niveles y actitudes. Los gérmenes de una conciencia que llevaba a la independencia estaban presentes desde los comienzos, precisamente por el arraigo que en los pobladores castellanos traían consigo las libertades de las propias «cartas pueblas» de frente a la Corona, vista como garantizadora de sus «fueros» o libertades (ayuntamientos, audiencias…). La conciencia católica estaba presente en ellos desde los comienzos y llevará a un desarrollo de los mismos.

Informes, polémicas de carácter jurídico, y multitud de gestos por parte de juristas y evangelizadores (dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios, jesuitas...), gran parte de ellos hijos de la Escuela de Salamanca o de la de Alcalá, intentan aplicar los principios jurídicos promovidos por tales Escuelas: el proyecto de reconversión de “colonial” a “indiana”, a través de un programa humanista, educativo y evangelizador de los indios y una integración efectiva entre los dos mundos que se encontraban después de momentos de terrible tensión y choque.

Este programa abre el camino de los nuevos pueblos de América Latina, que, social y lógicamente, culminara en las independencias. Notamos que el mismo virrey del Perú Don Francisco de Toledo, vislumbró tal proceso en una carta firmada en marzo de 1572 al rey de España Felipe II: “Entiendo que esta tierra se conservare algún tiempo sobresanando la justicia y real conciencia de V.M.; pero irá perdiendo en esto, y en los frutos que de ella salen, vendrá a criar yerba de libertad, de manera que la pierda la Corona de Castilla”.[6]

Esta conciencia se desarrollará cada vez más a partir de la segunda mitad del siglo XVII y a lo largo del XVIII, en aquello que se suele llamar la conciencia creciente de un «criollismo» que busca su propia autonomia social, económica y administrativa, frente a una metrópoli que cada vez condiciona e interviene más pesadamente en la vida de los virreinatos, en un proceso, que sobre todo ya en el siglo XVIII, tiende a ver aquellos territorios más como “colonias” y menos como “reinos” autónomos, según la antigua práxis jurídica castellana. Será esta clase criolla la que empujará hacia la independencia y será su primer protagonista.

Hay que decir que en los comienzos, la case criolla no era “antimonárquica” en el sentido literal; al principio participó vivamente en los movimientos anti-bonapartistas que corrían por la Península. A ellos se unieron en las tierras americanas, aunque el movimeinto luego se desarrollará en direcciones muy distintas a lo que quizá algunos imaginaban en sus comienzos.

10. En este ambiente muy complejo se mueve el clero en sus diversos estamentos y responde a las varias almas que en él vemos: popular, más ilustrada, más reivindicadora etc., un fenómeno que se da por todas partes en el Viejo Mundo. No hay que olvidar que en la España invadida por las tropas napoleónicas, buena parte de las guerrillas (sistema implantado sistemáticamente por vez primera en España) estuvieron dirigidas por caudillos populares de ocasión, y por numerosos clérigos (curas y frailes). En la América hispana sucederá lo mismo: con frecuencia vemos a clérigos y frailes en la dirección de los movimientos de independencia, y cómo la independencia se fragua, se proclama y se lleva a cabo no raramente en sacristías, salas capitulares y conventos.

11. Los obispos residentes en la América española en el momento de la independencia eran relativamente pocos (unos 39 en total), muchos de ellos ya ancianos y enfermos; y no pocas sedes se encontraban vacantes, dados aquellos años de confusión en Madrid de donde, como sede del Patronato, partían todas las decisiones y también los nombramientos de obispos.

La situación empeoraría tras la caída de Napoleón y el regreso a España de Fernando VII con sus diversos gobiernos contradictorios formados por liberales, conservadores absolutistas, y posteriormente la revolución liberal del general Riego (1820-1821) que coincide precisamente con la consumación final de muchas de las independencias de la América española. Tras esas independencias vendrá una actitud más dura y cerrada del régimen de Fernando VII en su fase más absolutista, hasta su muerte ocurrida en 1833.

Es curioso notar que inmediatamente tras la muerte de Fernando VII y el triunfo definitivo de los liberales españoles, el gobierno de la Reina viuda Gobernadora reconoce paulatinamente las independencias, por lo que se abre defintivamente el camino a la elección de nuevos obispos sin grandes problemas. Aquí entra de lleno el nuevo papa Gregorio XVI (1831-1846) con el progresivo nombramiento de obispos nacidos en América para los nuevos países independientes.

12. Comienza sin embargo otra serie de problemas, típicos del siglo XIX latinoamericano, y es la pretensión por parte de los gobiernos independientes, ya sean formados por conservadores como por liberales, de considerarse los “herederos” legítimos del patronato real español. Ello llevará a numerosos conflictos que perdurarán hasta bien entrado el siglo XX.

