Diferencia entre revisiones de «DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA; su repercusión en Europa»

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'''JOSÉ MANUEL PÉREZ-PRENDES Y MUÑOZ DE ARRANCO. © Cuadernos Americanos Francisco de Vitoria'''
 
'''JOSÉ MANUEL PÉREZ-PRENDES Y MUÑOZ DE ARRANCO. © Cuadernos Americanos Francisco de Vitoria'''

Revisión del 12:54 20 abr 2016

No cabe ninguna duda acerca del papel decisivo que las visiones, imágenes y tradiciones europeas han impreso en la percepción de América y de lo americano desde el siglo xv hasta hoy. Si ya la literatura del ciclo artúrico había dejado su huella en el camino Atlántico, llamando Lanzarote a una de las islas Canarias, una novela de 1510 del ciclo de Amadís de Gaula, “Las Sergas de Esplandián” -que conmemora los hechos del hijo de Amadís y Oriana- daría el nombre de «California» a una de sus imaginadas tierras con la fortuna posterior que todos conocemos, del mismo modo que «Patagonia» es la tierra de los monstruos descritos en otro libro de caballerías, “Primaleón”, publicado en 1512.

Sobre todo ese tejido de imágenes que se va elaborando han dado su opinión muy ilustres personajes. Reseñemos los esfuerzos, un tanto desorganizados pero no por ello merecedores de ser olvidados, del milanés Antonello Gerbi (1904-1976) en dos libros fundamentales -separados uno de otro por 20 años- en los que se enfrentó con aquellos efectos que eran nocivos en esa transposición: primero en 1955, en “La disputa del Nuevo Mundo: historia de una polémica. 1575-1900”;[1]después, ya casi al borde de la muerte, en 1975, con La Naturaleza de las Indias Nuevas. De Cristóbal Colón a Gonzalo González de Oviedo.

Se trataba en suma de combatir la tesis de la debilidad o inmadurez del continente americano en sus cosas y en sus personas. Cualidad que se definía ya en el diario colombino, que toma pretendida seriedad científica en la obra de Gonzalo Fernández de Oviedo, y que es multi-proyectada por la Ilustración y la filosofía hegeliana. Por fin Juan Gil Fernández, catedrático de la Universidad de Sevilla, en tres documentadísimos volúmenes trazó en 1989 un «corpus» general de los mitos y utopías del descubrimiento ordenadas en tres grandes grupos: primero, los pertenecientes a Colón y su tiempo; segundo, los relativos a El Dorado; y tercero, los referentes al Océano Pacífico.

No se trataba ya, como en el caso de Garbi, de señalar los errores de una interpretación que venía soportada en la pretendida superioridad europea, sino de desplegar la amplísima tela de ensoñaciones que vivieron los protagonistas del «encuentro» para hacer compatible lo que sus tradiciones le hacían esperar de la nuevas gentes y tierras con aquello otro que sus sentidos percibían, los contactos reales de la experiencia recién concretada: vieron América como nunca habían visto nada.

Y fue así porque hallaron la virginidad americana bajo las pautas de esa mitología. América les permitió lo que les había negado Asia. Porque si de descubrimiento se trata, el de Asia, que fue el primero, no tuvo para Europa consecuencias humanas que puedan compararse con las del descubrimiento de América. Dos italianos que figuran separados por doscientos años, uno de Venecia y otro de Génova, son los protagonistas de estas dos aventuras: Marco Polo y Cristóbal Colón. Los dos se movieron en busca del Oriente fabuloso.


AMÉRICA Y ASIA

El conocimiento que se tuvo en Europa de la China por Il Millione alentó las avanzadas comerciales de la época, que fueron grandes e importantes, pero jamás hubo el propósito de conquistar ese continente para hacerla europeo, ni se pensó en hacerla cristiano. Se entendió que allá tenían una religión y un imperio respetables, y a lo más que se llegó fue a enviar pequeños grupos de misioneros y cristianos -no especialmente vinculados con el mundo eclesiástico, pero cristianos evidentes-, y a lo sumo establecer algunos puestos de tráfico con cónsules o agentes mercantiles que atendían a los intereses de los comerciantes.

