TRATA DE ESCLAVOS; Condenas de la Teología y de la razón

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El buen trato de los esclavos y las maneras de entenderlo

Todos los moralistas coincidían en la necesidad de tratar bien a los negros, cualquiera que fuese la postura que defendieran ellos en relación con la licitud de comprarlos y venderlos. Lo señalaba ya Francisco de Vitoria al lamentar la inhumanidad con que los mercaderes traían a los esclavos, “no se acordando los señores que aquéllos son sus prójimos y de lo que dice san Pablo, que el señor y el siervo tienen otro Señor a quien el uno y el otro han de dar cuenta”.

Ese dominio de un hombre sobre otro –advertía Rebello en 1608– es menos privativo que el que tiene aquél sobre su ganado, pues no puede usar del mismo modo de ambos, aunque de uno y de otro pueda usar en su propio provecho y no en beneficio del siervo. Porque el siervo no pertenecía absolutamente al señor, sino que tenía algunos derechos (que no concretó).

“El señor del esclavo no tiene el dominio de la vida y miembros del siervo. Por lo cual no le puede poner con buena conciencia en manifiesto peligro de muerte [...] lo cual suele acontener en el cavar y sacar tesoros y minerales [...] no pueden con buena conciencia azotarlos ni pringarlos tan gravemente que pierdan el uso de sus miembros o que enfermen gravemente [...] lo cual se dice por algunos cristianos que tratan tales esclavos como si no fueran hombres [...]. Débenles todo lo necesario para sustentar la vida”.[1]

Sólo en caso de peligro de fuga o de otra causa justa, cabía atar a los esclavos con pesadas cadenas o pesos de hierro e incluso marcarlos en la cara; aunque esto último estaría permitido legalmente en la Monarquía Católica hasta 1784, en que lo prohibió Carlos III.[2]De facto, Solórzano Pereira ya lo había contemplado con menos reservas en 1647, en la Política indiana: “En siendo esclavos legítimos, el mismo derecho introdujo la costumbre de poderlos herrar en el cuerpo o en la cara, a voluntad de sus amos, o ya para castigarlos por sus hechos y excesos, o ya para tenerlos más seguros que no se huyesen”.

Solórzano –como solían hacer varios de estos juristas y teólogos con los teólogos y juristas que habían escrito antes que ellos– citaba en su apoyo a Rebello; pero la verdad es que éste había propuesto como salida excepcional lo que el jurista español proponía como costumbre. En rigor, en éste y otros párrafos, Solórzano daba una de cal y otra de arena.[3]En 1627, el jesuita Sandoval había explicado el deber del buen trato partiendo de la igualdad natural de todos los hombres, claro es que compaginada con el realismo, cristiano también, de asumir las diferencias sociales.

En 1592, en el «Discurso sobre los negros que se pretenden llevar a la gobernación de Popayan», el oidor Anuncibay había llegado a escribir que, en caso de delito, “importaba poco que fuera azotado y desorejado el negro”, por más que añadiera enseguida que el gobernador y justicia había de cuidar sobre el buen tratamiento y sustento de las cuadrillas. Quería decir que una cosa era un delincuente -incluidos los cimarrones, delincuentes ya por huir- y otra un esclavo común. Para el primer caso, “las penas a los negros serán azotes y desorejalIos y a las tres veces fugitivos desgarronarles y prisiones, hierros y argollas y campanilla y no destierro ni galeras y, si el delicto fuere atroz, muerte”.

Por otra parte –seguía Anuncibay–, los integrantes de cada cuadrilla no podrían venderse separadamente; estarían adscritos a los metales y minas que hubieran de laborar, sin poder separarse de ellos, si no era porque se agotara la mina o fueran sustituidos por otros, y eso aun en el supuesto de que alcanzaran la libertad. La diferencia estaría en que, siendo libre, ganarían jornal, aunque también pagarían tributo.

