Diferencia entre revisiones de «ESCLAVOS NEGROS EN PERÚ; Moderación de castigos y trabajos»
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Queda por dilucidar la cuestión: ¿los esclavos, en las haciendas de la Compañía, eran considerados bienes muebles o personas, sujetos de derecho? La respuesta está insinuada. Teóricamente, se daban ambas cosas a la vez: derecho del señor sobre su trabajo, pero no sobre su alma, como decía el Segundo Concilio Limense. | Queda por dilucidar la cuestión: ¿los esclavos, en las haciendas de la Compañía, eran considerados bienes muebles o personas, sujetos de derecho? La respuesta está insinuada. Teóricamente, se daban ambas cosas a la vez: derecho del señor sobre su trabajo, pero no sobre su alma, como decía el Segundo Concilio Limense. |
Revisión del 21:47 27 ene 2019
En los libros de órdenes de las haciendas jesuíticas que se han consultado, se puede comprobar que los visitadores y provinciales posteriores no cesaron de urgir las órdenes bajo precepto dadas por Cárdenas y ratificadas por Tamburini. El mismo Cárdenas, en su visita a la hacienda de Huaura, en noviembre de 1707, recordaba, con severas expresiones, el precepto que prohibía los trabajos en días festivos y advertía de su gravedad moral, por el precepto de Iglesia en sí, además en razón del escándalo.
“Ya saben los Hermanos que fuera del universal precepto con que están obligados todos los extraños a no trabajar en día festivo, hay en esta provincia otro particular precepto con que se prohíbe a los administradores de nuestras haciendas todo género de faenas en días festivos, acuerdo esta grave obligación por el escándalo que padecen los seglares cuando ven que en las haciendas de la Compañía se trabaja algo en semejantes días por poco que sea y estén advertidos los hermanos de que en este punto aun las parvedades pueden pasar a ser materia grave por la circunstancia del escándalo”.
Los provinciales y rectores sucesivos, en sus visitas a esta hacienda, fueron aprobando y mandando cumplir cuanto habían ordenado sus predecesores en el caso. Pero, a mediados de siglo, el nuevo provincial, el limeño Francisco de Larreta (1746-1749), en su visita a esta misma hacienda de San Juan de la Pampa en 1747, al mismo tiempo que exigía el más exacto cumplimiento de las órdenes emanadas por sus antecesores en las visitas pasadas, se vio precisado a llamar la atención, de modo particular, sobre las órdenes relativas a los preceptos de santa obediencia sobre castigos corporales y trabajos en días festivos, en que encontró serios abusos.
De ningún modo se debían efectuar faenas los días de fiesta puesto que se trataba de un precepto de la Iglesia “que por obligación común a todos, debemos observar”. En cuanto a la moderación en los castigos de los esclavos delincuentes, los abusos eran muy graves debido a la crueldad que entrañaban, por lo que Larreta recordaba la moderación, advirtiendo que no debía pasarse del tope de 25 azotes para las faltas leves y de 50 para las graves, así como urgiendo taxativamente la prohibición de usar procedimientos de tortura: “desterrándose del todo -advertía el visitador- el uso de quemarlos con velas y otras invenciones ajenas de toda piedad”.
Prácticamente eran estas torturas las que había condenado el Concilio provincial II de Lima de 1567-1568 y, bajo pena de excomunión mayor, el sínodo de Caracas de 1687. El primero, en su versión latina, mencionaba la cuestión del cuerpo con grasa hirviendo o cera candente; el segundo hablaba de brea, lacre, velas encendidas y otros instrumentos de fuego. En cuanto a la guarda de las fiestas de precepto, a pesar de las advertencias y los mandatos de Larreta, continuaron los abusos, de forma tal que, en 1751, el visitador Baltasar de Moncada (1749-1753) mandó quitar el uso, mejor dicho, el abuso introducido de hacer aguadas en la casa de purga, los días de fiesta, contra lo preceptuado por los superiores.
A pesar de las severas advertencias y repetidos mandatos, no cesaron las transgresiones del precepto de la Iglesia, urgido con precepto grave de Santa Obediencia, de no hacer trabajar a los negros los días festivos. Es relevante el interesante comentario del provincial, el valenciano Jayme Pérez (1756-1759), pocos años más tarde, en 1757 que alude a los preceptos de Cárdenas reiterados por Larreta. Acababa de arder, con gran pérdida, el cañaveral y Pérez vio en este evento un juicio divino. Decía:
“Como no hay que preguntar de dónde vienen las desgracias en donde no se guardan la fiestas, a la poca o ninguna observancia de estas se puede prudentemente atribuir la quema de la caña, pocos días ha, sucedido, porque Dios quita, por una parte, lo que se pretende adelantar por otra con este escandaloso medio. Ya sobre este punto renovaron los PP. Provinciales Diego Cárdenas y Francisco de Larreta el precepto particular que hay en esta Provincia, fuera del universal, que comprende a todos, y yo lo renuevo también ahora. Y si todo esto no bastase para que, fuera de traer yerba y limpiar la casa se deje toda otra faena y trabajo será preciso tomar otra providencia.”
