Diferencia entre revisiones de «CHILE; Interpretaciones religiosas del proceso de Independencia»
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Revisión del 08:25 7 oct 2018
Sumario
Introducción
La lógica historiográfica desde la cual se ha observado el proceso de las independencias de Chile, y la preocupación central de los investigadores, ha sido desentrañar las razones del mismo y establecer quienes, en mayor o menor medida, lo promovieron y quienes se opusieron a él. Los estudios hechos desde esta perspectiva dejan en evidencia algo tan simple como evidente: los cristianos –y prácticamente toda la sociedad chilena tenía esa calidad- se encuentran tanto en un bando como en otro.
Si nuestra observación se limitara al mundo de las elites, habría que añadir que los laicos estuvieron mayoritariamente con la postura juntista y, más tarde, independentista; y que los sacerdotes se inclinaron más bien por el antijuntismo y la fidelidad al monarca, sin perjuicio de que algunos de estos últimos se sumaran a la posición de los primeros.
La división indicada sugiere que la fe no fue un factor decisivo para adoptar las posiciones indicadas, y que éstas parecen más condicionadas por el lugar de nacimiento; las redes familiares y sociales de las cuales se formaba parte; los intereses económicos y administrativos en juego; los prejuicios de unos y otros y las ambiciones que se desataron desde que, a partir de 1808, se abrió la posibilidad de la lucha por el control del poder político.
Las creencias de cada cual, sin embargo, no están ausentes y aparecen con fuerza en la medida que los eclesiásticos tienden a darle una interpretación religiosa a los sucesos relacionados con la emancipación y a intentar, a través de sus prédicas y de otras acciones, influir en los acontecimientos políticos que se desataron a partir de 1808.
Dicho periodo resulta interesante porque posibilita observar la «teología política» de los clérigos en la etapa inicial del proceso y antes de que la invasión y reconquista del Reino, ordenada por el virrey del Perú, radicalizaran las posturas de los grupos en pugna. Se trata, en todo caso, de una aproximación al punto y en ningún caso de conclusiones más o menos definitivas sobre el particular.
Consideraciones religiosas sobre Napoleón
El 10 de septiembre de 1808 arribaba a Santiago, procedente de Buenos Aires, un propio que enviaba el virrey Liniers con papeles que daban cuenta que Carlos IV y Fernando VII se encontraban cautivos en Francia; que España estaba ocupada por alrededor de 100 mil soldados de Napoleón; que no pocas de sus autoridades aceptaban al invasor; que el pueblo de Madrid se había levantado contra los franceses y que se estaba organizando una Junta de Gobierno que representaría a toda la nación.[1]
La difusión de estas noticias provocó diversas reacciones y provocó, en una sociedad acostumbrada a “pensar (sólo) en tiempo presente”,[2]un clima de incertidumbre que entreabrió una gran interrogante con respecto al porvenir. Una de las primeras respuestas a esas informaciones corrió por cuenta de los eclesiásticos.
Éstos, en efecto, no trepidaron en organizar rogativas y procesiones para implorar a Dios que favoreciera a los defensores del monarca y, al mismo tiempo, acusaron en sus sermones a los franceses de “impíos, perjuros (y) abortos del infierno”; de “profanadores de iglesias”, que se burlaban del culto y que, por si fuera poco, les “daban la comunión a los caballos”.[3]
Juan Nicolás Varas Marín, vicario en La Serena, recogía en parte ese discurso cuando decía que el “Dios Supremo... tenía por suya la causa de nuestro rey y señor Fernando VII”, y anunciaba que “llegará aquel deseado día en que terminada la tempestad que ha sido efecto del orgullo, ambición y soberbia del emperador de los franceses, vea toda la nación española resplandecer en su regio trono el amor, justicia y benignidad del mejor, más digno y más amado de todos los monarcas...”.[4]
El drama, con las explicaciones apuntadas, adquirió un sentido. Se estaba en presencia, ni más ni menos, de una lucha entre el bien y el mal, entre los que estaban con Dios y los que no estaban con Él. Hay que tener en cuenta al respecto que la idea de que Francia representaba lo perverso no era nueva. Así, desde al menos la Revolución de 1789, importantes sectores españoles consideraban a dicha nación como la “mismísima encarnación del mal” y a esa Revolución la calificaban como una “obra de Lucifer”.[5]
Los juicios indicados se repitieron en 1793, cuando la Convención, después de rechazar su intento por salvar la vida de Luis XVI, le declaró la guerra a España. En este país no se dudaba que en dicho conflicto estaba en juego la religión, el rey y la patria, y destacados predicadores -a fin de incentivar a la lucha- expresaron entonces que “todo católico de fe estaba obligado a preservar la verdad de su religión y fe contra sus enemigos… (Y que) la santidad de nuestra religión católica exigía de sus profesionales militares que… santifiquen sus manos con la sangre de sus profanadores…”.[6]
Lo mismo aconteció a partir de 1808, cuando los clérigos se refirieron a Napoleón con términos tales como “portador de una maldad satánica…, monstruo de maldad y perfidia, (y) un nuevo Satán”. “Los predicadores –anota Manuel Revuelta González- vomitan denuestos contra el caudillo de aquellas huestes fatídicas… Los franceses eran unos ladrones, asesinos y herejes; propagadores de la falsa filosofía y de la nueva barbarie. Ante el enemigo, no sólo de cuerpo, sino también del alma, sólo era posible en los patriotas una actitud de desconfianza, desprecio, odio y venganza…”.[7]
Las coincidencias en los conceptos con las prédicas que se efectuaron en Chile no deben llamar la atención. Lo más probable es que esa similitud se explique por el hecho de existir, en América y España, sensibilidades semejantes ante lo francés. Se trataba, en otras palabras, de reacciones espontáneas, que nacían de la secular malquerencia a dicha nación y que explica que el cura saliese en defensa de la monarquía a fin de evitar la catástrofe que –estaba seguro- llegaría de la mano de Bonaparte.
