INDEPENDENCIAS DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA; Situación jurídica de la Iglesia

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El problema del Patronato: ¿continuaba o cesaba?

Tras el reconocimiento de las nuevas repúblicas por parte de la Santa Sede, todavía quedaba en pie el problema del patronato, que las nuevas repúblicas independientes consideraban una prerrogativa heredada de la Corona española; es decir, que les pertenecía por derecho al ser continuadoras del poder político de ella. La Santa Sede no estaba dispuesta a ceder sobre este punto y, que al máximo estaba dispuesta a transigir como un privilegio o como un indulto apostólico en ciertas circunstancias, con ciertas condiciones y en algunos casos. Los gobiernos lo pretendían totalmente y de hecho lo ejercitaban en casos peculiares como en el nombramiento de obispos, creando situaciones jurídicas con frecuencia dudosas (un obispo, un vicario capitular: ¿eran legítimos o no?). La Santa Sede rechazó conceder tal derecho a Chile en 1840.[1]Pero en los años siguientes, la Santa Sede acabó por ceder: Bolivia 1851, Guatemala 1852, Costa Rica 1852, Honduras 1861, Nicaragua 1861, El Salvador 1862, Venezuela 1862, Ecuador 1862, considerándolo en un primer momento como sinónimo del derecho de nombramiento de obispos, más tarde distinguiendo el patronato –más amplio- de tal derecho.[2]

Sustancialmente se puede esquematizar la situación jurídica de la Iglesia en Hispanoamérica en un proceso que inicia con los intentos de continuar una estrecha relación entre el Estado y la Iglesia, como en los viejos tiempos del Patronato, cuando el Estado regalista controlaba estrechamente la vida de la Iglesia en cuanto institución jerárquica. Posteriormente vendrá la de una fuerte separación hostil, que tiene sus momentos característicos primero en Colombia, en 1853 y luego en los demás Estados, como México. La separación hostil, o no siempre amistosa, será la tónica general en todos los Estados hispanoamericanos.

En la primera parte del siglo XIX, en los Estados Unidos de Norteamérica se daba una “separación total y amistosa” entre el Estado y la Iglesia, y se introducía el sistema llamado trusteeism con el complejo desarrollo del mismo y la solución adoptada, sobre todo en materia económica y de su régimen; se adoptaba en la practica el sistema vigente en el Estado de Nueva York, y donde el laicado ejercía un papel fundamental.[3]En esta época en algunos Estados europeos se daba todavía una relación amistosa entre el Estado y la Iglesia (como en Austria-Hungría) y en otros se daba un compromiso, como en el caso de Bélgica (1831), compromiso conocido como “separación mixta” en cuanto se llegaba a un acuerdo sobre materias consideradas de competencia, al menos bajo algunos aspectos, por ambas partes como en el caso de la educación, el matrimonio, los cementerios, el reconocimiento de asociaciones. En los países hispanoamericanos continua una mezcla de unión estrecha de hecho entre el Estado y la Iglesia, pero también de fuerte hostilidad, con tonos muy variables que van desde radicalismo mexicano de los tiempos de las leyes de Reforma, hasta el caso argentino, peruano o chileno, más flexible y neutral.[4]

El siglo de las independencias iberoamericanas y el siglo “liberal”

Cuando a comienzos del siglo XIX Iberoamérica (Hispanoamérica y Brasil) se separó de las dos naciones peninsulares, su unanimidad católica era indiscutible. A finales del siglo el hecho apenas había sufrido una ligera modificación. Continuaría todavía así hasta mediados del siglo XX. Todavía en 1940 para una población de 126 millones de habitantes, el número de cristianos no católicos era solamente de 600.000 (el 0.4 por ciento).[5]Pero un cambio notable en tal unidad católica, un proceso de “descatolización” había comenzado ya lentamente y se había desarrollado a lo largo de aquel siglo “liberal”, por obra de parte de las clases dirigentes, tanto las políticas como las intelectuales. Católica quedaba fundamentalmente todavía la gran masa popular; y quedaba católica gracias sobre todo al notable papel desarrollado por la mujer y por los abuelos, como guardianes y transmisores de una tradición que había dejado marcadas sus huellas en el pueblo, y cuyas expresiones máximas eran sobre todo la religiosidad popular católica, el culto cristológico, mariano y la veneración de los santos. ¿Cómo se puede enjuiciar el camino de un siglo en dirección opuesta a los sentimientos populares más generalizados?