Habría que procurar que permanecieran bozales, sin hacerse ladinos, es decir, que no aprendieran castellano; aunque, como contrapartida, no se les quitarían los hijos, separándolos, y se procuraría que estuvieran casados con negras, “porque el matrimonio es el que amansa y sosiega a los negros”. Como mal menor, podrían casar con negra de distinta cuadrilla, pero de ningún modo con india, “aunque se impetrara breve del pontífice”.

Había de procurar que no tuvieran trato alguno con indio o india: “...ni comercio, ni compadrazgo, ni borrachera, ni confradría juntos». Y, menos aún, comercio con españoles. Por el contrario, habían de tener pegujal,[4]“no al arbitrio del señor sino de la ley y de la justicia. Han de ser –añadía– dueños de su casa, de su roza, su huerta y administradores de sus hijuelos y capataces de tutellas de otros negros y han de ser alcaldes, a[l]guaciles y regidores entre sí, porque lo malo que han de la condición servil perficiona y purga la posesión o cuasi de sí y de su mujer y de su casilla y roza y hijuelos y la aptitud de los oficios”. Tendrían la atención espiritual de un sacerdote, que no podría recibir ofrenda alguna de un negro.

En realidad, estas reglas que proponía Anuncibay se basaban –expresamente– en lo que el canciller y mártir Santo Tomás Moro había escrito en su «Utopía». Hay que tener en cuenta además que el licenciado español, como europeo, estaba acostumbrado a las consecuencias del régimen señorial, conforme al cual se gobernaba buena parte de España, A él parece aludir cuando dice aquello de que los negros de cada cuadrilla no podrían venderse por separado, “sino todos juntos, como acá se vende un pueblo”.

Entendido debidamente o no, y conciliándolo con la necesidad de refrenar a los que obraran mal, el buen trato fue siempre una constante de la literatura esclavista. Lo repetían los portugueses Benci (1705), Antonil (1711) y Ribeiro Rocha (1758) durante el siglo XVIII: el esclavo tenía que obedecer a su amo y éste debía alimentarlo, procurarle la salud e instruirlo en la doctrina cristiana y en las buenas costumbres, corrigiéndolo cuando hiciera falta, mas con mesura (no más de cuarenta azotes, porque era lo que prescribía el Deuteronomio,[5]según ya había advertido Sandoval:[6]aunque Benci –basándose en la experiencia personal de san Pablo-[7]admitía la posibilidad de que se dieran más, solo que divididos en varios días para no causar la muerte o dejar inválido al delincuente.

Hacia la condena de la institución de la esclavitud

Los razonamientos escolásticos de que hablábamos antes habían predominado, hasta que tuvo eco en el mundo ibérico el replanteamiento del asunto que hicieron algunos filósofos franceses y algunos escritores protestantes –en especial los cuáqueros– del mundo anglosajón.

En cuanto a los primeros, correspondió a Montesquieu la acción inicial. Dedicó a la esclavitud –en general– el libro XV de su «De L'esprit des lois» (1748) donde, al mismo tiempo en que la consideraba contraria al derecho natural -abundando, por tanto, en lo que habían abundado todos los teólogos y juristas de los dos siglos anteriores, sin innovar nada en ello-,[8]manifestaba una actitud de tolerancia hacia la servidumbre,[9]y no ya de tolerancia, sino de verdadero racismo cuando se refería a los negros, sobre lo chato de cuyas narices ironizaba. No era posible que Dios, siendo tan sabio –llegaba a argüir–, hubiera dotado de alma –y sobre todo de alma buena– a unos cuerpos de aquel color. En último caso, no terminaba de estar seguro que fueran seres humanos.[10]

Asombrosamente no pocos historiadores –que quizá obviaron una lectura atenta de «De L'esprit des lois» repetirían, hasta hoy mismo, que Montesquieu fue pionero en la lucha contra la esclavitud de los negros. No era su intención. Más cerca estaba de ella, en rigor, por esos mismos días, el jesuita español José Gumilla, cuya obra sobre las tierras del Orinoco no se publicaría, sin embargo, hasta 1781, aunque la hubiera escrito en el segundo cuarto del siglo XVIII.