A este último, por otra parte, también se le vio como una suerte de castigo Divino. Las reflexiones teológicas que se hacían al respecto daban por sentado que Dios tenía una actuación directa en la historia, tal como había quedado de manifiesto en la crisis por la que atravesaba España[8]. Se sostenía que la invasión francesa era un “castigo y expiación de nuestros pecados” y que tendría un “sentido salvífico (si se convertía en un instrumento) para conducir a la corrección y a la conversión” del pueblo pecador.[9]
La idea de considerar las desgracias como efecto de las culpas personales o sociales era, entonces, moneda corriente. En este sentido no se dudaba que Dios, con el objeto de que castigar conductas impropias, las consentía. De esta manera los pecadores, azotados por las desgracias, se inclinarían a rectificarlas, gracias a lo cual aplacarían la ira Dios y conseguirían que se mitigasen las desventuras que, por Su voluntad, afligían a la sociedad.
Da la impresión de que las interpretaciones esbozadas fueron compartidas por la elite y otros sectores sociales. Así, el capitán español Juan José Jiménez de Guerra, a fin de manifestar su odio a Bonaparte, “mandó a fabricar una estatua… infernal de (él), bien encohetada, y puesta una alta horca en media calle”, y luego le “pegó fuego a son de cajas, pitos, cohetes, ruedas y copiosa luminaria, haciendo ver con esto el poco caso que hacía de la Francia toda como buen español, y pretendiendo dar ejemplo a todos de mi firmeza y constancia en defensa de mi patria y de mi amado rey Fernando VII”.[10]
Agustín de Eyzaguirre, un miembro de la elite santiaguina, por su parte, calificaba Napoleón como un “malvado emperador” sobre el cual aseguraba que el “Dios de las venganzas… descargará el azote” y permitirá, cuando eso ocurra, la “restauración de nuestro soberano al trono y el esplendor de la nación”. Pero para esto último acontezca había que implorar “el favor del cielo para vencer como los israelitas cuando lo imploraban”. Sólo así se movería la voluntad divina a favor de Fernando VII y el «débil» podría vencer al «fuerte».
Interpretaciones religiosas sobre el «juntismo» y el «antijuntismo»
La real audiencia, pocos días antes de que se instalase la Junta de Gobierno, instaba a José Santiago Rodríguez Zorrilla, vicario capitular desde 1807, para que “cooperara para hacer propaganda desde el púlpito a favor de la obediencia a las autoridades constituidas”. Esta solicitud explica que dicha autoridad eclesiástica le solicitase a las órdenes religiosas de la capital que “predicasen en sus iglesias por turno una misión, en que se trataría especialmente este punto”.
De los sermones que se conocen sobresalen, por sus duras críticas a los «juntistas», el pronunciado por el dominico Antonio Guerrero y el que dijo, el 29 de agosto de 1810, el mercedario fray José María Romo. Es interesante consignar que los tres sacerdotes mencionados eran criollos.
Hay que recordar, a fin de situar los sermones en su verdadera dimensión, que entonces alrededor del 90% por ciento de la sociedad chilena no leía ni escribía. Este rasgo –común a otros territorios hispanoamericanos- convertía a la cultura oral en la vía más importante de información, y a la homilía en la principal fuente de contacto que tenían los habitantes con el mundo religioso, cultural o político. Un segundo ángulo que hay que contemplar es el hecho de que el orador religioso, cuando incursionaba en temas políticos, no consideraba que los mismos, dado que no existía en la sociedad española que nos ocupa una diferenciación clara entre religión y política, correspondieran a una esfera distinta a la religión. De ahí que no debe extrañar ver el mundo dividido entre buenos y malos, tal como había ocurrido con quienes, en 1808, identificaron a Napoleón con el demonio o con quienes atacaron, según se verá, a los juntistas y a los antijuntistas.