El clavo, la pimienta, la nuez mascada, la canela ... pasaron a ser ingredientes esenciales para la alta cocina europea, pero no se imaginó nunca una emigración que fuera a establecer colonias en China, India o Japón.

La movilización hacia América es otra historia. Es la más grande aventura multitudinaria, si no la única, que ha conocido Europa. Si se puede decir que doscientos millones de europeos han cruzado el Atlántico en cinco siglos para buscar hogar en la otra orilla del océano eso basta para señalar semejante éxodo como único en los anales del mundo y es esencial para entender los cambios más profundos ocurridos en la cultura de lo que se llamó «Occidente».

La expresión «Occidente» se explica cuando observamos que los únicos puntos de referencia eran Asia al Oriente y Europa al Occidente, o hay que ver así el cambio para fijar el alcance que en último término tuvo el viaje de 1492 de las tres carabelas. No fue el descubrimiento de Asia por Marco Polo tan radical como el de América por Colón y sus continuadores inmediatos. La existencia del Oriente ya se sabía, y lo que anunció Il Millione fueron unas riquezas ya presentidas y el modo de vivir de tártaros o de mogoles.

El descubrimiento de Marco Polo se refería a cómo era aquello, sin ser una revelación de algo desconocido. Lo de América es otra cosa. Lo de América es la mayor novedad de todos los tiempos, la mayor novedad que haya podido sorprender a los europeos. Con toda razón escribió López de Gómara “la mayor cosa de después de la creación del mundo y la muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias”.

Dicho esto, que fue hace más de cuatrocientos años cuando López de Gómara lo dijo, es todavía poco comparado con lo que hoy mismo podemos confirmar. Durante el primer siglo todos los emigrantes salían de España o Portugal, y hubo que esperar a 1607 para que John Smith y ciento cinco caballeros sajones se aventuraran a fundar el primer establecimiento inglés, James Town, en el Nuevo Mundo. Luego llegaron los peregrinos del Mayflower a Cabo Cod, en 1620. Para entonces la América Española existía ya. Y cómo existía: dos grandes virreinatos, ciudades como Santo Domingo, México, Guatemala, Santa Marta, Cartagena, Quito, Lima, Buenos Aires, Bogotá, Santiago, Caracas ... universidades como las de Santo Domingo, México, Lima, Bogotá, Guatemala, La Habana ... misiones de franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas ... imprentas, teatros y una vasta literatura de autores nacidos en América.

LA UNIVERSALIDAD DESDE HISPANOAMÉRICA

Esa inmigración comenzó en España y desde el primer día. En la primera expedición de Colón no llegaban a noventa los tripulantes, casi todos de Sevilla, Córdoba, Jerez de la Frontera, Palos... dos Genoveses, un veneciano, un portugués... Para el segundo viajeentraron ya más mil hombres y en la cuenta figuran ya más Italianos de Génova, Venecia, Sabana ... : mil doscientos europeos en un solo viaje no pasaron al Asia jamás.

Entre los primeros que perecieron en América figuran un inglés y un irlandés. Poco a poco va dibujándose desde el comienzo esta universalidad, con los Caboto de Venecia, que descubren para el rey de Inglaterra, con Verrazano, florentino que lo hace para el rey de Francia, y sobre todo con Américo Vespucio, también f1orentino, destinado a revelar la existencia de otro continente; sus dos viajes a Brasil los hace en naves del rey de Portugal. Que Italia, Portugal, Inglaterra y Francia entren en el descubrimiento con España señala un destino universal en esta segunda parte de la historia de la humanidad. Pero ¿quiénes eran estas gentes del Viejo Mundo y qué buscaban en el Nuevo para establecerse?

Hay algo notable en los nombres de la geografía que aparece: Nueva España, Nueva Granada, Castilla del Oro, Nueva Andalucía, Nueva Inglaterra, Nueva Francia, Nueva Harlem, Nueva York, Nueva Orleans ... son expresiones que acaban por multiplicarse en toda América indicando que los inmigrantes fundarían otros reinos; más exactamente que otros reinos, otras repúblicas diría yo, y buscaban refrescar en el otro hemisferio lo que para ellos allí de dónde venían estaba ya marchitándose.