El jesuita rechazaba explícitamente –como ya habían hecho los capuchinos Jaca y Moirans– la tesis de que los negros descendían de Can y Canaán, por la sencilla razón de que también habían de ellos otros pueblos y no habían salido negros, y exhortaba a un sano escepticismo en cuestión de colores, “sin calificarles ni darles entre sí preferencia; porque ésta será siempre incierta, hija de la voluntad, y no de la razón”.

“Los hombres blancos han dado muestras de [...] inclinación y amor al color negro: y hoy en día, en Cartagena de Indias, en Mompox y en otras partes se hallan españoles honrados, casados (por su elección libre) con negras, muy contentos y concordes con sus mujeres: y al contrario, vi en la Guayana una mulata blanca, casada con un negro atezado; y en los Llanos de Santiago de las Atalayas una mestiza blanca casada con otro negro: éste la desechó muchas veces, diciéndola que reparase bien en su denegrido rostro, que tal vez sería origen de sus disgustos: la respuesta de la mestiza fue irse a su casa, y untarse con el zumo de «jagua», tinta tan tenaz, cual ninguna otra; y puesta a vista del negro, le dijo: «Ya estamos iguales, ni tienes escusas para no quererme»: casáronse, y Dios les ha dado muy larga descendencia”.[11]


En 1755, el caballero de Jaucourt ya había tenido la generosidad de tapar las vergüenzas de Montesquieu:[12]en el artículo «Esclavage» de la «Encyclopedie» de Diderot y D’Alembert, mencionaba al autor de «De L'esprit des lois» como si lo glosara, siendo así que guardaba silencio sobre todo lo que decía aquél de los negros en términos brutalmente racistas. Jaucourt dedicaba, como Montesquieu (y como algunos de los juristas y teólogos), una primera parte de su razonamiento a la historia de la esclavitud, no sin decirlo mismo que decía Aristóteles y habían repetido aquellos teóricos de los dos siglos anteriores: que los hombres nacieron libres.

Habían sido la ley del más fuerte, «le droit de guerre injurieux à la nature» lo que había introducido la esclavitud, para vergüenza de la humanidad: una realidad que era contraria al derecho natural y al derecho civil; de manera –se deducía– que no podía salvarse por derecho de gentes (lo mismo que afirmaba Frías de Albornoz un par de siglos antes).

Pero el francés lo argüía mejor: la esclavitud era contraria al derecho natural porque la libertad estaba íntimamente unida al hecho de ser hombre: “Cette liberté [...] est unie si étroitement avec la conservation de l’homme, qu’elle n’en peut être séparée que par ce qui détruit en même tems sa conservations & sa vie”. Era, por tanto, inalienable. “Non-seulement on ne peut avoir le droit de propriété proprement dit sur les personnes; mais le plus il repugne à la raison, qu'un homme qui n'a point de pouvoir sur sa vie, puisse donner à un autre, no de son propre consentement, ni par aucune convention, le droit qu’il n’a pas lui-même”.

Pero también era contraria al derecho civil, porque la ley civil, que había permitido a los hombres repartir los bienes terrenos, no podía incluir en lo que se repartía a algunos de los propios hombres que debían hacer ese reparto. No cabía, por ello, hablar de derecho de gentes, ni de derecho de guerra, ni de nacimiento, ni de compra. Ni mucho menos justificarlo en la evangelización de los esclavos:

“C’est donc aller directement contre le droit des gens & contre la nature, que de croire que la religion chrétienne donne à ceux qui la professent un droit de réduir en servitude ceux qui ne le professent pas, pour travailler plus aisément a sa propagation. Ce fut pourtant cette manière de penser qui encouragea les destructeurs de l’Amérique dans leurs crimes”: brindis, sin duda, a los españoles, cuyos teólogos, sin embargo, pensaban todo lo contrario de lo que suponía Jaucourt.