El provincial daba luego normas sobre la organización del trabajo en las vísperas de los días de fiesta, de suerte que cesaran todas las tareas. En el trapiche debían terminar las faenas a las cinco de la tarde, pues así no sería menester emplear de cinco a siete horas de la mañana del día de fiesta, pues no había, en realidad, tal necesidad “sino buscada de propósito, ni facultad en los chacareros, sin contravenir al precepto de la Iglesia y el impuesto en estas haciendas”.
Todavía en 1764, en vísperas de la expulsión, continuaban las infracciones de lo preceptuado sobre castigos y prisiones. En la visita que efectuó a la hacienda, en mayo de 1764, el padre Manuel Vergara, de la provincia del Paraguay, visitador general de la provincia peruana (1762-1765), confirmó y urgió, en general, las órdenes de sus antecesores. Pero se vio precisado a intimar expresamente el precepto puesto por Cárdenas y ratificado por Tamburini, y determinó nuevamente que los castigos no fueran excesivos.
Recordaba la tasa de 25 azotes por faltas leves y de 50 por las graves, y la cárcel o prisión de ocho días para delitos menores y de un mes, no más, para los extraordinarios, advirtiendo que, si con esto no se enmendaban, se vendieran. Es significativo que no cite la frase final “y no se maten”. Casos de crueldad, se ha encontrado uno señalado “como cosa cierta y auerigüada,” en el libro de consultas del colegio de Huamanga, el 21 de diciembre de 1704.
Se trataba de un tal hermano Juan de Vribaster que “[...] continuando con su poca caridad y crueldad con los esclavos de la hacienda de Ninabamba, tenía a dos negros muy malos y «agusanadas» las partes en que cruelmente los hizo azotar». Además de esta falta, había cometido otros abusos, como hacer obras superfluas y tener vendido un crecido número de ganado vacuno sin licencia ni noticia del padre rector. La consulta decidió llamarlo de la chacra hasta que el provincial decidiese.
Años más tarde, el 16 de diciembre de 1716, se produjo la trágica muerte del hermano, de la que no se conocen los detalles, pero sí que no fue natural. Así se desprende de la consulta de diciembre de 1716, en que se discutió la noticia de la “lastimosa muerte del H. Juan Vribaster” en la misma hacienda de Ninabamba. Los consultores decidieron que el padre procurador fuese “[...] al instante, a la hacienda, a reconocerlo y a avisar lo que pidiese remedio para que se tratasse de él y que se compusiesse luego lo que instaba y así se executó”.
Este es el único caso que se ha encontrado testificado. En cuanto a la fecha, corresponde al tiempo anterior de la congregación de 1706 y sería, sin duda, uno de los casos que alarmaron a los padres congregados.
Epílogo
Queda por dilucidar la cuestión: ¿los esclavos, en las haciendas de la Compañía, eran considerados bienes muebles o personas, sujetos de derecho? La respuesta está insinuada. Teóricamente, se daban ambas cosas a la vez: derecho del señor sobre su trabajo, pero no sobre su alma, como decía el Segundo Concilio Limense.
La legislación de la Corona y de la Iglesia le reconocían derechos al esclavo, entre otros, a la vida y a la integridad personal; a la educación cristiana y buenas costumbres; al amparo de la justicia; a la libertad de contraer matrimonio según su voluntad; a la vida conyugal y a la unidad familiar; a adquirir bienes y a comprar su libertad o la de su mujer e hijos; a cambiar de dueño en caso de sevicias; etc.
El Tercer Concilio Limense afirma que ninguna ley positiva puede atentar contra la libertad de matrimonio que es de derecho natural y, siguiendo al tridentino, prohíbe, bajo pena de excomunión mayor, forzar o impedir esa libertad, capítulo que, en el siglo XVII, repiten, con igual fuerza y remitiéndose al Tercero Limense, los sínodos de Santiago de León de Caracas (1687) y Santiago de Chile (1688). El de Caracas (aprobado por el Consejo de Indias) manda al párroco celebrar el matrimonio, sin licencia de los amos si estos se oponen y dar aviso para que se les intimen a estos las censuras en que hayan incurrido. Este es un claro ejemplo de una visión del esclavo como persona.
En este contexto quedarían otros puntos, entre los cuales afloran, en los documentos, dos dignos de análisis: la libertad en los matrimonios de los esclavos de las haciendas de la Compañía, y la manumisión del esclavo o la adquisición, por este, del peculio que le permita comprar su propia libertad o la de su familia.
En cuanto a lo aquí expuesto, se cuenta solo con datos muy parciales, en tiempo y espacio, pero este pequeño muestreo, sobre todo el basado en la documentación de ámbito más general, se considera suficiente para deducir algunos puntos fundamentales extensivos a toda la provincia jesuítica.