Ya Tomás Moro había escrito desde el primer momento repitiendo lo que decían los propios descubridores: que al otro lado del Atlántico se podía encontrar aquella libertad y vida comunitaria ideal que Platón retratara en la Atlántida. Allá, cerca de la naturaleza, sin las injusticias y aberraciones de las más avanzadas civilizaciones de Occidente, allí si era posible. Por ejemplo los judíos, que habrían de llegar a millones, comenzaron a salir de la misma España -o como conversos o como tapados- y es de notar que el intérprete llevado por Colón en el primer viaje fuera un converso. Recién dictada estaba la orden de expulsión en 1492 y los perseguidos por ella, como emigraban a Inglaterra, a los Países Bajos, a Portugal o a Italia, también lo hicieron a América. Los peregrinos del Mayflower, puritanos con Biblia propia y religión distinta de la del rey inglés, también fueron más tarde a dar en Cabo Cod.

De manera que la universalidad americana tiene una puerta, el Caribe, que abre Castilla. Pero el Caribe se transforma enseguida de puerta española de entrada en un archipiélago de idiomas: español, inglés, francés, holandés, papiamento..., y el continente todo encierra las más vastas regiones para la expansión del castellano, el portugués y el inglés, que más que lenguas son en realidad pueblos en peregrinaje.

Cuando Castilla decide dar una pensión a las familias de los compañeros de Colón muertos por los indios en La Isabela, entre ellos aparecen un Guillermo Ires natural de Galway, Irlanda, y un Italiarte, de Gales; estos nombres no aparecen en el catálogo que ha podido rehacerse de la tripulación de las tres carabelas y habría que ver en qué nave llegaron. Pero ya es notable que esos apellidos, como los que llegaron después, amplíen los horizontes humanos de los primeros emigrantes.

El elemento español domina desde luego el primer siglo de colonización y por mucho tiempo lo hará, por mucho tiempo representará el experimento más grande y más afortunado de expansión. Con él la frontera de Occidente va desplazándose y cruza a Tierra Firme hasta alcanzar la remotísima orilla del Pacífico. El Imperio Español que así nace, supera a cuanta conquista hicieron en su día los romanos.

La intención original era encerrarlo todo para que ningún otro reino compartiera el territorio americano, y por un siglo entero casi consiguieron mantenerlo así: no sería hasta 1600 cuando el Nuevo Mundo se abre a la presencia de europeos nórdicos en Norteamérica. En sus cartas a un campesino americano, Héctor Saint-John Crevecoeur escribía en 1782: «¿De dónde llega toda esa gente? Hay una mezcla de ingleses, escoceses, franceses, holandeses, alemanes y suecos de esta promisoria ciudad, en los cruces sale la raza que hoy llamamos de los americanos».

Esto en 1782; bien, pues desde mucho antes gentes diversas habían comenzado a interesarse por lo que ocurría más allá de la Mar Océana, y lo hacían desde la propia historia y los sueños acumulados. A esa perspectiva histórica responde la breve narración alemana titulada Nueva noticia del país denominado Yucatán que lleva fecha del 18 de marzo de 1522, y que da una «neue zeitung», una nueva noticia, de la llegada de los españoles al ámbito yucateco en el año anterior. Esta obra ha circulado muy poco en España, y merecería haber acompañado a la excelente edición que, de la obra de Diego de Landa, preparó entre nosotros don Miguel Rivera.

Se trata de un texto que mezcla las noticias de las culturas yucateca y mexica sin distinguir entre ellas. Aporta datos a veces erróneos –por ejemplo, maneja unas distancias inexistentes- pero que muy claramente proceden, aunque seleccionados indiscriminadamente, de los datos contenidos en la cuarta de las Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería y de los generados por informaciones debidas a las expediciones de Hernández de Córdoba en 1517, de Grijalva en 1518, y de Cortés en 1519.