Luego vendría, como en cascada, el abolicionismo que contenía el breve artículo «Traite des nègres» de la misma «Encyclopedie» (en 1765),[13]los de Du Pont de Nemours en 1768 en el periódico fisiócrata «Éphémérides du citoyen» –que examinaron en una perspectiva económica–, en la «Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux», de Guillaume Raynal en 1770 ; incluso el opúsculo «Reflexions sur l’esclavage des nègres», atribuido al marqués de Condorcet, en 1781. En 1791, comenzaba en el Parlamento de Londres la cruzada de Wilberforce en pro de la abolición, primero de la trata y después de la esclavitud.

Este primer corpus abolicionista no tenía la envergadura ni la calidad intelectual, filosófica y antropológica, del corpus teológico de los siglos XVI-XVII. Con la excepción del artículo «Esclavage» de Jaucourt, el rigor del razonamiento brillaba por su ausencia; lo propiamente antropológico era pobre y escaso, por no decir nulo. Raynal no pasaba de glosar las brutalidades que, de facto, padecían injustamente los negros, sin añadir un solo argumento estrictamente doctrinal en contra o a favor de la existencia de la esclavitud en sí misma.[14]Y las «Reflexions sur l’esclavage des nègres» –firmadas por un cierto Schwartz– no hacían sino insistir en el tono condenatorio.[15]

La divergencia entre los teólogos y juristas españoles y portugueses de los siglos XVII-XVIII y estos «philosophes» del XVIII estaba en la concepción antropológica cristiana: para todos, el punto de partida era el reconocimiento de la libertad natural de todo ser humano. Mas, para aquéllos, esa naturaleza estaba lesionada por el pecado, y eso hacía necesario la intervención de los propios hombres por medio del derecho de gentes para arreglar lo lesionado. Sin ese argumento –el pecado original–, Jaucourt tenía razón.

Los argumentos históricos –sobre la brutalidad de la esclavitud tal como se llevaba a la práctica de hecho con los negros– de los «philosophes» tampoco eran nuevos. La esclavitud real ya había sido rechazada por aquellos teóricos del mundo ibérico de los siglos XVI y XVII incluso con violencia verbal, como lo vimos en Albornoz o en los capuchinos Jaca y Moirans.

Si no habían condenado la esclavitud como institución (aunque Frías de Albornoz lo había insinuado), fue porque, para ellos, era una forma más de supeditación de un ser humano a otro. Era sin duda la más dura, pero por razones de grado, no porque fuera una condición esencialmente distinta de cualquier otro modo de supeditación. En último término, todos salvo Albornoz entendían que era legítimo que, si un hombre hacía injustamente la guerra a otro, éste se defendiera sometiéndolo a su servicio, incluso a perpetuidad, así como la posibilidad de que alguien se vendiera a sí mismo para saldar una deuda o por algún motivo parejo.

Por la misma razón, los papas que intervinieron en el asunto antes de León XIII condenaron la esclavitud tal como era, no la institución en sí misma. En los teóricos franceses de finales del siglo XVIII, esta apreciación realista se abandona completamente por amor de un cambio sustancial: de la sustancia misma de la cosa enjuiciada.

Frente a Aristóteles y a los realistas de tradición aristotélica, aquellos «philosophes» dieron en considerar la naturaleza y el estado natural no sólo como lo idóneo, también en términos morales –cosa que no era ajena a aquellos teólogos y juristas–, sino como algo posible. Cosa que no cabía mantener si se afirmaba la existencia del pecado. Los «philosophes» identificaban el derecho natural con todo lo que era «natural», sin que, por tanto, cupiera conceder –si no como mal menor– que el derecho de gentes pudiese nunca modificar el derecho natural. Desde 1789 se articuló todo ello en un sistema –los derechos del hombre– que presumía la libertad, y la esclavitud pasó a convertirse en la realidad «in-humana» en sí misma, y esos derechos, en algo irrenunciable, como había dicho Jaucourt. Nadie podía venderse a sí mismo, aunque lo quisiera. No era cosa de grado, sino de esencia del asunto.