Si el proceso de la emancipación que lleva a las independencias coincide con la invasión napoleónica de la Península ibérica, el siglo “liberal” iberoamericano comienza seguramente con el decenio de 1820, en que se consolidan estas independencias en la América española y se establece el Imperio del Brasil. Tal “siglo” penetra en profundidad todavía en el siglo XX. Es un largo y atormentado siglo de conflictos. A pesar de notables diferencias, se da en el Continente Iberoamericano una cierta homogeneidad que se refleja en sus etapas históricas: La primera etapa, la claramente “liberal”, se desarrolla a lo largo del siglo XIX. La segunda etapa corresponde a los primeros 40 años del siglo XX donde se dan situaciones extremas de hostilidad anticatólica y anticlerical, a etapas de una cierta convivencia y tolerancia pacífica de hecho, sin renunciar a las pretensiones de proseguir con un patronato republicano ficticio.

Significativamente, casi como indicando las vertientes de las dos épocas, en el campo eclesiástico se sitúa el Concilio Plenario Latinoamericano, celebrado en Roma (habiéndose excluido a propósito el celebrarlo en una de las capitales iberoamericanas, debido a la imposibilidad práctica de hacerlo por motivos políticos) bajo León XIII en 1899, y que tiene como mérito principal el haber cooperado a crear una conciencia unitaria en el episcopado latinoamericano (sic) que se desarrollará hasta el siglo XXI.

Las independencias de Iberoamérica se producen inicialmente con una serie de unidades distintas (serán unas 20), que responden “a los núcleos inflados de la [llamada] época colonial”.[6]El continente Iberoamericano conservaba una unidad muy marcada de fondo. “Fuera de este accidental factor histórico, debía de ser muy difícil a cualquier iberoamericano del siglo XIX definir o describir con exactitud en qué consistía la identidad de su propia patria. Tal vez México, por su vecindad y entrenamiento con los Estados Unidos, y el Brasil, a causa de su peculiar estatuto político, se podían sentir más identificables. También el Paraguay con su obsesión por permanecer independiente, ya no de España, sino de sus vecinos, desarrolla una conciencia más incisiva de nacionalidad”.[7]

Con la fragmentación de las independencias, Iberoamérica no es una sino en el mapa. Con el correr de los años van apareciendo factores artificiales y negativos de definición nacionalista, como las numerosas guerras civiles que asolan las tierras latinoamericanas durante más de un siglo. Se dan en el interior de cada unidad estatal independiente, a veces de manera cruelmente trágica, guerras civiles internas, y otras que se libran con Estados hermanos. Uno de los acontecimientos más sangrientos y trágicos sería, por ejemplo, la guerra de la Triple Alianza (1864-1870) de Brasil, Uruguay y Argentina contra el Paraguay, el cual perdió, según cálculos moderados, medio millón de habitantes, o sea la mitad de la población total, y nueve décimas partes de la población masculina. La Guerra del Pacifico entre Chile, Perú y Bolivia, dio la victoria a Chile que le cortó a Bolivia totalmente la salida al mar. Lo único que indicaba su homogeneidad era la cultura indo-ibérica católica, y los filones del mundo afroamericano incrustados en tal sociedad en algunas Regiones del Continente y de sus Islas.

El elemento católico y el lingüístico constituían su unidad o cohesión. Sin embargo, lentamente pero con fuerza, se impone en las clases dirigentes la mentalidad liberal y la positivista con pretensiones mesiánicas y proyectos de transformación y de progreso, con la convicción de la necesidad de una progresiva descatolización y de una protestantización cultural del Continente. La cultura liberal se instala en todos los espacios de la vida política, social económica y religiosa, aunque con medidas e intensidades distintas según los lugares. Si bien varían las relaciones entre la Iglesia y los nuevos Estados liberales independientes a lo largo del siglo y de país a país, no cambian los intentos de fondo que son iguales en todas partes, porque beben de la misma matriz de pensamiento político y filosófico.

Tampoco el liberalismo decimonónico latinoamericano es unívoco o igual en todas partes en manera sincrónica. En un primer momento “ser liberal” no equivale a “ser anticatólico”. Frecuentemente convivían dicotómicamente en la misma persona, algunos de los principios más o menos asimilados de la ilustración francesa o de la Revolución Francesa y los que había mamado de sus madres de la tradición católica. Esta dicotomía se refleja en las actitudes políticas y en las decisiones legislativas. A veces encontramos una clara clerofobia, y al mismo tiempo gestos de devoción popular en un mismo político, como es el caso de Valentín Gómez Farías y el mismo Benito Juárez, símbolo del liberalismo anticatólico y masónico en México, por citar algunos ejemplos. Cuenta el célebre arzobispo de Oaxaca Eulogio Gillow que siendo obispo de Puebla y visitando en 1877 el hogar del conocido masón mexicano de grado 33 Alfredo Chavero y observando en lugar prominente una imagen de la Virgen de Guadalupe con una lamparita encendida delante de ella, Gillow manifestó su extrañeza a Chavero, pero éste le dio una respuesta que es típica en esa clase de gente: “Alfredo Chavero en la vida pública es una cosa y en la santidad de su hogar es otra bien diferente”.[8]