Esta pequeña obra contiene dos grabados en madera. En el primero aparecen unas brujas o hechiceras de las que se habla luego en el texto, unos sacerdotes sacrificando a unos niños, a quienes cortan manos y pies y arrojan por una escalinata; se ve también una casa europea, con la que se pretende representar a una de las que se encontraron en Yucatán, asimismo se ven dos españoles en una carabela, y otros más. En el segundo grabado se representa a la gran «Venecia americana», Tenochtitlán, con cinco puertas y puentes; la ciudad aparece como si fuese una de las más típicas de la baja Edad Media Europea, y la evocación entre Tenochtitlán y Venecia es claramente perceptible.

Las ideas que circulaban por la cabeza del autor y del ilustrador dan una imagen europeizada de los datos e inciden en enfatizar los grandes tópicos del momento, como ocurre con la diabolización de las religiones autóctonas: la morbosa minuciosidad, dado lo escueto del texto en su conjunto, para describir los sacrificios humanos de los mexicas, que se presentan como cebados exclusivamente en niños para lograr el efecto de incrementar el rechazo del lector, o la relativa ponderación de la abundancia de oro y de otras riquezas.

El afán de una interpretación de lo indígena-americano en función de categorías europeas que es patente en todo el relato, implica en realidad una valoración positiva de lo americano, donde sólo se acentúa un eventual ateísmo, los conceptos y prácticas religiosas –brujerías y sacrificios humanos-, para elogiar en cambio reiteradamente el sistema jurídico y la avanzada organización mercantil de estos pueblos, dotada de medios y desarrollos cuasi modernos. El urbanismo, la ingeniería, la arquitectura y las técnicas de manufactura, especialmente las artesanas, son también elogiadas.

La doble referencia al régimen jurídico, así como el elogio a la madurez y a la eficacia de la organización jurídico-política, centrada en la aceptación de la voluntad regia que se describe, permiten sugerir la posibilidad de ser el autor de esta refundición de breves noticias un letrado culto y latinizado, vinculado -supongo yo- a algún círculo palatino austríaco o alemán de su tiempo. En efecto, da por presente entre los yucatecos una organización municipal similar a la que él, el ignorado autor, podría conocer como propia de su mundo centroeuropeo entre los yucatecos sin aplicar siquiera una palabra que matice la diferencia entre lo que es igual o lo que es más o menos remotamente parecido, y no vacila a la hora de resumir en una sola frase la impresión que le causa el conjunto mexica al decir que «es casi como el Imperio». Corrobora esta impresión el reiterado elogio de la eficacia militar que aparece igualmente en el texto.

Por otro lado tampoco esta obra es una relación que presente prejuicios antiespañoles, lo que me refuerza en la hipótesis de haber nacido el autor en un contexto de cultura católica y latina. Su tendencia hacia la hipérbole y la exageración no es argumento suficiente para pensar que más que un autor alemán o austríaco, sería meridional o italiano: se tratan en mi opinión de figuras retóricas propias de toda la cultura europea de su tiempo, desconcertada ante el hecho americano y su revelación.

A todo ello sólo queda por añadir que nuestro texto es paralelo en el ámbito mexica-yucateco de lo que para el caso peruano supone otra Nuevas noticias precedentes de España e Italia, de 1534, que también de forma esquemática resume fuentes hispanas sobre el descubrimiento y conquista del Perú, añadiendo datos e imágenes de su propia fantasía. Por mi parte entiendo que no sólo se trata, eso es evidente de dos huellas similares de los ecos europeos extra-hispanos en la cuestión del progresivo conocimiento de América, sino que me atrevo a apuntar la hipótesis de que ambas relaciones fuesen fruto de una misma mano y que, insisto, no acabo de ver como la de un meridional: no es precisamente el ambiente italiano de ese siglo una atmósfera tan aséptica como la que respira este folleto sobre la actuación española en América.