El primero es la preocupación de los superiores de la Compañía de la provincia peruana por sus propios esclavos, en su doble dimensión como medios de producción y también como personas, aunque infravalorados respecto de su capacidad. No obstante, sin excluir el aspecto humano, un lenguaje ambiguo apunta hacia una valoración casi exclusiva, en la práctica, del esclavo como fuente de trabajo que hay que mantener en sujeción mediante el cuidado de sus necesidades elementales espirituales y corporales, y el temor a un castigo, que se pensaba modelado, en beneficio de la hacienda.
Las observaciones del administrador de la hacienda de San Juan de la Pampa, hermano Antonio Ignacio Alzuru, sobre el trabajo de los esclavos, definió el concepto y práctica de la Compañía: equilibrio entre la conservación e incremento de los bienes temporales, y la atención a aquellos de los que depende el resultado. La distribución de tareas, según el hermano, debía ser tal que “[...] ni se defraudara el trabajo de la hacienda ni se aumente tanto el del esclavo, que se falte a la caridad dándole más de lo que pueden sus fuerzas y deve prevenir la prudencia”.
En cuanto a la observancia de las normas emanadas de los superiores que se han analizado, no se cuenta con elementos suficientes para un juicio global. Al parecer, no se observaban convenientemente en la hacienda de Pachachaca, del colegio del Cuzco, pero sí en las de la casa de probación de San Antonio, de Lima, de acuerdo con las declaraciones juradas del procurador, hermano Joseph Ororbia, en el acto del secuestro e inventario de 1767: el buen trato en alimentación, vestuario, distribución de tareas, moderación en los castigos, cuidado de los enfermos (Macera 1966: 105, 109 y 113).
Pero, todavía, ante estos retazos documentales, cabe preguntarse por el punto central del tema: la evangelización del esclavo en las haciendas de la Compañía. ¿Qué clase de cultivo espiritual proporcionaban los jesuitas directamente a sus esclavos, fuera de las oraciones, la recitación y explicación de la doctrina y las prácticas religiosas elementales? Y ello porque, por lo que ha llegado a nosotros, no solo la administración temporal de las chácaras estaba confiada a los hermanos administradores sino, también, la obligación de la enseñanza de la doctrina y la misma exhortación a la virtud y huida de los vicios.
La administración espiritual se encargaba al cura de la jurisdicción correspondiente o a algún capellán, secular o religioso, cuando lo había, como ocurría en las haciendas del noviciado en la provincia de Santa, jurisdicción de Nepeña. Era el cura quien celebraba la misa los domingos y días festivos, por lo que recibía dos pesos por cada una.
Y el mismo cura o el capellán, secular o religioso, o algún otro sacerdote a quien se llamaba expresamente para las confesiones anuales de la gente, por Pascua Florida, era el encargado de administrar el sacramento de la penitencia, por cuyo trabajo se le daba 25 pesos, en las haciendas del noviciado, y 44 pesos y un pan de azúcar de gratificación, en la de San Juan de la Pampa, del Colegio de San Pablo.
Los bautismos, casamientos y entierros de adultos y párvulos correspondían, por derecho, al cura, según el arancel. Cuando había en alguna hacienda un capellán, este ejercía la cura pastoral con facultades del prelado sin perjuicio del párroco respectivo. La hacienda de Santa Beatriz, por estar situada extramuros de Lima, tenía un régimen más normal o quizás privilegiado en relación con otras haciendas. Un padre del noviciado iba todos los días de fiesta a celebrar la misa y a explicar la doctrina cristiana. Para las confesiones de Cuaresma venían dos padres del colegio de San Pablo a predicarles.
Todo lo dicho indica que, aunque se procuraba el cuidado espiritual de los esclavos de las haciendas, en realidad, a pesar de ser «el más propio de nuestra obligación», no aparece en la práctica como ministerio prioritario de los padres en la provincia del Perú, fuera de los casos indicados de haciendas cercanas a lugares de residencia de la Compañía, como el caso de Santa Beatriz.
Esa grave responsabilidad la cargaron los superiores peruanos sobre los hermanos, hecho que podría interpretarse como signo de confianza en su capacidad. Fueron ellos, pues, los que debieron ocuparse, como «obligación de precepto», de la evangelización de los esclavos en las haciendas mediante la enseñanza de la doctrina cristiana y la misma predicación, valiéndose para ello de los ejemplos y de las exhortaciones «que Dios les dictare». También habría que resaltar la cooperación de los propios esclavos en la catequesis de niños y muchachos, y la preparación para el bautismo de sus compañeros recién llegados de las costas de África, después de extenuantes viajes.
Con solo estos datos propuestos como una aproximación a la problemática de la evangelización de los esclavos de las haciendas de la Compañía de Jesús en el Perú, es evidente que queda por hacer una seria investigación sobre la función de los hermanos y el aporte de los propios esclavos en cuanto a la evangelización, su preparación específica para este encargo, los métodos empleados en su desempeño y sus resultados.
NOTAS
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FRANCISCO DE BORJA MEDINA, S. J. ©Institutum Historicum Societatis Iesu. Roma