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(Asunción, 1576; Caibaté, 1628) Religioso jesuita y Mártir
PRÓLOGO
“Como Sucesor del Apóstol Pedro, tengo la dicha de celebrar esta Eucaristía, en la que son elevados a los altares un hijo de esta querida ciudad de Asunción, el padre Roque González de Santa Cruz –primer santo de este queridísimo Paraguay–, y sus dos compañeros, los padres Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, nacidos en tierras de España, en Zamora el primero y en Belmonte (Cuenca) el segundo, los cuales, por amor a Dios y a los hombres, vertieron su sangre en tierras americanas… La fuerza salvadora y liberadora del Evangelio se hizo vida en estos tres abnegados sacerdotes jesuitas que la Iglesia en este día presenta como modelos de evangelizadores… Su celo por las almas les llevó a hacer cuanto estuvo en sus manos por servir a los más pobres y abandonados. Todos sus encomiables trabajos en favor de aquellas poblaciones –tan necesitadas de ayuda espiritual y humana–, todas sus fatigas y sufrimientos tuvieron como único objetivo el transmitir el gran tesoro de que eran portadores: la fe en Jesucristo, salvador y liberador del hombre, vencedor del pecado y de la muerte”. Así comenzaba su homilía San Juan Pablo II cuando en Campo «Ñu Guazú» de Asunción (Paraguay), el Lunes 16 de mayo de 1988 canonizaba a los tres mártires jesuitas durante su visita apostólica a Paraguay. ¿QUIÉN FUE ROQUE GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ? Los padres de Roque fueron Don Bartolomé González de Villaverde y Doña María de Santa Cruz. Ellos colaboraron en la construcción del Paraguay educando cristianamente a sus diez hijos, tres de los cuales siguieron vocación eclesiástica: Roque, misionero pionero entre los guaraníes, jesuita y mártir, defensor de los derechos del indio; Pedro, canónigo en la catedral de Asunción y párroco en la ciudad de Buenos Aires; Gabriel, quien realizó su formación sacerdotal en la ciudad de Lima. Sus otros hermanos fueron: Francisco, Teniente Gobernador de la ciudad de Asunción en tiempos de Hernandarias, con cuya hija contrajo matrimonio; Juan, quien acompañó al Capitán Juan de Garay en la fundación de Santa Fe (República Argentina); Francisca contrajo nupcias con el Capitán Roxas de Aranda; y Mateo, que fue tesorero real en Corrientes. Fueron también hijos de esta numerosa y honorable familia, Diego. María y Mariana. La familia González de Santa Cruz formó dignos hogares en Asunción, Concepción del Bermejo, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires. Roque supo aconsejar con entereza de apóstol a su hermano Francisco, General Teniente Gobernador, para que defendiera los derechos del indio guaraní, conculcados por los soldados encomenderos. Roque González regó con su sangre las nacientes reducciones guaraníes, fundadas por los jesuitas. Fue reconocido por el gobierno del Paraguay como «Ilustre Ciudadano Paraguayo» por Ley 583 en 1960. Pero ya mucho antes, la comunidad católica lo consideraba de hecho como uno de los testigos más insignes de la fe católica, junto con sus hermanos jesuitas asesinados como él y prácticamente en compañía de él como testigos de la fe cristiana. El papa Pío XI lo exaltó a los altares como Beato el 28 de enero de 1934 y San Juan Pablo II lo canonizó durante su visita apostólica a Paraguay, en Ñu Guazú, cerca de Asunción, el 16 de mayo de 1988 junto con sus compañeros jesuitas de misión san Alonso Rodríguez y san Juan del Castillo.