Esta es una de las muchas paradojas de la historia de México, comenta el historiador Schlarman. Muchos políticos a veces eran una cosa en la vida pública y otra muy distinta en la familiar, como se ve claramente en la vida del general Porfirio Díaz. Incluso algunos políticos distinguían entre clericalismo y catolicismo, justificando su actitud anticlerical y reafirmando la católica en algunos aspectos y momentos de la vida privada.[9]Este confuso sincretismo ideológico y práctico aparece en toda la geografía humano-política latinoamericana del siglo XIX, especialmente en su primera parte. Tal confusión de ideas y de praxis explica el hecho de que estos liberales golpean con frecuencia duramente a la Iglesia, sin querer alejarse de ella. Pero encaminándose el siglo hacia su segunda etapa presenciamos otra actitud creciente: el anticlericalismo se convierte en anti-catolicismo. La hostilidad anticatólica se encuentra en la base de muchas de las decisiones de estos políticos, que pretenden desterrar a la Iglesia de la vida social y familiar.

¿Fue así desde el principio? ¿Es que los futuros países latinoamericanos habían fraguado su independencia al margen de la fe católica, al margen de la Iglesia, contra la Iglesia misma, muy unida a los “tronos” de España y de Portugal? De cuanto hemos intentado mostrar no parece que así fuese, pues estuvo siempre claro la pertenencia católica de la casi totalidad de la población, y lo mismo en teoría la de sus líderes políticos, próceres de la independencia.

Uno de los factores componentes de la personalidad cultural de América Latina en su formación es el catolicismo, como ya señalaban los obispos latinoamericanos del CELAM en su III Conferencia de Puebla de 1979: “Con deficiencias, y a pesar del pecado siempre presente, la fe de la Iglesia ha sellado el alma de América latina (Cfr. Juan Pablo II, en Zapopan, 2), marcando su identidad histórica esencial, constituyéndose en matriz cultural del continente, de la cual nacieron los nuevos pueblos. Es el Evangelio, encarnado en nuestros pueblos, lo que los congrega en una originalidad histórica que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio de la evangelización” (nn. 445-446).

A ningún observador de la historia latinoamericana se le escapa el hecho que desde su nacimiento, el catolicismo ha sido siempre parte integrante de la sangre que corre por sus venas. Dentro de esta historia la realidad de la Iglesia y la del Estado van parejas. Durante tres siglos a nadie se le ocurrió poner en duda la realidad unida del Estado y de la Iglesia en aquel Nuevo Mundo. Esta co-presencia llenaba todos los ámbitos de la vida cotidiana. Incluso más, la presencia de la Iglesia en ella daba estabilidad y fuerza al poder estatal en sus diversas situaciones. Aquella convivencia descansaba sobre unas bases donde cada uno tenía su propio ámbito, sus competencias y sus límites precisos. Esto se puede comprobar precisamente en los duros tiempos de las independencias y en la búsqueda sincera por parte de sus próceres políticos de un reconocimiento por parte de la Santa Sede, así como en los complejos y tortuosos debates para llegar a una solución de los graves problemas pastorales y de conciencia planteados a los pastores hispanoamericanos con motivo de las mismas por una parte, y las intrincadas situaciones creadas por el viejo sistema patronal y las pretensiones mantenidas por la Corona española y que fenecerían por sí mismas, por otra.

Un Continente pertinazmente fragmentado

El Continente tras las independencias es un Continente fragmentado al máximo; mucho más de cuanto lo era bajo la dominación ibérica. El continente comienza su camino independiente bajo el signo de una utopía soñada por algunos de sus hijos más ilustres, como Bolívar, que ven un Continente iberoamericano unificado y concretizado en una serie de grandes estados como México, con sus casi cuatro millones de kilómetros cuadrados, una América Central unida, una gran Colombia formada por Venezuela, Colombia y Ecuador ; una República boliviano-peruana, y un gran Sur unificado; todo en una imponente federación de pueblos indo-hispánicos: una gran democracia de estados más brillante que la misma de los incipientes Estados Unidos de Norteamérica. Para la puesta en marcha de esta configuración política ideal hubiese bastado seguir las trazas de las demarcaciones de la dominación española. Desgraciadamente no fue así, y lo impidieron los celos y los intereses de los grupos oligárquicos de cada Estado en formación y, sobre todo, los intereses neocoloniales de Inglaterra y bien pronto de los Estados Unidos, y más tarde de Francia.[10]