Con estos antecedentes, se pueden barruntar el valor de la homilía que se le pidió al padre Romo. La verdad es que el encargo no era casual. Era el orador mercedario de más fuste, cuya palabra, siempre, “arrastraba mucho auditorio selecto”. Sus recursos oratorios, propios de la retórica barroca, consistían apelar a los «sentimientos» y dar, a las frases que pronunciaba, un tono “vehemente y apasionado”. En el caso del sermón que nos ocupa, se sabe que se lo aprendió de memoria y que hizo uso, con el propósito de atraer la atención de los asistentes, de frecuentes preguntas a lo largo del mismo.
En cuanto a su contenido se aprecia que la idea central era la necesidad de aplacar el enojo de Dios que se había desatado por obra de los «juntistas». A modo de introducción, inició su intervención preguntándose: “¿Tengo yo razón para aplicaros (a los “ciudadanos” de Santiago) … estas sentidas quejas del profeta? ¿Puedo deciros hoy, que todas vuestras miras son por las cosas de la tierra y que habéis echado a vuestro Dios en olvido con dureza y obstinación deplorables?”. En sus respuestas, se refería a “ese espíritu revolucionario y altanero que reina en muchos de nuestros amados chilenos que se creen verdaderos patriotas, cuando no hacen más que desnudar el cuello de la patria para el degüello…”
Continuó diciendo que “el espíritu revolucionario amenaza al negocio de nuestra salvación… Porque ¿cómo podrán pensar en su salvación unos cristianos conmovidos y agitados con ese nuevo plan de gobierno contra las leyes de la monarquía y contra los preceptos de Dios?” Su argumentación, en seguida, sostenía que no se podía hacer ningún cambio debido a que “no tenemos orden de la Península…, no se nos ha dicho que podemos gobernarnos por nosotros mismos y a nuestro arbitrio”.
De ahí que lo que correspondía era recibir, sin más, al jefe Francisco Javier Elío, “que debe venir a gobernarnos”, habida cuenta que dicha autoridad había sido designada por la Junta Central y que ésta “representaba la autoridad del monarca”; si se le rechazaba se estaría “resistiendo a la ordenación de Dios, puesto que, como dice San Pablo: Qui potestati resistit, Dei ordenationi resistit”.
Decía que cualquier alteración del orden político suponía no aceptar a la Junta Central y, como consecuencia, sería pasar por alto el precepto de Dios que San Pablo, en su Epístola a los Romanos expresa así: “sométanse todos a las autoridades constituidas” puesto que estamos bajo “la potestad de los Reyes de España, que Dios nos dio, desde la Conquista y que nos ha conservado hasta hoy misericordiosamente”.
Ante el peligro que representaban los juntistas, el padre Romo justificaba “declamar en los púlpitos contra una desobediencia tan escandalosa, contra una soberbia tan luciferina y contra una ambición tan funesta…, que excita la justicia de Dios a que descarga sobre nosotros todos sus rayos y anatemas…” Nadie en América había optado por ese camino, con la excepción de Buenos Aires. “¿Es posible –se preguntaba- que sólo en nuestro pequeño Chile se hallen hoy los verdaderos sabios… y que todas las demás provincias de América… no sepan lo que hacen? ¿No es ésta una vergonzosa soberbia que merece los castigos del cielo?”
Sus últimos argumentos se dirigían a subrayar que la instalación de la junta provocaría “derramamientos de sangre, violencias, robos, saqueo de nuestros templos, de vuestras casas, la muerte de mil inocentes, los estupros, los incendios…” Por si lo anterior fuera poco, auguraba que el Reino no estaría en condiciones de hacer frente a una “flota de enemigos…” y concluía con un llamado a retornar al redil político para “aplacar a Dios que tan irritado le tenemos, y para merecer su protección, pues con ella todo lo tenemos y sin ella no habrá mal que no venga sobre nosotros”.
La lógica del padre Romo -que apuntaba a identificar a Dios con la causa del Rey y a convertir en enemigos, cuya salvación corría peligro, a quienes sostenían la conveniencia de instalar una junta de gobierno- tenía como apoyo teológico principal la Epístola de San Pablo a los romanos, sin mayores referencias al Antiguo Testamento. Su planteamiento fue respondido por el cabildo de Santiago.
Lo primero que llama la atención es que sus componentes –todos miembros de la elite santiaguina- no hicieron alusión a las referencias de carácter religioso empleados por dicho sacerdote; se limitaron a rechazar sus acusaciones de que los «patricios chilenos» eran tumultuosos e infieles, y que las juntas eran «tumultuarias»; no lo habían sido –afirmaban- las “establecidas en los Reinos de España, que ya no tienen otro Gobierno, y últimamente la de Cádiz que a más de hacerlo, propone por modelo su deliberación a cuantas personas quieran imitarle; pasando de oficio al Superior Gobierno y a este Cabildo un tanto de cuanto instalaron para nuestro gobierno y ejemplo”.