La mentalidad del patronato pervive tras la independencia

Tras la independencia, muchos políticos siguieron pensando con las mismas categorías del regalismo y del régimen de patronato. Para ellos el patronato no había sido dado al rey sino a su oficio, la Corona; es decir, al Estado; por ello ahora el patronato seguía vigente en el Estado nuevo que le había sucedido, en el nuevo régimen republicano y en los presidentes de las nuevas repúblicas americanas. Esta mentalidad que, con mayor o menor énfasis, se encuentra en prácticamente todas las legislaciones de las nuevas repúblicas independientes, y transpira en toda la historia de los nuevos Estados en su relación con la Iglesia, ahora sí, vista ya como un ente separado del Estado y por él controlado en sus expresiones de actividad y culto.

La antigua convivencia y mutuo sostén entre el mundo eclesial y el estatal va a fallar lentamente, sobre todo a partir del siglo XVIII. El Estado autarquico y regalista quiere controlar en sus mínimas expresiones también la vida eclesial. Cada vez más los eclesiásticos van a ser vistos en la práctica como “funcionarios” de la Corona. A este Estado monárquico le va a faltar el sostén del mundo eclesiástico cuando más lo va a necesitar. Los motivos son varios: ante todo por la acerbada división entre la jerarquía eclesiástica y el pueblo fiel; por la misma pronunciada división entre obispos y alto clero (en buena parte todavía “peninsulares”) y el “bajo clero”, en buena parte secular y criollo; y entre el clero regular, en buena parte ya criollo, y el secular.

Había comenzado ser minada la debida autonomía y subsistencia del clero; se le quita su propia característica y se le quiere controlar hasta la última gota de su pan diario; esto llevó a una unción servil de ese “funcionariado” eclesiástico (alto, medio o bajo) al Estado monárquico y a acabar siguiendo su misma suerte, según los grados de tal enlazamiento y fidelidad al mismo.

El clero criollo se encontrará dividido ante la disyuntiva de una fidelidad pedida. Una parte notable participa de la mentalidad del siempre más consciente «criollismo» que reivindica su propio papel en la vida social, política y eclesial de los diversos virreinatos. Muchos clérigos criollos se verán involucrados en los movimientos de emancipación de las diversas entidades territoriales de la América española. En algunos casos alcanzan papeles de verdaderos protagonistas y «padres» de las nuevas naciones emergentes; en México son los casos de Hidalgo, Morelos (mestizo más que criollo), Matamoros; en Cuba de Félix Varela, etc. El caso de los obispos es más emblemático, en cuanto frecuentemente se encontrarán en una disyuntiva que no siempre supieron afrontar con el exigido realismo y la debida claridad de juicio; son emblemáticos los casos de los arzobispos de México y de Guatemala.

La legislación real española de la segunda mitad del siglo XVIII, que era radicalmente regalista y que si se quiere se podría llamar anticlerical, no es en absoluto anticatólica. Aquella legislación continuará a lo largo de la primera mitad del siglo XIX hispanoamericano repúblicano, para evolucionar luego en un sentido que de anticlerical se convertirá siempre más en anticatólico.

Los antagonismos entre el Estado y la Iglesia en el siglo liberal

A lo largo de todo el siglo XIX hispanoamericano -republicano en general- asistimos a estos continuos debates. Se trata de un tira y afloja entre las corrientes liberales y las eclesiásticas, en clave casi siempre antagónica, de manera pertinaz por ambas partes. El Estado republicano pretendía asumir las prácticas y derechos del antiguo patronato real como heredero jurídico de la monarquía hispana, algo que la Iglesia no podía ya aceptar en aquellos términos; entre otras razones por la multiplicidad e inestabilidad de los gobiernos. En Brasil el problema aparece pero sin mayores traumas durante los tiempos del Imperio. Proclamada la República en 1889, las relaciones entre el Estado brasileño y la Iglesia seguirán las pautas típicas de la época liberal moderada.

No es así en las nuevas repúblicas hispano-americanas. Aquí la aspereza de la confrontación se manifiesta en las luchas y en las sucesivas legislaciones del siglo en materia eclesiástica. La gente sencilla del pueblo enseguida lo empezó a entender como un intento de buscar, en algunos casos como el de México, “descatolizar” a la nación por parte de los componentes más radicales del Estado liberal, y en otros secularizarla y permitir una sombra privada de religión con el control “patronal” del Estado sobre las materias eclesiásticas.