Las independencias y la Jerarquía de la Iglesia

Las independencias sorprendieron a la Iglesia jerárquica en una “profunda siesta”,[11]desprevenida para enfrentarse con el proceso de las independencias políticas, casi nunca pacíficas. Muchos eclesiásticos no se dieron cuenta de la nueva época y otros pretendieron seguir en el viejo carro de un antiguo régimen que ya se había derrumbado. Muchos hombres de Iglesia ni siquiera se percataron del cambio epocal ni de las posiciones que tenían delante. También las órdenes religiosas se encontraban en claro declive interno. La misma estructura de la Iglesia, demasiado dependiente del Antiguo Régimen, sufría grandes desajustes: le faltaba un clero debidamente formado, que había perdido el ímpetu y el celo de los grandes evangelizadores de la primera hora; las diócesis y las parroquias escasas en número y sin confines precisos en sus dimensiones, van a sufrir largos periodos de “sedes vacantes”. Estos factores pusieron a la comunidad eclesial en una situación desfavorable e incapaz de enfrentarse con los problemas. Muchos hombres de Iglesia ni siquiera se percataron del cambio epocal ni de las posiciones que tenían delante.

Sólo lentamente, a partir de mediados de siglo, y no siempre con igual intensidad en los distintos lugares, la Iglesia se fue despertando de la “larga siesta”. Pero ya era en parte muy tarde. En general la clase política y la intelectual habían dejado ya a la Iglesia. Esta clase estaba saturada de las ideas que oponían fe y razón, fe católica y progreso civil. Al máximo toleraban o permitían la fe para una edad infantil o para una clase “mujeril” de la sociedad, como algunos decían.

En 1810, año “símbolo” en que comienza el proceso de emancipación de las futuras repúblicas hispanoamericanas, los obispos criollos eran seis. El rey de España presentó entre 1800 y 1820, a 54 sacerdotes para obispos en Hispanoamérica, todos ellos súbditos incondicionales del Rey; de ellos sólo 18 eran oriundos de la misma. La postura de este episcopado es muy diversa y discutible. Unos pocos eran realistas convencidos; otros se movían en la indecisión; otros se decidieron por el abandono de su diócesis ante el cariz que tomaban los acontecimientos; un reducido número de obispos españoles y criollos acogió la nueva situación; permaneció en sus puestos y fueron leales a las nuevas repúblicas. Serán estos, como Lasso de la Vega obispo de Mérida de Venezuela; Jiménez de Enciso, de Popayán (Colombia); Goyeneche de Arequipa (Perú); Calixto de Orihuela de Cusco (Perú), que se adhieren a la causa republicana y que constituirán el puente entre Roma y las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Otros, que en un primer momento se habían mostrado “realistas” (fieles al Rey), pero que más tarde comprendieron la situación y aceptaron las independencias, fueron maltratados por Bolívar, Sucre, por el gobierno chileno o por el dictador argentino Francia. Por ello, si por una parte se debe decir que no todos los obispos estuvieron a la altura del momento, dado el acusado regalismo que había caracterizado la Iglesia española y lusitana del siglo XVIII, por otra se comprende la situación y los problemas de conciencia que se les planteaba a nivel de fidelidades y de lectura sosegada de la situación, en unos momentos caracterizados por las convulsiones revolucionarias, las luchas civiles y las ideas anticristianas que con ímpetu mayor se extendían por doquier.

Esta compleja situación contribuye al desvertebramiento y desbarajuste de la Iglesia jerárquica hispanoamericana. En 1829 no quedaba un solo obispo en las 10 diócesis mexicanas; ya sea por muerte, por huida o por vuelta a España. El arzobispo de México se había marchado a España, por lo que esta archidiócesis primada quedó sin arzobispo desde 1823 hasta 1839. Los ordenandos tenían que ir hasta la Luisiana para recibir la ordenación. En Centroamérica la diócesis de León de Nicaragua quedó sin obispo desde 1825 a 1849, la de Comayagua (Honduras) desde 1817 a 1844, la archidiócesis de Guatemala desde 1829 a 1843, la de Santa Fe de Bogotá desde 1804 a 1827 (salvo unos pocos meses), la de Cartagena de Colombia desde 1812 a 1831 (excepto un breve periodo). Sus pocos candidatos al sacerdocio tenían que ir a Caracas para la ordenación. En Ecuador, Cuenca estuvo sin obispo desde 1813 a 1837; en Perú sus cinco diócesis quedaron sin obispo prácticamente desde 1816 a 1835; una, la de Santa Cruz de la Sierra, estuvo vacante durante 25 años. Los candidatos al sacerdocio tenían que correr mil peripecias para ordenarse lejos de su patria, y los pobres no podían permitirse el coste del viaje, como dice una carta enviada a León XII en 1826. En las regiones de la Plata en 1819 ya no quedaba ningún obispo. El primero llegará en 1830; pero la diócesis de Salta no lo tendrá hasta 1861 (lo había tenido solamente durante dos años, de 1836 a 1838).