Finalizaban su contestación criticando que “aquella cátedra dispuesta para repartir el pan evangélico, se hubiera hecho el teatro donde se insulta a este pueblo día por día; parece que ya no hay otros delitos que remediar, ni otra doctrina que enseñar que la del Estado y fidelidad. Supone esta perfidia en el pueblo más sosegado, fiel, honrado y pacífico de los derechos todos de nuestro Católico Monarca Fernando Séptimo.”
En los días siguientes, y hasta el 18 de septiembre, cuando fue instalada la Junta de Gobierno, no parecen haberse pronunciado nuevas prédicas. Lo único que se advierte es el llamado de Rodríguez Zorrilla a los sacerdotes para que “mantuviesen a sus feligreses fieles y firmes en la justa y debida subordinación al legítimo Gobierno”, y para que solicitasen a los vecinos de los curatos firmar una circular en tal sentido.
Con estas acciones, decía el vicario, creí dar “un paso tan propio de mi obligación y tan conducente a la tranquilidad pública”. Lo mismo podía decir Diego Antonio Martín de Villodres, obispo de Concepción, cuando pidió “aplastar el germen de la revolución”; e igual cosa los franciscanos de Chillán que, desde que llegaron a esta ciudad las primeras noticias de la prisión de Fernando VII, se constituyeron en sus más ardientes abogados.
Las opiniones del pequeño grupo que era partidario de esta última no se conocen. Sólo se sabe que el canónigo criollo Vicente Larraín le dirigió la palabra a un grupo de juntistas diciéndoles, entre otras cosas, que la “Providencia os ha destinado para la obra más grande y más interesante a nuestra patria…”. Por convencimiento o necesidad política, dicha figura también se apoyaba en Dios para justificar la instalación de una Junta, al igual como sus opositores recurrían a Él para oponerse a esa solución política.
Apreciaciones religiosas sobre Dios y la República
Manuel Antonio Talavera, uno de los cronistas del período 1810-1811, observaba que hacia mediados del mes de marzo de ese último año no “se consentía predicar de otro modo que a favor de la Junta”. El dato sugeriría que en ese corto lapso se había producido un vuelco en la postura de los eclesiásticos, toda vez que un año antes el 80% se declaraba, sin dudar, antijuntista.
El cambio indicado pareciera comenzar cuando la Junta de Gobierno estimó necesario “revestir su autoridad con el prestigio que podían darle las ceremonias religiosas con que solía celebrarse cada cambio de gobernante”, y con tal propósito, le solicitó a Rodríguez Zorrilla que se celebrasen misas en su honor. El acto más significativo se efectuó el 11 de octubre, que fue la fecha que se convino para efectuar en la Catedral una ceremonia de acción de gracias por su instalación.
La prédica se le encargó a fray Antonio Guerrero, el mismo que casi dos meses antes había dicho “que semejante solicitud (erigir una junta) era una traición al soberano”. Ahora, ante las nuevas autoridades, su homilía apuntó en un sentido totalmente diverso, viraje ideológico que algunos calificaron como la “volubilidad de un prelado”, y que otros con fina ironía, se limitaron a criticar interrogándose acerca de cuál de los dos sermones se podía considerar como el verdadero.
En su segunda plática el padre Guerrero planteó “que el Señor había libertado a su amado pueblo de Antioquía, y de los muchos bienes con que lo estaba regalando, (y de la necesidad de) todos sus vivientes que den a Dios las más rendidas gracias, por tan insignes beneficios”. Lo mismo, a su juicio, había sucedido en Chile, puesto que las “aflicciones, sustos y temores que venían consternando los ánimos de los moradores de Santiago” se habían convertido, desde la instalación de la Junta de Gobierno, “en tranquilidad y bonanza”.
Este regalo que habían recibido los obligaba a “levantar los ojos al cielo y bendecir al Supremo Señor que, por un efecto de misericordia, ha transformado el semblante de tristeza y renovado nuestra antigua alegría…” Por las razones que exponía resultaba legítimo aseverar que la Junta de Gobierno “había sido útil y necesaria al Estado, a la Religión y a la Patria y que… debemos confesar con el Profeta-Rey (David)… que: esta es obra de Dios y admirable por eso a nuestros ojos”. El padre Guerrero, a continuación, procuraba demostrar que la Junta era conveniente porque preservaba a Chile de muchos males y que éstos, así como la prosperidad, se originaban en la “sabia y omnipotente providencia (Divina). Esencialmente justo, se arma contra nosotros, cuando nos considera o herederos de la primera culpa, o miserables reos de los pecados personales; de manera que la culpa, de padre de las misericordias, lo transforma en Dios de las venganzas”.
Así, la invasión francesa a España correspondía a un castigo Divino frente al cual el Reino de Chile, “con santa conformidad y devotas preces, ha procurado desarmar la poderosa mano que tan soberanamente nos castiga”; y se ha preocupado de auxiliar a la Madre Patria con recursos, sin tener en cuenta su propia su seguridad amenazada por Napoleón.