Así, Giordano Bruno, en el primero de los cinco diálogos que forman La cena de las cenizas en 1584, se permitió trazar una de las más interesadas descalificaciones de la acción española en América. Para él era lícito resumirla en una atroz simplificación, presentando la huella de la incorporación como la forma en que los conquistadores habían, cito textualmente: «encontrado la manera de perturbar la paz ajena, de violar los genios patrios de las regiones, de confundir lo que la providente naturaleza había separado, de duplicar mediante el comercio de los defectos y añadir a los de una los vicios de otra nación, de propagar con violencia nuevas locuras y enraizar insanias inauditas allí dónde no las había, concluyendo al final que es más sabio quien es más fuerte, concluyendo en mostrar nuevos afanes instrumentos y arte de tiranizar y asesinar los unos a los otros».

Como bien ha señalado Miguel Ángel Granada, el filósofo de Nola pretendía con esas frases alegar un argumento en favor de su tesis acerca de la generalizada corrupción a la que se había llegado en el mundo de su tiempo, corrupción que debía ser desterrada por la liberación que, camino de un mundo mejor, preconizaba y anunciaba la filosofía nolana. Se trata, pues, de la manipulación de un hecho histórico de notada complejidad para convertirlo en arma arrojadiza de polémica antropológica.

Pero en la selección del ejemplo y en su presentación pesaron no poco los intereses políticos y el sedimento de éstos que sostenían al conflictivo sujeto. A ello habría que añadir la vinculación de Bruno con círculos políticos que ninguna simpatía profesaban a España, la extensión de esos círculos en Italia, y las adulaciones constantes entre unos y otros de sus protagonistas. Según la opinión de Yates, Bruno habría realizado gestiones en Inglaterra para construir una alianza franco-inglesa contra España, y por otra parte son conocidas sus adulaciones a Isabel de Inglaterra, a Leicester, a Walsingham, etc.

No por señalar esos condicionamientos en la opinión de Bruno pretendo yo sugerir que por el contrario todo deba dejarse en la entusiasta opinión del cronista toledano Cervantes de Salazar cuando escribe, y cito también textualmente: «cuán grande fortuna ha sido para los indios la venida de los españoles, pues han sido trasladados desde una extremada miseria a la felicidad actual, y desde una nítida esclavitud a la verdadera libertad». No pretendo dejarlo, insisto, en estos términos, pero sí es de notar la complejidad infinita del hecho hispano en la vida americana, que jamás podrá recibir, como ha propuesto el profesor John Elliot, una valoración acorde por parte de todos los historiadores.

Eso es imposible si no aceptamos una serie profundísima de arbitrarias mutilaciones: una cosa tan compleja no puede recibir nunca una opinión unánime, y extraño es que semejante planteamiento haya podido hacerse e incluso recibirse con algún aplauso. Pero volviendo a lo que nos ocupa, si nosotros comparamos a Bruno y a Cervantes de Salazar se nos muestran algunas lecciones metodológicas. Se nos muestra por ejemplo lo peligroso e injusto de introducir en estas valoraciones tan contrapuestas el dato facilón del ataque nacionalista. Especialmente arriesgado resulta pese a todo escribir como lo hace Giordano Bruno, acusando a carga cerrada a los españoles de todos los males en América, cuando ejemplos como el del italiano Michele Cuneo, le hubieran debido aconsejar más equilibrio.

Este compañero de Colón, que tantos elogios ha recibido de algunos historiadores, ha dejado una página autobiográfica que revela una crueldad y una perversión muy poco disculpables, ni siquiera con el hipócrita latiguillo tantas veces repetido con la rudeza de los tiempos. Escuchémosle, por que merece la pena cuando se retrata a sí mismo y nos dice: «tomamos una canoa con todos sus hombres y un camba lo fue herido de una lanza, por lo que pensamos que estaba muerto, y dejándolo en el mar por muerto lo vimos nadar de repente. Por eso lo cogimos y con un garfio lo izamos a bordo de la nave, donde le cortamos la cabeza con un hacha. A los demás cambalos juntamente con los dichos esclavos los mandamos después a España. Estando yo en la barca tomé una cambala bellísima, la cual me regaló el señor almirante (Colón, su amigo), y teniéndola en mi camarote, al estar desnuda según su usanza, me vino el deseo de solazarme con ella, y al querer poner en obra mi deseo, ella resistiéndose me arañó de tal modo con sus uñas que yo me arrepentí entonces de haber comenzado, pero reflexionando agarré una correa y le di una buena tunda de azotes de modo que la hice lanzar gritos desesperados que no podríais creer. Así conseguí convencerla de que cada vez que la mirase, y como en efecto ocurrió después, tendría que comportarse conmigo como si hubiese sido amaestrada en la escuela de rameras». El texto habla por sí sólo de las cualidades morales del señor Cuneo.