Estos datos son sólo un botón de muestra de la penosa situación de la Iglesia durante el primer período después de las emancipaciones. Ello sumió a la Iglesia en un estado de anarquía eclesiástico. Lo mismo se puede decir de las parroquias, que quedan vacantes, los seminarios vacíos, las ordenaciones imposibles, la rapiñas de los bienes eclesiásticos continuas, los tesoros artísticos de iglesias y conventos y las ricas bibliotecas robadas o malvendidas y con frecuencia perdidas para siempre; el clero dividido y sin pastor y los gobiernos que se entrometían continuamente en la vida interna de las Iglesias locales. Tal era el panorama desolador que mostraba la Iglesia hispanoamericana en aparente estado de disolución.[12]

Pero, a pesar de todo, las dos décadas dramáticas que van desde 1803 a 1831 son decisivas en la configuración de la futura América Latina. Se trata también de un periodo de “balcanización” o “fragmentación”, durante el cual la independencia de los nuevos países permanece letra muerta en los textos constitucionales de las nuevas repúblicas. Estas se convierten de hecho en propiedad de oligarquías de terratenientes o de burguesías comerciales, fundidas en una sólida unidad, los patriciados latinoamericanos, que se independizan del Imperio español para pasar a construir las haciendas agrícolas de Inglaterra y monopolio a veces casi total de su comercio. “El capitalismo industrial británico se convierte en el dueño de nuestras dependientes economías agrarias. Esencialmente nada había cambiado en relación al periodo colonial. Se continuaba la misma cosa con otra cara y otro estilo, quizá con mayor dureza hacia las masas populares que pierden todas aquellas protecciones erigidas, de manera más o menos eficaz, durante el ciclo de la Cristiandad Indiana... La sociedad indiana era más estatuaria que contractual, pero la ruptura del sistema y la subsiguiente preeminencia del contrato no tuvieron el mismo significado que en Europa. Aquí, en vez de abrazar a las corporaciones y a los artesanados en la dinámica industrial, los abandonó a sí mismos, dado que las industrias se hallaban en el ultramar europeo. Nace así la política de las clientelas y el «caudillismo» como expresión de una vida social desajustada y sin salida, mientras los patriciados liberales se referían a textos constitucionales censitarios. La «siesta colonial» se transformó en un reino de «pronunciamientos», no menos colonial”.[13]

A pesar de todo, paulatinamente durante este período desastroso, la Iglesia hace un notable esfuerzo por reconstruir sus estructuras jerárquicas en medio de infinitas dificultades. Pudo hacerlo gracias al arraigado espíritu cristiano de los pueblos. La reorganización eclesiástica se llevó a término a partir de los pontificados de León XII, pero sobre todo de Pío VIII y Gregorio XVI, quienes dotarán a las diócesis vacantes de obispos, superando graves dificultades diplomáticas y jurídicas con Madrid y adaptándose a las nuevas situaciones republicanas. El criterio pastoral acabó por imponerse a las conveniencias diplomáticas.[14]Entre 1830 y 1900 se erigieron 10 nuevas sedes metropolitanas y 57 sedes sufragáneas con algunos territorios misionales en Argentina, Colombia y Ecuador.

Si bien los gobiernos estaban a veces interesados en que se erigiesen nuevas diócesis, ello se debía a motivos de prestigio. Con frecuencia pretendían ejercitar los derechos del antiguo «Patronato» en los nombramientos de cargos eclesiásticos, y con controles inaceptables para la Santa Sede. Por ello se tarda en la formación de nuevas diócesis y por ello se explica la geografía de las macro-diócesis y parroquias.