Joven sacerdote diocesano Llama la atención cómo Roque González fue ordenado sacerdote a los 22 años; corría el año de 1598 cuando el obispo Fray Hernando de Trejo y Sanabria, obispo de Asunción, lo ordenó sacerdote en sede episcopal. Se cuenta que sus consejeros espirituales o confesores le habían pedido que subiese al altar para celebrar su primera misa “con palma de virgen en las manos para el buen ejemplo”, pero que el padre Roque “por su gran humildad dijo que no la llevaba porque no pareciese valida”. Aunque la anécdota pertenece sin duda al estilo hagiográfico de la época, la realidad, confirmada luego en los procesos para su canonización, no es desmentida por el testimonio de su vida. El joven sacerdote paraguayo sorprende ya desde los albores de su ministerio sacerdotal a todo el mundo, sin distinción de clases ni de orígenes, por su celo apostólico y su dedicación al servicio de cuantos se cruzan en su camino sacerdotal, criollos y mestizos, indígenas y colonos, en aquel Paraguay, conocido ya entonces como «Gigante de las Indias», donde se daban cita en un sorprendente mosaico mezclas de culturas religiosas hispanas y guaraníes, que él conocía muy de cerca y experimentaba en su misma carne de paraguayo. Sus 30 años como sacerdote y misionero son un testimonio de esta consagración total suya a Cristo, desde el primer momento en que subía las gradas del altar. Por ello solicita evangelizar las regiones del Norte, bañadas por el Jejuí hasta las sierras de Mbaracayú, para evangelizar a los pobladores indígenas de aquellos inmensos yerbales, perfumados por la yerba mate, y que ya los encomenderos se proponían explotar. Pero su obispo, el franciscano Fray Martín Ignacio de Loyola, sobrino de San Ignacio de Loyola y que ocupaba el obispado de Asunción, le pide otra cosa; lo destina a la catedral de Asunción, que regirá durante nueve años como párroco. En 1603, siendo cura párroco de la catedral, toma parte en el Primer Sínodo del Rio de la Plata, celebrado en Asunción. Su celo sacerdotal, conocido por todos, hizo que otro obispo de Asunción, fray Reginaldo de Lizárraga, le nombrase provisor y vicario general del obispado. “Pero él no lo aceptó por humildad y santidad”, declarará el arcediano de Buenos Aires. Dadas su ascendencia y fama no habría sido difícil que Roque González hubiese sido presentado como obispo, y todo indica cómo él lo presentía. Y en el zenit de una estima por todos reconocida, corta con aquel mundo y decide llamar a las puertas de la Compañía de Jesús para formar parte la joven comunidad en aquellas tierras americanas. Jesuita a los 33 años El 9 de mayo de 1609, el sacerdote Roque González entra en la Compañía de Jesús. Tenía 33 años. Iba a formar parte del primer grupo de jesuitas que se proponían la evangelización de las poblaciones «marginales» de aquel gran Sur del Continente, hasta entonces al margen de la evangelización. Será el comienzo de las Reducciones jesuíticas de Paraguay. Hernando Arias de Saavedra proyectaba un plan de evangelización de las mismas, y Roque González será uno de los pioneros de aquel plan. Entrará en el Chaco paraguayo como misionero de los guaycurúes. Es el primer apóstol del Chaco Boreal. El padre jesuita Marcial de Lorenzana penetraba en el Tebicuary y Alto Paraná y los padres José Cataldino y Simón Mazzeta lo hacían hacia Ciudad Real, a una distancia entonces de unas cien leguas y de otras sesenta más hacia Villarica, más allá de las cataratas del Yguazú, hacia el Atlántico. Hay que meterse de lleno en aquellos ambientes geográficos, en las dificultades de movimiento, en la falta de medios, en las dolorosas y arduas caminatas por lugares inhóspitos, cruzando ríos y encontrando gentes desconocidas, no siempre acogedoras y pacíficas, con lenguas totalmente incomprensibles para los misioneros, con falta incluso de alimentos y de cobijos necesarios, para comprender mínimamente las dimensiones humanas de aquellas nobles aventuras, hechas sólo por amor a Cristo y a las gentes como hijos de Dios.