UNA VISIÓN ESPECÍFICAMENTE AMERICANA

Dejando atrás textos que pueden extrapolarse en todas direcciones, cabe que volvamos a una pregunta central. Porque cierto es que podemos hablar de la superposición de imágenes, del traslado de mitos, del traslado de utopías, de la deformación o conformación que estas categorías suponen en la apreciación de culturas, pero para que eso pueda ocurrir hay un hecho básico y previo: estas gentes que llevan su cultura y bautizan con su cultura a las tierras nuevas se han ido de donde estaban. ¿Por qué dejaron sus patrias estos europeos portadores de utopías? ¿Pensaban ya en 1493 los que se embarcaron en el segundo viaje de Colon dejar para siempre su tierra natal?

Yo a veces lo he pensado así, leyendo un pasaje muy expresivo de Pedro Mártir de Anglería donde escribe: «confían el cuidado de aparejar la flota a Juan de Fonseca. Le ordenan que reúna a más de mil doscientos infantes armados, entre los que se dispone que tome a sueldo oficiales y artesanos sin cuento, de todas las artes mecánicas. A los demás soldados añaden algunos jinetes. El prefecto prepara la cría de yeguas, ovejas, terneras, y muchos otros animales hembras con sus respectivos machos; legumbres, trigo, cebada, y otros bastimentos no sólo para alimentarse, sino para sembrar. Transportan a la Isla vides y vástagos de árboles de que carece aquella tierra, pues no encontraron en la isla más árboles conocidos que pinos y palmeras, estas últimas altísimas y de increíble dureza, elevación y derechura por la fecundidad del suelo, y también otros muchos que daban frutos desconocidos. Dicen que es la tierra más fértil que circunda el firmamento. Se manda que cada artesano lleve consigo todos los instrumentos de sus oficios, y en suma todas las demás cosas conducentes a la fundación de una nueva ciudad en tierra extraña. Muchos entre los fieles seguidores de los Reyes emprendieron por su propia voluntad este viaje, movidos por el afán de novedades».

Movidos por el afán de novedades, cierto, pero ¿sólo por el afán de novedades, o por el afán de arraigo en la tierra nueva, en el cielo nuevo, en las posibilidades nuevas? ¿No refleja este texto la voluntad de alguien que se va para no volver, para crear una imagen propia que va a ir sustituyendo a la imagen trasladada? Quizá uno de los mayores aciertos que se realizaron en torno a la celebración del V Centenario en el Instituto de Cooperación Iberoamericana fue la bellísima edición de estas Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir, de donde he tomado este texto, que al lado de la visión del europeo, del cronista que está dirigiéndose al cardenal Sforza, tuvo la bellísima originalidad de situar la imagen de América trazada por la mano genial de Guayasamín.

Al comparar las imágenes de Guayasamín y el texto de Pedro Mártir se da uno cuenta de cómo nace de esa conjunción una visión ya específicamente americana, que no es la pre-hispánica, sino la única posible después de la irrupción colombina. En cualquier caso, en esas líneas del protonotario milanés quedó trazada la línea que de ahí en adelante dividirá en dos a los europeos: los que se van y los que se quedan. Los que se van son los audaces o los infelices que en su tierra no encuentran oportunidades que les aten y retengan. Los que tienen tierra y título de granjerías, los que pueden nutrir esperanzas cortesanas, los que están acomodados y se lucran, se quedan.