A finales del siglo XIX, y en la vigilia del Concilio Plenario de 1899, el continente iberoamericano contaba con 60 millones de católicos y las diócesis se habían multiplicado. Las jurisdicciones eran 104: 19 sedes metropolitanas y 85 diócesis. México contaba con 6 archidiócesis y 21 diócesis, Brasil con 2 archidiócesis y 9 diócesis. El resto de los países contaba solamente con una provincia eclesiástica cada uno, menos América Central donde las 5 repúblicas constituían una sola provincia eclesiástica. Destacaban Colombia con una archidiócesis y 11 diócesis, seguida por Argentina y Perú. El territorio de la República Oriental del Uruguay dependía eclesiásticamente de Buenos Aires.[15]En 1859 el territorio de la República fue convertido en Vicariato Apostólico, y su primer vicario fue Jacinto Vera Durán; hasta que el 13 de julio de 1878 el vicariato se trasformó en la diócesis de Montevideo, que por aquel entonces comprendía todo el territorio del joven Estado. Jacinto Vera será su primer obispo hasta su muerte ocurrida el 11 de mayo de 1881. Pero en el mismo periodo Estados Unidos contaba con 13 arzobispados y 62 diócesis. El motivo de esta lentitud hay que buscarla en las trabas y en las fuertes hostilidades de los gobiernos liberales a las que hemos aludido.

Pero un nuevo proceso estaba ya en marcha y se verá con la celebración del Concilio Plenario Latino Americano de 1899. Es el último año del siglo comenzado bajo los signos de las confrontaciones y de las guerras de emancipación. Acaba en el campo eclesial con un despertar vivo de la conciencia de sus obispos, reunidos por primera vez en su historia conjuntamente en sus dos vertientes: la hispana y la portuguesa, en un concilio plenario, que se celebra en Roma bajo la guía de León XIII. Su celebración fue el comienzo de una nueva etapa histórica del catolicismo latinoamericano. Poco antes (1895), en el Tepeyac, la Virgen de Guadalupe había sido coronada como Reina de México, poco después será reconocida por los Papas como patrona del Continente Latinoamericano a petición de los mismos obispos latinoamericanos. Aquel Concilio, de hecho, se celebraba bajo los ojos de la Virgen de Guadalupe.