Pero Chile –expresaba- ha “despertado de su adormecimiento y… trata seriamente de ponerse en el grado de su defensa activa y vigorosa”. Con este fin se estableció la Junta Gubernativa, que después de Dios resulta el mejor “recurso… (para) poner en movimiento cuantos resortes puedan entusiasmar a los espíritus”. Esta solución, por lo demás, había sido indicada por la Suprema Junta de Regencia cuando puso como ejemplo a la de Cádiz, por todo lo cual –continuaba- no cabía otra cosa que decir: “¡Oh Dios bonísimo… sólo vuestra infinita sabiduría pudo dictar un expediente tan oportuno y necesario ¡Toda la obra es vuestra… coronadla y selladla con toda vuestra bendición…” .
Finalizaba su exposición mencionando que la Junta le aseguraría al Reino “mantener la religión en toda su pureza, la amabilísima subordinación al rey católico, la tranquilidad de la patria y la pacífica posesión de este suelo benéfico”. Nada de esto ocurriría si se sucumbía a la “dominación extranjera”, puesto que ésta acarrearía el “materialismo, la incredulidad y el libertinaje”.
La argumentación indicada mantiene la misma estructura que se aprecia en las alocuciones antijuntistas. Así, y al igual que en éstas, se ponía énfasis en que la invasión francesa era un castigo Divino y echando mano a la palabra de San Juan Crisóstomo se procuraba probar que la Junta era la solución que Dios deseaba para el Reino de Chile.
A mediados de marzo de 1811 se aprecia que la prédica religiosa, al incorporar ideas que son propias de la modernidad política republicana, adquiere una fuerza argumental diferente. Quizás su diferencia más notoria con las anteriores sea el empleo reiterado de las Sagradas Escrituras y la búsqueda en ellas de pruebas que sirvieran para demostrar que la república no era contraria a los designios de Dios.
Las fechas son siempre relativas y si se ha mencionado una es porque, a propósito de la oración fúnebre que se pronunció en las exequias de Mateo de Toro y Zambrano, presidente de la Junta de Gobierno, se hicieron ciertas apreciaciones que dieron pábulo para que los antijuntistas pensaran que Miguel Ovalle, el predicador, difundía ideas de Rousseau. Entonces corrió el rumor que dicha figura había dicho lo que Joaquín Larraín, ex mercedario, que a estas alturas se encontraba secularizado, le había escrito.
Sea lo que fuere, el hecho es que su filípica se orientó a poner en evidencia la “pérdida total de nuestra antigua España y que aquella patria común a nuestros progenitores, gemía ya bajo la dura opresión y conquista del tirano Napoleón; que Cádiz se mantenía por principios políticos de la Francia, como punto donde se reunían todo el dinero y riquezas de la América, que de aquel modo tendría a su disposición…” Ante esta situación, el padre Ovalle “infería la necesidad del nuevo Gobierno, eregido [sic] por la sabia dirección e influjos del finado Presidente…” y justificaba la necesidad de “organizar el nuevo código” que acarrearía los “timbres de una república libre… grandes felicidades y otros beneficios que debían esperar en lo sucesivo los habitantes de este suelo”.
Dos meses después, se le encargaba al canónigo Manuel Vargas la misión anual que se efectuaba en la Catedral. Ante un público numeroso se refirió, con su elocuencia y capacidad de persuasión que le eran reconocidas, a la necesidad de “obediencia y subordinación… al Monarca” y a la obligación de combatir las “perversas doctrinas de Rousseau, principalmente (de) un catecismo impreso en Buenos Aires para la instrucción de la juventud”.
Con respecto a este punto, les hacía presente a los feligreses que esa obra estaba “prohibida por la Inquisición; que su lectura era perjudicial y (que) el lector incurría en pecado de excomunión”. Su encendida invectiva no pasó inadvertida y dio pábulo para censuras por parte de quienes no veían una contradicción entre las ideas del ginebrino y la religión o, simplemente, desestimaban la opinión del canónigo Vargas en estos asuntos.
En este sentido, se sabe que el propietario de una tienda de Santiago le hizo ver al presbítero Cárdenas la inconveniencia de “predicar contra Rousseau en materias políticas”; a lo que aquél respondió haciéndole ver que el canónigo Vargas tenía la “obligación (de) predicar contra una doctrina nutritiva de abusos y abiertamente contra las reglas de la sana moralidad, como que por lo mismo estaba prohibido por la Inquisición la obra de Rousseau…”.
Las autoridades, por su parte, también le hicieron notar su molestia, planteándole –en palabras de Juan Martínez de Rozas, uno de los vocales de la Junta de Gobierno- que Rousseau había sido prohibido “por razones políticas, que en el día no eran despreciables, y así que en lo sucesivo se abstuviere de mezclarse en estas materias”. La Junta de Gobierno, a su turno, se sumó a estas admoniciones y le advirtió que “para predicar bastaba el Evangelio”.