Distingo entre teólogos de los siglos XVI-XVII y «philosophes» del siglo XVIII, y no entre católicos y acatólicos porque, paradójicamente, varios de esos «philosophes» (y muchos de los abolicionistas que los siguieron durante el siglo XIX), eran ellos mismos católicos. Y es que el abolicionismo se convirtió en piedra de toque también en el seno de la Iglesia católica.

La decadencia de la teología española hizo lo demás. Las antiguas disquisiciones sobre la guerra justa y la licitud de la esclavitud fueron sencillamente abandonadas, y lo que quedó fue el debate sobre si los esclavos ganaban o perdían con la servidumbre, teniendo en cuenta la mejora material y, sobre todo, espiritual que recibían de los cristianos propietarios o si esto, aunque fuera verdad, era esencialmente insostenible porque lo que estaba en juego era el mantenimiento de una institución –la esclavitud– que contemplaba a unos seres humanos concretos como cosas, sin personalidad jurídica propia.

El debate no sólo había abandonado el terreno del realismo aristotélico, sino que había entrado en un irresoluble contraste entre el paternalismo de unos y el idealismo de otros; irresoluble porque partían de una antropología distinta.

La transición hacia esta disyuntiva se aprecia en el mundo católico en un conjunto de sucesos –variopintos, pero expresivos– de finales del siglo XVIII: en la «Memória a respeito dos escravos e tráfico da escravatura entre a costa d’Africa e o Brasi»( presentada en la Real Academia das Ciencias de Lisboa en 1793 por Luiz Antonio de Oliveira Mendes, se elude ya el asunto de la legitimidad de la esclavitud para insistir, en cambio, en el buen trato... y en la necesidad de la servidumbre para la economía brasileña, “de la cual percibe la Real Corona los justos y debidos derechos”.[16]

Al año siguiente, 1794, fray José de Bolonha, capuchino italiano que llevaba catorce años en Bahía, volvía a poner el dedo en la llaga con los argumentos de antaño (y los usos sacramentales de sus hermanos fray Francisco José de Jaca y fray Epifanio de Moirans, de no absolver a los propietarios de esclavos que no regulasen la situación de sus siervos).

Por esas mismas fechas empieza a discutirse, también en Portugal, la legitimidad de la servidumbre. En 1798, en el «Anàlìse sobre a justiça do comércio de resgate de escravos da costa da Africa», Jose Joaquim da Cunha de Azevedo Coutinho no duda en atribuir el abolicionismo –como un mal– a los pensadores franceses, aludiendo concretamente a los artículos «Esclavitud» y «Tráfico de negros» de la «Enciclopedia».[17]

En cuanto al mundo español, en l797 el presbítero Antonio Nicolás Duque de Estrada había redactado en La Habana una «Explicación de la doctrina cristiana acomodada a la capacidad de los negros bozales» donde insistía en la necesidad de tratar bien a los esclavos, pero repetía asimismo que en ningún lugar se hallaban mejor que en Cuba.[18]En 1802 el geógrafo español Isidoro de Antillón pronunciaba uno de los primeros llamamientos abolicionistas ibéricos en la Real Academia Matritense de Derecho Español y Público, rechazando por cierto, explícitamente, la argumentación de Aristóteles.[19]

Las dos posturas convivirían en el mundo católico del siglo XIX. Los abolicionistas se apoyaban en el Evangelio. Pero los que toleraban la esclavitud insistían tácitamente en el silencio del propio Nuevo Testamento. Y los papas también guardaron silencio en cuanto a la esclavitud en sí misma. Sólo teniendo en cuenta su apego a la visión neotestamentaria de la servidumbre se entiende que, habiendo condenado la esclavitud americana –también de «alias gentes»– en 1537 y en 1639, uno y dos siglos antes de que lo hicieran los protestantes, tardaran un siglo más que éstos, en cambio, en repudiar la esclavitud en sí misma.[20]