Notas

  1. Tras la dictadura de O’Higgins 81817-1823), y un período de transición con varios presidentes y diversas constituciones, sucede un periodo dominado por gobiernos conservadores que dieron al país una tregua de pacíficas relaciones entre el Estado y la Iglesia con un Estado confesional católico. Sin embargo quedaba abierta la antigua problemática del pretendido regalismo patronal, ahora en términos republicanos. Tras el fracaso de la misión romana “Muzi-Mastai”, y el también fracasado intento de negociaciones en Roma por parte del enviado Rosales (1840), en los últimos meses del pontificado de Gregorio XVI el gobierno manda otra misión, encabezada por Ramón Luis Irarrázabal, expresidente de la república chilena, creyente, pero fuertemente influenciado por el regalismo, y que pretende el reconocimiento del antiguo patronato. Llegará a Roma en mayo de 1847, tras la muerte del pontífice, y será recibido por el nuevo papa Pío IX el 22 de junio siguiente. Tras largas y tortuosas negociaciones con el encargado pontificio, el hábil Corboli Bussi, se llegará a un modus vivendi primero y un proyecto de concordato con varias versiones, más tarde, discutidas a lo largo de tres años (1847-1850), llegando a varios compromisos específicos, aplicando también aquí, por parte de la Santa Sede, la ya conocida teoría de la “hipótesis” en sustitución de la “tesis” de principios. Cfr. C. Oviedo Cavada, La Misión Irrazabal en Roma 1847-1850. Estudio histórico-canónico de las relaciones de Iglesia y Estado en Chile, Santiago de Chile 1962, 42-76; y persistió en tal rechazo ante la nueva misión Irarrázaval en los años 1847-1850: ivi,. 392-95; Martina, Pio IX 1846-50, I, 472-476: Pío IX, que conocía personalmente parte de los países hispanoamericanos, siguió de cerca su problemática, luchando por resolver al menos tres complicadas controversias: el jurisdicionalismo (rígido en los principios; flexible en sus aplicaciones); salvación de aquellas estructuras sobre las que el clero basaba su subsistencia económica y su acción pastoral (décimas e inmunidades); oposición clara e irreducible a los intentos de introducir la libertad de culto en favor de las confesiones a-católicas. La lucha contra el jurisdicionalismo se reducía en concreto a rechazar el reconocimiento de la pretensión de los nuevos Estados de los derechos del antiguo patronato español en clave ahora republicana, y el intento de obtener a cambio de algunas concesiones que era imposible evitar, algo sustancial par la Iglesia.
  2. Oviedo Cavada, o.c., 398-399; la bibliografía para cada país es relativamente abundante; así para Colombia [Nueva Granada] cfr. J.P. Restrepo, La Iglesia y Estado en Colombia, London 1881, cfr. en Martina, Pio IX 1846-50, I, 476-479.
  3. A. Stokes, Church and State in the United States, 3 vols., New York 1950.
  4. Cada situación tiene que ser valorada en su contexto histórico. Cfr. J. L. Mechan, Church and State in Latin America. A History of Politico-Ecclesiastical Realtions, Chapel Hill 1934 (1966²); Martina, Pio IX, Chiesa e mondo moderno, 59-62; 104-106, donde toca algunos de estos aspectos bajo Pío IX, sobre todo en relación a cuestiones prácticas como la situación numérica y la cualidad del clero secular y religioso; la situación de los religiosos, sujetos a visitadores y separados de hecho de un general residente en Roma; y por otra parte notables esfuerzos pastorales por parte de un clero escaso y no suficientemente formado, aunque animado con frecuencia de un noble espíritu de sacrificio.
  5. N. Sánchez Albornoz, La población de Latinoamérica desde los tiempos precolombinos hasta el año 2000, Madrid 1977².
  6. J. L. Romero, Latinoamérica, Las ciudades y las ideas, México 1976².
  7. E. Cárdenas Guerrero, S.J, “Apuntes” de Historia de la Iglesia en A.L., Facultad de Historia Ecl., P.U. Gregoriana, Roma 1987-1988; cf. Idem, “La vida Católica en América Latina, en Quintín Aldea - E. Cárdenas., Manual de Historia de la Iglesia, X, Herder, Barcelona 1987, 560-564.
  8. Lo cuenta en su obra Reminiscencias, Los Ángeles 1920, 128ss; citado en J. H. L. Schlarman, México, Tierra de volcanes, Porrúa, México D.F. 1987, 465.
  9. Cf. en E. Rabasa, La constitución y la dictadura, México 1956³.
  10. Ya en el siglo XVIII el conde de Aranda, don Pedro Abarca de Bolea, ministro del rey de España Carlos III de Borbón, dirigió una famosa memoria escrita al rey, desde París, en 1783, después de haber firmado, representando al monarca, el tratado de paz entre España e Inglaterra. El conde de Aranda manifestaba al rey después de hacer ver las razones por las cuales sería imposible a la Corona de España conservar sus dominios en América, la necesidad de concederles la independencia. El ministro, con una visión del futuro que nos llama la atención, veía la potencia futura de los nuevos Estados Unidos de América a los que Francia y España habían apoyado en la independencia de Inglaterra; escribía : “Esa República Federal ha nacido pigmea, por decirlo así, y ha tenido necesidad del apoyo d y de las fuerzas de dos potencias tan poderosas come la España y la Francia, para conseguir su independencia. Vendrá un día en que seta un gigante, un coloso temible en esas comarcas....”; y tras describir los hechos que iban a facilitar su crecimiento, según el, daba el siguiente juicio : “El paso primero de esta potencia, cuando haya llegado a engrandecerse, será apoderarse de las Floridas para dominar el golfo de México. Después de habernos hecho de este modo dificultoso el comercio con la Nueva España, aspirara a la conquista de este vasto imperio, que no nos será posible defender contra una potencia formidable, establecida sobre el mismo continente, y a más de eso limítrofe. Estos temores son muy fundados, Señor, y deben realizarse dentro de pocos años, si acaso antes no acontecen algunos trastornos todavía más funestos en nuestras Américas”. El ministro veía claramente la Potencia que iba a levantarse con la ayuda