Sabemos que a veces los misioneros usaban cabalgaduras de ocasión, otras caminaban a pié o en canoas o barcazas. El superior provincial del Padre Roque y de aquellos pioneros jesuitas, el padre Nicolás Mastilli Durá, decía en 1628: “Sólo el padre Roque osó emprender esta hazaña de colocar el estandarte de nuestra salud (la cruz), donde no llegaron las banderas de España, fundando la reducción de Concepción de la Sierra”. Y otro jesuita, el padre Romero, dijo de él: “Ya está mi padre, el capitán valeroso del Uruguay”.
El comienzo de su trabajo con los guaranís y la fundación de las Reducciones
El trabajo apostólico del P. Roque González, junto con sus compañeros de martirio, recorre aquellas regiones sembrando un rosario de experiencias que pasan a la historia como las «Reducciones», comenzando por San Ignacio Guazú, el primer prototipo de ellas con un diseño urbano, matriz de las siguientes reducciones guaraníes. “Lo construyó desde sus fundamentos, para cortar la acostumbrada ocasión de pecados”, nos dicen de él las antiguas crónicas.
“El misionero en persona es carpintero, arquitecto y albañil, maneja el hacha y labra la madera y acarrea al sitio de construcción, enganchando él mismo por falta de otro capataz la yunta de bueyes. Él hace todo solo”, escribe el Padre del Valle. Hacia fines de 1611 el padre Roque González había llegado a la actual ciudad de San Ignacio Guazú por las riberas del Tebicuary.
El provincial Diego de Torres le obsequia a principios de 1614 un cuadro de la Pura y Limpia Concepción, cuyo pintor fue el hermano Bernardo Rodríguez, andaluz. El cuadro, recibido con intensa devoción por la población, será signo inseparable del futuro mártir en sus andanzas durante los siguientes 14 años de su actividad misionera.
Durante su permanencia en San Ignacio, se acercaron al provincial dos caciques que habían llegado del Paraná, que les aconsejó que viniesen a establecerse a San Ignacio. Pero ellos al principio rehusaron la invitación diciendo que no se animaban a abandonar sus tierras del Paraná. Al día siguiente e inexplicablemente (se habla de una intensa oración del P. Roque ante la Virgen) los dos caciques decidían establecerse en San Ignacio. Por ello el P. Roque le dio a la Virgen el ya histórico apelativo de «La Conquistadora». Y con Ella empieza sus andanzas fundadoras.
Un día de diciembre de 1614, rezando las letanías de la Virgen con el P. Francisco del Valle, le vinieron los deseos vivos de “entrar por las orillas del Paraná a juntar aquellas ovejas perdidas del rebaño del Señor.” Cruza el Ñeembucú, llega hasta las cercanías de Corrientes y funda el pueblo de Santa Ana (1615) en honor de la Madre de la Virgen. Este fue el primer pueblo fundado por San Roque.