Por lo demás, se recordará que los gobernantes de los principales países católicos (España, Portugal, Francia) tardarían aún en suprimir la servidumbre completamente. En Francia –el más persistente entre esos países–, se prohibió la trata en 1848. Pero no se cumplió. Y aún tuvo que prohibirse la esclavitud en 1905 en el África occidental francesa.[21]

NOTAS

  1. Pedro de Ledesma 1598
  2. Lamentablemente, para saber si esta prohibición se cumplió de inmediato, no dicen HUMBOLDT y BONPLAND (1956), I, p. 338, si se refieren a las españolas cuando escriben, a comienzos del siglo XIX, que «es doloroso pensar que hoy mismo existen en las Antillas colonos europeos que marcan sus esclavos con un hierro enrojecido, para reconocerlos cuando se fugan».
  3. El capuchino Francisco José de Jaca también daba fe –en 1681– de que se les solfa marcar en la cara o en las espaldas: vid. LÓPEZ GARCÍA (1982), p. 154.
  4. Pegujal: pequeña porción de tierra o de ganado
  5. Deuteronomio 25, 1-3 «1Si cuando entre algunos hubiere pleito, y llegado eI juicio, absolviendo los jueces al justo y condenando al reo, 2fuere el delincuente condenado a la pena de azotes, el juez le hará echarse en tierra y le hará azotar conforme a su delito, llevando cuenta de los azotes, 3pero no le hará dar más de cuarenta, no sea que pasando de este número quede tu hermano afrentado ante ti».
  6. Vid. SANDOVAL (1674), p. 91. Referencia a Benci, Antonil y Rocha, en BOXER (1967), p. 175, entre otros autores.
  7. 2 Cor 11,24: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno».
  8. Montesquieu rechazaba las razones clásicas, que reducía a estas tres: la de la guerra justa, la de quien se vendía a sí mismo para pagar las deudas y -ésta no era la clásica- la de que un padre esclavo vendiera a su hijo al que no podía alimentar. Respecto a la primera -la guerra justa-, el francés daba por supuesto que se hacía esclavo al prisionero de guerra en vez de matarlo y, así, claro está que le parecía que no estaba justificado; porque el mero hecho de hacerlo esclavo -explicaba- era demostración de que no era imprescindible matarlo. Lo que ocurre es que no era ésa la explicación tradicional. Respecto a venderse a sí mismo por deudas, aducía que, igual que estaba prohibido suicidarse, debía prohibirse venderse; porque la libertad de cada ciudadano es una parte de la libertad pública, y ésta, una parte de la soberanía. En relación con la venta del hijo al que no se podía alimentar, caía de su peso al negar la anterior. Si un hombre no podía venderse a sí mismo, menos podía vender a su hijo. Todo esto, en MONTESQUIEU (s.d.), libre XV, chap. II.
  9. Al comenzar el libro XV, Montesquieu se mostraba contrario a la esclavitud: «Dans le pays despotiques, où l’on est déjà sous l'esclavage politique, l’esclavage civil est plus tolérable qu'ailleurs. Chacun y doit être assez content d'yavoir sa subsistance et la vie. Ainsi la condition del esclave n'y est guère plus à charge que la condition du sujet.
    Mais, dans le gouvernement monarchique, où il est souverainement important de ne point abattre ou avilir la nature humaine, il ne faut point d'esclaves. Dans la démocratie, où tout le monde est égal, et dans l'aristocratie, où les lois doivent faire leurs efforts pour que tout le monde soit aussi égal que la nature du gouvernement peut le permettre, des esclaves sont contre l’esprit de la constitution: ils ne servent qu'à donner aux citoyens une puissance et un luxe qu'ils ne doivent point avoir (livre XV, chap. I).
  10. Si j'avais à soutenir le droit que nous avons eu de rendre les nègres esclaves, voici ce que je dirais:
    Les peuples d'Europe ayant exterminé ceux de l’Amérique, ils ont dû mettre en esclavage ceux de l'Afrique, pours'en servir à défricher tant de terres.Le sucre serait trop cher, si l'on ne faisait travailler la plante qui le produit par des esclaves.
    Ceux dont il s'agit sont noirs depuis les pieds jusqu'à la tête; et ils ont le nez si écrasé qu'il est presque impossible de les plaindre.
    On ne peut se mettre dans l’esprit que Dieu, qui est un être très sage, ait mis une âme, surtout une âme bonne, dans un corps tout noir.