de su joven energía y con la poderosa inmigración y agilidad de sus instituciones. Ella iba un día a convertirse en el árbitro de medio mundo e iba a poner en peligro el imperio español y los demás imperios. Por todo ello el ministro escribía al Rey que “V. M. debe deshacerse de todas las posesiones que tiene sobre el Continente de las dos Américas, conservando solamente las islas de Cuba y Puerto Rico... con el objeto de que puedan servirnos de escala de depósito para el comercio español”. Luego le proponía la creación de tres grandes Estados en el mundo hispano-americano, unidos por vínculos de alianza. Escribía el ministro: “La contribución de los tres Reyes del Nuevo Mundo importaría más a la España que la plata que hoy saca de América. La población aumentaría pues cesaría la emigración continua que hoy se nota en esas posesiones”. El texto íntegro de tan notable documento bajo el título de “Memoria secreta presentada al rey Carlos III por S.E. el conde de Aranda, sobre la independencia de las colonias inglesas, después de haber firmado el tratado de parís de 1783”, puede verse en José María Hidalgo, Proyectos de Monarquía en México, editado por Ángel Pola con prólogo suyo y de Benjamín de Gyves, en la ciudad de México, 1904, pp. 279-285. La Editorial Jus lo reeditó como núm. 3 en su Colección titulada México Heroico; cf. también en A. Barquin Y Ruiz, Agustín de Iturbide. Campeón del Hispanoamericanismo, Ed. Jus, Colección México Heroico n. 77, México D.F. 1968. Aranda volverá sobre su idea en 1786. En la misma línea se encuentra el pensamiento del conde de Floridablanca, Don Francisco Antonio Moñino, también ministro de Carlos III, y algo semejante pensaba el ministro de Carlos IV, Manuel Godoy, en 1804 que propuso la idea de que “en cada colonia el gobierno supremo estuviera en manos de individuos de la Casa Real, pero no como reyes según quiso Aranda, sino como “príncipes regentes”, y que al lado suyo hubiera un Senado formado, mitad por españoles, y mitad por nacidos en América. Había por consiguiente, la convicción en algunas personas, de que era indispensable una reforma política en la situación colonial. Nada se hizo en la práctica, sin embargo, y la independencia, que pudo haberse hecho pacíficamente -como se hizo, por ejemplo, la del Brasil -, se efectuó, en cambio, mediante la guerra” (C. Alvear Acevedo, Historia de México, Ed. Jus, México D.F. 1964, 173)
  11. A. Methol Ferre’, Il risorgimento cattolico latinoamericano, CSEO-Incontri, Bologna 1983 : “La crisi dell’emancipazione e l’anarchia ecclesiastica” (1808-1831)”, 27-33.
  12. Así lo afirman tranquilamente historiadores quizás no suficientemente informados sobre el asunto como Schmidlin, R. Aubert y H. Koehler.
  13. A. Methol Ferre’, Il risorgimento cattolico latinoamericano, 30-31 (nuestra trad. de la edic. Ital.); cf como confirma del fenómeno del “caudillismo” y del caciquismo” y sus raíces : los estudios de E. Krauze, Siglos de caudillos, Tusquets Editores, México D.F. 1994 ; L. Islas García, Apuntes para el estudios del caciquismo en México, Ed. Jus, México 1962.
  14. Leturia, II-III, Roma - Caracas 1960. En 1827 León XII preconizó a los primeros cinco obispos de la Gran Colombia, lo que produciría la ruptura de relaciones diplomáticas con Madrid. Bolívar se mostró cauto y buen diplomático en el asunto, alcanzando un procedimiento adecuado. Se nombraron más tarde vicarios apostólicos para México, Chile, Argentina, aunque los nuevos gobiernos republicanos no veían bien tal procedimiento pues deseaban el nombramiento de obispos y no de vicarios apostólicos para ver así reconocida la independencia por la Santa Sede. Ya en 1830 las dificultades habían sido superadas y el viejo Patronato español archivado.
  15. En 1811comienza el proceso de independencia acaudillada por el prócer José Gervasio Artigas. Diez años después la Provincia Oriental del Río de la Plata, como se llamaba entonces Uruguay, fue anexionado al Brasil con el nombre de Provincia Cisplatina como consecuencia de la invasión luso-brasileña de 1816. Tras numerosas luchas se emancipa el 25 de agosto de 1825. El Uruguay independiente constituye una federación regional con las Provincias Unidas del Río de la Plata, la actual Argentina, siendo de hecho una anexión. Estas Provincias Unidas del de la Plata, junto con la Provincia Oriental, combaten contra el Brasil una larga guerra de 500 días, sin que ninguna de las dos partes obtuviese una victoria, por lo que en el tratado de Montevideo (1828), promovido por Inglaterra, convierte a Uruguay en un Estado completamente independiente, sancionando su primera Constitución el 18 de julio de 1830. A lo largo del siglo XIX, Uruguay vive momentos crónicos de crisis, guerras civiles internas, como la larga y extenuante entre 1840 y 1852, entre opuestos partidos políticos (Blancos y Colorados, que dominarán la escena política a lo largo del siglo), e intervenciones en varias guerras civiles con los países vecinos. En la última parte del siglo XIX comienza una fuerte inmigración europea, que ejercitará un influjo notable en el futuro del país.

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Asv, Segr. Stato, Esteri, 279, fase. 5 bis, busta 592, 1824-1829; igualmente en 281, busta 600, 1826-1830.

Asv, Segr. Stato, Esteri, 279, fase., 5, busta 592, 1824-1829, nota del cardenal Cappellari al cardenal Della Somaglia del 21 de diciembre de 1826.

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Stato, Esteri, 281,1814-1821, que es el texto en latín de los dos primeros, igualmente una copia del segundo documento ivi, 279, busta 592, 1824-1829; Asv, Segr. Stato, Esteri, 281, busta 600, 1826-1830; Id., 279, 5 bis, busta 592, 1824-1829; Asv, Segr. Stato, Esteri, 281, busta 600, 1826-1830; Leturia, II, 290; igual en AA.EE.SS., A. IH, Colombia, fase., 285, 1825, 6-25; LETURIA, II, 289.

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FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