Sus moradores se recogieron más tarde al amparo de la reducción de Ntra. Señora de la Concepción de Itatí, de los Padres Franciscanos. De los doce pueblos que él fundó, siete los va a dedicar a la Madre de Dios: la Anunciación – Encarnación (Itapúa) en 1615 y 1621; Concepción de la Sierra (1620); Nuestra Señora de los Reyes del Yapeyú (1627); Candelaria de Ybycyuity (1627); Candelaria de Caazapaminí (1628), y Asunción del Yjuhí (1628). Las tierras evangelizadas por estos primeros jesuitas encabezados por el P. Roque en el actual Rio Grande do Sul (Brasil) serán denominadas «Tupasyretá» (tierras de la Madre de Dios), y tal nombre es el que lleva hoy día una ciudad de la región. Así se fundaron las numerosas Reducciones en Paraguay, Encarnación y Yaguapoa. En Argentina, Nuestra Señora de la Anunciación (hoy Posadas), Concepción de la Sierra, Santa Ana, Yapeyú (cuna del libertador San Martín). En el actual Brasil, San Nicolás, Calendaria de Ybycuity, Candelaria de Caazapaminií, San Javier, Asunción de Yjuhí, y Todos los Santos de Caaró. Y aquí en Caaró, mientras el padre Roque González trabajaba adaptando una campanita del templo, unos guaraníes, mandados por uno de los caciques-hechiceros, descargaron sobre su cabeza una serie de golpes con una hacha de piedra (itaizá), dándole muerte. Contaba con 52 años. Todas las crónicas de las fundaciones de las Reducciones son conmovedoras. Una de ellas, por ejemplo, referida a la fundación de Concepción de la Sierra, hoy ciudad argentina en la cabeza de departamento de la actual Provincia de Misiones, nos cuenta cómo tras sus ejercicios espirituales y su profesión solemne, el P. Roque el 25 de octubre de 1619 hace su oración a la Virgen en Encarnación, y acompañado por un grupo de neófitos y varios niños se pone en camino. Así escribía el Padre Provincial Nicolás Mastilli Durán: “Sólo el Padre Roque González osó emprender esta hazaña de colocar el estandarte de nuestra salud donde no llegaron las banderas de España, fundando la reducción de concepción…”. Pasaron algunos años de tribulaciones y sufrimientos antes de consolidar aquella fundación, con tres años de viruelas que casi exterminaron la población. Todo fue gozosamente superado y ya en 1625 pudo celebrar la fiesta del Corpus Christi con aquella típica solemnidad y regocijo que caracterizó siempre las celebraciones eucarísticas entre los guaraníes. Allí permaneció el P. Roque durante siete años, y esta población será la primera guardiana de lo que quedaba de sus restos mortales tras su martirio. En aquella Reducción se erigirá luego un gran templo de cinco naves. Fue a partir de aquí, que se abrirá aquel avance de fundaciones impulsadas por el Padre Roque, a partir de 1626: San Nicolás, San Javier y Yapejú (cuna del Libertador San Martín); va a Buenos aires y es designado superior de los misioneros del Uruguay. A continuación funda los últimos cuatro pueblos: Candelaria de Ybycuity, Candelaria de Caazapaminií, San Javier, Asunción de Yjuhí, y Todos los Santos de Caaró, en 1628 (lugar de su martirio). Y con los tres jesuitas protomártires de las Reducciones es también “martirizado” el lienzo con el icono de la Virgen Conquistadora. Los asesinos del Padre Roque y del Padre Alonso Rodríguez rompen cálices, misales y crucifijos, y rasgan por medio el lienzo de La Conquistadora. La fe cristiana, a pesar de ser tan tierna, había penetrado tan sensiblemente entre los primeros guaraníes que los poblados cristianos de Caazapá, Yuty, Corpus, Caray e Yguazú, enviaron a sus indios a luchar y recuperar lo perdido, sobre todo el cuadro destrozado de la Virgen. Una de estas partidas formada por unos 200 indios de Itatí, al mando del capitán español Manuel Cabral, procedente de Corrientes, logró capturar a los asesinos de los misioneros, escarbaron en las cenizas de la misión quemada, encontraron los restos que quedaban y sobre todo el lienzo de la Virgen, rasgado por el medio y chamuscado, que unido lo levantaron como un nuevo lábaro, que llevarían a Corrientes. Algunas de las reliquias de los misioneros jesuitas habían sido llevadas a Concepción de la Sierra, donde fue reconocido también entre ellas el corazón del P. Roque; serían luego llevadas hasta N. S. de la Concepción de Itatí, recibidas por fray Juan de Gamarra. Cuentan las crónicas cómo el 16 de noviembre de 1628, al día siguiente del martirio de los Padres Roque y Alonso, el corazón del P. Roque habría hablado a los asesinos echándoles en cara la sacrílega profanación del cuadro de la Virgen, pero cómo a pesar de todo, habría dicho “Yo volveré y os ayudaré”. Y así ha sido. Lo recordaba Juan Pablo II en su homilía de la canonización de los Santos Mártires, en Ñu Guazú (Asunción) el 16 de mayo de 1988: “La Virgen es, para nosotros, modelo de santidad. San Roque González de Santa Cruz, San Alfonso Rodríguez y San Juan del Castillo, como San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, fueron ejemplo de ferviente devoción a la Santísima Virgen –a la que invocaban como Virgen Conquistadora– en su anhelo por conquistar almas para Dios. La fe de vuestro pueblo y el celo de los primeros evangelizadores han dejado un elocuente testimonio de devoción a María en la multitud de advocaciones marianas que pueblan vuestra geografía y las regiones limítrofes. Sin aquella acendrada piedad y prácticas marianas, particularmente el rezo del Santo Rosario, no hubieran sido tan abundantes los frutos apostólicos por los que hoy damos gracias a Dios”.