Unos y otros son hijos de la misma madre y de distinta suerte. Pasan los años y esta repartición de 1493 se acentuará. La aventura se va a hacer cada vez más tentadora, va formándose la Europa que se va. En un principio fue sólo la España que se va: en Cádiz se forma el primer nido de pájaros voladores. Llegará un día en que lo propio ocurrirá en Burdeos, en Génova, en Ámsterdam, en Londres... A medida que América sea conocida irá creciendo el éxodo.

En el fondo, creo yo, hay una rebeldía nacida de la inconformidad. El que se va está dando un grito de independencia que cubre con disimulo al embarcarse. Tendrá que esperar tres siglos para desatarlo en una protesta abierta, alevosa a veces, pero lo que estamos viendo en 1493 en ese texto de Pedro Mártir es la ilusión de que todo eso que puede ocurrir, y lo que sigue es la protesta más universal que ha conocido Europa a lo largo de su historia. Salir de Europa era caminar hacia la república y dejar atrás la monarquía esencial de Santo Tomás, era olvidarse de los imperios de España, Portugal, Francia, los dominios Holandeses... En algunos casos la rebeldía es tan grande que salta a la vista.

La palabra que más se usa para describir a estos sujetos es «aventurero». Correcta y hermosa palabra. De nido servía para ellos La Española en el Caribe, que viene a formar en su cuartel la distribuidora de expediciones americanas, la isla de donde partirían los aventureros hacia Cuba, la costa de Paria, Yucatán, la Florida...todo el horizonte del Caribe se divisa desde la isla en que fundó el genovés su ideal para un virreinato que paró en nada. A la Española irán llegando de Bartolomé Colón en adelante los más ambiciosos: Ojeda, Balboa, Cortés, Pizarro, Ponce de León, Hernando de Soto... y muchos de ellos no van movidos sólo por afán de enriquecimiento, sino también por ese anhelo de libertad, de independencia decía antes, que las estructuras del Viejo Mundo no permitían desarrollar casi en ningún modo.

Anhelos que en el caso de España se expresaban como rechazo a los flamencos de la corte de Carlos I: «Maldición, maldición caiga sobre ti, Reino de Castilla, que permites y soportas que tus hijos amigos y vecinos sean matados y asesinados diariamente por extranjeros sin hacer justicia»; así decía un pasquín de Valladolid, exhumado por José Ignacio Gutiérrez Nieto en su trabajo Las Comunidades como movimiento antiseñorial. Los pasos más audaces que se dan en la conquista, Balboa, Cortés, Jiménez de Quesada, Irala, están inspirados o buscan su justificación en la causa del común levantado contra Carlos I y los flamencos: podría decirse que la población por europeos de América se confunde con un movimiento comunero. Son los pobres que salen en busca de aquello que vino a ser Santa Fe de Bogotá, ejemplo insigne en aquella letrilla: «tierra buena, tierra buena, tierra que pone fin a nuestra pena».

La primera sociedad española se forma en Santo Domingo, que ahí mismo resulta campo estrecho para contener el ímpetu de los recién llegados: Enciso sale a explorar la costa de Urabá. Primero en la Tierra Firme, donde se funda una ciudad, se instala un obispo... Se pasa así de la conquista de las islas a la gran empresa continental. Escondido en esa expedición llegará Vasco Núñez de Balboa: Balboa será un rebelde al desconocer la autoridad de Enciso, y como rebelde se lanza a descubrir el Océano Pacífico. Completa así el cuerpo de la cuarta parte del globo. Pero lo de Balboa no fue más que la expresión ruda de un ignorante no pasado por universidad distinta de la comunera.

Cortés, Hernán Cortés, el genial Hernán Cortés, hombre que probablemente no admite parangón si no es con Julio César o con Napoleón Bonaparte, dio en sus Cartas de Relación vestidura política a lo que fue realmente un alzamiento y tuvo la suerte de que no le besara la nuca el hacha de Pedrarias (también pedía Napoleón suerte a sus generales). Quesada en su Antijovio, se refiere al levantamiento de Castilla, y podemos situarlo en la misma dirección. De manera que de ahí en adelante unos van con norma de comuneros y otros se quedan con el emperador. Ese es el camino final.