La postura del canónigo Vargas, que constituía un llamado a la “obediencia y subordinación” a Fernando VII, se contraponía derechamente a la que, poco tiempo antes, había defendido el obispo de Epifanía, el peninsular Rafael Andreu y Guerrero. Éste había llegado a Santiago en los primeros días de abril de 1811 y le correspondió, el domingo de Ramos de ese año, ser uno de los tres sacerdotes que, por disposición de la Junta de Gobierno, celebraron misa para las tropas en un altar portátil en la Plaza Mayor.
Sin mención a las Sagradas Escrituras, inició su plática refiriéndose a las bondades del Reino de Chile y a la obligación que tenían sus habitantes de “defender la religión (y) los derechos de nuestro amado Monarca el S. Fernando 7º” y obedecer a la Junta de Gobierno que se había instalado para proteger al Reino de las “insidias e intrigas de Napoleón”. El discurso del obispo, que hasta aquí se mantenía dentro del esquema utilizado por los partidarios de la Junta de Gobierno, siguió por un camino inédito cuando dijo que los “que se oponían al sistema (la Junta) eran verdaderos emisarios de aquel tirano”, y que los fieles tenían el deber de “delatar (a) semejantes delincuentes, (así como) cualquiera maquinación u opinión contraria”.
De modo que al estar abierta “la puerta al denuncio y roto el sigilo natural –comentaba un testigo de esta alocución- los infelices que han disentido a este sistema… deben esperar por momentos la muerte, que persuadió (dicho obispo) debía darse a los que así habían pensado…”.
Las expresiones del obispo Andreu y Guerrero importaban un rompimiento con la lógica religiosa que se había empleado hasta entonces. Los clérigos, en efecto, habían intimidado con las penas del infierno a quienes se oponían a sus declaraciones. Pero ninguno había sostenido la posibilidad de que fuera lícito –como parece que sostenía aquél- que “muriesen hombres de esta naturaleza” (contrarios a la Junta). Sus afirmaciones, por lo demás, eran muy coincidentes con las de ciertos sectores juntistas que, a raíz del motín que comandó el coronel realista Tomás de Figueroa, con el propósito de evitar que se hicieran las elecciones para elegir diputados por Santiago, se inclinaban por actuar con dureza con los enemigos.
En este sentido resulta interesante apuntar que Martínez de Rozas, cuando tuvo noticias de que se tramaba esa sublevación, creyó que sería la primera víctima. Las imágenes de lo que les había sucedido a los patriotas en La Paz y Quito, a raíz de las reacciones realistas, ejercían un poderoso influjo en él y no dudaba que aquí, en caso de que estos últimos resultaran vencedores, se desataría la violencia en su contra.
Esta convicción lo impulsó a no tener contemplaciones con los antijuntistas y a decir que “sólo se aquietaría cuando viera la plaza mayor sembrada de sus cabezas”. Cierto o no, el hecho es que por eso se le llamó el «Robespierre de Chile» y su postura –una suerte de jacobinismo político moderado- interpretaba a todos los que, ante el desafío de sostener la independencia de la patria, no desdeñaban el empleo de la violencia.
Desde un punto de vista ideológico, no cabe duda que el gran difusor de la modernidad política fue Camilo Henríquez, el fraile de la Buena Muerte. El 4 de julio de 1811, día elegido para inaugurar las sesiones del primer Congreso Nacional, se celebró una misa en la que aquél pronunció una alocución alusiva a dicho acontecimiento. El tema de la misma, no siempre fácil de seguir, tuvo como punto de partida el capítulo 1º, 14 del Libro de la Sabiduría, cuyo texto (traducido del latín) es el siguiente:
“No os busquéis la muerte con los extravíos de vuestra vida, no os atraigáis la ruina con las obras de vuestras manos; que no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables y no hay en ellas veneno de muerte ni el imperio del Hades sobre la tierra, porque la justicia es inmortal”.
Con seguridad intelectual, aseveró que la conducta seguida hasta este momento por la “nación chilena… era conforme a la doctrina de la religión católica y a la equidad natural...”; y agregó que “jamás la religión aprobó el despotismo ni bendijo las cadenas de la servidumbre. Jamás se declaró contra la libertad de las naciones… Elevada como un juez integérrimo e inflexible sobre los imperios y las repúblicas, miró con igual complacencia estas dos formas de gobierno… reprimió el abuso de poder y la licencia de los pueblos; y de aquí es que en las crisis peligrosas de los Estados fue el último recurso del orden público en medio de la impotencia de las leyes… La religión considera a los gobiernos como ya establecidos y nos exhorta a su obediencia…”
Se preguntaba, en seguida, que debían hacer “las provincias distantes” ante la situación por la que atravesaba España y respondía, sin vacilar, que tanto la revelación como la razón ofrecían “remedio para evitar tanto desastre”; y que las naciones cuando tienen “recursos en sí mismas pueden salvarse por la sabiduría y la prudencia. No hay en ellas un principio necesario de disolución y de exterminio. Ni es la voluntad de Dios que la imagen del infierno, el despotismo, la violencia y el desorden se establezcan sobre la tierra. Existe una justicia inmutable e inmortal anterior a todos los imperios, y los oráculos de esta justicia…, nos revisten de derechos eternos. Estos derechos son principalmente la facultad de defender y sostener la libertad de nuestra nación, la permanencia de la religión de nuestros padres y las propiedades y el honor de las familias”.