Trabajo evangelizador
Su trabajo misionero entre los guaraníes lo compromete en todas las direcciones propias de un evangelizador: ante todo la defensa de los derechos fundamentales de los pueblos indígenas, como era ya la tradición misionera en el Nuevo Mundo desde el primer momento. Así enseguida se desplaza por el sur de aquella inmensa región, ve los abusos de soldados y encomenderos codiciosos, combate con denuedo las injusticias y defiende a los maltratados escribiendo a su hermano, Francisco González de Santa Cruz, que entonces ya era teniente general y teniente gobernador del Paraguay, censurando las injusticias cometidas contra los indígenas y pidiendo medidas severas contra los encomenderos.
En San Ignacio el P. Roque había edificado el templo de San Ignacio, pero había también comenzado la traducción al guaraní de catecismos y otros medios de evangelización para poder trasmitir la fe a los guaraníes. Para ello traduce en guaraní el catecismo del Tercer Concilio Limense, redactado o preparado por otro eminente jesuita, el Padre José de Acosta, que había hecho suyo aquel Concilio en 1585, redactado en español y en quechua, y aprobado por el gran obispo Santo Toribio de Mogrovejo. Esta traducción del P. Roque González será aprobada por el Segundo Sínodo de Asunción en 1631, y es, por decirlo simplemente, como la «punta de lanza» de toda aquella serie de iniciativas en el campo lingüístico y catequético que distinguirán la acción misionera de los jesuitas en las Reducciones.
A lo largo de aquellos años y con una paciencia heroica, los jesuitas encabezados por el padre Roque, van tejiendo el sistema de las Reducciones: llaman a las poblaciones nómadas dispersas, las reúnen pacíficamente, construyen pueblos con una precisión y un arte sin paragón, si se tiene en cuenta el telón de fondo de aquellas extensiones enormes, las dificultades para convencer y acoger a las poblaciones dispersas, organizarlas y darles una consistencia civil adecuada.
«Vivir en policía», como se decía entonces, en orden y con un sentido preciso de la belleza en cuanto realizaban y llevaban a cabo en aquella convivencia feliz, como se decía, pasaba por el sacrificio y una consagración sin límites. Ello requería una experiencia de la comunión de en Cristo, única en su género, capaz de reunir a gentes acostumbradas a la dispersión en pueblos regenerados por la caridad de Cristo.
Tales eran los propósitos explícitos que se encuentran referidos en los documentos jesuíticos de aquella experiencia. Todo, en aquellos pueblos nuevos, desde las construcciones inigualables de sus iglesias, las calles de sus pueblos, la manera de llevar a cabo tareas, trabajos, cultivos, fiestas litúrgicas y profanas, todo era como una sinfonía de colores, de intensas tonalidades, una especie de liturgia vivida siguiendo los ritmos del año cristiano, donde la Eucaristía, basta pensar a las procesiones de la fiesta del Corpus, el adorno de iglesias y calles, las celebraciones marianas o de los santos, sus esculturas y sus adornos, nos llenas todavía hoy de estupor contemplando los recuerdos que todavía se conservan a pesar del desgaste del tiempo o de las destrucciones llevadas a cabo por la perfidia humana.