Nacen así partidos liberales con claros tintes anticlericales, con la masonería de por medio en muchos casos, que con el andar del tiempo adquieren tintes claramente antirreligiosos y anticatólicos. En algunos casos (también aquí va recordado el mexicano) los grupos políticos reformistas y anticlericales comienzan a usar una terminología que empieza a hablar no solamente de una sociedad renovada, sino también de un control y de una “religión reformada”, moral y razonable. Incluso se insinúan conceptos tomados del protestantismo ideológico liberal.

Es aquí donde hay que buscar las raíces de los varios casos de persecución anticatólica, explicitos o latentes en varios de los países latinoamericanos. Por ello no es suficiente hablar de anticlericalismo; el término le queda estrecho al cuerpo real del fenómeno. Habría que hablar más bien de una secularización en acto que pretende usar conceptos antiguos tomados de los moldes del reformismo español del siglo XVIII, del racionalismo ilustrado europeo de la misma época, del viejo regalismo patronal en materia eclesiástica y de las ideas del liberalismo cultural decimonónico. Para ello había que superar el pasado católico tradicional.

En este proceso los nuevos Estados republicanos que se intentaban crear se topaban con el muro de la Iglesia que había que derribar. Los liberales decimonónicos no persiguen a la religión; respetan a la primera y obstaculizan a la Iglesia. Ven la utilidad del sentimiento religioso y de la moral para la buena marcha del Estado mismo, como lo veían Robespierre y sus compañeros de la Convención republicana francesa. En aquella batalla, el primer obstáculo que había que derribar era por lo tanto el clero con todos sus privilegios y sus instituciones; había que convertir al clero en un funcionariado controlado por el Estado de derecho. La legislación en materia eclesiástica y educativa que jalona la vida de algunos de estos Estados durante el siglo XIX y las primeras tres décadas del XX, nace precisamente de esta convicción.

El sentido del término e idea de «reforma» en el caso de México

Los demás elementos que hemos señalado, por una parte se asiste al intervencionismo de los Estados Unidos en la vida mexicana y sus intentos de control y de «anexión» territorial, económica y política, y de protectorado efectivo de varias formas; y por otra, a la atracción, también ideológica, ejercida por aquel país sobre una clase social, económica, intelectual y política y, los proyectos de algunos de fomentar una cierta “protestantización” de México. Por ello hay que entender correctamente el término y su contenido, que ni es homogéneo ni lineal. Incluso a veces se dan aparentes contradicciones en personas que, por una parte mantienen un claro resentimiento antinorteamericano, y por otra sufren una escondida atracción hacia norteamérica que no siempre logran disimular. Se trata aquí de una especie de “síndrome” de Estocolmo, como llega a ocurrir en ocasiones por personas secuestradas hacia sus secuestradores.

Pero hay un hecho claro a lo largo de la historia mexicana del siglo XIX. Es el intento de querer revivir por una parte, el contenido y las formas adaptadas de control de la vida religiosa del antiguo Estado bajo el viejo patronato; y por otra, los intentos de introducir nuevas formas de “reforma” aplicadas al Estado, siguiendo las pautas ideológicas de matriz protestante.

En el siglo XIX varias veces México corrió casi el riesgo de desaparecer del mapa político para ser absorbido en un protectorado bajo la tutela del vecino del Norte, o de otros que tardía y anacrónicamente lo pretendieron, como lo fue la intervención francesa y la creación del Segundo Imperio con Maximiliano de Habsburgo. En esta lucha política e ideológica se impondrá el término «reforma», acuñado por algunos políticos liberales para designar su movimiento donde no se escondía su admiración por la experiencia de los protestantes reformados del siglo XVI, símbolos, para ellos de progreso y de tolerancia.

Esta idea la encontramos repetida por diversos políticos mexicanos de la época, y llegará como un estribillo hasta los tiempos de las leyes anticatólicas de los años 1917-1926. Ven en el catolicismo la raíz de los desastres de México, y su solución en la fuente protestante de la supremacía norteamericana. La unión causal, según ellos, para explicar la miseria de los unos y el progreso de los otros era evidente.

Creemos que aquí radica también una clave para entender el sentido de este anticlericalismo, así como el sentido “religioso” de la “Reforma” a partir de 1857 y de todas las leyes (“Leyes de Reforma”) por ella emanadas en los diversos campos de la vida pública, incluido el religioso y el educativo. Los políticos liberales ciertamente trataban de imitar la experiencia de los Estados Unidos en todos los ámbitos, sin captar precisamente como los Estados Unidos habían llegado a una clara, pura y neta separación de las competencias respectivas de la Iglesia y del Estado en el mutuo respeto de cada campo y sin ingerencia alguna. Aquí radicaba precisamente la laicidad del Estado en Norteamérica, cosa que en México en aquella época no se supo en absoluto captar o seguir. Esta confusa aceptación de elementos democráticos y laicos por una parte, y el deseo de crear un Estado “religiosamente laico” al mismo tiempo, se ve en las modalidades con que se celebraron las diversas asambleas constituyentes en la segunda mitad del siglo XIX y hasta la Constituyente de 1917. Por ello las leyes estatales de carácter eclesiástico no solamente miraban a intervenir en la vida de la Iglesia, sino que se proponían fundar un nuevo Estado a partir de la imitación -a su manera- de la experiencia del vecino del Norte.