Estos grandes bienes - “no pueden alcanzarse sin establecer por medio de nuestros representantes una constitución conveniente” y, a continuación, a modo de axiomas, señalaba lo siguiente: a.- “Los principios de la religión católica, relativos a la política, autorizan al Congreso Nacional de Chile para formarse una constitución”. b.- “Existen en la nación chilena derechos en cuya virtud puede el cuerpo de sus representantes establecer una constitución y dictar providencias que aseguren su libertad y felicidad.” c.- “Hay deberes recíprocos entre los individuos del Estado de Chile y los de su Congreso Nacional, sin cuya observancia no puede alcanzarse la libertad y felicidad pública. Los primeros están obligados a la obediencia; los segundos al amor a la patria, que inspira el acierto y todas las virtudes sociales…”.
El artículo más importante de esta constitución es “el establecimiento del poder ejecutivo y la organización del gobierno…”. Uno de los grandes fines del gobierno –sentenciaba- era “conservar el orden”. Después de esta afirmación, retornaba al plano religioso al apuntar que “este (el orden) es el gran principio de orden público establecido por la Divina Providencia. Así es como todo poder se deriva de Dios (…) Nosotros desobedecemos a Dios si resistimos a la autoridad pública establecida por el orden de Dios…” .
Esta última frase, tomada de la Epístola de San Pablo a los Romanos, enfatizaba que “quien se opone a la autoridad se rebela contra el orden divino”. De esa manera, creía justificar la obediencia al Congreso, del mismo modo que el padre Romo lo había hecho cuando llamó, utilizando la misma cita, a aceptar la designación de gobernador de Chile hecha por el Consejo de Regencia. ¿Cuál sería la reacción de los fieles al observar que el texto indicado lo utilizaban tanto los teólogos juntistas como los antijuntistas?
Concluía su sermón con una invocación al “árbitro soberano de nuestra suerte…, autor, vengador y protector de los cuerpos políticos; vos, que habéis señalado a cada una de las naciones un cierto tiempo de prosperidad y de gloria; vos cuya impresión augusta, cuya diestra se ve insensiblemente en los grandes acontecimientos de nuestros días; vos, por cuyo influjo se han confundido los enemigos de América y viven condenados a un silencio amenazador…; infundid a nuestros legisladores vuestro espíritu de prudencia, de esfuerzos y de bondad; … dirigid sus felices disposiciones para que una constitución sana, sabia… sea el fruto de tantos sinsabores…”
El uso que hacía Camilo Henríquez del Libro de los Macabeos fue entonces un recurso habitual entre los clérigos que recurrieron a las Sagradas Escrituras para justificar la instalación de la república. El caso del Río de la Plata resulta interesante de recordar, toda vez que su camino político es más que probable que haya servido, a partir del 25 de mayo de 1810, para inspirar muchas de las acciones de quienes en Santiago, cuatro meses después, propugnaban la necesidad de cortar los vínculos con España.
Se sabe que los sacerdotes de Buenos Aires hicieron uso frecuente de la Biblia y, en particular, del Antiguo Testamento. Según Roberto Di Stefano, lo que pretendían era legitimar el nuevo orden por medio de analogías con los “albores bíblicos del pueblo de Israel, el proceso de constitución política de sus instituciones y la defensa a la vez de un territorio y de una identidad cultural y religiosa…” .
En este sentido, consideraron que tres hechos eran aplicables a la situación americana: el Éxodo, la secesión de las diez tribus del norte a la muerte de Salomón, y la guerra de los Macabeos. El primero les posibilitaba presentar al “pueblo de Israel como figura de la América que se libera del yugo opresor”. La mención a la división del reino de Israel, por otra parte, les permitía justificar que las nuevas repúblicas hispanoamericanas hubieran optado por “escapar al dominio de un rey opresor”. Las referencias a los macabeos las usaban para “ensalzar la acción de los combatientes patriotas”, a los que, sin matices, identificaban con aquéllos.
El 10 de septiembre de 1811 se celebraba en la catedral de Santiago una misa solemne y un Te-deum de acción de gracias por el cambio de gobierno que se había producido el día 4 de ese mes. La alocución le fue encargada a fray Tadeo Silva, de la orden de Predicadores, religioso que sobresalía por su “talento e ilustración” y que formaba parte del grupo de partidarios del proceso juntista. Su tema, que lo derivó del capítulo 3º, versículo .13 del Libro de Tobias, rezaba así: “Bendito es tu nombre, Dios de nuestros padres, que, aún airado, usas de misericordia”.