El Padre Roque y sus compañeros jesuitas se distinguieron en todo ello. San Roque González llevó consigo durante 14 años en sus correrías apostólicas ese cuadro de la Virgen Conquistadora, no de tierras, sino de corazones para Cristo. Es importante señalar cómo de los 12 pueblos fundados por el P. Roque, siete los dedicó a la Madre de Dios. Las tierras de Rio Grande do Sul (hoy de Brasil) serán más tarde denominadas “Tupãsyretã”, territorio de la Virgen.
Por ello en la iconografía del Mártir se le suele representar con un cuadro de la Virgen Inmaculada, la Conquistadora, en sus brazos, junto con un corazón traspasado por una lanza; el suyo, que se conserva incorrupto hasta nuestros días, a pesar de que su cuerpo fue destrozado por sus asesinos y quemado. Su corazón permanecería impenetrable a las llamas.
El cuadro de la Virgen Inmaculada Conquistadora, sobre su pecho, fue hecho girones por sus asesinos. Lo que quedó de él fue llevado, tras rescatar lo que quedaba de su cuerpo quemado y destrozado, por orden del capitán Manuel Cabral hasta el santuario de la Virgen de Itatí. Y es que, ya a finales de 1614, rezando en San Ignacio de Guauzú las letanías de la Virgen con el padre Francisco del Calle, le vinieron al corazón vivos deseos de entrar por las orillas del Paraná a juntar aquellas ovejas perdidas del rebaño del Señor.
Escribía el Padre Roque a su entonces provincial el Padre Diego de Torres: “Yo he quedado con mis afligimientos del corazón tan continuos… que, cinco seis días antes o después de la conjunción de la luna, me aprietan tanto, aunque me veo y deseo, y tan a pique de perder la vida , o dar en algún disparate. Que se haga según la voluntad divina… Vivo muriendo aquí, y temo perder el juicio… con tanta soledad y melancolías. Con todo digo estar resuelto a estarme aquí, aunque muera mil muertes y pierda mil juicios; y así, mi Padre Provincial, disponga Vuestra reverencia de mí como viere más convenir al servicio de Nuestro Señor… A mayor gloria de Dios”. Luego de esta carta con tan densa humanidad sufrida, el P. Roque emprende su épica correría apostólica durante 14 años por lo que es hoy Paraguay, Argentina y Brasil, para caer inmolado en el Caaró. El Padre Roque González y sus compañeros jesuitas comenzaron a descender las aguas del Alto Paraguay buscando itinerarios para su encuentro evangelizador con los pueblos guaraníes, que miraban a aquellos, para ellos intrusos, con sospecha y recelos. Encendían fogatas para señalar sus pasos; los misioneros hacían lo mismo en uno de los márgenes del río. Los primeros los buscaban para matarlos, y los segundos seguían el cauce de las aguas por la orilla opuesta para penetrar en aquellas tierras inhóspitas. Después de haber sido los primeros misioneros del Chaco Boreal y recorrido el Mbaracayú y las orillas del Alto Paraná, se propusieron entrar entre los belicosos y hostiles charrúas. Aquellos misioneros jesuitas intrépidos avanzan por llanos, atraviesan bosques y suben colinas con el único propósito de encontrarse con aquellos pueblos y anunciarles el Evangelio de Cristo. Van sólo armados con la potencia de la Palabra divina, sin compañías de soldados conquistadores ni armaduras militares. Algunos datos de aquella empresa los encontramos recogidos en las llamadas «cartas anuas de 1635 a 1637», que en parte hoy se conservan en la biblioteca nacional de Río de Janeiro, en parte publicadas por Ricardo Trelles, y otras en un ejemplar del British Museum. En ellas leemos cuanto refiere el también jesuita Eusebio Nierember hablando sobre la reducción del Caaró: “Entre los que murieron, uno fue el cacique principal de este