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INTRODUCCIÓN La emancipación política de Hispanoamérica comportó la caída automática de la Cristiandad indiana (colonial desde el arribo de los borbones) y de las instituciones que la regían: el Consejo de Indias y en especial el Patronato de Indias, que eran las instituciones que hasta entonces controlaban las relaciones entre la iglesia de Hispanoamérica y la metrópoli. Con la Independencia, la Iglesia de Hispanoamérica se descubrió sin relación con una autoridad superior, porque se encontró sin patrono y sin pastor; es decir privada de relaciones con la autoridad civil que por tres siglos la había controlado, y sin pastor porque la Iglesia hispanoamericana no tenía, hasta ese entonces, relaciones directas con la Santa Sede ya que todo se manejaba desde España. ¿Cómo solucionar esta dificultad y cómo garantizar la continuidad de la Iglesia en Hispanoamérica? Resultaba importante para los nuevos gobiernos establecer relaciones diplomáticas con el Papa, en cuanto Sumo pontífice y en cuanto padre común de los fieles. ¿Por qué las nuevas repúblicas se acercan a Roma? La Independencia abría para los nuevos gobiernos un doble problema que requerían una solución urgente: se trataba de la organización política de los nuevos Estados, y de la atención al espíritu católico de los pueblos. En lo referente a la nueva situación política, los nuevos gobiernos se preocuparon por definir la organización política que tendrían los nuevos Estados, y de la forma o formas de gobierno más aptas para su constitución. Fueron, por este motivo, años de gran inestabilidad institucional para las nuevas repúblicas. La emancipación no dio unidad política a los gobiernos republicanos; por el contrario, ellos se dividieron en dos líneas de pensamiento, diferente una de la otra: el centralismo y el federalismo; situación que después de 1830 se prolongó bajo dos tendencias, cuales fueron el conservadurismo y el liberalismo. Esta situación reflejaba la división ideológica en la que cayeron las élites criollas que habían gestado la Independencia. Estas disputas intestinas eran igualmente el precio que los nuevos Estados debían pagar por su nueva responsabilidad política y por la incapacidad de sus líderes para responder a las necesidades de las mayorías, especialmente los indígenas, quienes en ningún momento se vieron beneficiados con las emancipación, porque siguieron excluidos como antes o aún peor. El fraccionamiento del escenario político provocó la guerra civil al interior de cada una de las repúblicas surgidas de la Independencia. Fueron las guerras civiles una de las características de las nuevas repúblicas. Los centralistas defendían la monarquía constitucional según el modelo de Inglaterra, propagando la república centralista y proclamándose defensores del orden, mientras que los segundos, los federalistas, defendían los derechos del individuo, del Estado y de los gobernantes, y estos derechos se conseguían solamente con la instauración de un sistema republicano, donde primase la división de poderes y en el cual la soberanía radicase en el pueblo, como lo contemplaba la constitución de los Estados Unidos de América. Ante la novedad del argumento y la incapacidad de la conciliación, los nuevos Estados terminaron en la más tremenda fragmentación. Rápidamente se pasó de ocho naciones existentes en 1825 en toda Hispanoamérica, a once en 1830 por la separación que se dio entre Montevideo y Buenos Aires, y entre los países que conformaban la Gran Colombia: Colombia, Venezuela y Ecuador. En 1840 ya llegaban a 15 por la división de la Confederación Centroamericana y a 16 en 1844 por la separación de Santo Domingo de Haití. Al lado del problema político estaba igualmente el problema religioso que la Independencia de España había dejado al descubierto. El aspecto religioso se constituyó en un problema para los gobiernos republicanos porque la independencia política de España, provocó la automática caída de la Cristiandad colonial y de sus instituciones, dejando sin bases jurídicas las relaciones que se pudieran establecer entre las dos potestades; problema al que se unía el de la sobrevivencia de la Iglesia y de la continuidad de su acción evangelizadora en el Nuevo Mundo. La solución para este problema pasaba a través de la relación que los nuevos gobiernos pudieran establecer con la Santa Sede, para que los asuntos eclesiásticos no pasaran ya por la Corte de Madrid y su Consejo de Indias, sino que fueran tramitados directamente con Roma. A raíz de esta situación surgió la necesidad de acudir a Roma. Para