El recurso a la historia sagrada le permitió reflexionar sobre la libertad de Betulia, Holofernes y Antíoco, apuntando que estas “persecuciones… habían sido en castigo de las iniquidades de aquellos pueblos”, si bien Dios había sido finalmente misericordioso con ellos, al igual como ocurría “en estos tiempos tan calamitosos”. A fin de dar sustento a esta última afirmación, se refería a la ambición de Napoleón de dominar América y al hecho de que “era sugerimiento de Dios el Gobierno de la Junta que se había establecido y que el dedo de Dios estaba aquí, pues en tantos movimientos y revoluciones no se habían experimentado mayores males”. La segunda amenaza corría por cuenta de la Princesa Carlota y el interés de Portugal por ejercer derechos sobre América. Quienes tenían esta pretensión olvidaban que “desde el cautiverio de nuestro adorado Monarca, los pueblos habían reasumido su primitiva libertad y derechos imprescriptibles, eligiendo un Gobierno de su confianza…”
Añadía que el Consejo de Regencia “estaba de más, y no se debía obedecer; que el juramento hecho a Fernando era por voluntad y en el caso de volver al trono; pero que no siendo Así, estos pueblos eran libres y por lo mismo tenían en su mano elegir el Gobierno que mejor les convenga: que los americanos no han de ser peor que esclavos…; (que) los vasallos (podían) apartarse del derecho de sucesión, por el despotismo de los reyes que han experimentado…: que los vasallos… (eran) hombres libres (que) recuperan sus derechos para deliberar sobre su suerte”.
Después de este planteamiento, sostenía que la “Patria (se encontraba) dividida en facciones peligrosas, (que) trataban muchos de esclavizarle” y que, ante estas circunstancias, “Dios había inspirado el único modo de salvarle, por la heroicidad y valor de sus compatriotas a costa de una sola vida, cuando se temía el derrame de infinita sangre, eligiéndose así, legítimamente, el gobierno a que debían obedecer…”.
El abogado paraguayo Manuel Antonio Talavera, que escuchó la alocución de fray Tadeo Silva, comentaba que “de aquel lenguaje y estilo se hace alarde en los púlpitos, con ofensa de su sagrado destino”; y que, por lo mismo, tomó la resolución de que “nadie (de mi familia) vaya a oír sermones, porque ciertamente van a beber el veneno del escándalo, donde esperaban la edificación y la reforma de costumbres” .
El franciscano peninsular y realista Melchor Martínez agregaba que el padre Silva había elogiado, en esa ocasión, a los Carrera y la contrarrevolución del día 4 y consideraba, haciendo un balance de su intervención, que la “cátedra de la verdad la convirtió en teatro de mentiras y falsedades, que horrorizó a todos los sensatos oyentes que veían las cosas tan contrarias a las palabras”. También acusaba que el “Gobierno escogía para estas farsas los sujetos más a propósito, y les mandaba trajeran anticipadamente las arengas que habían de publicar en el púlpito, y lo regular era darles papeles compuestos por los más libertinos y facciosos y se deleitaban en hacer servir a nuestra Sagrada Religión de lazo y piedra de escándalo a los sencillos”. .
En la homilía del padre Silva, así como en la de Camilo Henríquez, las referencias a Betulia, Holofernes y Antíoco, en el caso del primero, y a los macabeos, en el segundo, dejan en evidencia el uso del Antiguo Testamento para justificar determinadas posiciones políticas. En uno y otro caso, la relación que se hacía respondía a la búsqueda de argumentos religiosos para convencer a la elite laica de que el camino republicano no se oponía a la fe católica y que, como lo sugería el fraile de la Buena Muerte, era el camino que Dios quería para el Reino de Chile.
NOTAS
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- ↑ Pinto, Francisco Antonio, Apuntes autobiográficos, en Boletín de la Academia Chilena de la Historia, nº17, 87.
- ↑ Barros Arana, o.c., 36.
- ↑ Amunátegui, Miguel Luis de, Los precursores la Independencia de Chile, tomo I, Santiago, 1909, 122 y 123.
- ↑ Frazer, Ronald, La maldita guerra de España. Historia social de la guerra de la Independencia, 1808-1814, Barcelona, 2006, 16 y 17.
- ↑ Frazer, 21.
- ↑ Revuelta González, o.c., 13.
- ↑ El planteamiento es de Maximiliano Salinas, La reflexión teológica en torno a la revolución y al papel de la Iglesia en la naciente república, en Anales de la Facultad de Teología, vol. XXXII, 1976, 25.
- ↑ Revuelta González, o.c., 12.
- ↑ Amunátegui, Miguel Luis, La crónica de 1810, Tomo I, Santiago, 1911, 222.
BIBLIOGRAFÍA
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JUAN EDUARDO VARGAS CARIOLA © CELAM – Santa Fe de Bogotá