pueblo, el capitán Diego Tambabé. Primero había perseguido la fe; pero luego, uno de los primeros que se hallaron presentes en la muerte de los santos Mártires. Luego se convirtió, y fue defensor del Cristianismo. Era verdadero cristiano; y ayudó mucho a la conversión de esta tierra. Iba con los Padres y conversaba con los indios; tenía gran elocuencia y eficacia en el hablar. Era de gran juicio y entendimiento. Ayudaba a los misioneros a curar en la peste a los enfermos. No se puede creer lo que este indio hizo para morir bien; cómo se confesaba y reconciliaba con el Señor. Decía a voces cómo había matado sin juicio a los que le daban vida; pero esperaba en Dios que le había de perdonar su locura; y pedía perdón a los Mártires, y les suplicaba, rogasen por él al Creador” Se cuenta también hablando de la vida y muerte de este cacique guaraní, que tras el asesinato del Padre Roque y del Padre Alonso, este cacique se llevó consigo a su poblado el caballo con el que los dos misioneros solían hacer sus correrías. El caballo se negaba a comer, asistía con una tristeza inaudita a las fiestas y algaradas que los indígenas celebraban festejando la muerte de los misioneros jesuitas; relinchaba con unos relinchos que parecían lágrimas vivas de dolor; los mismos asesinos quedaban como atónitos ante los sentimientos de un animal, que al sólo oir el nombre de «Roque» o ver gestos que celebraban su asesinato, se sumía en una tristeza indescriptible. Los guaraníes asesinos lo jalaban y azuzaban para divertirse a costa de los mártires, mostrándoles sus vestidos. Acabaron matándole a flechazos. Morirían en la nueva Reducción del Caaró, en la Cuenca del Plata, mientras el Padre Roque preparaba la campana para colocarla en un tronco de árbol traído de la selva; allí recibieron aquellos jesuitas protomártires los golpes del «itaizá» y luego los despedazaron. Hay una canción guaraní que reza así, celebrando aquellos hechos: “Más una tarde de primavera, la campanita del Caaró lloró triste tu muerte, lloró muy triste. Ella nos dijo que te mataron, y asaetaron tu corazón”. En una especie de iconografía de los hechos acontecidos se entrecruzan varios símbolos del martirio de estos protomártires jesuitas de las Reducciones: la Cruz de Cristo, la palma, un cuadro de la Virgen, el corazón de Roque González traspasado por una lanza, la flecha, el itaizá, el fuego (con que los quemaron) y la campana de aquella pequeña primera iglesia. Estos símbolos reflejan la historia de aquel martirio fecundo. Símbolos de un testimonio de vida, sellado con la sangre Ya muertos en el Caaró, los cadáveres de los dos jesuitas Roque y Alonso, fueron desnudados, partidos por la cintura y dados a las llamas en la iglesia apenas construida; amontonaron en ella sobre sus cadáveres todo lo que encontraron: objetos de culto, ornamentos, estatuas…Luego, al día siguiente lanzaron también al fuego el corazón arrancado del P. Roque; sólo se chamuscó y quedó intacto. La tradición trasmitida por los testigos de los hechos nos dice que al día siguiente de su asesinato, el 16 de noviembre de 1628, el corazón del Mártir habló a sus asesinos con unas palabras que expresan la intensidad y el motivo de su entrega y muerte: “Aunque matasteis mi cuerpo; mi alma está en el cielo. Dios os va a castigar; pero yo volveré y os ayudaré”. Un indígena guaraní le arrancó el corazón, aquel corazón que nos ha llegado intacto hasta hoy. Ya se sabe cuál es el estilo y lenguaje hagiográfico de la época. Pero el hecho, hoy constatado de manera crítica, es que ese corazón ha llegado intacto hasta nosotros, y con las señales de haber sido atravesado por una