    Il est si naturel de penser que c'est la couleur qui constitue l'essence de l'humanité, que les peuples d'Asie, qui font es eunuques, privent toujours les noirs du rapport qu'ils ont avec nous d'une façon plus marquée.
    On peut juger de la couleur de la peau par celle des cheveux, qui, chez les Égyptiens, les meilleurs philosophes du monde, était d'une si grande conséquence, qu'ils faisaient mourir tous les hommes roux qui leur tombaient entre les mains.
    Une preuve que les nègres n'ont pas le sens commun c'est qu'ils font plus de cas d'un collier de verre que de l'or, qui, chez des nations policées, es d'une si grande conséquence.
    Ils es impossible que nous supposions que ces gens-là soient des hommes, parce que, si nous les supposions des hommes, en commencerait à croire que nous ne sommes pas nous-mêmes chrétiens.
    De petis esprits exagèrent trop injustice que l'ont fait aux Africains: car, si elle était telle qu'ils le disent, ne serait-il pas venu dans la tête des princes d'Europe, qui font entre eux tant de conventions inutiles, d'en faire une générale en faveur de la miséricorde et de la pitié?” (MONTESQUIEU [s.d.], livre XV, chap. V).
  11. GUMILLA (1781), I, pp. 79-81.
  12. Lo que sigue, en JAUCOURT (1755).
  13. Vid. JAUCOURT (1765). Se le atribuye a Jaucourt. En realidad el artículo lo firma D.J.
  14. Vid. RAYNAL (1774), IV, libro 11, que es el que dedica a la trata de los negros africanos. La parte que podemos considerar doctrinal está en los capítulos XXIII-XXXI principalmente. Pero lo que dice en ellos, en síntesis, es que la esclavitud es injusta en sí misma –sin explicar por qué–, pero lo es mucho más en el momento en que escribe, estando como está corrompida por el tipo de trata que se lleva a cabo. Las guerras para hacer esclavos se suscitan por cualquier razón; se les transporta de mala manera; el trato es brutal. La esclavitud repugna a la humanidad, a la razón y a la justicia –se limita a insistir al comenzar el capítulo XXXI– y, como en el caso de Jaucourt, la disculpa para Montesquieu, en este caso sin ocultar la sorna con que éste había tratado la servidumbre de los negros: «Montesquieu n’a pu se résoudre à traiter sérieusement la question de l'esclavage» (p. 223).
  15. Vid. SCHWARTZ (1788), passim: a diferencia de Montesquieu, Condorcet (o Schwartz) ignoraba los « justos títulos» aristotélicos y se reducía a rechazar que se pudiera comprar, como esclavos, condenados a muerte, así como a recordar aquello de que la esclavitud fomentaba indirectamente las guerras entre negros. Le era más fácil, obviamente, rechazar que un recién nacido, por el hecho de ser hijo de esclava, fuese esclavo. Entre los pocos argumentos estrictos de su opúsculo, estaba la idea elemental de que un legislador no puede legislar contra la justicia y la de que no es posible adquirir derechos sobre una persona, aunque sí el de que trabaje para uno (p. 5).
  16. Esto y lo que sigue sobre el Brasil, en LARA (2000), cap. 1.
  17. Vid. ROCHA (2000), p. 41. LARA (2000), cap. l, da la fecha de 1808 para el Anàlise de Azeredo Coutinho, reeditado efectivamente en esa fecha. Cita también, del mismo autor, Concordancia das Leis de Portugal e das Buuas Pontificias, das quaes humas permittem a escraviMo dos pretos d'Africa, e outras prohibem a escravidao dos indios do Brazil (1808). De ambas obras hay reediciones recientes.
  18. Vid. DUQUE DE ESTRADA (1989).
  19. Vid. ANTILLÓN (1989), p. 14.
  20. Se ha dicho que, incluso en 1839, lo que el papa Gregorio XVI condenó fue la trata, no la esclavitud en sí misma. Pero la verdad es que lo que el pontífice condenó fue la situación de hecho: no ciertamente la institución, pero no sólo la trata, sino «maltratar o despojar de sus bienes, o someter a esclavitud, o prestar favor y ayuda a otros que tal hagan, o ejercer ese inhumano comercio en que los negros, como si no fueran hombres, sino pura y simplemente bestias, sometidos en todo caso a esclavitud, se compran, se venden y se los dedica con frecuencia a trabajos pesados y extenuadores sin distinción alguna y contra todo derecho de justicia y de humanidad, y, además, antepuesta igualmente la razón de lucro, mediante el comercio, los primeros ocupantes de los negros fomentan en sus territorios disensiones y cierto modo guerra perpetua»: apud SÁEZ (1994), 105.
  21. Vid. BOTTE (2000), 1036, y KLEIN (1989), passim.