EL DESCUBRIMIENTO DE UN NUEVO HORIZONTE

Para el europeo de todos los tiempos, el descubrimiento de América es por tanto el descubrimiento de un nuevo horizonte. En esto hay toda una filosofía que no debe confundirse con la hazaña personal de Colón. Cuando hemos superado ya 1992, el año del V Centenario, lo que más importa desentrañar es qué ha cambiado de cuanto tuvo a la vista el hombre hasta el día de las tres carabelas: tener una esfera con dos caras es algo radicalmente nuevo, que irá modificando cada vez más a fondo el carácter de quienes antes no tuvieron alternativa.

Recuerdo una anécdota que en la preparación del libro «Iberoamérica», una comunidad nos contaba a los redactores del mismo Germán Arciniegas: decía que cuando el presidente francés Miterrand visitó Bogotá le preguntó «¿Usted cree que se ha descubierto América?» Y sin vacilar Miterrand le contestó «No, no se ha descubierto. No se ha descubierto en lo que es la totalidad de expresión de sus posibilidades».

Pero los primeros inmigrantes sí supieron y sintieron la trascendencia del cambio. Salían de España, dónde eran los más olvidados del pueblo, y acababan de marqueses como Pizarro o Cortés. Más aún, la Iglesia contra-reformista se olvidó de la Corte Vaticana de los Borgia para hacerse misionera. Entre los europeos que de entrada pasaron al Nuevo Mundo hay que contar en primer término a esos que como Las Casas, Sahagún o Vasco de Quiroga, se hicieron grandes cambiando la rutina de sus órdenes para sembrar utopías y detener la brutalidad de los encomenderos.

A tanto llegó el encanto de la tierra americana que con el paso de los siglos llegó a convertirse en refugio de exiliados, patria de perseguidos, campamento de ilusos. Aquí, en América, al lado de los pueblos de cobre y de ébano, la Europa blanca y peregrina ha llegado a la república democrática, como lo quiso Vasco de Quiroga, como lo vieron Santa Rosa de Lima o San Pedro Claver. Vasconcelos decía que el destino de América era albergar una «raza cósmica», resultado de la junta de blancos, indios y negros, y se repite con frecuencia este juego de los tres colores, sin tomar en cuenta que blancos, cobrizos y negros, cambian todos ellos en una especie de nueva circunstancia en la tierra firme del común americano.

Los aborígenes ven derrocadas sus monarquías y destrozada su propia tendencia al esclavismo para entrar en la corriente democrática; pasan del aislamiento en mil lenguas distintas a la continentalidad del castellano. Los negros, que para el europeo y también para el africano estaban destinados a la esclavitud, descubren la fuente de su emancipación en América.

Pero la mayor de las transformaciones no está ni en los indios ni en los negros, está en los blancos; al construir en América su casa política lo hacen contra veinte o más siglos de tradiciones en que la autoridad suprema era la del Rey, y la Democracia una ilusión que pasaba como la sombra de una nube sobre la tierra de las monarquías: el blanco que llegó a América llegó a ser la oposición viva frente al blanco que se quedó en Europa.

Y esa es realmente la grande, la última y definitiva lección que puede damos en un sentido de construcción de la Historia el traslado de esas imágenes. Porque volaron con esas imágenes, se aposentaron en ellas, se albergaron en ellas, y consiguieron hacer nacer una realidad que en modo alguno había soñado nadie. Y habría que decir no sin cierta ironía, para concluir, que quizá Colón menos que nadie.

NOTAS (DHIAL)

  1. Antonello Gerbi. La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, 1750-1900. Trad. de A. Alatorre, México, Fondo de Cultura Económica, 2a ed., 1982, 884 pp.

JOSÉ MANUEL PÉREZ-PRENDES Y MUÑOZ DE ARRANCO. © Cuadernos Americanos Francisco de Vitoria