Estado o repúblicas teóricas, divididas e imprecisas frente al pueblo real

Pero este Estado era débil, sujeto a continuos “pronunciamientos” y golpes de estado, caído con frecuencia en manos de bandoleros de la vida publica. Frente a ese Estado se encontraba el pueblo que continuaba arraigado en su fe católica y en la Iglesia como estructura visible. La debilidad de ese Estado refuerza a la Iglesia, combatida precisamente por él. Y aquí hay que leer entonces toda la serie de acciones persecutorias contra ella que se resuelven siempre en inútiles exilios, despojos e incluso matanzas.

Aquella mentalidad quería intervenir incluso en la vida interna de la Iglesia. No se trataba simplemente de confiscar bienes eclesiásticos, sino de controlar y organizar la vida de la Iglesia hasta en su estructura interna, bajo la apariencia de una reorganización del culto, para que ésta se adecuase a la nueva concepción del Estado que se quería recrear. Y este Estado quería establecer el lugar de la Iglesia y de la religión en la sociedad mexicana de una vez para siempre con leyes rígidas e inapelables, hechas contra el sentir del mismo pueblo. En el fondo se proponían que la Iglesia, reducida a un viejo culto, se extinguiera lentamente, una vez que la habían arrojado fuera de la vida del mundo y la habían encerrado en sus viejos templos, con frecuencia ruinosos y desordenados. Violentaban así a la misma historia y al pueblo mexicano. Todo ello era ya una derrota desde sus inicios. En todo este proceso, llevado a cabo por un pequeño grupo de intelectuales y de caciques militares o civiles, el pueblo sencillo estuvo totalmente al margen e indiferente cuando no se le tocaba en su vida religiosa de manera directa. Este “pueblo de cristiandad monolítica reaccionó violentamente contra la reforma, cuando tocó a la Religión, contra la reforma concebida como antirreligiosa.”

Por todo ello se puede decir que, en el caso mexicano no nos encontramos sólo ante un fenómeno de anticlericalismo, sino de odio anticatólico y antieclesial que da lugar a persecuciones con sus innumerables martirios. Durante los años que siguen al estallido de la Revolución en 1911 y hasta llegada la década de los cuarenta, el odio perseguidor contra la Iglesia se expresó en mil maneras. Durante este periodo dieron su vida por la fe católica numerosos sacerdotes y seglares. La Iglesia ya ha colocado en el honor de los altares a 40 de ellos. Fueron todos asesinados por las autoridades del Estado sin juicio alguno; casi todos fueron torturados y ejecutados alevosamente en el mismo lugar de su detención, durante la noche, por miedo a la reacción popular. En algunos casos la ejecución fue pública y bárbara para asustar y escarmentar a la gente.

Los sacerdotes murieron exclusivamente por ejercer su ministerio sacerdotal. Eran conscientes de que el ejercicio del ministerio sacerdotal los condenaba a una muerte segura. Pudieron huir, como otros lo hicieron, pero prefirieron permanecer en sus parroquias o volver a ellas si habían sido expulsados para alimentar la fe de los cristianos y sostenerles en su adhesión al Papa y a la Iglesia Católica. Estos sacerdotes exponían a diario su vida para impartir los sacramentos de la Santa Iglesia, sobre todo celebrando la Eucaristía y visitando en sus domicilios a los enfermos o a los perseguidos.

Celebraban la Eucaristía en las casas particulares; conocían uno a uno a sus feligreses, que les acogían poniendo en peligro sus vidas al reconocer en estos sacerdotes la presencia confortadora de Jesucristo. Como escribe la Información del proceso de beatificación: "Se daban cuenta de que ellos [los sacerdotes] iban por delante en la profesión de la fe sin seguir la voz de los extraños".

NOTAS

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  6. LEVILLIER, ROBERTO. Don Francisco de Toledo, supremo organizador del Perú, p. 318; PEREÑA, LUCIANO. Introducción a la edición de JOSÉ DE ACOSTA, De Procuranda Indorum salute, (Corpus Hispanorum de pace, XXIV), 2 vols, Madrid, CSIC, 1987, pp. 43-46.