BIBLIOGRAFÍA

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  • LEDESMA (1611), Pedro de: Segunda parte de la Summa, en la cual se summa y cifra todo lo oral y casos de consciencia que no pertenecen a los sacramentos, con todas sus dudas con sus razones brevemente expuestas, Zaragoza, Lucas Sánchez, 730 pp.
  • LÓPEZ GARCÍA (1982), José Tomás: Dos defensores de los esclavos negros en el siglo XVII; Francisco José de Jaca OFM» Cap. y Epifanio de Moiràns OFM» Cap., Caracas, Pontificia Studiorum Universitas a S. Thomas Aq. in Urbe, XV + 379 pp.
  • MONTESQUIEU (s.d.): De l’esprit des lois, Défense de l’esprit des lois, París, Ernest Flammarion éditeur, 2 volúmenes.
  • RAYNAL (1774), Guillaume. Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes, La Haya, Gosse fils, 7 volúmenes.
  • ROCHA (1991), Manoel Ribeiro: Etiope resgatado, empenhado, sustentado, corrigido, instruido e libertado, presentación y edición de Silvia Hunold LARA, Campinas, Ifch-Unicamp, 149 pp.
  • SÀEZ (1994), José Luis: La Iglesia y el negro esclavo en Santo Domingo: Una historia de tres siglos, Santo Domingo, Patronato de la Ciudad Colonial de Santo Domingo, 621 pp.
  • SANDOVAL (1647), Alonso de: De instauranda aethiopum salute: Historia de Aethiopía, naturaleça, policía sagrada y profana, costumbres, ritos y cathecismo evangélico, de todos los aethíopes cô que se restaura la salud de sus almas, 2.ª ed. aum., Madrid, Alonso de Paredes, 14 + 520 + 88 pp.
  • SCHWARTZ (1788), M.: Reflexions surl’esclavage des nègres, par..., pasteur du Saint Évangile à Brenne, membre de la Société économique de B***, ed. rev. y corr., Neufchatel, Froullé, VIII + 86 pp.


JOSÉ ANDRÉS-GALLEGO - JESÚS MARÍA GARCÍA AÑOVEROS

©La Iglesia y la Esclavitud de los Negros. EUNSA. 2002