solucionar el impasse creado, los gobiernos republicanos consideraron dos posibilidades, excluyente una de la otra: actuar de manera despótica y autoritaria, o buscar el diálogo y el establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede. La primera forma de solución del problema religioso encontró la simpatía de todos los gobiernos republicanos y fue ejecutada desde el comienzo del proceso independentista, con especial acento después de 1819, y continuó a ser un denominador común de la actitud republicana hasta cuando se pudieron firmar concordatos con la Santa Sede. Los nuevos gobiernos, influenciados por las ideas regalistas y galicanas, no dudaron en reclamar y, en algunos casos arrogarse, los poderes patronales, a través de los cuales pretendían dominar y controlar a la Iglesia, para que fuera un instrumento útil para la causa republicana, como antes lo había hecho la corona de España. La segunda posibilidad para solucionar el problema religioso era la de establecer relaciones diplomáticas con la Santa Sede. La actitud pro-realista que mostraba la Curia romana (1808-1830) y la oposición de los eclesiásticos de Hispanoamérica al reclamo patronal del movimiento emancipador, no dejaba tranquilos a los gobernantes de Hispanoamérica y por lo tanto, hicieron todo lo posible para enviar sus representantes ante el sumo pontífice. De la Santa Sede esperaban obtener las dos gracias más deseadas del momento: el reconocimiento político de la independencia, y el derecho patronal que tenía la corona de España. Igualmente resultaba importante, dentro de la confesionalidad católica de aquellos gobiernos, pedir a Roma el nombramiento de obispos para una Iglesia diezmada de pastores y en casi total estado de caos y de confusión. A los anteriores intereses se agregaba otra razón de fondo que motivaba la premura con la que los nuevos gobiernos se decidieron por el envío de misiones diplomáticas ante la Sede romana, y era el deseo de hacer saber al Papa y al mundo entero que la Independencia no era un atentado contra la religión, como se podría suponer por las raíces ilustradas del movimiento emancipador. Por el contrario, para ellos, resultaba una tarea apremiante “salvaguardar la religión del pueblo americano [por ser ella] un factor de unidad y de moralidad del movimiento independentista” y la Iglesia aparecía como la única capaz de “dar a su obra una bendición apostólica.” Un reflejo de esta intención religiosa de los independentistas se encuentra en los textos constitucionales de la época, los cuales, sobre una base empírica y racionalista típica de la ilustración y del historicismo, defendieron y legislaron sobre la exclusividad de la religión católica, llegando incluso, durante los años que cubre este análisis, a decretar la intolerancia religiosa. Fueron excluyentes e intolerantes los términos en los que se expresó la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos del 4 de octubre de 1824, cuando en el artículo 3 decía: “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica romana. La nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”. Elocuente en este mismo sentido es el caso de Argentina, país en el cual la arrogancia patronal del nuevo gobierno no dudó en decretar en la Asamblea del año XIII (Ley de minas) que “la Religión católica apostólica romana era la religión del Estado”. Siempre en tono de exclusión para cualquier otro culto, fue el comportamiento con respecto a los ingleses que habían invadido el sur del país: para entonces se llegó a sostener que ningún extranjero sería incomodado por materia de religión, “pudiendo adorar a Dios dentro de sus casas privadamente según sus costumbres”, principio con el que se sentaban las bases para la tolerancia religiosa, pero no se decía nada sobre la libertad de culto. Más tarde, la Constitución unitaria de 1819 (Confederación del Plata) sostenía el principio anterior, es decir: que la religión Católica es la religión del Estado, debiendo el gobierno brindarle la debida protección y los habitantes el mayor respeto. Lo mismo ocurría en la Nueva Granada donde los textos constitucionales que siguieron desde 1811 en los diversos Estados en que se dividía el territorio de la actual Colombia, excluían, en su conjunto, cualquier culto público o privado que no fuera el católico y, reconociendo (la Constitución de Cundinamarca de 1812) al obispo de Roma como vicario de Cristo y cabeza visible de la iglesia universal, puntualizaban sobre la urgencia de enviar representantes oficiales ante el sumo pontífice.
NOTAS
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