lanza, como lo que pasó con el Corazón bendito de Cristo; de aquella herida abierta producida por la lanza “salió sangre y agua”, según el testigo evangelista, y varios Padres de la Iglesia, comentando el pasaje evangélico lo explican refiriéndole al nacimiento de la Iglesia: en el misterio del bautismo (el agua) y con el alimento de la Eucaristía (la sangre viva). ¿No pasó algo semejante con el sacrificio libremente ofrecido y la muerte que lo consumió en el caso de los Mártires Roque González de Santa Cruz, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo? Las armas del «delito» se han convertido en símbolos de triunfo, como le pasó a la Cruz del Señor. Ante todo la lanza, que atravesó su corazón. Ya un médico italiano, el Dr. Osvaldo Zacchi, analizó el corazón en Roma en 1928 y encontró en él “una perforación acanalada, limpia y rectilínea” de cuatro centímetros desde la margen izquierda hasta la margen derecha del corazón, y juzgó que la herida había sido producida por un punzón o flecha que tuvo que haber permanecido allí durante mucho tiempo. Ya en diciembre de 1628 el capitán Manuel Cabral había declarado que había visto en Concepción de la Sierra el corazón del Padre Roque atravesado con una flecha de casquillo. La otra reliquia es el hacha de piedra guaraní (itaizá) con la que los asesinos guaraníes asestaron los golpes mortales sobre la cabeza de los dos primeros compañeros de martirio, Roque González y Alonso Rodríguez aquel 15 de noviembre de 1628. Esta itaizá se conserva hoy en la Capilla de los Mártires en Asunción. Con ella primero segaron la vida al Padre Roque, y luego, al lado de la misma iglesia al Padre Alonso Rodríguez. Cuatro años después de los sucesos los jesuitas de las Reducciones la enviaron a Roma, al entonces Prepósito General de los Jesuitas, Padre Muzio Vitelleschi. Otro Prepósito General de los Jesuitas, el Padre Pedro Arrupe, los devolvería a Paraguay 341 años después. Los Protomártires Jesuitas de las Reducciones fueron beatificados en Roma por Pío XI el 28 de enero de 1934. En octubre de aquel mismo año se celebró en Buenos Aires el XXXII Congreso Eucarístico Internacional, presidido por el legado pontificio, Eugenio Pacelli, futuro Pío XII. Allí estuvieron presentes las reliquias de los Mártires, entre ellas el corazón traspasado del P. Roque. El himno oficial del Congreso evocaba aquella gesta al cantar: “Pasearon el Corpus Por nuestros solares Los hombres, que luego Fundaban ciudades, Y abrían los surcos Para los trigales. Espigas dan hostias; Y leños, altares”.
Reflexionando sobre el sentido de su martirio, San Juan Pablo II se expresó así: “El padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires … fueron capaces de abandonar la vida tranquila del hogar paterno, el ambiente y las actividades que les eran familiares, para mostrar la grandeza del amor a Dios y a los hermanos. Ni los obstáculos de una naturaleza agreste, ni las incomprensiones de los hombres, ni los ataques de quienes veían en su acción evangelizadora un peligro para sus propios intereses, fueron capaces de atemorizar a estos campeones de la fe. Su entrega sin reservas los llevó hasta el martirio. Una muerte cruenta que ellos nunca buscaron con gestos de arrogante desafío. Siguiendo las huellas de los grandes evangelizadores, fueron humildes en su perseverancia y fieles a su compromiso misionero. Aceptaron el martirio porque su amor, levantado sobre una robusta fe y una invicta esperanza, no podía sucumbir ni siquiera ante los duros golpes de sus verdugos. Así, como testigos del mandamiento nuevo de Jesús, dieron prueba con su muerte de la grandeza de su amor”.